Narradas al recopilador por Don Alfonso Hernández en enero de 1995
Todo empezó en Bogotá por una reunión con el gran brujo blanco, como conocían entonces por todo el Bajo Caquetá al erudito Dotoro Richard Evans Schultes; él, precisamente, tan conocedor de toda la Amazonía noroccidental y de sus secretos, siempre había querido visitar una serranía desconocida, ubicada al sur de Araracuara y que según él, era lo mas parecido a un páramo andino; pero un páramo en medio de la Amazonía? Con gran erudición nos explicó, a Aldo Brando y a mí, de la singularidad de los cerros amazónicos o tepuis, de sus orígenes y de su importancia biológica y biogeográfica.
Ya en sus ochentas, y debido al deterioro de su salud y de las condiciones políticas del país no le recomendaban volver a sitios como ese; entonces el lugar de encuentro con el Padre de la Etnobotánica sería en una pensión familiar al norte de la ciudad; cuando llegamos lo acosaban varios políticos y un delfín, un hijo de expresidente, como conocen en Colombia a estos personajes, quienes querían que él les escribiera la introducción a su libro de poemas inspirados en la mitología griega, así que cuando nos vio se le iluminó la cara y los despacho de ipso-facto; mostrándoles su reloj les dio a entender que el tiempo con ellos se acababa; las expresiones de ira en aquellos señores se mezclaba con la de asombro; quienes serían estos recién aparecidos, a quienes el Doctor les daba mas importancia que a ellos?
Ya mas cómodo nos explicó como debíamos llegar a tal lugar y que deberíamos mirar: que un Hevea enano, que un assaí enano, que unas plantas amarillas que desde el aire parecían frailejones, y la lista continuó por varios minutos; hasta entonces ningún botánico había visitado ese lugar, pero alguien debía hacerlo cuanto antes; era imperativo que su tan singular flora, su geografía y su mitología se conocieran para la ciencia antes de que fuera demasiado tarde. Corrían los últimos años de la década de los ochenta y el boom de la estúpida cocaína, como él mismo la llamó, se extendía como la plaga por todo el país.
Con razones suficientes para adelantar una exploración a tan interesante lugar, nos dimos a la tarea de averiguar como podíamos llegar hasta allá; pero nadie sabía de tal sitio; a los que indagábamos parecían saber menos que nosotros en ese momento; solo en un viejo mapa de escuela, colgado detrás de la puerta del caótico apartamento de Aldo, estaba indicado el nombre de un cerro aislado en medio de la selva del Amazonas; lo nombraban como el Maine Hanari.
Ya que Aldo conocía al gran Capitán Uitoto de Araracuara, Don Marceliano Guerrero, cuyo apellido nada tenía que ver con ancestros españoles sino más bien con su profesión, nos dimos a la tarea de contactarlo y decirle que lo queríamos visitar para que nos llevara a pasear. Sin dudarlo un momento dijo que nos esperaba, pues el estaba listo para lo que fuera.
Nuestras preparaciones empezaron de inmediato; que debíamos llevar? preguntamos a muchos de los que supuestamente habían viajado por el Amazonas: que hamacas con toldillos, plásticos para cambuche, sueros antiofídicos, aralen, morrales, cuerdas, cámaras, rollos, botas, machetes, bolsas, talegos, brújulas, mapas, tarros lecheros herméticos, cuerdas, ponchos, fósforos impermeables, cantimploras, chalecos salvavidas, linternas, pilas, pantuflas y una lista interminable de cosas extrañas, tantas que no alcanzaríamos a conseguirlas todas, por suerte, pues no las iríamos a necesitar.
En cambio Marceliano, por radio-teléfono solo nos recomendó: cartuchos calibres dieciséis, fariñas y sal, pero vengan rápidos para que aprenden andar en montes. Los cartuchos? ni pensarlo, Aldo era vegetariano y además éramos ecologistas, no queríamos que se matara ningún animal; fariña? y en Bogotá donde? Al final solo compramos una libra de sal.
En menos de una semana estábamos de madrugada en el aeropuerto de Bogotá esperando el vuelo quincenal de Satena a Leticia, con escala en Villavicencio, Araracuara y La Pedrera. Era un avión de hélices, casi nuevo, por suerte, pues hasta entonces solo volaban por allá los famosos DC-3 y otros modelos antiguos cuya trayectoria de accidentes era más grande que su fama.
Como el avión era pequeño solo nos permitían llevar la mitad del equipaje que teníamos, así que allí mismo, en frente de la caseta de abordar nos tocó volver a rearmar el morral; nada de excesos; por suerte llegó un amigo de Aldo a quien habíamos llamado con urgencia para que recogiera el sobrante y lo regresara a su apartamento; al final no sabíamos que llevábamos y que habíamos dejado, pero no importaba, pues el avión ya tenía los motores prendidos.
Luego de dar una vuelta sobre el Sumapaz el aparato descendió bruscamente hacia Villavicencio; en el mismo aeropuerto vendían bateas metálicas para lavar oro, pues era tal la fiebre que acababa de estallar que para muchos rebuscadores era lo único indispensable para llevar a las selvas del sur. Nosotros compramos dos toldillos brasileros para las hamacas, uno de color verde chillón y el otro lila. Y no llevan las bateas? Nos preguntaba incrédula la vendedora, Y entonces a que van? En esas nos llamaron a bordo y en media hora estábamos volando sobre la serranía del Chiribiquete; la mayoría de pasajeros dormía, pero nosotros, agitados de un lado a otro, mirábamos asombrados por las ventanillas ese paisaje tan único y extraño, tomando fotos para un cerro, para un sumidero, para una sabana de piedras talladas; cintas de plata brillaban en medio de las selvas, por donde debían ir caños y ríos sin nombre, o con nombres que nunca habíamos oído, como el Cuñaré, el Mesai, el Yarí; entonces apareció un río gigantesco, era el Caquetá, el cual, partiendo en dos a otra gran serranía de roca antiquísima, había labrado una garganta profundísima; estábamos en Araracuara, en donde, bruscamente y sin avisar aterrizó el avión en medio de una sabana espectacular.
Una multitud de Uitotos esperaban en una caseta de lata al final de la pista, mujeres y niños la mayoría; sin apagar los motores nos bajaron rápido y nos tiraron los morrales al piso, pues el resto de pasajeros iban para La Pedrera y ya iban retrasados. En medio de la gente y con una gran sonrisa en su cara estaba el Capitán Marceliano; luego de darnos el saludo y la bienvenida dijo algo en lengua; al trote llegaron unos muchachos que se cargaron nuestros morrales y desaparecieron rápidamente por un camino que iba loma abajo; vamos a la maloca, dijo Marceliano y caminando a su lado, con una procesión de mujeres y niños detrás nuestro tomamos el camino que bajaba de la serranía de Araracuara hacia el poblado Uitoto a orillas del Caquetá, debajo de la garganta.
El calor era infernal, para nosotros que veníamos de Bogotá, así que con los primeros pasos ya estábamos empapados en sudor; denles caguama! pidió Marceliano, sin dirigirse a nadie en particular; entonces, de la multitud salieron dos muchachas hermosas, con unos dientes blanquísimos que resaltaban su piel canela; empezábamos a ver porqué la fama de belleza de las mujeres Uitoto! Traían dos totumas grandes y una calabaza llena de un almidón viscoso que vaciaron en estas; el capitán, haciendo gala de la etiqueta tribal y para demostrarnos que era buena caguama, cogió una de las totumas con las dos manos y de un largo trago se la tomó completa; luego las muchachas nos sirvieron a cada uno nuestra respectiva totumada; expectantes, todos esperaban que hiciéramos lo mismo; Aldo, como ya tenía la experiencia, se la tomó en unos minutos; Yo, que no sabía lo que era ese líquido blancuzco, tibio y servido en tal cantidad, hice una pausa luego de dos tragos, entonces toda la gente soltó una carcajada; la norma dictaba que se debía tomar de un solo envión; por suerte me supo deliciosa así que no tuve problema con tragarla, pero si con mi capacidad estomacal; cuando terminé, aliviado, una exclamación de aprobación salió de todas las bocas.
Pronto estábamos ante una casa gigantesca con paredes de madera y un techo cónico de hojas de palma, tan alto que mirábamos hacia arriba con la boca abierta; era la gran maloca Uitoto. Al ver nuestras caras de asombro Marceliano nos dice con toda tranquilidad: esta es malocas nuevas, las de antes si eran grandes! En ese momento se me vino a la cabeza una antigua fotografía en el libro de Bryan Moser, The Cocaine Eaters, titulada “Witotos en pié de guerra”, en donde mas de cuatrocientos guerreros, empequeñecidos frente a su gigantesca maloca blanden amenazantes arcos, hachas y macanas de guerra; lo mas increíble es que todos vivieran, con sus familias, bajo un mismo techo. En el frente de la maloca una pequeña puerta abierta dejaba entrever el interior oscuro; por allí entró Marceliano seguido por nosotros y algunos hombres; las mujeres se quedaron afuera pero algunas dieron un rodeo y entraron por la otra puerta, la de atrás, que es la de las mujeres. Adentro, cuatro gigantescas columnas de troncos sostenían un cuadrante que a su vez sostenía la estructura del techo; a los lados, a manera de nichos, colgaban chinchorros, ardían pequeñas hogueras y sobresalían algunas flechas, arcos y ornamentos de baile.
Al fondo de la maloca nos señala nuestro lugar; aquí guindan las hamacas ustedes, pero si quieren, mejor vienen para mi casa; esta malocas solo la usamos para reuniones y para los que vienen de paso!
