- El Gobierno, las empresas, el sector académico, el clero y el pueblo de Perú tienen puntos de vista distintos respecto de la encíclica del papa, que van desde un apoyo total a una completa oposición.
- Perú es tanto una mina de metales preciosos como un paraíso para la vida silvestre de la Amazonía, por lo que el país transita un camino difícil entre el desarrollo económico que saca a la gente de la pobreza y la protección del medioambiente.
- Sorprendentemente, muchos de los trabajadores de bajos recursos se oponen al mensaje medioambiental del papa porque temen que los prive de sus empleos y de un futuro con seguridad económica.
Una ejecutiva de negocios está sentada detrás de su escritorio, leyendo en silencio la encíclica pionera del papa Francisco sobre el cambio climático y la protección del medioambiente. En esta, el papa critica el mercado libre, condena el saqueo de los recursos limitados de la tierra y advierte sobre consecuencias terribles si no se introducen cambios drásticos de inmediato.
“Esto me hace enojar —afirma la ejecutiva cuando termina de leer—. Hay una visión pesimista de empresarios, inversores y líderes económicos. Creo que el papa está perjudicando su papel en la construcción de relaciones entre las empresas, las personas y la Iglesia”.
La ejecutiva enojada no es una CEO estadounidense. Es católica. Es de Perú y es de Sudamérica, donde el pontífice tiene un nivel de aprobación del ochenta por ciento. Pero ella, al igual que otros líderes empresariales peruanos, puede separar su admiración por el primer papa latinoamericano de su rechazo por el pedido de restringir el capitalismo por el bien de la tierra.
“Creo que no tiene los conocimientos como para saber cómo manejar esto —sostiene la ejecutiva Elena Conterno, presidenta de la Sociedad Nacional de Pesquería—. Si fuera su asesora, le diría: ‘No se involucre’”.
La encíclica es el primer documento pedagógico católico de alto nivel que trata sobre el medioambiente en los dos mil años de historia de la Iglesia, y es importante destacar que sí tiene sus defensores en Perú. Algunos están en el Gobierno, otros en el sector académico, en el clero, y muchos son miembros de ONG o ambientalistas que luchan contra la deforestación y la minería ilegal del oro en la Amazonía.
“El papa Francisco exige un cambio en el modelo mundial de la economía y de la política”, comenta José “Pepe” Álvarez, director de biodiversidad del Ministerio de Medioambiente de Perú y ex misionero agustino, quien trabajó en la protección de la Amazonía durante 15 años.
“La gente dice que es un comunista, un revolucionario, que está loco —agrega Álvarez—. Para mí, es Jesucristo. No puedo oír una palabra de su boca que no sea algo que yo no diría”.
Desarrollo económico frente a administración de la tierra
Semejante adulación no está presente en la mayoría de la élite empresarial de Perú, mientras que muchos en la industria minera influyente tienen una actitud desdeñosa. Algunos economistas peruanos se burlan del análisis comercial de la encíclica. Los miembros del Gobierno suelen ser respetuosos, pero se encogen de hombros cuando se les pregunta si la encíclica influirá sobre la política medioambiental. Hasta la mano de obra de bajos recursos —sobre quienes Francisco depositó su legado papal— tiene sentimientos encontrados.
Esa ambivalencia no es inesperada en un país con una riqueza enorme en naturaleza y en recursos naturales. Perú patrocinó con orgullo a representantes de 196 países en la Conferencia sobre el Clima organizada por las Naciones Unidas en Lima el pasado diciembre y se posicionó como un país comprometido a refrenar el calentamiento global. Perú también reivindica la cuarta pluviselva más grande del mundo, y se lo reconoce por la diversidad espectacular de flora y fauna andinas y amazónicas.
Pero Perú también ha prosperado como un líder mundial en minería de oro, plata, cobre y zinc —una industria que exige proyectos hidroeléctricos gigantes para alimentar las fundiciones—. Además, cuenta con la pesquería más grande del mundo, con 7200 millones de toneladas de pescado extraídas del océano Pacífico cada año, un recurso que podría verse amenazado seriamente a medida que los océanos del mundo se calientan.
No sorprende, entonces, que la necesidad de Perú de protección medioambiental y de regulación responsable choca con el deseo de un progreso económico rápido y con la necesidad de cubrir la demanda de materia prima por parte de los países del primer mundo. Es un dilema que todos los países en desarrollo enfrentan en un momento en el que los que no tienen luchan como nunca antes para poder tener algo, y aquellos que tienen luchan por conseguir más.
El papa Francisco parece apuntar directamente a Perú en la sección 51 de la encíclica: “Las exportaciones de algunas materias primas para satisfacer los mercados en el Norte industrializado han producido daños locales, como la contaminación con mercurio en la minería del oro o con dióxido de azufre en la del cobre”.
