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De gambas y hombres en el Estrecho de Bali

Este artículo se publicó por primera vez en la edición The Seashore (El Litoral) de la revista culinaria Lucky Peach. El artículo fue financiado en el marco del programa de Mongabay titulado Iniciativa de Informes Especiales.


¿Por qué son tan baratos los camarones? (Respuesta: no lo son.)


El especial de los miércoles ebi nigiri en Sushi Ichiban; chạo sôm (gamba a la parrilla en brocheta de caña de azúcar) como preludio a pho [sopa de fideo]; bloques congelados [de mariscos] “sin cabeza ni piel” que pueden convertirse en paella para diez. Allá en la universidad, estos platos de camarones de dos a tres dólares me iniciaron en la comida apetitosa. Los camarones son baratos, son pura proteína, son prácticos y se cocinan en un santiamén, así que fueron el punto de partida de mis exploraciones educativas en culinaria, mi recurso indefectible en ocasiones especiales en las que no me alcanzaba el presupuesto.



Mas, aún como pánfila estudiante de segundo año, me preguntaba cómo es que una se puede costear, inclusive con el presupuesto de una beca Pell, algo tan delicioso como el camarón. Pero eran preguntas efímeras—me entretenía más ocuparme de la hornilla de mi cuarto universitario que de cuestionar las ofertas de crustáceos o dedicarme a las hojas de trabajo en Química, Ecología Demográfica y Economía.





Una enorme pila de camarones. Foto por Rhett A. Butler / mongabay.com
Una enorme pila de camarones. Foto por Rhett A. Butler / mongabay.com



Debí haber atendido más en clases. Sólo al volver a mi país natal, Indonesia, fue que entendí de primera mano que el concepto de “externalidades” de Economía 101 explicaba lo barato de los camarones. El costo real de los camarones de vivero nunca figura en la cuenta del restaurante o del almacén. Costos como los de:

En los EE.UU. esta lista se lee desde abajo. En 2012, su Departamento de Comercio, en su mayor acción legal a la fecha, acusó a los mayores productores de camarón de vivero del mundo (Tailandia, Indonesia, India, Ecuador, Vietnam, Malasia y China) de descargar $3,4 miles de millones en camarones—casi la mitad de las importaciones estadounidenses de mariscos por volumen. Los cargos se probaron, salvo contra las mayores potencias en acuicultura, Tailandia e Indonesia, cuyos subsidios a la industria se consideraron demasiado pequeños para ameritar sanción. Su participación en el mercado fue de un tercio de las importaciones de camarón congelado.



Europa, que como continente consume menos camarones que Japón (la segunda nación que más camarones consume) o los EE.UU. (la primera), armó un pleito en relación a la salud pública. En 2006, los reguladores de UE vedaron toda importación de camarones tratados con antibióticos o contaminados con virus. Tan pronto se aprobó este edicto y como dando su amén, Dios procedió a descalabrar al principal exportador de camarones del mundo, Tailandia, con una plaga bíblica del Síndrome de mortalidad temprana (EMS, por sus siglas en inglés) que eliminó a miles de crías de camarones y que no tardó en propagarse por los otros países camaroneros.


Sólo Indonesia se salvó, quizás en parte por la presciencia de su propio jefe de estado. El presidente Susilo Bambang Yudhoyono (popularmente conocido por SBY) aisló la industria camaronera en un enclave independiente de producción con servicio integral.




Un vivero de camarones en Banyuwangi. Foto por Melati Kaye.
Un vivero de camarones en Banyuwangi. Foto por Melati Kaye.


La Indonesia archipelágica posee una ventaja incomparable en el juego mundial de los viveros de camarones: 50.220 km de costa, la más larga del mundo, rodea sus 17.000 islas. Clave para la apuesta del país por liderar el mercado mundial del comercio del camarón es el Centro nacional de poblaciones reproductoras (National Broodstock Centre), un vivero especializado en crustáceos que le genera a Indonesia su propia raza de camarón para que no dependa de desoves foráneos contaminados con EMS. Esta versión autóctona indonesia de la especie vannamei del camarón se considera tan crucial al impulso nacional por la supremacía en gambas que fue el propio SBY quien inauguró el Centro hace dos años en el caserío balinés de Bugbug.