Contra la pared y bien acomodados esperaban nuestros morrales; sin saber que decir esperamos a que la gente se dispersara mientras saludábamos a varios hombres, quienes detrás del Capitán habían venido a recibirnos; Chucho, Herbacio, Cirilo; todos tenían las mejillas abultadas; entonces nos sentamos en unos taburetes pequeños, ordenados en círculo cerca a la entrada de los hombres y de inmediato sacaron una pequeña calabaza con una cuchara adentro; también un tarrito oscuro con un palito; eran la pareja del mambe y el ambil; el primero un polvo de color verde oliva hecho con hoja de coca tostada y mezclada con la ceniza de hojas del yarumo; el segundo, una sustancia negra y espesa como el alquitrán, hecha de tabaco y sal de hoja de palmas; eran los símbolos de la hospitalidad Uitoto; todos, incluyendo Aldo, se toman una gran cucharada, poniéndola adentro de la boca y entre la mejilla; Yo, como era la primera vez, me puse la cucharada debajo de la lengua; Marceliano lo nota y me dice: usted mambeas como peruano! En todo caso hubo cordial acogida y satisfacción general, pues pare ellos el mambear es ser de la propia gente! Es ser Yuri, es ser Muinane! Luego, del tarrito de ambil sacan el palillo untado y lo chupaban; hice lo mismo y para sorpresa noté como empezaba a salivar profusamente; un alivio pues el mambe es bastante polvoroso, muy fácil para atragantarse si uno no tiene experiencia.
Luego de este ritual de bienvenida empezó la conversación; Marceliano recitaba largas frases en Uitoto y los demás hombres, seis o siete, asentían con exclamaciones de confirmación o admiración, pero sin pronunciar palabra alguna; luego Marceliano nos traducía al español; les he dicho que ustedes vienen de lejos, vienen de Bogotá, vienen para conocer a nosotros y quieren andar en montes, quieren conocer Muinanes, quieren conocer Yuris, quieren conocer Andokes, quieren comer comidas de nosotros, quieren comer ajís, quieren ver chagras de nosotros, quieren ver animales de montes; esto les he dicho, que ustedes conocen otros indios, ustedes han visitado Makunas, han visitado Boras, han visitado Matapís; ahora ustedes quieren conocer a nosotros! Entonces comenzaba otro largo discurso en lengua, mucho mas largo que las traducciones, mientras el auditorio escuchaba, exclamaba y asentía.
Entre cucharadas de mambe, chupadas de ambil y largos discursos en lengua se llegó la noche; ya se preocupaban menos en traducirnos; su ritmo en la conversación era cada vez mas agitado, sus frases y discursos más prolongados y las exclamaciones más largas. Así llegó la medianoche, el mambe hacía su efecto, estábamos en éxtasis, sin sentir el cansancio ni la incomodidad por estar sentados en cuclillas durante varias horas. Ya sólo se hablaba en lengua; Yo creía entender que hablaban, o eso creían ellos? Pero entonces, sin mediar palabra, Marceliano se detiene, nos mira y nos dice: ellos quieren saber: realmente a que vienen ustedes?
Queremos ir al Maine Hanari! Responde Aldo sin dar más explicaciones; sin duda ellos ya lo sabían; si queríamos conocer a la gente y sus costumbres, si queríamos conocer el monte, si queríamos probar la comida local, si queríamos oír la música y ver los bailes, pero sobretodo, queríamos ir al Cerro Sagrado!
Entonces hay un gran silencio; se miran entre ellos y luego nos miran; por fin, Chucho, echando bocanadas de polvo verde por la boca y mirando al suelo dice algo en lengua; es el único que ha hablado y lo único que han dicho en toda la noche, exceptuando el extenso monólogo de Marceliano, a quien con la mirada lo interrogamos y nos traduce: dicen que por acá no existe ese lugar!
Son las tres de la madrugada, la reunión ha terminado con esa frase; ahora todos van a dormir y nosotros hacemos lo mismo; buscamos nuestras hamacas y las guindamos en el lugar que nos han indicado. En la oscuridad de la maloca se escuchan algunas conversaciones en voz baja; a un lado alguien tose, mientras que en el otro lado atizan el fuego y afuera aúlla un perro. Pronto nos quedamos profundos, a pesar de las dosis de mambe y ambil.
Al amanecer los primeros rayos de luz se filtran, como el humo, por entre el techo y las tablas de las paredes; muchos aún duermen pero las mujeres y los niños están despiertos, conversan en voz baja y empiezan a salir de la gran casa; nosotros hacemos lo mismo y nos dirigimos a una pequeña quebrada de aguas cristalinas que corre a un lado de la maloca; es el sitio del baño, entonces nos tiramos al agua que se siente deliciosa; pequeños peces de color azul y rojo brillan en medio de nuestras piernas; luego nos vamos a recorrer el poblado y a conocer el puerto.
Empezamos a sentir hambre pues desde el día anterior solo habíamos probado la caguama y el mambe; pero en la única tienda solo se conseguía pony malta y galleticas de limón; decidimos seguir buscando y nos encontramos un arbolito de coronilla, una fruta espontánea del género Bellucia que se come con cáscara y todo; nos comimos no se cuantas y con eso calmamos el hambre.
Marcelianito, el hijo de Marceliano, nos ve y dice: esperen a que mi papá se levante para que les den desayuno; eran como las nueve de la mañana. Entonces vemos a un muchacho pasar a nuestro lado con una gigantesca cabeza de bagre valentón, del tamaño de una llanta, que cargaba sobre sus hombros; se dirigía a la casa de Marceliano, donde la dejó en el piso de tablas.
Mientras tanto nosotros esperamos a que Marceliano se levante, pero ya su mujer, Graciela, está cocinando en una gran olla y sobre el fogón de leña, la cabeza del bagre; Ya va a estar el desayuno! nos advierte, así que esperamos mientras en el piso ella organiza unas grandes hojas de bihao. Justo cuando Marceliano despierta, sacan de la olla la cabeza humeante del Valentón; entonces la ponen sobre una hoja y nos sentamos en el piso; con la mano arrancamos pedazos de carne blanca y la empezamos a engullir como si lleváramos semanas sin comer; con chicha de pupuña, o chontaduro, bajamos los bocados; en minutos no quedó mas que un montón de huesos limpios; quedamos hartos de tanta carne y nos tendemos en las hamacas que tienen alrededor de la casa; son las once de la mañana, hora de la siesta; empezamos a comprender la rutina Uitoto: se come cuando se tiene hambre, se duerme cuando se tiene sueño, se trabaja cuando hay que trabajar! No hay horarios establecidos como en nuestra cultura!; les gustó la comida de indios? Nos pregunta riéndose; no hay necesidad de responderle, pues todo ha sido exquisito; entonces nos dice: de sus comidas, lo único que nos gusta es el chocolate con arepas! Nuestro ego se quiso crecer con ese comentario, cuando recordé que después de todo, el chocolate y el maíz, en todas sus formas, fueran arepas, tortillas o pan, eran unas de las grandes contribuciones de las culturas indígenas de América a la gastronomía mundial.
Luego saca un paquete de papel de una cesta que tiene entre el techo; lo desata y nos muestra una atado de fotografías; unas lo muestran metido en el mar, con el agua al cuello; esa es cuando conocí el mar, en Santa Martas; esa es cuando conocí a Bogotás, enseñándonos una donde aparece vestido con un saco de embolador, varias tallas mas grande que su medida; entonces Aldo le pregunta por unas fotos que le había mandado unos meses antes; esas ya las quemé! Resulta que todos los años, en una ceremonia personal decidía quemar todos los papeles, documentos oficiales y fotos que acumulaba, para no tener que guardar tanta cosa; preocupado, Aldo fotografía las fotos tan particulares que tiene al frente, por si decide quemarlas. Luego nos muestra una carta escrita con tinta roja; es una carta que le mandé al presidentes de la república! dice tranquilamente; Como le manda al presidente una carta en tinta roja? le argumenta Aldo. Como nunca contesta, la mande en rojos para ver si así si!
Yo, con la barriga llena me quedo dormido, mientras ellos continúan con una charla de lo más extraña. Cuando despierto es como la una de la tarde, afuera el sol es abrasador y solo se oye el chirrido de las chicharras; los demás duermen tranquilamente en sus hamacas. Luego de un rato Aldo se despierta y le propongo que nos vamos a caminar. Nos dirigimos hacia un encierro que tiene la Corporación Araracuara a las afueras del pueblo; un muchacho colono decide guiarnos para mostrarnos algo muy especial; sin saber de que se trata nos vamos hacia un pequeño rancho de hojas de palma y paredes en barrotes de chonta; como el rancho es oscuro tenemos que acercarnos bastante, cuando en esas vemos, agazapado, arrastrándose por el suelo y corriendo hacia nosotros, un gran jaguar! Damos un paso atrás justo cuando el animal se nos abalanza; da un gran salto y se estrella contra los barrotes; solo logra sacar sus grandes garras y las agita a unos centímetros de nuestras caras, para luego caer aparatosamente al piso. Nos salvamos de que nos agarrara por fracciones de segundo. Tranquilamente el muchacho nos dice: es una tigra que cogieron los indios ayer, para sacarle cría. Era para un programa de reproducción de fauna que estaba iniciando la corporación Araracuara, dizque para salvar a nuestra biodiversidad colombiana.
Decidimos regresarnos a la maloca, seguros de habernos salvado de un abrazo mortal. Ya está atardeciendo y nos debemos alistar para otra ronda de negociación con los líderes de la comunidad; aunque Marceliano es el Capitán, las decisiones se toman grupalmente, una verdadera democracia. Necesitamos el permiso de todos para poder ir a recorrer el territorio. Por suerte nos damos cuenta que existe una coyuntura favorable; el gobierno del presidente Barco ha decidido entregarle a los pueblos indígenas el Gran Territorio Putumayo, célebre por haber sido el escenario del genocidio indígena a manos de la infame empresa anglo-peruana Casa Arana; es importante que reconozcamos el territorios, habían dicho; con ese pretexto pensamos sustentar nuestro interés de recorrer juntos las extensas sabanas de arenas blancas sobre antiquísimas rocas del escudo Guyanés, las selvas vírgenes del alto Cahuinarí y del alto Quinché, ubicadas entre los ríos Caquetá y Putumayo.
