- En enero de 2016, la periodista Sue Branford viajó a Brasil para cubrir para Mongabay las repercusiones que tienen para los habitantes locales y el medioambiente los planes de las nuevas presas en la cuenca del Amazonas.
- Su primera parada fue Altamira, en el río Xingú, la base del polémico proyecto hidroeléctrico Belo Monte que está cerca de completarse. Los que han vivido allí desde hace tiempo lamentan la pérdida de los bosques y lo desagradable que es la ciudad.
- En Altamira, Branford se une a un pequeño equipo de investigación para un viaje a Terra do Meia, una de las zonas más remotas del Amazonas. Este es el primero de los seis reportajes de su viaje.
El jardín de la casa de Adélia Marinho de Souza es un tesoro escondido. Dejamos atrás el duro asfalto, los olores desagradables y las calles contaminadas por aguas residuales de Altamira, en el estado de Pará en la Amazonía brasileña, para entrar a su casa adosada y salir a un encantador pedazo del Edén.
Tiene árboles frutales —limón, acerola, graviola (guanábana), pitanga (un tipo de cereza), fruta de la pasión— y rebosa de hierbas: malva grossa, «buena para los resfriados»; menta, «para solucionar los problemas digestivos»; aloe vera, «bueno para los problemas de la piel»; y muchas más. A todo esto hay que añadir algunas gallinas, patos y unas cuantas tortugas, todo ello comprimido en un pequeño espacio.
Marinho de Souza tiene 73 años y ha cuidado de este jardín durante los últimos cuarenta.
Antes de eso, vivía a orillas del río Iriri, el afluente más grande del Xingú, en una de las zonas más remotas de la selva amazónica, y hacia donde me dirijo en este viaje.
Me habla sobre los sorprendentes cambios que han sufrido Altamira y toda esta parte del Amazonas. Durante la primera mitad del siglo XX, sus padres dejaron atrás la pobreza del noreste de Brasil y se mudaron aquí para recoger caucho. Tanto ella como sus nueve hermanos y hermanas nacieron en la selva.
Adélia salió adelante, se casó con el patrão local, el intermediario que compraba el caucho a los recolectores y les proporcionaba comida y equipamiento. Su marido, Benedito Batista da Gama, que ahora tiene 83 años y está gravemente enfermo, tenía fama de bom patrāo (buen jefe) —no decepcionaba a los recolectores y les ofrecía medicinas cuando estaban enfermos. Aun así, no era un filántropo: durante los mejores años consiguió una cantidad considerable de dinero a través del caucho, las castañas de Brasil y las pieles de jaguar que compraba a unas 150 familias del bosque.
Aunque Benedito pasaba la mayor parte del tiempo en el bosque, Adélia se mudó a Altamira para que sus cuatro hijos —tres niñas y un niño— recibieran educación privada, algo que podían permitirse gracias a la venta de productos forestales. En la actualidad todos ellos tienen una vida acomodada y urbana. No obstante, Adélia añora el bosque, quizás porque lo ve todo de color de rosa. «Quiero volver allí para morir», dice. «Sueño con la paz que hay y con el abundante pescado».
Hoy en día Altamira tiene poca paz que ofrecer. Su población se ha inflado hasta más de 100 000 habitantes en los últimos años, con una afluencia de trabajadores poco cualificados de todas partes de Brasil, hombres dispuestos a encontrar trabajo en la presa cercana de Belo Monte, una de las centrales hidroeléctricas más grandes del mundo.
Ese gran aumento de la población llegó acompañado de la criminalidad. Hace poco, alguien entró en casa de Adélia y se llevó sus gallinas. Sumado a esto, está la intranquilidad por la posible pérdida de su jardín: los ingenieros de la presa no están seguros de cuánto crecerá el río una vez empiecen las operaciones de Belo Monte.
Más abajo en la misma calle, otro patrão de 83 años, Thiago Pereira, ahora prácticamente confinado en su casa, recuerda cómo era Altamira en los tiempos anteriores a la llegada de Adélia. «Yo tenía diez años cuando llegamos en 1943», dice. «Altamira era un pequeño asentamiento de unas pocas decenas de casas en medio del frondoso bosque. Llegamos en barco, navegando río arriba por el Xingú. Entonces no había carreteras. Era tranquilo, muy tranquilo».
El alcance de este cambio, a pesar de ser asombroso, no es inusual en esta parte del mundo. En los últimos cincuenta años, la frontera económica de Brasil alcanzó esta región y con ella llegó la gran afluencia de trabajadores: olas de leñadores, artesanos de oro, ganaderos, mineros y constructores de carreteras y presas.
Aunque mi experiencia en el Amazonas no es tan profunda como la de Thiago Pereira, comparto parte del asombro que sintieron los patrões al ver la velocidad a la que cambiaba el Amazonas. Hace unos años, volví a Redençao, un pueblo a unos 600 quilómetros al sur de Altamira. No había estado allí desde mediados de los sententa, cuando llegué con otro periodista en un camión que llevaba suministros al equipo de construcción que trabajaba en la Autopista Transamazónica. El sucio camino que recorrimos era precario y, a ratos, después de la resonante lluvia tropical, el camión tenía que parar y esperar hasta que los baches fangosos se secaran.