Aquí es donde aprendí sobre los verdaderos costos del camarón barato de los EE.UU.—en una instalación gubernamental indonesia que se ha hecho cuna nacional del camarón industrializado. Observé de cerca a uno de los mayores productores de camarón del mundo para aprender sobre los costos ecológicos y sociales reales que se mezclan en el moderno cóctel de camarones de vivero.


***



La sola mención de Bali evoca imágenes de balnearios con palmeras en playas de arena blanca. Bugbug, muy por fuera de la ruta turística, no es tan así. El pueblo descansa sobre un lecho seco de río que serpentea por una vieja granja de pollos y un campo en que vacas flacas pastorean entre jatropa y cactus. Como casi nunca se ve gente afuereña, para darme la bienvenida al “núcleo central” estéril del laboratorio, mi guía me enfundó en el mismo delantal blanco de laboratorio que usó SBY en la ceremonia inaugural de hace dos años.




La prenda era un tanto holgada en los hombros pero combinaba bien con las botas blancas de goma con las que atravesamos ruidosamente un pequeño foso de desinfectante color uva para entrar a un recinto de concreto vacío y sin ventilación. Bajo una luminosa claraboya, un miasma de agua salada se elevaba de filas de depósitos de hormigón revestidos de plástico. Con el sudor, la piel bajo el cuello de la bata de laboratorio se me irritó instantáneamente.




Un vivero de camarones en Banyuwangi. Foto por Melati Kaye.
Un vivero de camarones en Banyuwangi. Foto por Melati Kaye.


¿Por qué estas condiciones infernales? Para habituar a los vannamei a las condiciones de las camaronerías comerciales de Indonesia, explica el investigador Wayan Arnawa de Bugbug. Como el ambiente cálido y acuoso de un típico tanque de acuicultura a 27oC es caldo de cultivo para las enfermedades del camarón, si se aumenta la temperatura del tanque, según Wayan, el vannamei recién criado y habituado al calor, podría sobrevivir en un ambiente que mata todos sus atacantes patógenos, pues “a las bacterias no les sientan bien las temperaturas altas”. De manera que si se cría vannamei pioneras en condiciones de sauna, “se puede esperar que sus crías hereden su habilidad de sobrevivir”.



El empresario de acuicultura Hary Pitoyo confía en que los estudios de Bugbug estén en lo cierto. De hecho, les está apostando el Sol y las Estrellas. Este es el nombre (Karthika Surya, en indonesio) del vivero de camarones que fundó hace veintiocho años con cuatro amigos, recién egresados de la universidad. Durante ese tiempo tuvo que cambiarse a tres especies de camarones—el langostino jumbo, la gamba blanca y ahora vannamei. Cada cambio fue inducido por una epidemia de enfermedades. Pitoyo espera pronto sembrar sus estanques de camarones en la costa oriental de Java con nuevas razas aún más resistentes que entregue el instituto de investigación.




En el vivero nos detenemos a mirar hacia abajo, a un estanque revestido de concreto y lleno de camarones. Le instruye a un sombrío subordinado que llene una canasta de bambú con veinte crustáceos que se retuercen en un agua turbia de color marrón. Diez estanques nos separan del océano y en cada uno podría caber una pista escolar de carreras. Nada echa sombra sobre la expansión, excepto la torre de vigía que se yergue al centro y un árbol de buganvillas abriéndose en flores rojas—clásica señal de suelos arenosos y arcillosos por los cuales el agua drena con rapidez.


Los translúcidos mariscos en la canasta de bambú tantean el aire con sus patas y sus bigotes para tratar de volver a la seguridad de su tanque. “Si saltan es que están sanos”, explica Pitoyo. “Si se mueven con lentitud, tenemos un problema”.