A las ocho de la noche entramos de nuevo a la maloca; un canturreo en lengua, acompasado por el golpe monótono de un mazo de madera sobre un mortero, se oye desde afuera; están preparando el mambe, nos explican. Adentro, sobre una gran lata, un hombre dora al calor del fuego las hojas de la divinidad mientras otro quema, con una gran llamarada, varias hojas de yarumo, las cuales se consumen rápidamente dejando un montón de cenizas grises sobre el piso. Las hojas de coca ya están a punto, según lo aprueba Chucho, que se mete una a la boca y la mordisquea; entonces echan varias manotadas en el mortero y con el mazo, una vara larga de chonta durísima, continúan golpeándolas rítmicamente hasta convertirlas en un polvo finísimo de color verde oliva. Esta acción se compara con el rito de la fertilización, donde el mazo equivale al pene y el mortero al útero. El que pulveriza las hojas está recitando, a manera de un canto, alguna historia de la mitología.
Nos sentamos nuevamente en las butacas mientras ellos cuidadosamente vacían el contenido del mortero en una bolsa de tela, adicionándole las cenizas del yarumo; luego agitan la bolsa dentro de una gran olla de barro y actuando como cernidor y mezclador simultáneamente, va saliendo un polvo verdoso muy volátil; es el mambe, que ya está listo; todos meten la cuchara en la olla y se llenan sus bocas; esta buena! dice Chucho, entonces nos ofrecen nuestra porción, que nos sabe delicioso, como a pandebono caliente!
Terminada la operación, y todos con las mejillas abultadas, vacían el contenido de la olla en varios tarros largos, con su respectiva cuchara cada uno. El capitán empieza de nuevo su discurso en lengua; ya no se preocupa en traducirnos; luego de largas frases los demás aprueban y asienten con exclamaciones; es como una ronda en donde todos estamos incluidos; de cuando en cuando se pasan los tarros con el mambe y el ambil; mientras yo tomo una pequeña cucharada bajo mi lengua, ellos se ponen grandes cucharadas en cada mejilla; quedo asombrado, pues mientras yo me arriesgo de atragantar, ellos continúan la conversación con las bocas llenas.
Pasan los minutos, las horas, hasta que Marceliano, ahora no sentado en una butaca pero acuclillado y con los ojos rasgados como un mongol, se dirige de nuevo a nosotros: ellos dicen que si hay un cerros como el que ustedes buscan, pero tiene dueño; es todo; es lógico, si el cerro tiene dueño, hay que pedir permiso al dueño; ellos nada pueden hacer; es el dueño quien autoriza.
La conversación en lengua continúa otras horas más, nosotros no sentimos ni el cansancio ni el aburrimiento por no entender nada; esa monotonía solo se disipa con las dosis de mambe; ya está pasada la media noche; aprovechando una pausa en la recitación del capitán me atrevo a preguntarles: Y quien es el dueño? Como si fuera lo más natural, Chucho, que pareciera ser el segundo a bordo nos dice: La Verrugosa!
Entonces la conversación en lengua prosigue a un ritmo cada vez mas acelerado; mientras Marceliano habla los demás contestan y asienten con frases y expresiones que no entendemos; entonces miro a Aldo y los dos nos levantamos del círculo, el cual continúa su ritmo, imperturbable; nos vamos a dormir a la casa de nuestro capitán, pues ya sabíamos que tenían guindadas las hamacas suficientes; en el camino le comento sobre lo que nos acaban de decir, pero entendemos que no se pueden forzar las cosas, esperaremos a que nos den el permiso; comprendemos que será un proceso largo.
En la hamaca, sin poder quitarme a la verrugosa de la mente, recuerdo lo que se de tan temible personaje: la verrugosa, el jergón, el bushmaster, el amo del monte; es Lachesis, la mensajera de La Muerte, la que nos avisa si se nos llegó la hora; mejor dicho, la secretaria de la pelona! La serpiente más temible de las selvas y la víbora venenosa más grande de nuestro continente. Con esas cavilaciones en la cabeza me quedo dormido, pero toda la noche tengo sueños con ella; a ratos está junto a mí, tranquila; en otros, sobresaltado, la veo como me persigue; luego está recogida y lista para atacar; luego extendida, gruesa como un brazo, con rombos negros sobre su piel rojiza, acostada junto a mí.
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Pronto amanece; el canto de las aves se oye magnificado; las guacamayas dejan sus nidos y vuelan en busca de frutas, gritando; estamos en Araracuara, en la casa de Arará, la guacamaya!. De nuevo nuestro refrescante baño en la quebrada de aguas puras; de ahí nos vamos a buscar frutas; un hermosos anón grande como una piña, amarillo, se nos aparece en un árbol a la orilla de la trocha. También tendrá dueño? pensamos, mientras dudamos si lo cogemos o no, cuando aparece uno de los personajes que estaba en la maloca la noche anterior; nos saluda y nos dice: anón sabrosos, cómanlo, pura miel!
Luego de tan delicioso desayuno nos vamos a recorrer la sabana, como llaman a la formación vegetal de las cimas de los cerros, con suelos de arenas de cuarzo, rocas de formas extrañas y plantas aún mas extrañas. Hay pequeños riachuelos que corren sobre el lecho de roca, formando estanques con aguas ambarinas; a sus orillas crecen las Drosera, pequeñas plantas carnívoras de color rojo; también vemos a las Utricularia, de flores amarillas; orquídeas psicodélicas y las Estrellas del Caquetá, las flores de la Schoenocephalium, brillando como chispas de fuego sobre la roca oscura.
Vamos en busca de una de las maravillas naturales de Colombia, el Balcón del Diablo, como se conoce al mirador al borde del cañón de Araracuara; parados en una cornisa de roca, las paredes del tepui aparecen como cortadas con un cuchillo; pueden tener mas de doscientos metros de altura; al fondo, sobre un cauce de rocas gigantes, braman las turbulentas aguas del Caquetá. Una gran bandada de guacamayas azules gritan estruendosamente, sus voces haciendo eco en las paredes del cañón; la niebla se levanta desde las aguas. Nos quedamos en silencio, mirando ese espectacular paisaje y pensando en tantas maravillas que existen en este país, aún desconocidas para el mundo.
Luego de un largo rato continuamos el recorrido por entre laberintos de rocas, observando plantas rarísimas: las Vellozia, que recuerdan a frailejones en miniatura; las Bonnetia, de grandes flores rosadas como de porcelana; un Mormodes desconocido. La diversidad de flores es impactante; tantas cosas nuevas, un abrebocas de lo que íbamos a encontrar.
Estamos de nuevo extasiados a punta de naturaleza; el tiempo pasa y el firmamento se tiñe de un rojo sanguinolento; no nos damos cuenta como el tiempo pasa hasta que se oscurece; debemos regresar, pero, por donde es el camino? Nos creemos perdidos en medio de tanta belleza; no tenemos como alumbrarnos y no sabemos hacia donde dirigirnos, cuando las dos lindas muchachas Uitoto aparecen de la nada; están recogiendo estrellitas para venderle a los pilotos de Satena, que las llevarán como un recuerdo a sus casas en la fría sabana de Bogotá. Ellas si conocen muy bien el camino; en medio de risas y preguntas de curiosidad, nos indagan sobre todo lo que cargamos, de donde venimos, porque queremos venir a conocerlos, para que son esos aparatos que cargamos; caminamos con nuestras nuevas botas de explorador sobre las rocas afiladas, pero ellas van descalzas.
Al llegar al poblado nos invitan a entrar a su casa, un ranchito de madera con techo de hoja caraná, bellamente tejido; nos ofrecen un humeante plato de caldo de dorado, otro bagre gigante del Caquetá; está delicioso con buen ají, acompañado con pedazos de casabe, que remojamos, imitándolas, en el caldo.
Luego nos llevan de nuevo a la maloca; los hombres ya están reunidos en su ronda de mambe; Marceliano está recitando cánticos en lengua mientras los demás exclaman voces de aprobación.
No nos miran ni nos determinan, pero igualmente nos sentamos, como de costumbre. La conversación entre ellos continúa por largo rato; nosotros solo nos preocupamos por recibir las ofertas de mambe; yo ya soy capaz de ponerme una gran cucharada en una mejilla, al estilo Uitoto. Entonces Marceliano hace una pausa y nos dice: Aquí no conocemos ningún cerros Maine Hanari. Ustedes quieren ir es al Muina Ioanari, el cerros a mitad de camino de los Muinanes!.
Así que si existe un cerro, y se llama Muina Ioanari, pero y el permiso? Como ellos tampoco saben si está en territorio Bora, Yuri, Muinane o Andoke, empiezan a hacer el recuento de cómo llegar a tan distante sitio; Ahora Chucho es el que recita en lengua; los demás, incluyendo a Marceliano, repiten nombres y nombres en Muinane; están haciendo el recorrido mental por el territorio, la única manera de recordar el complicado viaje para una cultura que no utiliza ni escrituras ni mapas ni cartografías. Así continúa toda la noche, hasta la madrugada. A pesar de que aún no tenemos el permiso, al menos sabemos que si hay un cerro y que si lo conocen muy bien!. Antes de irnos a acostar Marceliano de nuevo nos pregunta, con su marcado acento Uitoto: Ellos quieren saber si vamos a buscar oros!