Sin embargo, aquellos en Perú que tienen el poder para prestar atención al llamado del papa no están convencidos.
“Hay alguna esperanza de que esto vaya a cambiar el mundo —comenta Roque Benavides, CEO de BuenaVentura, la compañía minera de metales preciosos más grande de Perú (NYSE: BVN)—. No va a cambiar el mundo. Nada cambia el mundo”.
Benavides leyó la encíclica antes de la entrevista de una hora con mongabay.com, una charla que se llevó a cabo en la sala de conferencias del piso 21 de su rascacielos reluciente en Lima. Sostiene que el documento papal carga demasiadas culpas sobre las grandes empresas por la degradación ambiental y no las suficientes sobre los Gobiernos por no hacer cumplir sus propias leyes.
“La verdad es que todos debemos preocuparnos por los problemas ambientales en la industria minera —afirma Benavides—. La ley lo exige, en particular a nosotros [la industria]. Pero la ausencia de normas gubernamentales en las áreas rurales, donde ocurre la mayoría del daño, es inaceptable. Y el papa no dice nada sobre eso”.
En realidad, sí lo hace en la sección 142: “Sabemos, por ejemplo, que países poseedores de una legislación clara para la protección de bosques siguen siendo testigos mudos de la frecuente violación de estas leyes”.
La respuesta conflictiva de Sudamérica hacia la encíclica surge mientras el papa Francisco se prepara para visitar por primera vez Estados Unidos el 22 de septiembre. Hablará ante la Sesión Conjunta del Congreso y ante las Naciones Unidas, y seguramente hará hincapié en la encíclica publicada por el Vaticano el 18 de junio, llamada Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común.
El pontífice tal vez presione al Congreso y a los delegados de la ONU para que tomen sus conclusiones en serio, afirmando que la Tierra está en peligro, amenazada por el consumismo desenfrenado, por el saqueo corporativo y por el despilfarro de recursos naturales, inclusive la quema de demasiados combustibles fósiles.
Será difícil de conseguir. En especial en Estados Unidos, donde su popularidad elevada cayó un mes después de la publicación de la encíclica, según una encuesta Gallup. Sin duda no recibirá ningún apoyo de los candidatos a presidente por el partido republicano, quienes niegan que el calentamiento global sea causado por el hombre, y muchos de los cuales han instado al papa a mantenerse al margen del tema.
El hecho de que los líderes peruanos estén luchando con las conclusiones del papa en un país donde el 75 % de la población es católica y donde su popularidad se mantiene alta muestra lo difícil que será para Francisco poder liderar a nivel internacional en un tema tan polémico.
Un país católico que lucha contra el mensaje de un pontífice
Perú es la mina mundial de metales preciosos. Es también el Arca de Noé por la numerosísima vida silvestre amazónica. Pero para la gente de esta nación sudamericana, es principalmente un país que supo estar sumido en la pobreza y en la inestabilidad, y que ahora está desesperado por desarrollarse y ocupar su debido lugar en el escenario mundial.
Durante el periodo sangriento que siguió a los años de Sendero Luminoso —un levantamiento que acabó con la vida de unas 70 000 personas y que destrozó al país entre 1980 y 2000— la democracia se asentó, aunque con controles institucionales débiles. Un pico reciente en el valor de los metales preciosos ha colocado a Perú entre las economías mundiales de más rápido crecimiento en los últimos años.
El crecimiento anual llegó a 6,3 % en el 2012 y aún se mantiene en más del 5 %. Si bien la minería constituye el 15 % del PBI de Perú, representa el 60 % de las exportaciones. La minería llena las arcas del Gobierno en Lima, y se supone que los impuestos por la minería deben repartirse entre las comunidades de donde se extrajeron las riquezas. El crecimiento parejo de la industria minera en Perú desde el 2001 ha ido de la mano con una caída en la tasa de pobreza: del 50 % en el 2001 a un 26 % en la actualidad.
Benavides, el CEO de BuenaVentura y uno de los empresarios más ricos e influyentes de Perú, está orgulloso de la contribución de su compañía al progreso del país. Sus empleados excavan miles de millones de dólares en oro, plata y cobre. Benavides les pasó la copia de la encíclica a los demás ejecutivos para que la leyeran, pero le da poco valor a un documento que básicamente ordena a su empresa que reduzca lo que hace tan bien.
“Perú ha sido bendecido más allá de la religión con recursos naturales —sostiene Benavides, un católico no practicante—. Tenemos la capacidad de poner esos recursos [valiosos]… a beneficio de nuestra sociedad, no solo a nuestro propio beneficio. Tenemos una responsabilidad. Estoy de acuerdo con Francisco en lo siguiente: si tan solo explotas los recursos y no te preocupas por la comunidad, no estás haciendo lo correcto”.