La lasitud es el primer signo de enfermedad, me dice. Así que Karthika Surya criará a sus camarones mientras se muestren activos—después de todo, cuanto más grandes son, más valen. Se obtiene entre dos a seis dólares más por U-12 (12 camarones por libra) más grandes contra U-41/50 más pequeños, dependiendo de la especie y de la competencia. Mas, tan pronto los camarones empiezan a verse siquiera un poco alicaídos, se los cosecha antes de que muestren síntomas de alguna enfermedad diagnosticable que los excluya del mercado. El tanque vuelve luego a sembrarse. Justo ahora, los camarones parecen suficientemente enérgicos para vivir otro día, así que Pitoyo ordena a su empleado que los alimente. El operario se monta sobre una balsa de plastoformo y se va jalando por el tanque para esparcir gránulos de alimento.




Los gránulos son dos tercios cereal y un tercio “proteína del mar”—básicamente cabezas y entrañas de especies morralla (arenques, sardinas y anchoas). El alimento es el “mayor gasto” de Sun and Stars,” suspira Pitoyo, y cada año se hace más caro.




Camarones del Centro comiendo su cena. Foto por Melati Kaye.
Camarones del Centro comiendo su cena. Foto por Melati Kaye.


Las sardinas solían abundar en el Estrecho de Bali, justo frente a Karthika Surya. Tan cuantiosas eran que surgieron docenas de plantas granuladoras de pez a lo largo de la costa oriental de Java, aprovechando los descartes de las enlatadoras. Para surtir estas fábricas, los pescadores locales dejaron de ir tras la variada vida marina del Estrecho y convirtieron sus coloridos botes slerek de casco de madera en buques cerqueros dedicados por entero a las sardinas.


Sin embargo, como la sobrepesca diezmó los bancos de sardinas del Estrecho de Bali, las fábricas tuvieron que abastecerse de materia prima cada vez más cara de lugares tan lejanos como Paquistán, Yemen o inclusive Perú. Las flotas de morralla de estos países tampoco tardaron en sentir la presión de las poblaciones declinantes de peces. Como las especies morralla son la base misma de las cadenas alimentarias de vertebrados marinos, su colapso amenaza ecosistemas oceánicos enteros—una crisis tan seria que la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura pidió la prohibición total de la proteína del mar para la acuicultura.




“Ridículo”, se queja Pitoyo. Después de todo, ¿qué otra cosa se supone que coman sus camarones? ¿Una dieta sin proteínas? ¿Cuán saludable podría estar uno si sólo comiera cereal? ¿O debería Karthika Surya alimentar a sus camarones con otro tipo de proteína animal? ¿Pollo, quizás? ¿Carne de vaca? De todas formas, a estos animales se los ceba con gránulos de morralla, así que todo vuelve a reducirse a nutrientes del mar.



“¿Para qué hacerse problema?” dice Pitoyo encogiéndose de hombros. Mientras tanto, su moroso subordinado sigue en el estanque, yendo de un lado al otro en su balsa de plastoformo, un sombrío Caronte navegando un río Estigia estancado.


***




Un prospecto más radiante me da la bienvenida mientras trepo las tierras altas de Banyuwangi por encima de Karthika Surya. Una frondosa alfombra de parcelas verdes de arroz se despliega desde un fondo de laderas volcánicas cubiertas de bosque que bajan hasta las aldeas costeras de pescadores acunadas entre cocotales. Mar adentro, un slerek de alta proa y parcialmente pintado se mece en el destellante Estrecho como un llamativo tucán acuático.




Antes, los pescadores estarían arrastrando redes llenas de sardinas y pulpos, sin mencionar camarones tomados del océano, tan grandes como la palma de la mano y no como los vannamei de Pitoyo que son del tamaño de un dedo. Puede que la gente de la aldea no tuviese dinero pero no dejaba de producir banquetes de mariscos y carne de vaca como sambal udang petai (camarones fritos en ají con petai (Parkia speciosa)) y orudang bakar (gamba en brocheta a la parrilla sobre cáscara de coco).


¿Qué es lo que falta en esta vista de apariencia idílica? Manglares, los bosques de ciénagas pantanosas que alguna vez circundaron toda la costa. Karthika Surya es uno de tantos viveros asoleados de camarón que suplieron los manglares en Banyuwangi.