A finales de los 80’s la fiebre del oro estaba en auge por toda la Amazonía; las historias de las libras de oro en polvo que habían encontrado los brasileños en el cerro Taraira, en la frontera colombo-brasileña, los tenía aterrados; historias de violencia y destrucción, de centenares de rebuscadores y aventureros y desplazamientos; al cerro lo habían convertido en un gran cráter de barro y el caos reinaba por doquier, desde La Pedrera hasta el Apaporis. Decían que los cerros estaban llenos de oro y que los brasileros venían a sacarlo todo. Tratar a los cerros sagrados de esa manera era simplemente como un gran sacrilegio.
Oro? Entonces recordamos la frase de la muchacha en el aeropuerto de Villavicencio: Y entonces a que van? Explicamos que no nos interesa ningún oro, que la flora de esos lugares era más valiosa, para nosotros, que todo el oro del mundo. Entonces Marceliano les dice unas frases en lengua y luego nos pregunta: Y ustedes saben como se hizo el oro? En ese momento, cualquier explicación de geología y del génesis planetario parecían absurdas, no sabíamos que responder. Si es que sabíamos tanto, como no sabíamos de donde venía el oro? nos preguntábamos, buscando alguna manera de responder a tan directa pregunta; por suerte, él mismo salió en nuestra ayuda; Hay unos árboles que se llaman Carares; ese árbol tiene unos cristales en su maderas; por eso daña las sierras; es muy duros; cuando el árbol muere, su maderas se pudren y los cristales se convierten en oros!. Asentimos con exclamaciones de admiración; la mejor explicación que habíamos oído, dijimos en voz alta; todos aprobaron con grandes sonrisas en sus bocas. Fue para ellos de gran alivio saber que éramos unos ignorantes en materia de oros.
De nuevo nos vamos a acostar; esa noche y hasta la madrugada, extraños cantos acompañados por el tun-tun del maguaré que salían de la maloca saturaban toda la selva y no nos dejaron pegar el ojo. Nos preguntábamos que estarían diciendo.
Pronto amaneció y junto a nuestra puerta estaba parado Marceliano; vamos al otro lado! Nos vestimos y salimos detrás de él; sin ninguna palabra ni explicación nos trepamos en una canoa que sale disparada río abajo, llevada por la fuerte corriente del Caquetá.
Al otro lado está una pequeña trocha, por la cual desembarcamos; pronto llegamos frente a otra maloca, mas grande pero invisible en medio de la selva; cuando nos acercábamos sale por la puerta un hombre bastante mayor y a quien, a pesar de sus años y su piel arrugada, se le notaba una musculatura estupenda en el pecho y los brazos; era el Gran Sifi, el dueño de la piedra! El capitán Bora en cuyo territorio estaría ubicado el cerro sagrado. Luego de un corto saludo en lengua, dirigido únicamente a Marceliano, le dice en un español bastante acentuado: Ustedes saben muy bien que a esos sitios solo pueden ir con permiso. Yo no puedo dar esos permisos; esos permisos solo los da la dueña del cerro, La Verrugosa! La discusión entre los dos capitanes se da en lengua, es una discusión fuerte, el ambiente muy tenso.
Dando media vuelta Marceliano nos llama; debe consultar a los mayores; esta noche será la reunión definitiva en la maloca, pero no podremos estar nosotros; debemos esperar con paciencia el dictamen final. Sentimos que el tiempo pasa y se nos acaba; aún no sabemos si habrá viaje o si tendremos la autorización de la verrugosa. Caminando por la selva llegamos al poblado blanco de este lado del río; allí nos dirigimos al cuartel del ejercito; él hace llamar al comandante, al coronel Agudelo; lo saludamos y le contamos la razón de nuestro viaje; nos pide nuestra identificación y le mostramos las cédulas; mira los documentos y luego nos mira directamente a la cara: Por allá no ha ido nadie, no hay caminos, se pueden perder muy fácil; nosotros no vamos a ir a buscarlos; van bajo su propia responsabilidad; le decimos que así es, que es nuestra propia responsabilidad, lo cual lo tranquiliza; luego Marceliano pide que le venda cartuchos para escopeta; Y cuantos quieren? los que nos pueda vender; entonces llama a un soldado y le da unas órdenes que no alcanzamos a escuchar y sigue conversando con Marceliano. Es un diálogo entre Capitanes!.
Pronto llega el soldado con cinco cartuchos calibre dieciséis; la munición es doble B. Son a cinco pesos cada uno, nos dice; Aldo rebusca sus bolsillos y se encuentra un billete de veinte; Deje así! y dándose vuelta, se despide.
Marceliano está desconsolado; la munición es muy grande y la cantidad muy poca. Estos cartuchos son malos, es lo único que dice, mientras nos dirigimos a la canoa para retornar al otro lado del río, donde está la maloca; pasamos del departamento del Amazonas nuevamente al del Caquetá.
En la canoa nos explica: El Sifi es el Dueño de la Piedra; en antiguo, cuando no habían hachas de metal, los Bora y los Andoke tenían el cerro solo para ellos; el únicos lugar con piedras para hachas; todos teníamos que pedirles permiso para que nos dieran piedras; eran momentos duros; había que preparar el viaje y tener buenas razones para que nos dieran piedras; al interesados lo invitaban a mambear a una malocas en el montes; luego de varios días de negociar, decidían si podían dar piedras o no; si querían, se las daban y lo dejaban regresar, y sino, lo mataban y lo comían! Después nos dice: La Verrugosa es la dueña de ese cerros, ella es también la dueña de todos los animales bravos, las culebras, las arañas, los alacranes, los que pican! Si ella no gusta de alguien, los manda y llegan por la noche a las malocas y lo matan.
Esa tarde con Aldo nos dedicamos a recorrer el poblado y sus alrededores; no sabemos que hacer pero tenemos fe en que todo saldrá bien; realmente no sabemos con certeza hacia adonde queremos ir ni por donde es el camino; las palabras del coronel Agudelo resuenan en nuestras cabezas; nos vamos caminando hacia las chorreras del Caquetá, donde termina el gran raudal de mas de seis kilómetros de longitud; el agua truena y ruge, saltando a borbotones por todos lados; en medio de los rápidos vemos un enclenque puente de troncos que llega justo a la mitad de la corriente; Marcelianito nos explica: es para arponear a los bagres; de noche, cuando los valentones quieren remontar los chorros, salen a la superficie, entonces los arponeamos. No nos imaginamos como una persona se pueda parar en el extremo de tan frágil estructura, a media noche y sobre una corriente tan poderosa, a arponear bagres, pero así es la vida entre los Uitotos. Nos dedicamos a la fotografía y al disfrute de ese espectáculo de la naturaleza, en medio de la selva.
Por la noche oímos de nuevo el golpeteo del mazo pulverizando las hojas y el canturreo de los chamanes; presentimos que hablan de nosotros y de nuestra aventura, pero no entendemos nada; entonces salimos a mirar las estrellas junto al gran río; el cielo está totalmente despejado y cuajado de astros; las estrellas fugaces y los meteoritos rayan el firmamento constantemente. Pedimos nuestros deseos por el buen desenlace de esta locura. Tarde, nos vamos a acostar, mientras que los tambores y los cantos que salen por entre las paredes de la maloca nos arrullan.
Aún no aclara el día pero nuestro capitán está parado frente a la puerta; Nos vamos, es lo único que nos dice. Rápidamente acomodamos nuestros morrales y el equipo de fotografía y nos vamos a desayunar; Doña Graciela, como homenaje, nos ha preparado arepas y chocolate caliente, al mejor estilo paisa. Mientras desayunamos llega un muchacho con una gran bolsa de fariña, la harina seca de yuca brava, indispensable para todos los viajes por la selva; Marceliano la acomoda en su morral y nos dice: No olviden la sal. Es lo único que falta!
Pronto estamos en camino; salimos loma arriba, hacia la sabana, con el fin de remontar el raudal; allá, en Puerto Arturo, debemos esperar a una canoa que nos cruzará el gran río. Caminamos unas horas y cuando llegamos al Puerto vemos que no hay nada ni nadie; ni una casa ni un muelle ni nada; Cual Puerto?
Pero así se llama el lugar; Marceliano nos dice que dejemos los morrales en el piso y se va por una trocha, dejándonos solos y a la espera; luego de una hora oímos un motor; pronto aparece una lancha en la que vienen Chucho y Marceliano con aire triunfante; sin apagar el motor cargamos nuestro equipaje y salimos de nuevo; el río parece un gigantesco lago de aguas imperturbables; al fondo, una nube de vapor se levanta, a pesar de que el cielo está azul y el sol brilla; es la garganta por donde se precipitan las aguas del Caquetá, el comienzo del gran raudal, el cañón del diablo. Con toda tranquilidad nos advierten: si se apaga el motor tenemos que remar con fuerzas, porque nos chupa!
Por suerte el motor ronronea a la perfección; en unos minutos estamos al otro lado pero seguimos remontando el río, cerca a la orilla, hasta que llegamos a la casa de Chucho. Solo hay una pequeña trocha que sube de una playita hacia la selva; adentro hay una casita de madera donde una joven mujer Uitoto nos espera; tiene una cara bellísima y la sonrisa brilla en su cara; solo tiene una pequeña falda negra que le cubre la cintura hasta encima de las rodillas; de resto está desnuda; a uno de sus senos una criaturita recién nacida se aferra mientras nos mira asombrada sin soltarse; es la hija de Chucho que nos espera con sendas totumadas de caguama. Ahora, que ya sabemos como es, de un largísimo trago nos la tomamos toda.
Dejamos los morrales en el piso y salimos por atrás de la casa siguiendo a Chucho; ambos conversan en lengua mientras avanzamos por una selva espesa y de árboles gigantescos, hasta que llegamos a un claro donde hay una pequeña maloca. Afuera dos zaínos domesticados comen unos pedazos de yuca y no se inmutan ante nuestra presencia. Vamos a preparar el regalos para llevar a la dueña del cerros, nos dicen.
