Sin embargo, la firma del Acuerdo de paz con las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016 está abriendo una nueva oportunidad para entender qué les sucedió.

Un grupo de respetados líderes del sector ambiental viene construyendo desde el año pasado una propuesta para que la recién nacida justicia transicional, que investigará y juzgará los delitos sucedidos en el marco del conflicto colombiano, también indague la manera como han sido violentados el medio ambiente y quienes lo cuidan.

En dos de los tres casos, el de Martín y el de Jairo, hay indicios fuertes de que el responsable de sus muertes fue la guerrilla que dejó las armas hace casi dos años y que está en proceso de reintegrarse a la vida civil. Esto significa que las FARC podrían, como parte de su compromiso con la paz, ayudar a las familias a entender qué pasó y pedirles perdón.



Imágenes de la deforestación en los parques nacionales sierra de La Macarena, Tinigua y Nukak, tomadas por la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible.

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El guardián de La Macarena

Martín Duarte estaba tan contento con su trabajo como guardaparque que decidió estudiar una carrera entera para hacerlo mejor.

La misión de este técnico agropecuario bogotano de 38 años era cuidar el Parque Nacional Sierra de La Macarena, un oasis rocoso en medio de las tierras bajas donde inicia la Amazonia colombiana y que se desprende del Escudo guyanés. Aunque Caño Cristales —su ‘río de los siete colores’— es un icónico paisaje que adorna folletos turísticos y vallas de aeropuertos en todo el país, solo hasta ahora los colombianos están comenzando a llegar a esta remota serranía gracias a que la seguridad ha mejorado.

En 2008, sin embargo, La Macarena era aún el escenario de fuertes enfrentamientos entre militares, guerrillas y otros grupos criminales. De hecho, era el epicentro de una de las principales estrategias —la de ‘consolidación territorial’— con que el Gobierno colombiano logró invertir la correlación de fuerzas con las FARC, empujándolos luego hacia una negociación de paz.

En esa época, igual que hoy, una de las principales funciones de los guardaparques era trabajar con las comunidades campesinas en los alrededores —e incluso dentro— de los parques. La pasión por esa parte de su trabajo motivó a Martín a estudiar psicología social comunitaria. Todas las semanas recorría en moto la hora que separaba su cabaña dentro del parque, en San Juan de Arama, de la Universidad Nacional a Distancia (UNAD) en el pueblo de Acacías, ambas en el departamento del Meta.

Tras ocho semestres, solo le faltaba uno para graduarse.

Duarte llevaba 13 años en el sistema de Parques Nacionales. Había comenzado en el parque nacional aledaño a Bogotá que protege el páramo de Sumapaz en lo alto de la cordillera. De ahí pasó al de Los Picachos, que salvaguarda los bosques de transición de los Andes hacia la selva. Finalmente, llegó a La Macarena tras separarse de su esposa y pedir el traslado para estar más cerca de su hija Stephanía.

Las circunstancias de la muerte de Martín aún son confusas. Lo que ha podido reconstruir su familia es que, al regresar a su cabaña tras trabajar con algunos campesinos de la zona, se topó con un grupo de hombres armados a quienes no conocía. Eran cuatro y llevaban a una mujer a la fuerza.

Después de eso, Martín estuvo dos días en Bogotá de permiso. Regresó temprano el viernes al parque, sin contarle a nadie la escena que había presenciado, seguramente consciente de que podía costarle la vida.

El sábado 2 de febrero de 2008, hacia las 8:30 de la noche, llamó a su tía Carmen Elena Triana, a quien visitaba con frecuencia en el cercano pueblo de Granada. “Elenita, estoy herido, vengan por mí”, le suplicó, su voz entrecortada y urgida. Aunque no se sabe con certeza, los indicios sugieren que desconocidos fueron a buscarlo y le dispararon en la espalda mientras trabajaba. Debieron quitarle el teléfono porque no volvió a contestar.

Cuando las autoridades llegaron a la cabaña, Martín ya había muerto. El diagnóstico médico fue shock hipovolémico, causado por la herida de bala en la médula, la pérdida grave de sangre y por no haber podido recibir atención médica.

“No le avisaron nunca. No le dieron oportunidad. Le dieron por la espalda un tiro”, dice Elsa Acero, su madre.

Un mes después, en un operativo liderado por el Gaula (una unidad antisecuestro de las Fuerzas Militares), fue rescatada Libia Camila Domínguez, una joven de 24 años por quien pedían un rescate de mil millones de pesos (300 mil dólares). Cuatro hombres fueron capturados, junto con un arsenal de guerra: un fusil AK-47, una subametralladora, dos granadas, dos escopetas y dos revólveres.

Los cuatro fueron condenados por secuestro extorsivo agravado a penas de hasta 59 años: Carlos Adolfo Plazas Ramírez, alias ‘Parrilla’, comerciante. Elisein Pinto Pérez, alias ‘Pedro’, obrero de construcción. Uriel Beltrán Lozano, alias ‘Fredy’, comerciante. Y Gonzalo Chávez Vargas, alias ‘Andrés’, conductor.

El juicio por el homicidio de Martín resultó tan traumático para la familia Duarte que dejó de ir a las audiencias, dolida por los constantes aplazamientos por motivos procedimentales. Para ellos, el caso se veía sólido y claro: Libia Camila testificó —vía teleconferencia para no encontrarse con sus captores— que, al día siguiente de haber escuchado un disparo en el bosque, uno de ellos le relató que habían tenido un problema con un ingeniero ambiental “bocón”. “Usted sabe que la están buscando y ese señor como que vio algo entonces pues le dispararon”, relató ella que le dijo uno de sus captores.