Cuando se le pregunta a Benavides cuántos años hace que la empresa se dedica a la minería, responde: “Sesenta y dos años”.
“Esos son muchos agujeros en el suelo”, comento.
“Y mucha generación de riqueza —replica—. Y mucha infraestructura construida en un país que la necesita si se quiere llevar los productos agrícolas al mercado”.
“¿Y muchos puestos de trabajo?”, pregunto.
“Sí, muchos puestos. Tenemos 12 000 personas en BuenaVentura. Y, si a eso le agregamos las empresas conjuntas de las que participamos, tenemos más de 30 000 empleados. Todo en Perú”.
El CEO, quien me entregó una copia de un libro escrito por él titulado Minería responsable, insiste en que su empresa es ecológicamente responsable y que los principales inversores no exigen menos. Dice que les paga bien a los empleados. Y, cuando se le pregunta qué opinan las comunidades donde trabajan sobre la empresa y sobre las minas a cielo abierto, responde rotundamente: “Nos adoran”.
Una visita al país
Una historia un poco diferente se desarrolla cuando visito una de esas comunidades mineras, lo que hice unas semanas después de mi entrevista con Benavides.
BuenaVentura es una empresa pública, y los informes de la SEC apoyan en gran medida la afirmación de su CEO de que maneja una compañía responsable y ética. Pero también admite en esos informes que luchó contra mineros en huelga en algunos lugares, que evitó demandas por condiciones laborales precarias en otros lugares, y que destinó millones para pagar multas por derrames tóxicos y daño ambiental.
Durante la hora de almuerzo en Colquijirca Pasco, a 4267 m en los Andes centrales, hablé con más de una docena de mineros en una mina de cobre bien organizada, rodeada por kilómetros de pradera desierta, lejos de cualquier ciudad grande. Hay un pueblo y una escuela a unos ochocientos metros de la mina.
La mayoría de los mineros dicen que han trabajado para empresas mucho peores que BuenaVentura y que sus beneficios están bien. Pero sostienen que la paga es miserable: entre 42 y 52 soles por día, lo que equivale a entre 13 y 16 dólares.
El minero e ingeniero Edward Estrella, 37, vestido con un overol naranja sucio, agrega: “¿Ecológicamente responsable? No es verdad. Están sacando material del suelo y lo desechan. No hay tratamiento del agua residual que produce la minería. Los tanques de relave [desechos tóxicos de la minería] no están revestidos. Hay algunas inspecciones [gubernamentales] más o menos una vez por año. Es entonces cuando hacen lo que deben hacer. ¿El resto del año? Nada”.
La rentabilidad de la conservación ambiental
Richard Webb, uno de los economistas más importantes de Perú, dio clases en Princeton y trabajó en el Instituto Brookings en Washington, D.C. “Ya no soy católico, pero este papa me tiene fascinado”, declara.
Pero cuando se trata de la encíclica, su fascinación desaparece: “Creo que es muy poco realista y fundamentalmente emotiva. Desconoce cómo funciona el mundo económico. La idea de que existen modelos de empresas radicalmente distintos y que se puede elegir otro es ridícula”.
Webb insiste en que no se puede culpar al comercio por el estado alarmante en que se encuentra el planeta. Se debe culpar a los consumidores que se niegan a hacer sacrificios. Sostiene que lo que ellos quieren, y quieren ahora, el comercio se los brinda: todo desde metales de tierras raras para la siguiente generación de iPhones hasta plásticos no reciclables y el combustible necesario para los miles de millones de automóviles en el mundo.
“No creo que el modelo económico, como el papa lo entiende, sea el núcleo del problema con el medioambiente”, afirma Webb.
El papa Francisco estaría en completo desacuerdo, como lo muestra en la sección 22: “Todavía no se ha logrado adoptar un modelo circular de producción que asegure recursos para todos y para las generaciones futuras, y que supone limitar al máximo el uso de los recursos no renovables, moderar el consumo, maximizar la eficiencia del aprovechamiento, reutilizar y reciclar”.
Desde el punto de vista ambiental, el papa parece comprenderlo. Pero en La Oroya, a 3200 m de altura en los Andes, una de las ciudades más contaminadas del planeta, la gente no parece entenderlo.
La gente dice que el trabajo es lo primero
La Oroya es una ciudad de 33 000 habitantes. Durante 77 años, entre 1922 y 2009, la comunidad apoyó una planta de fundición en auge de cobre, zinc y plomo en uno de los extremos de la ciudad. Doe Run, la empresa estadounidense que fue la última en manejarla, cerró la planta bien diseñada y en rápido crecimiento, cuyas chimeneas oscurecían el cielo local, después de que Perú elevara los estándares ambientales.