Chucho ya tiene lista una gran cesta con hojas frescas de coca; atizan el fuego y empieza a tostarlas mientras nos ofrece las ya conocidas totumitas de mambe y ambil. Al cabo de un rato, las hojas se tornan de un bello color dorado, resultado del proceso sobre el fuego; entonces las ponen en el mortero y las pulverizan mientras se dedican a repasar el recorrido que habían cantado las noches anteriores en la maloca principal. Tarde en la noche está listo todo, lo vierten en una totumita bellamente decorada y la tapan con cuidado; es el regalo que debemos llevarle a la verrugosa! Entonces regresamos a la casa, donde Delia, la hija de Chucho nos espera con casabe fresco, yuca cocida y caldo de bagre; también hay sábalo muquiado, es decir, ahumado; lonjas de carne de boruga y mucho ají. En cuclillas, nos devoramos todo, pues nos sabe exquisito.
Una vez guindadas nuestras hamacas seguimos conversando, tendidos en ellas, hasta que amanece. Con los primeros rayos del sol estamos a orillas del río, en la playa por donde habíamos desembarcado; no está la canoa pero si una gran piragua, llena de gente, toda Uitoto; nos embarcamos con nuestro equipaje, que son los morrales, una escopeta vieja y un machete, hasta que aparece Chucho con un pesado motor fuera de borda a cuestas; lo instala en la popa y empieza a jalar la cuerda de encendido, pero nada, el motor no responde, ni siquiera hace amague de prender; así, con fuerza y una paciencia interminable jala de la cuerda, y jala, y jala, y nada; entonces se turna para el proceso con Marceliano, y jale, y jale y nada; pasan los minutos, una hora, dos horas; nadie dice una palabra, el sol arde en el cielo; solo un niño pequeño llora pidiendo el pecho de su mamá que se lo ofrece de inmediato y de nuevo solo se escucha el jaloneo de la cuerda y el chirrido de las chicharras; que motores tan mañosos! dice Marceliano, justo cuando el motor tose; todos levantamos la cabeza, expectantes; otros dos o tres jalonazos mas y el bendito aparato arranca como si nada; ahora si entendemos lo que significa tener paciencia de Indio!.
Ascendemos por el río; algunas mujeres nos preguntan que de donde somos y hacia adonde vamos; no sabemos que responder; pero pronto aparece un caño de aguas oscurísimas que desemboca en el gran cauce; viramos y subimos por este, hasta que al fondo vemos unas grandes paredes verticales de roca azul; en la orilla hay una pequeña trocha que apenas se nota entre la maraña; allí atraca la piragua y nos bajamos Marceliano, Aldo y Yo, con nuestros morrales a la espalda; Chucho nos da la mano y todos los demás nos dicen Adiós, encargándonos flauta y churuco.
Quedamos solos en medio de la selva; Marceliano saca su bolsa de fariña y nos dice, vamos a comer chivé! Llena hasta la mitad una taza de aluminio con la fariña que traía en su morral y la completa con agua del caño; la agita con el dedo y se toma todo el contenido de un solo trago; nos prepara nuestra dosis, que tenemos que engullir antes de que empiece a hincharse, pues la idea es que esa transformación ocurra dentro de nuestros estómagos y no afuera. Ese sería todo nuestro alimento por el resto del día, además de las constantes dosis de mambe y ambil que no nos deberían faltar, so pena de caer agotados.
Avanzamos unas horas por una selva espesa y hermosa hasta que el caminito empieza a ascender, flanqueado por una pared vertical de roca; a mitad de camino cruzamos una quebrada de aguas rojas como el té y Marceliano decide preparar mas chivé; estamos en esas cuando oímos algo encima de nuestras cabezas; es una familia de monos voladores, o Saki; entonces sin darnos tiempo para impedirlo, Marceliano apunta su escopeta y con un fuerte estruendo cae a nuestro pies un monito herido; tomándolo por la cola lo azota contra un tronco y lo mata; estamos aterrados, pero el solo se ríe y dice: si no comemos estos de pronto no comemos nada mas; le recordamos que solo nos quedan cuatro cartuchos, pero a el parece no importarle.
Con el morral a cuestas, la escopeta en una mano y el machete en la otra, acomoda el mono colgando de su cintura; nosotros seguimos detrás, hasta que llegamos a la cima de una gran sabana, plana y muy extensa, con el suelo de arena blanquísima de cuarzo y cubierto por unas grandes bromelias de color amarillo encendido, como de cera; son las Naevia, que aparentando a los frailejones, le dan al lugar una apariencia como de páramo; recordamos las palabras del Dr. Schultes; estamos en la gran Sabana de Tibeyes, la porción sur de la serranía de Araracuara y el lugar de origen de la Etnia Muinane!
Avanzamos por la extensa sabana rumbo al sur; el camino es apenas una pequeña línea en el suelo; es el camino que va del Caquetá hasta La Chorrera, en el Putumayo y que debe pasar por las cabeceras de los ríos Aduche y Cahuinarí, este último un coloso y el principal afluente del Caquetá Medio por el sur. Aparecen entonces unas extrañas rocas, muy lisas y con la apariencia de estar derretidas; están organizadas en círculo; las primeras rocas que vemos y son, sin lugar a dudas, los restos del antiquísimo cratón Guyanés. Marceliano las señala y nos dice: Esos son los oficiales de un batallón Peruano; durante las caucherías se dedicaron a matar indios y a cuidar a las gentes de Arana; entonces un poderoso brujo los invitó a mambear y como venganzas los convirtió en piedras; a los soldados los convirtió en dantas; esas dantas ahora viven en el Salado de Morelia pero no las podemos cazar porque son gentes! En ese instante recordé al Dr. Tomás Defler, quien había recorrido el alto Cahuinarí en 1985 y en el sitio de Morelia se quedó asombrado por la cantidad de tapires que había visto juntos, todos chupando sal de una laguna rica en salitre!
Mientras caminamos con el sol ardiendo arriba de nuestras cabezas, en fila india, oímos un fuerte estruendo; ha sido un lejano trueno; entonces miramos hacia el horizonte cuando vemos una gran pared de agua, una nube gris y vertical que corre sobre la sabana y se dirige hacia nosotros despidiendo rayos y relámpagos por doquier! Marceliano se para en seco y se queda mirando a la gran tormenta que se nos viene encima a gran velocidad; pronto sentimos el fuerte vendaval que despide y Aldo dice en voz alta: eso fue por el disparo y por haber matado al miquito, los dioses están bravos. Estamos aterrados, pero sin tiempo para reaccionar la tormenta nos envuelve; el viento y el aguacero son fuertísimos; los rayos caen a nuestra derecha e izquierda; rogamos a Dios que tenga misericordia y nos libre de tan peligrosa situación; avanzamos inclinados hacia adelante, contrarrestando la acción del viento y empapados hasta los interiores; el piso de la sabana se torna en una gran laguna y grandes arroyos corren por todos lados; no hay manera de resguardarse pues no hay ni un solo árbol a la redonda; no nos queda mas alternativa que seguir caminando bajo la tremenda tormenta; pero luego de unos minutos, y tal como había llegado, se calma y desaparece; vuelve a brillar el sol, mientras a nuestras espaldas la tormenta se aleja rugiendo y lanzando rayos a diestra y siniestra.
Con el rato de sol apenas tenemos tiempo para secar toda la ropa y buscar un sitio para pasar la noche; por suerte ya Marceliano sabe de un lugar, que resulta ser un balcón espectacular; al borde de la meseta, mirando sobre la inmensa planicie amazónica hacia el oriente, hay un sitio con varios arbolitos, unas piedras planas inmensas, sentaderos en roca y un cauce de agua cristalina, con una pila que nos recuerda a un baño romano; mejor no podríamos estar; guindamos las hamacas entre los árboles y recogemos leña seca, que es lo mas sorprendente; aprendemos que la leña seca se recoge de ramas que aún están en los árboles y nunca del piso, pues ahí generalmente están entrapadas.
Mientras observamos los alrededores y nos damos un deliciosos baño en la pila, él ya tiene el fogón ardiendo y chamusca al mico, para ponerlo luego a asar sobre las brasas; la puesta del sol es espectacular; lejos en la distancia, sobre la planicie selvática se vislumbra un cerro con la forma de una maloca gigantesca; es la casa de La Verrugosa, el Muina Ioanari, el que está a mitad de camino de los Muinane!
Nosotros, ecologistas, sacamos nuestra ración secreta, granola con leche en polvo, pero Marceliano se ríe y dice: Si no aprenden a comer micos no aprenden a andar en montes! Yo le hago caso y me atrevo a probar un pedazo; me pasa un brazo, el cual chupo hasta los tuétanos; aunque la carne era algo dulzona, no estaba mal del todo. A lo mejor con más hambre, me dije para mis adentros.
Con el estómago lleno y con el cielo despejado y cuajado de estrellas nos tendemos en nuestras hamacas, pero yo me empiezo a sentir mal, como enfermo, con ganas de vomitar; es que no le gustó el mico? Me dice riéndose, pero realmente me sentía intoxicado; por suerte se me ocurre meterme el dedo hasta el fondo de la garganta y boto todo lo que tenía adentro, y con ese sentimiento terrible de trasbocar y de debilidad, pienso: que mal comienzo para una expedición donde toca estar fuerte y con las reservas al máximo, pero no me importa; por suerte logro dormir bien, mientras escucho a los dos compañeros hablar hasta bien entrada la noche. Marceliano se preocupa por tener el fuego ardiendo siempre, algo indispensable en estos parajes, como iríamos a darnos cuenta en unos días.
Al amanecer el horizonte está claro y despejado; el cerro se mira a lo lejos, en medio de una selva alta y densa; estamos 220 metros por encima del nivel de las copas, en un balcón espectacular. Entre el Muina Ioanari y la sabana hay otro pequeño cerro, como hecho con piedras amontonadas; es el cerro del Llanto, de donde los Andoke sacaban una de las mejores piedras para hacha, según nos cuenta.