“Así tiene que ser”, según Iwan Sutanto, presidente del Club de Camarones de Indonesia, una asociación de la industria, “Indonesia tiene la costa más larga del mundo”, dice. “Todo esto podría ser un vivero de camarones”.




Vista aérea de la acuicultura de camarones en Java, Indonesia. Foto por Rhett A. Butler / mongabay.com
Vista aérea de la acuicultura de camarones en Java, Indonesia. Foto por Rhett A. Butler / mongabay.com


Para otra perspectiva recurro a Ratna Fadhila, directora regional en Indonesia del Proyecto Mangrove Action, una ONG conservacionista de Port Angeles, Washington. Me explica que por tradición nadie reclama la propiedad de los manglares; lo cual no significa que no sean valiosos para la gente costeña. Mitigan el calor tropical y atenúan tormentas—problemas que sólo empeorarán si el cambio climático se acelera.




Y los pantanos costaneros nutren ecosistemas de rica diversidad. Ratna cita estudios que muestran que los pescadores de aldeas rodeadas de manglares disfrutaban una gran variedad de pesca. Como corolario, agrega, allí donde los manglares fueron sustituidos por viveros de camarón, las comunidades locales tangiblemente pescan menos peces. Los manglares comprenden un valioso bien común que va esfumándose para quienes moran a lo largo de los cursos de agua en Indonesia.




Como nadie reclamó los manglares, los funcionarios gubernamentales negociaron con inversores externos el derecho de uso, sin consulta alguna con la gente del lugar. Una vez asegurado el derecho de paso y uso y una licencia de construcción, los operadores de viveros de camarón ya pueden pedir la propiedad absoluta de trechos costeros.


Lo que es peor, añade Ratna, si una camaronería quiebra—lo que es muy posible en una industria tan competitiva y proclive a pandemias—la tierra recién privatizada podría caer en manos de sus bancos acreedores, quienes quizás la revendan para viviendas, oficinas o complejos fabriles. “Cuando se sacan los manglares”, explica, “a estas aldeas costeras, las más pobres de las pobres, se las priva de su pesca regular. Se ven obligadas a trabajar precisamente para los inversores que despejaron la tierra para criar camarones”.


Para observar un trabajo así, visité una planta procesadora de camarones en la ciudad de Banyuwangi. Me preparé para lo peor debido a los horrores que se cuentan sobre las condiciones de trabajo en las plantas procesadoras pre-EMS de Tailandia—gente de Burma refugiada y forzada a trabajar 12–15 horas al día bajo amenaza de agresión sexual. La escena fue mucho menos espeluznante en PT Istana Cipta Sembada, que se traduce más o menos como “Palacio autónomo de ensueño”. Aunque el lugar está lejos de ser un ensueño, al menos es antiséptico.


Mi gira por el Palacio comienza con un baño de blanqueador para mis botas de goma. Se me dirige por una escalera a un recinto con centenares de trabajadoras(es) con gorros, mascarillas, pañoletas para el cabello, botas de goma y delantales. Así enfundadas(os) en sus uniformes, la gente que desbulla mariscos en el Palacio de ensueño se ve tan uniforme como los cubitos de camarón apanados y sazonados que van sacando. Su día de trabajo se extiende por horas, con la sola interrupción periódica de las melodías tintineantes de “London Bridge” en el altavoz de la fábrica que les recuerda lavarse las manos, que ya están cubiertas con guantes de goma.


Observo a una muchacha delgada, cuyo jilbab de borde blanco orlado se asoma por debajo de su envoltorio estéril. Sólo se le ven los ojos entre su máscara y la red para su cabello. Está demasiado ocupada para conversar; levanta un crustáceo grisáceo, le quita los cuatro segmentos de caparazón en sólo ocho segundos, lo desliza por la mesa de aluminio a la pila de lo “hecho” y agarra otro camarón.




A semejante velocidad, cada trabajador(a) puede preparar 6–7 kilos por hora, lo que suma a una capacidad para toda la planta de 100–200 toneladas de mariscos al mes, estima el gerente general de Dream Palace, Gunawan Mulyono. Los turnos de trabajo cubren ocho horas diarias, me asegura, y sólo ocasionalmente se trabaja tiempo adicional. Comienzan a ganar $100 al mes y podrían llegar hasta $180.