Solo recuerdo cómo era Redençao en los 70 porque el conductor nos dijo que un italiano excéntrico tenía una máquina de hacer helados que funcionaba con gasóleo en su bar. ¡La idea de un helado y cerveza fría nos entusiasmó! Redençao resultó ser una aldea con unas 15 chozas construidas con caoba, fácil de reconocer por el tono rojizo. Lamentablemente, no había helado —el italiano se había quedado sin gasóleo. Varios hombres con pistolas colgadas del cinturón merodeaban bebiendo cerveza caliente.
Para mi segunda visita, Rendençao había cambiado hasta quedar irreconocible. Su población había ascendido a 80 000 habitantes. Tenía carreteras asfaltadas, electricidad y un aeropuerto. Ni siquiera podía decir dónde estaba la antigua Redençao original en esta nueva y próspera ciudad. Tampoco pude encontrar a ninguno de los habitantes originales, aunque algunos se acordaban del italiano, que se había ido unos años antes.
Volvamos a la Altamira de hoy en día. Es un sitio insalubre y desagradable. No hay transporte público. Muchos autobuses pasan por las calles mal pavimentadas, pero la mayoría son de Norte Energia, la empresa que está construyendo la presa de Belo Monte, y los vehículos solo transportan a los trabajadores. La gente ordinaria tiene que caminar, pedir que alguien les lleve o pagar un moto-taxi, algo que no es nada barato, el precio medio es de 1,25 $ para los viajes más cortos. La gente también se queja de las largas colas para recibir asistencia médica.
Altamira no debería ser así. Uno de los condicionantes —los puntos que prometió el gobierno federal junto con Norte Energia a Ibama, la agencia ambiental, a cambio de dar el visto bueno a la presa— era realizar grandes mejoras a la infraestructura de la ciudad.
En un dossier que documenta los fracasos sociales de la presa de Belo Monte, la organización no gubernamental ISA (Instituto Social y Ambiental) pregunta: ¿Cómo es posible que en un proyecto emprendido en gran parte por el gobierno y financiado por el BNDES [Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social], vigilado por la Força Nacional [un cuerpo policial especial] y supervisado por Ibama no se pueda completar un solo hospital en los tres años de más trabajo en el lugar de la construcción?”.
Otro fracaso ha sido el suministro de saneamiento básico: Norte Energia ha instalado alcantarillado municipal, pero se niega a conectarlo a las casas, ya que insiste que es responsabilidad del gobierno de la ciudad. Como resultado, todavía se ven cloacas abiertas por todas partes, como he comprobado en primera persona. Cuando estuve allí hace dos años, llegué de noche a la casa donde me iba a alojar. Al salir del coche tropecé de forma inmediata con una cloaca abierta. Mis anfitriones, a los que no conocía, tuvieron que llevarme hasta la parte trasera de su casa y lavarme con una manguera antes de dejarme cruzar la puerta. Es una historia que ha dado muchas vueltas y en esta visita varias personas la han recordado entre risas.
Con la primera fase de la presa de Belo Monte completa, La población de Altamira está disminuyendo. Compré calcetines altos hasta las rodillas para protegerme de los insectos de la jungla a un vendedor ambulante que me dijo que se iba a ir pronto. «Las ventas han caído», se quejaba. «Pronto me iré a Itaituba». Esa ciudad está en el río Tapajós, que pronto servirá de base principal para la construcción de un complejo de siete presas planeado en el río Tapajós y sus afluentes —el siguiente gran río, al oeste del Xingú, que fluye hacia el Amazonas. El gobierno espera que Sao Luiz de Tapajós, la primera de esas presas, entre en acción en 2019.
No obstante, el vendedor ambulante podría estar adelantándose a los hechos. Los Munduruku, que viven en el río Tapajós, participaron en una protesta que ocupó el lugar de construcción de Belo Monte, y vieron en primera persona los efectos que la presa había tenido en sus «parientes» como llaman a los nativos que viven aquí. Tras un largo estudio, Thais Santi, fiscal de Ministerio Público Federal en Altamira, concluyó que los daños ocasionados por Belo Monte a «la organización social, costumbres, idioma y tradiciones» de los grupos indígenas era tan severa que se podía catalogar como «etnocidio». Cuando hablé con Santi, me dijo que las acciones legales que ha tomado por este asunto —exigir que se reconsidere la viabilidad de esta presa a causa del etnocidio— son el trabajo más importante que ha realizado en sus cuatro años en Altamira. El caso aún está pendiente de ser resuelto.
Los Munduruku están decididos a no sufrir un destino similar en el Tapajós y han montado una campaña que va a por todas para detener las presas planeadas en su río. Sin embargo, permanece imperturbable ante la oposición indígena: en diciembre de 2015, Eduardo Braga, ministro de minas y energía de Brasil, describió la presa como una «prioridad» para el país y dijo que todas las aprobaciones necesarias se habían obtenido excepto la de Funai, la agencia indígena. Espera que la licitación del contrato tenga lugar durante la segunda mitad de este año.
De todos modos, el vendedor con el que hablé podría estar frente a una larga espera. Aunque las presas en el Tapajós avancen, seguramente se dará un conflicto largo y agotador en torno a estos grandes proyectos hidroeléctricos —especialmente después de los muchos problemas sociales y ambientales que ha habido con Belo Monte.
Así me preparé para adentrarme en la cuenca amazónica. Me uní al resto del equipo en Altamira y nos preparamos para emprender nuestro viaje por el río Iriri.