Como el piso de la sabana es de arena, descalzos nos dedicamos a recorrer los alrededores y de paso a secar las botas que aún estaban entrapadas por el aguacero del día anterior; la vegetación es muy particular y pronto aparecen el caucho enano, el assaí enano y una cantidad de plantas que nunca habíamos visto en otros lados, un jardín único; la vegetación tiene el aspecto de ser paramuna, pero estamos a 300 metros sobre el nivel del mar y el sol es ardiente.
Nos dedicamos a fotografiar todo lo que podemos; Marceliano se preocupa en nombrarnos todas las plantas y para que las utilizan; las trochas de las dantas abundan y también vemos las huellas frescas del tigre. Desde donde estamos veo el campamento a lo lejos con los binoculares; entonces observo a dos indígenas que vienen caminando desde La Chorrera, se acercan a nuestro campamento y empiezan a hurgar entre nuestros morrales; le comento preocupado a Marceliano pero no dice nada; luego los dos personajes se alejan por la ruta que habíamos venido; van hacia Araracuara; cuando regresamos al campamento miro a ver si no se ha perdido nada, pero al contrario; nos habían dejado un gran sábalo ahumado de regalo; sin entender le preguntamos a Marceliano, que nos dice tranquilamente: son paisanos que buscaban algo de fariña. Habían tomado unos puñados de la bolsa y a cambio habían dejado el pescado; así es la forma de apoyarse unos a otros en la selva, solidaridad total; que ejemplo para nosotros, que nos sentimos avergonzados por desconfiar.
Relajados y viendo tan lejano el cerro, pensamos que con estar en la sabana de Tibeyes ya es suficiente, pues por allá no hay ni trochas ni nada, solo selva virgen; sacamos la brújula y tomamos la posición; el cerro está 160° al sur sur-oriente; entonces dice Marceliano: a recoger campamentos que salimos ya, pues está muy lejos y sino, no llegamos! Así hicimos; eran las nueve de la mañana y siguiendo a nuestro guía y con la brújula en mano, descendemos por una trocha que baja por las paredes del cerro. Nos señala una cueva en la pared, por la que pasamos a un lado y dice: es la casa del tigre. Hay uno que cuida este camino.
Ahora estamos en la planicie, en medio de una selva alta y oscura; siempre con rumbo al sur-oriente avanzamos; no hay trocha ni sendero; nuestro capitán y guía hace una pica, marcando los troncos y doblando ramitas cada cinco pasos. Vemos unos jarillones elevados en el piso del bosque, como si un tractor hubiera pasado con una surcadora; en uno de los extremos de estos montículos hay una gran cueva, es la madriguera del trueno, como llama al armadillo gigante.
Luego oímos un gran estruendo sobre nuestras cabezas, ramas que se quiebran y frutos que caen; nos quedamos quietos; está pasando sobre nosotros una tropa de churucos, los monos mas grandes de la selva; Marceliano está ansioso por disparar su escopeta pero le recordamos el episodio de la tormenta, entonces se contiene y vemos como la gran manada pasa sin inmutarse; es tan alta la selva que difícilmente los vemos y ellos tampoco a nosotros. Mas adelante encontramos una gran danta dormida entre los matorrales; al sentirnos se levanta bruscamente, levanta su trompa, nos muestra sus dientes negros y dando unos pisotones fuertes que hacen temblar el piso, se aleja trotando. Las dantas tienen los dientes negros de tanto mambear coca! Anota Marceliano.
Sobre nuestras cabezas, a medida que avanzamos, oímos un fuerte zumbido, como el de un planeador rasgando el aire; es el rey gallinazo que pasa razante sobre las copas, con seguridad porque nos ha detectado; será por nuestro olor?
Cada diez minutos observa la brújula y corrige el rumbo; avanzamos en línea recta por la selva virgen del corazón del Amazonas. Cada vez que nos detenemos no pasan más de treinta segundos cuando oímos un zumbido y a un cucarrón de color verde brillante que aterriza estrepitosamente junto a nosotros; esperará a que defequemos, pienso yo, pero él nos dice: es el mandaderos de La Verrugosa; están mirando por donde vamos!.
Cuando encontramos un riachuelo aprovechamos para tomar chivé, pero ya tenemos la barriga llena de tanta fariña. En uno de esos riachuelos Marceliano hurga entre la arena y con cara de triunfo nos muestra lo que ha encontrado: una piedra liviana, algo como una resina o ámbar petrificado; entonces nos dice: este es el mejor remedios de la selva; se pone encimas de la puerta y no entra ninguna enfermedades a la casa! Mas adelante encuentra unos tallos de un bambú color gris azulado, larguísimos, que suben recostados a un gran tronco; entonces contento corta varios pedazos de un metro de largo, los ata con un bejuco y los deja recostados a un tronco; cuando regresemos por aquí, los llevamos. Era la famosa flauta que todos le habían encargado como algo muy especial, una especie de bambú para hacer precisamente eso, flautas!
A las tres de la tarde nos dice, Ya debemos estar cerca de un campamento. Nos miramos extrañados; un campamento aquí, en medio de la selva? Se trataba de uno de los sitios que los antiguos, en épocas de las caucherías, utilizaban para hacer campamento, pues era un lugar mas seco que la selva circundante y además, había un riachuelo de aguas cristalinas para abastecerse. Si no había venido nunca por estos lados y no habían rastros humanos, como sabría que había un campamento? Recordamos las largas recitaciones en la maloca. Mas adelante nos muestra un árbol con cicatrices casi borradas sobre su corteza; le da un machetazo e inmediatamente chorrea un látex blanco; un árbol de caucho con las señas de que alguien, hace mas de setenta años, lo había rallado para sacarle el oro blanco, como lo llamaban entonces. Pura siringa, comenta.
Pronto aparece un pequeño claro entre la selva, es el campamento; aún quedan dos columnas de madera erguidas y nada mas; Marceliano las prueba e increíblemente están firmes aún, después de tantos años; entonces nos dice que descarguemos y que lo esperemos; se aleja por medio de la selva; cuando ya no lo oímos nos sentimos mas solos y desprotegidos que nunca; y si no volviera? Y si se perdiera? Pensábamos, pues no sabríamos como regresar, ya que la pica se nos perdía fácilmente; no estábamos entrenados para andar por montes aún.
Pero no hay nada que temer; precisamente está asegurando el campamento; da una ronda de mas de una hora, buscando leñas de ramas secas, bejucos para amarrar el techo, varas para armar la estructura del campamento, el mejor lugar para ir por agua y al baño, comprobando que no hayan fieras ni otras amenazas cerca, que no estemos en el camino de la danta, que no hayan árboles a punto de caer. Cuando vuelve, empieza a armar el cambuche; como yo tenía un plástico para hacer el techo, se lo entrego, pero no le gusta; prefiere las hojas de bihao; también le entregamos cuerdas de polipropileno para amarrar las vigas, pero tampoco le gustan; también está cansado con el morral de nylon que le hemos prestado; entonces dice: ustedes son todos de plástico; amarra las vigas con unos fuertes bejucos que ha traído y que para nuestra sorpresa, amarran mejor que las cuerdas plásticas; en un momento tiene el sitio listo, entonces guindamos las hamacas; el se acomoda en el lugar mas cercano al fogón, que ya lo tiene organizado y ardiendo. Por último, busca una gran hoja de palma milpesos y arma, en segundos, una catanijana, es decir, una cesta- morral con una banda que se sujeta por la frente; saca todas las cosas del morral prestado y las pasa a su nuevo artefacto.
Pronto oscurece; por cena tenemos el sábalo ahumado, con fariña; no sabemos que hizo con el resto del mico; también le ofrecemos granola y chocolate en barra; el mira esas cosas asombrado pero prefiere el pescado con ají en polvo, el cual carga en un tubito de bambú colgado al cuello. Luego de cenar se dedica a atizar la candela; reúne una buena cantidad de leña y la deja lista y a la mano, entonces se sienta en cuclillas y empieza a mambear; notamos que canturrea la misma canción de la ruta; está repasando. Así pasan las horas y nosotros intentamos quedarnos dormidos, pero no podemos.
A media noche unos rugidos fuertes y cortos, como una tos, hacen vibrar el aire; entonces Marceliano prontamente atiza el fuego; pone mas leña y hojas secas, levantando una gran llamarada; el sonido se siente cada vez mas cerca; los demás sonidos de la noche, de búhos, de monos nocturnos, de ranas y de quien sabe cuantas cosas mas, súbitamente se han callado. El tigre está de ronda.
Como él no se inmuta y sigue acuclillado, nosotros permanecemos calmados, tratando de ver entre los troncos y hojas que alumbra el fuego algún movimiento en la oscuridad, pero no vemos nada; sentimos que nos observan, pero el tigre es muy sigiloso, no se deja ver. Así pasan las horas; cuando creemos que ya se ha ido, la potente tos se vuelve a escuchar, esta vez en otra dirección, pero siempre cerca al campamento. No somos capaces de dormir, pero quien sería capaz de dormirse con un tigre rondando?
Antes de que amanezca se escucha un zumbido extraño que viene del monte; esta vez no es el tigre, pero, entonces que será? el ruido suena algo así como mutummmm; Marceliano alista la escopeta y sale al trote por entre la selva oscura, sin hacer ruido; nos señala que estemos pendientes de la candela.
Pasan los minutos, tal vez veinte o más, hasta que a lo lejos escuchamos un tiro. Al rato regresa, disgustado; cartuchos malos! Pero que pasó? Le preguntamos; un mutum, nos contesta, pero los cartuchos malos, los balines pasaron junto al pajuil sin tocarlo! Se trataba de un paujíl nocturno, pero ahora nos tendríamos que contentar solo con chivé.