Ese no es un mal ingreso para la Java rural, sólo ligeramente por debajo del salario mínimo en la Yakarta deslumbrante (y costosa), y es lo suficientemente menor a los salarios por trabajos similares en Europa o los Estados Unidos como para darle a Indonesia una ventaja en el comercio mundial del camarón. Pero aunque el camarón es barato según los estándares de importadores occidentales, está muy por encima de las posibilidades de quienes lo producen.




Esa misma noche cené en el warung de la acera frente a mi hotel en Banywangi. No había camarón en el menú. De hecho, lo único que Mbondok, la dueña del puesto, puede darse el lujo de servir es arroz, ají de berenjena y un tipo de pescado crujiente, frito por un instante en aceite tan caliente que lo hace inidentificable.




La única otra comensal esa noche era una niña de once años de edad, Vinca, cuya madre resultó ser desbulladora de camarones en una de las plantas locales de almacenamiento refrigerado. ¿Le gusta a su mamá el trabajo? La niña se encoge de hombros. Al menos es trabajo. Con evidente gusto, se dispone a comer la misma sustancia blanca con vago sabor a pez que yo encuentro tan poco apetecible.




Por cierto, ¿qué es esto? pregunté a Mbondok. “Lemuru, ¿qué más podría ser?”, refiriéndose a la especie emblemática de sardinas morralla del Estrecho de Bali.




Un técnico controla la salud de los camarones en el Centro nacional de poblaciones reproductoras de camarones y moluscos de Indonesia. Foto por Melati Kaye.
Un técnico controla la salud de los camarones en el Centro nacional de poblaciones reproductoras de camarones y moluscos de Indonesia. Foto por Melati Kaye.


El Lemuru volvió a encabezar el menú un par de días después cuando almorcé con la tripulación de un slereks. de pesca, pero esta vez con sardinas frescas y deliciosas, asadas sobre una parrilla en el muelle. La piel del pescado, ligeramente chamuscada, me recordó un poco a manzanas a la brasa, ligeramente saladas y ligeramente dulces, un complemento perfecto para el sambal picante y agrio de tomate que el cocinero machacó en un mortero plano de piedra. Los pescadores del slerek se volvieron a servir una y otra vez para remplazar la proteína y las calorías que quemaron en una larga noche jalando redes.




Estaba encantada con la comida pero los marineros estaban desanimados. Estuvieron más contentos cuando nos embarcamos la tarde anterior a las 4. Se acurrucaron a sotavento, sobre la cubierta celeste de una embarcación de casi catorce metros, fumando y remendando secciones de red que sostenían entre sus dedos gordos del pie. Nuestro capitán trepó a su cofa de vigía para otear. En tres ocasiones durante la noche avistó peces y, en cada ocasión, los 55 tripulantes se quitaron todo menos su ropa interior para jalar la red del cerquero por más de una hora.



Los botes cerqueros estadounidenses que persiguen arenques y sardinas sólo precisan cinco tripulantes. Aquí, con motores de poca potencia para impulsar enormes cascos de madera, ya no les queda fuerza para jalar redes. Muchos marineros lo hacen todo a mano al son de cantos marinos improvisados—una escena sacada de Moby Dick.



Después de esfuerzo tan heroico, desembarcamos con apenas un cuarto de tonelada—muy por debajo del umbral mínimo que interesa a las fábricas de gránulos en Banyuwangi. Lo único que queda por hacer es vender la mayor cantidad posible de baldes llenos a las vendedoras de pescado que pululan por la playa en espera de que vuelvan las flotas de slerek a las 6 de la mañana; y si algo queda, pues a comerlo.



“Así que es lemuru otra vez para el desayuno”, suspira el capitán. Bueno, pregunto, ¿y que habrían comido si hubiesen tenido más suerte anoche? “Ah, entonces”, responde con un destello nostálgico en la mirada, “Podría haber comido camarón a la parrilla”.





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