Cuando los 16 000 empleados fueron despedidos, se devaluó la economía local: comercios, restaurantes, proveedores, hoteles, casinos, peluquerías, todos sufrieron una baja en el negocio. La gente de La Oroya —casi todos— quiere que se venda la planta y se reabra. Para ello, están dispuestos a aceptar estándares ambientales más bajos que los pasados.
No importa que cada niño de la ciudad tenga niveles excesivos de plomo en los pulmones. No importa que la tierra está demasiado contaminada para cultivarla debido a los niveles altos de dióxido de azufre. No importa que el río Mantaro, cerca de la planta, esté muerto. Y no importa que las montañas que rodean la planta hayan sido alteradas químicamente —parecen haberse derretido— por siete décadas de lluvia ácida incesante.
Dicho sea en su favor, Doe Run ha continuado pagando a los empleados un 30 % de los sueldos originales desde que la planta cerró. Es una existencia precaria, pero le sugiere a cualquier empresa interesada en comprar que las actividades pueden reanudarse rápidamente con una mano de obra lista. Un grupo de trabajadores acude a la planta todos los días para poner en marcha las máquinas con el objetivo de mantenerlas operativas, aunque no hay fundición.
Les comento a varios líderes de la comunidad sobre la encíclica papal y sobre cómo el papa relaciona la destrucción ambiental con la explotación y opresión de los pobres. Les entrego un resumen de seis páginas en español preparado por el Vaticano.
Freddy Rojas Chacha, 40, presidente electo de La Oroya Antigua, un barrio cerca de la planta, elige el camino de la negación firme: “No creo en las afirmaciones sobre la contaminación. No confío en los funcionarios médicos que hicieron pruebas a nuestros niños para detectar plomo. No confío en las ONG que controlan nuestro aire”.
Con respecto al papa Francisco, agrega: “Debemos respetar la opinión del papa. Pero, si dice que la planta no debe reabrirse, ¿qué solución ofrece? Debemos mantener a nuestras familias”.
Emel Salazar Yuriulca, 43, una católica devota y admiradora del papa Francisco, es más terminante: “La vida de la planta es más importante que cualquier cosa que diga el papa. Dependemos de la planta. Debe reabrir”.
Teofilo Rojas Zevallos, 54, quien trabajó en la planta de fundición durante veintiocho años habla con honestidad brutal: “Sabemos que hay contaminación, pero ¿qué podemos hacer? Tenemos que trabajar. Tengo amigos que murieron por enfermedades que habían contraído en la planta. Tengo amigos que se suicidaron porque habían perdido su trabajo y no habían podido encontrar otro. Realmente creo que el papa debe participar de estos problemas de contaminación. Pero él no me dará trabajo”.
Un dilema cristiano
Todo esto, claro, plantea una cuestión importante sobre si el papa Francisco ha excedido o no su autoridad moral, en especial cuando hasta la mano de obra católica de bajos recursos que vive en una ciudad arrasada desde el punto de vista ambiental, como lo es La Oroya, considera la encíclica papal más como una amenaza que como una defensa de su salud y dignidad.
Tal vez José “Pepe” Álvarez, el ex misionero agustino que ahora trabaja para el Ministerio de Medioambiente, tiene la opinión más realista. Él cree que, con el tiempo, la encíclica causará un impacto.
Álvarez cree que el catolicismo y otras religiones, que ejercen una amplia autoridad en los países en desarrollo, necesitarán tiempo para educar, para hacer presión, para librar una batalla filosófica con los saqueadores ambientales y con los Gobiernos intratables, para estimular un compromiso duradero con la causa ambiental. Por supuesto, surge otra pregunta —con el aumento de los impactos por el cambio climático y con la sexta extinción masiva bien avanzada—: ¿hay tiempo suficiente para esa educación?
El papa Francisco no publicó Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común, con sus temas prácticos y espirituales, solo para hoy. Ni siquiera para mañana. La publicó para generaciones futuras. Generaciones de hijos, nietos y bisnietos que deberán vivir con el planeta que les dejemos.
“La Iglesia cambiará antes de que lo haga el sector privado —opina Álvarez—. Y eso obligará a los funcionarios electos a tomar mejores decisiones. Debemos ser pacientes. Captarán el mensaje lentamente, muy lentamente. Y en el futuro, al crear leyes o al hacer negocios, la gente exigirá que se apliquen las partes importantes de la encíclica”.
Hasta que llegue ese ansiado día —cuando las empresas y los Gobiernos encuentren un camino práctico y sustentable hacia la prosperidad— la gente de lugares como La Oroya, que viene sufriendo hace mucho tiempo, probablemente seguirá luchando, obligada a tomar una decisión difícil entre sus empleos, su salud y la destrucción ambiental.
Justin Catanoso es director de Periodismo en la Universidad Wake Forest en Carolina del Norte. Su investigación en Perú fue patrocinada por el Pulitzer Center on Crisis Reporting en Washington, D. C.