Cuando aclara dejamos el campamento armado y solo recogemos las cosas necesarias para otra noche en la selva, pues según sus cálculos, ya debemos estar cerca al cerro. Lo que no llevaremos lo deja colgando del techo del cambuche y pronto estamos de nuevo en camino.
Caminamos desde las seis de la mañana hasta las cuatro de la tarde; siempre en línea recta, corrigiendo el rumbo frecuentemente con la ayuda de la brújula; a pesar de la aparente planicie de la Amazonia encontramos que los tramos planos se alternan con caños por los que hay que bajar y volver a subir luego de cruzarlos; en ocasiones hay que buscar algún tronco caído para pasarlos, cuando son lo suficientemente anchos, como el Quinché y el Aduche.
Nos encontramos varias tropas de churucos; también madrigueras de armadillos y uno que otro rastro de danta; las marcas de uñas del tigre se observan de vez en cuando en las cortezas. A eso de las tres de la tarde Marceliano escucha agua cayendo; nosotros no escuchamos nada, pero el decide ir a mirar; se quita las botas y corta un pedazo de bejuco fuerte, que amarra en círculo; luego se lo pone entre los pies y se sube por una liana gruesa como un brazo que cuelga de un árbol gigantesco; trepa como un gato, a toda velocidad, hasta que se nos pierde de vista en la altura; sentimos que ha pasado de la liana a las ramas mas altas y gruesas del árbol, entonces empiezan a caer plantas y hojas secas; sigue subiendo pero no lo vemos; en cosa de segundos está de nuevo bajando, como hacen los bomberos, por el bejuco hasta que llega al piso a toda velocidad; entonces nos dice: estamos junto al cerro, nos estábamos pasando; vamos a hacer campamentos y mañana temprano subimos!
Esta vez no hay un sitio para acampar; aclara un lugar con el machete y corta dos troncos gruesos que clava a la fuerza en el suelo; luego corta dos varas largas y une el extremo superior con dos árboles; sobre esta estructura coloca hojas de bijao y está listo el campamento; le ha tomado menos de treinta minutos hacer todo; luego se aleja a buscar leña y asegurar los alrededores mientras nosotros guindamos las hamacas; nos recomienda ir iniciando el fuego, pero nos parece imposible pues todo está húmedo, así que cuando regresa se ríe de nosotros y buscando un manojo de fibras de palma y con las ramas secas que trae, en cuestión de un minuto tiene la fogata ardiendo.
Ya está oscuro, aunque apenas son las cinco de la tarde; por cena tomamos más chivé y granola; no nos falta el mambe.
Acuclillado y atizando el fuego, empieza de nuevo a canturrear; con sus ojos rasgados nos recuerda el origen asiático de las etnias indígenas, entonces nos ponemos a fotografiarlo, pero el no se inmuta; está pidiendo permiso a la dueña para poder ir a su casa en el cerro sagrado. Así se mantiene toda la noche, cantando y recitando en voz baja, acuclillado, mambeando y atizando el fuego; a media noche de nuevo escuchamos la tos ronca del tigre que retumba en la selva. Mañana será un día importante!
Esa noche, extenuados, Aldo y Yo dormimos profundamente, no nos importa ni el tigre ni la algarabía de graznidos y chillidos que se escuchan constantemente; cuando amanece vemos que la fogata está por apagarse, emitiendo una débil columnita de humo; Marceliano duerme profundamente; cuando siente que nos hemos despertado el también lo hace; salta de su hamaca, sopla el fuego y le pone mas ramas secas, avivando las llamas; en una ollita de aluminio pone a hervir agua, a la que le echa sal y fariña; ese será el desayuno, chivé caliente con sal, como para variar.
Luego nos dice que dejemos todo allí, que solo llevaremos los regalos y el machete; Aldo alista el equipo de fotografía y el resto se queda en el cambuche, incluyendo a la inseparable escopeta. Yo llevo la jama para coger mariposas.
Caminamos un par de horas, talvez tres, y empezamos a oír agua cayendo, una cascada; es la puerta del cerro. Cuando llegamos al pie de esta encontramos un bello riachuelo que la forma, sus aguas color rojo té transcurren entre grandes rocas, formando charcos y chorros; nos dice que antes nos debemos bañar bien, así que lo imitamos; nos quitamos la ropa y la lavamos, luego le quitamos el barro a las botas y por último nos metemos debajo del chorro, restregándonos todo el cuerpo; es indispensable estar bien aseados para poder visitar la casa de tan importante señora; una norma de urbanidad!
Luego de escurrir la ropa y ponerla a asolear saca el regalo de su mochila; la bella totumita decorada; le quita con cuidado la tapa y con una hoja hace una especie de cucharón con el cual saca una gran dosis de mambe que se pone en la boca; luego saca sendas cucharadas para cada uno de nosotros; en vez de comerla, empieza a soplarla a los cuatro vientos; de su boca sale una humareda verde dorada que forma una bella nube; cuando se le acaba vuelve a reponerla sacando otra gran cucharada de la totuma; luego de este ritual busca una pequeña cornisa en las rocas de la cascada-portón y coloca allí la totumita, acomodándola con sumo cuidado. Si tenemos permisos, nos dice, pero solo hasta mediodías, tenemos que subir rápidos! Es decir, tenemos aproximadamente tres horas para subir al cerro y explorarlo, luego debemos retirarnos, esa es la condición que nos ha puesto Doña Verrugosa!
Por el cauce del riachuelo empezamos a subir; hay unos escalones naturales en la roca primigenia; la vegetación es muy diferente a la de la selva circundante; muchas aráceas, bromelias, ciclantáceas y de otras familias que no reconocemos; también muchas palmas y orquídeas que nunca había visto; me llama la atención una en especial por sus flores grandes y azuladas, es la famosa orquídea azul Aganisia cyanea, una de las especies mas raras y apreciadas por los cultivadores de estas plantas.
El ascenso es suave y vamos llenos de energía; la cantidad de flores y mariposas nos llama la atención; Aldo no para de fotografiar todo lo que vemos, hasta que se nos aparece una gran pared de roca cubierta de helechos y musgos; en la base de la pared hay una gran cueva; es la casa de Lachesis, Doña Verrugosa. Sin mirar hacia adentro buscamos una forma de rodear la pared para seguir subiendo hasta la cima aplanada del tepui, pero yo no aguanto la curiosidad y me meto a la cueva; el olor a almizcle es tan fuerte que prefiero devolverme mientras Marceliano mira nerviosamente; sabe que es peligroso lo que hago pero se ríe, estamos explorando y además, tenemos permiso!
Dando un rodeo ascendemos hasta la cima del cerro que es perfectamente plana, como del tamaño de una cancha pero cubierta de arbustos y árboles retorcidos; sus troncos están llenos de muchas orquídeas, de las que cojo una muestra; Marceliano corta una hoja de palma y con pasmosa habilidad me teje una cestica con colgadera, en la cual pongo las plantas y me la cuelgo al cuello; Ellos deciden trepar al árbol más alto, uno retorcido de aproximadamente diez metros de altura y desde allí observan y fotografían el paisaje; miran hacia el oriente y al sur pero solo ven selva virgen, una planicie extensísima que se pierde en el horizonte, mostrando la redondez de la tierra; el cerro Muina Ioanari es el cerro mas sureño de todo el escudo guyanés! Desde allí hasta el Brasil y el Perú y por toda la selva amazónica no se encuentra ningún otro cerro, ni siquiera una piedra, excepto quizás, por el cerro Yupatí en La Pedrera. Mientras ellos observan y fotografían yo recorro la planicie, recolectando plantas; al rato escuchamos la voz de Marceliano que nos dice: es hora de regresar!
Bajamos por el mismo camino que usamos para subir pero sin detenernos a mirar atrás; vemos excrementos frescos de danta al frente de la cueva; estuvo allí mientras nosotros subíamos a la cima; entonces nos advierte: mandaron a la danta a mirar que hacemos!
Cuando llegamos a la base del cerro, donde estaba la cascada, escuchamos un trueno muy fuerte que ha caído en la cima del cerro; vendrá otra tormenta? Pero no hay lluvia ni viento; nos alejamos rápido, rehaciendo el camino; ya es la una de la tarde y se escuchan varios truenos mas sobre el cerro; hemos salido justo a tiempo, ahora la Verrugosa está brava!
Llegamos al campamento y recogemos todo; el cambuche quedará armado para una nueva expedición, quien sabe cuando; retomamos el camino y al anochecer estamos en el otro campamento, a buena hora. De nuevo colgamos las hamacas, prendemos el fuego y tomamos chivé con mambe; Aldo saca como algo especial una chocolatina Jet, que la divide en pedazos iguales: son cuatro pedacitos para dividirlos entre tres! El hambre no se siente por el mambe y el chivé, pero sentimos el estómago vacío de todas maneras. Esa noche nos turnamos para mantener el fuego vivo, mientras dormimos por ratos; ya el tigre no se escucha, solo las ranas y los búhos; sentimos que descansamos por fin.
Cuando amanece escuchamos un zumbido, como un motor de dos tiempos, que se prende y se apaga; es el desayuno! dice Marceliano, que salta de la hamaca y escopeta en mano se pierde entre la selva; luego de media hora escuchamos un tiro lejano y al rato aparece con una sonrisa en la cara y con un gran paujíl en la otra mano! Sacamos la sal y un par de ajos que llevábamos escondidos en un bolsillo del morral; pela el ave y la despresa; cada pernil es tan grande como el de un pavo, entonces pone tres presas en la olla y el resto lo sala y lo envuelve cuidadosamente en hojas de bijao para llevarlo de regalo a su casa. A falta de churuco bueno es paujíl, me dije para mis adentros; además, llevábamos flauta!
En media hora tenemos un caldo humeante que huele exquisito! Las presas están cocidas y entonces manos a la obra; con el poco de fariña que nos queda acompañamos el caldo mientras le hincamos los dientes a las presas; que delicia! El organismo satisface una necesidad indescriptible; estando en esas Marceliano le dice a Aldo: y no dizque era vegetariano? y suelta una carcajada.
Después del suculento desayuno recogemos todo y continuamos el camino por entre la selva, hasta que aparecen las flautas; él sabía muy bien donde las había dejado y las recoge; nos admiramos de cómo reconoce la pica que había marcado; a nosotros nos da trabajo encontrarla por lo cual dejamos que el vaya siempre adelante; en varios tramos solo una ramita doblada es la única señal; luego de unas horas estamos al pie de la sabana y ascendemos por la trochita hasta que llegamos a la cima; nos deslumbra el sol y todo parece brillar; después de varios días dentro de la selva oscura, la sabana nos parece de otro planeta; a las tres de la tarde llegamos al campamento con la pila romana; nos quitamos la ropa, la ponemos a secar sobre las rocas calientes y nos metemos al agua que está a una temperatura deliciosa; estamos como de vacaciones! Luego armamos el campamento; era solo colgar las hamacas pues el cielo estaba de un azul intenso, totalmente despejado.
Como aún tenemos unas horas de sol, miramos desde el borde de la sabana hacia el sur oriente; en la lejanía vemos sobresaliendo al cerro-maloca de la Verrugosa y nos vamos a caminar por la sabana; esta vez tomamos rumbo al oeste, buscando una laguna sagrada donde dicen que vive una gigantesca anaconda, el origen de los Muinane; se me viene a la mente la imagen del paraíso terrenal. Pienso que toda la humanidad tiene las mismas creencias del origen, simplemente contadas diferente y con otros nombres; es como si todos anheláramos volver a sitios hermosos, llenos de luz y de naturaleza prístina.
Pero, oh sorpresa!; en medio de la sabana nos encontramos con algo inesperado que nos deja preocupados: una larga y ancha franja de vegetación había sido arrancada, las bromelias amarillas, aún desconocidas por la ciencia, estaban apiladas en montones y parcialmente quemadas; en el extremo de la franja habían varias canecas metálicas para combustible; nos preguntamos que diablos era eso y Marceliano nos cuenta: Desde hace dos meses viene un avión todas las semanas, lo cargan con paquetes y gasolina y se va por la noche; dicen que es de un señor que vive en Armenia, pero nadie lo conoce por acá. De nuevo recordamos las palabras del Doctor Schultes, su preocupación y su urgencia para que viniéramos; Stupid cocaine!
No vamos a ninguna laguna; damos media vuelta y regresamos al campamento; mañana temprano continuaremos el viaje de regreso; esta vez tomamos otra ruta, que luego de entrar de nuevo en la selva, sale directamente a la maloca de Chucho! Allí están Delia con su bebé en la espalda; se dedica a limpiar las malezas de una chagra con piñas y ajíes de muchas formas y colores; apenas nos ve se le enciende la cara con su bella sonrisa y silba como un pajarito; tiene todo su cuerpo pintado con Uito, la indumentaria ceremonial Uitoto!
Entonces aparece su papá, Chucho, que viene con una cesta llena de hojas de coca recién cogidas; son nuestro regalo de bienvenida, pues no se como, sabían que regresaríamos ese mismo día y a esa hora; Delia está feliz porque trajimos flauta, lo que ella mas anhelaba.
Por la noche Chucho y Marceliano preparan mambe fresco mientras Delia canta una historia de su pueblo, acompañada por una flautica y una maraca; nosotros, sentados, comemos casabe recién hecho, caldo de pescado y mucho ají; miramos todo lo que hacen con la boca abierta; cuanto nos falta por aprender de esta hermosa gente! Conversamos toda la noche tendidos en nuestras hamacas; Marceliano cuenta con todo detalle, a ratos en lengua y a ratos en español, todo lo que hemos visto y hecho y repite constantemente: Mucho churuco, mucho pajuil! solo Chucho se levanta de vez en cuando para ofrecernos mas mambe; Delia no mambea, pues eso es cosa de hombres! pero se ríe por todo: de lo que hicimos, de cómo lo hicimos, de lo que hacemos y de lo que decimos; nuevamente recuerdo palabras del Dr. Schultes en el Putumayo: cuando fui a presentarme al jefe Kofán y le dije que quería estudiar las plantas de su región me recibió con toda la amabilidad y me demostró su gran interés; era lo único cuerdo y razonable que había oído de hombre blanco alguno!
Cuando amanece Delia nos tiene listo un delicioso desayuno: pescado muquiado con yuca cocida y casabe; comemos y alistamos el morral; Chucho nos lleva hasta la orilla del río, donde otro de sus paisanos nos espera con una canoa para cruzarnos hasta el Puerto Arturo; nos despedimos con un fuerte apretón de manos; una vez embarcados el boga empieza a remar río arriba, siempre cerca a la orilla; cuando hemos subido un kilómetro vira a la derecha y la corriente nos va llevando lentamente y sin esfuerzo hasta la otra orilla. Le damos las gracias y retomamos el camino hasta la maloca.
Allí ya saben que llegamos bien; los niños y las mujeres quieren vernos de cerca y nos acompañan hasta la casa de Marceliano; Doña Graciela está feliz con nuestro regreso y nos recibe con chicha de chontaduro; nos lleva hacia nuestra habitación donde guindamos las hamacas y nos acostamos; en segundos caemos en un sueño profundo; estamos agotados pero felices de haberle cumplido al Dotoro.
Dormimos hasta bien entrada la tarde, justo cuando está iniciándose otra ronda de mambe y discusión en la gran maloca; allí nos esperan los mayores junto a Marceliano; debemos ir a reportar lo encontrado.
Después del largo informe de Marceliano, donde nosotros confirmábamos todo lo que el decía en lengua, mediante exclamaciones y bajo los efectos del mambe, todos quedaron muy satisfechos con el resultado de la expedición; decidieron que era muy importante volver con un grupo de la comunidad para empezar a controlar y hacer presencia en el territorio ahora reconocido oficialmente por el gobierno.
Como aún faltaban varios días para que el avión de nuestro regreso volviera, decidimos ir a explorar con Marcelianito el bajo Yarí y el Bajo Mesai, afluentes del Caquetá que vienen de la Serranía de Chiribiquete. Luego se subir por el gran cauce de aguas claras del Yarí nos encontramos con otro gran raudal, el de la Gambitana, hermano menor del Araracuara, pero igualmente poderoso e infranqueable; es su porción inferior forma un gran pozo después de transcurrir por entre paredes de piedra gigantescas; como íbamos con un motor pequeño la fuerte corriente impedía que la canoa avanzara, a pesar de tener la máquina a toda marcha; estando en ese juego mientras mirábamos las grandes paredes el motor tose y se apaga; disparada la canoa se devuelve enrumbando hacia unas rocas por donde el agua golpeaba con tremenda fuerza; no sabemos como, pero con un pequeño remito logramos orillarnos a la pared y nos agarramos de una gran liana que colgaba; así permanecimos casi media hora, sin saber que mas hacer y a sabiendas de que si nos soltábamos, el naufragio era seguro y posiblemente con malas consecuencias; como Marcelianito acababa de hacer un curso de reparación de motores en el Sena, mientras nosotros agarrábamos el bejuco y la canoa, el desarmaba el motor, hasta que logró hacerlo arrancar de nuevo; aliviados le decimos que paremos a orillas del pozo para darnos un chapuzón, pues vemos una playa grande de arenas blancas, pero nos dice que no porque es allí donde sale un caimán grande a asolearse!
El regreso a Bogotá fue sin contratiempos, todo salió bien y creo que llegamos hasta más gordos después de todo. Le mandamos muchas diapositivas del lugar y de sus plantas al Dr. Schultes y así pudo conocer finalmente el único lugar de la Amazonía colombiana que no había podido visitar; por correo nos comentó que estaba feliz. Nos mandó un estudio reciente donde unos colegas suyos habían encontrado que los Uitotos tenían más variedades de ají que en todo México! En una tarjeta acompañante estaba la siguiente nota, expresada exactamente cien años antes:
“The Indian needs no writings;
Words that are true
Sink deep into his heart
Where they remain…
He never forgets them.”
Four Guns, 1888
Viaje realizado en octubre de 1988: Marceliano Guerrero, Aldo Brando, Emilio Constantino
Anexo:
Especies nombradas en el Texto:
Caucho enano: Hevea affn. guianensis
Assaí enano: Euterpe sp.
Coca: Erythroxylon coca var. ipadu
Yarumo: Cecropia sclerophylla
Tabaco: Nicotiana tabacum
Coronilla: Bellucia axinanthera
Bihao: Calathea affn. lutea
Pupuña: Bactris gasipaes
Anón: Rollinia mucosa
Estrella del Caquetá: Schoenocephalium affn. teretifolium
Yuca brava: Manihot esculenta
Siringa: Hevea brasiliensis
Milpesos: Attalea bataua
Piña: Ananas comosus
Ají: Capsicum spp.
Uito: Genipa americana
Bagre valentón: Pseudoplatystoma valiantum
Jaguar: Panthera onca
Verrugosa: Lachesis sp.
Arará: Ara ararauna
Bagre dorado:
Zaíno: Tayassu pecari
Sábalo: Brycon sp.
Churuco: Lagothrix lagothricha
Mono volador: Pithecia monachus
Danta: Tapirus terrestris
Trueno: Priodontes maximus
Rey gallinazo: Sarcoramphus papa
Paujíl nocturno: Nothocrax urumutum
Paujíl de peñas: Mitu tomentosum
Anaconda: Eunectes murinus
Caimán: Melanosuchus niger