Aun así, el 28 de abril de 2014, seis años después del asesinato de Martín y pese a que la Fiscalía General de la Nación solicitó condenar a los cuatro sospechosos por homicidio agravado, un juzgado de Bogotá los absolvió por falta de evidencia contundente. “No se puede concluir que existe una prueba directa, seria, que logre desvirtuar la presunción de inocencia de los aquí procesados”, determinó la juez Martha Cecilia Artunduaga.

“Tanto papel, pero ningún resultado”, dice el padre de Martín, José Venancio Duarte, sin amargura pero con un hondo pesar.



Fotos de Martín Duarte como guardaparques. Cortesía: Familia Duarte Acero.

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Guardaparques en medio de la guerra

Ser guardaparques en Colombia significa mucho más que cuidar un parque nacional.

En un país azotado por una guerra de medio siglo que dejó 220 mil muertos y 8,8 millones de víctimas, supuso tener que lidiar con un sinnúmero de grupos armados —muchas veces enfrentados entre sí— y persuadirlos de que su trabajo no los perjudicaba.

Aún hoy deben lidiar con vastos cultivos ilegales de coca y amapola, sembrados en potreros donde bosques fueron tumbados para darles vía. Con las dragas y retroexcavadoras sedientas del oro y el coltán escondidos. Con la galopante deforestación que busca, de manera deliberada, ‘desmontar’ la selva para vender maderas finas o apropiarse con artimañas de tierras públicas. O con las minas antipersonal sembradas para quebrarle la pierna a cualquier humano —o animal— que las pise.

Martín no fue el primero. La lista es larga y cubre casi toda la geografía del país.

Tres años después, otros dos guardaparques murieron violentamente.

El 29 de abril de 2011, el técnico ambiental Jaime Girón Portilla recorría un sendero dentro del Parque Nacional Serranía de los Churumbelos, que resguarda 970 kilómetros cuadrados de bosque húmedo de la Bota Caucana en el suroccidente del país, cuando una mina antipersonal le causó la muerte.

Girón —que apenas cumplía su cuarto mes como guardaparques— estaba en medio de un recorrido de una semana para ayudar a un vecino a georreferenciar un predio que destinaría a la conservación. Fue evacuado en un helicóptero militar, herido en su pierna izquierda, pero murió antes de llegar al hospital de Villagarzón en Putumayo.

“Él siempre tuvo la meta de trabajar en Parques Nacionales. Estudiaba los nombres de todos los pájaros en sus libritos y estaba pendiente de los daños en los bosques. ‘Impacto ambiental’ eran las palabras que más se le oían”, evoca su esposa Yadira Vargas, para quien el accidente significó tener que criar a dos hijos —uno de ellos de un año— sola.

Cinco meses después, Jairo Antonio Varela fue asesinado en el Parque Nacional Paramillo, un cruce de cordilleras que ha sido una de las rutas más codiciadas para sacar droga por el mar Caribe.

Varela, de 49 años, no solo era funcionario del parque, sino el reconocido líder de Saiza, una comunidad desplazada por los paramilitares que estaba regresando. Según reconstruyó el portal Verdad Abierta, Jairo y sus colegas estaban actualizando el censo de 1039 familias que viven dentro del parque, para eventualmente compensarlas por las actividades que ya no podían hacer por vivir en un área protegida. Para ello visitaban, una por una, las 33 veredas del corregimiento donde Jairo nació, conversaban con sus pobladores y anotaban lo que cada familia hacía en su finca.

Pronto se toparon con un problema: en un tercio de las veredas, había personas desconocidas sembrando coca, el resultado de un repoblamiento aparentemente dirigido por las FARC. A pesar de que Jairo había hablado con un jefe local de esa guerrilla y le había informado de la importancia del censo, desconocidos los pararon en varias ocasiones para preguntarles por qué medían tierras sin permiso.

La noche del 5 de octubre de 2011, personas armadas lo citaron a una reunión de la que nunca regresó.

Los tres guardaparques eran los ojos del Estado en territorios donde este ha permanecido históricamente ausente y donde se movían intereses mucho más poderosos que los que ellos podían controlar.

 

 

“Es realmente muy injusta la carga de ser el Estado. Les asignamos funciones de control y vigilancia para enfrentar problemas de caza, turismo mal manejado o malos usos del agua, como si estuviéramos en Yellowstone. Jamás se pensó que —armados con un uniforme y un código de recursos naturales— tendrían que enfrentar guerrillas, paramilitares y grupos criminales”, dice Eugenia Ponce de León, abogada ambiental que dirigió el Instituto Humboldt y fue defensora delegada para el ambiente en la Defensoría del Pueblo.

Como dice la madre de Martín, “no tenían un alfiler para defenderse, los palos de los árboles quizás. Estaban totalmente desprotegidos”.

Foto de Jaime Girón en su última semana de trabajo. Foto: Cortesía: Yadira Vargas.
Foto de Jaime Girón en su última semana de trabajo. Foto: Cortesía: Yadira Vargas.

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La ventana de oportunidad para saber qué pasó

Una cosa tienen en común las familias de estos tres guardaparques: quieren, sobre todo, saber con exactitud por qué murieron.

“Queremos saber realmente qué pasó. Si no es porque hace la llamada, valiente, herido de muerte, no existiría nada. Estaríamos hablando de una persona desaparecida”, dice Javier Duarte, arquitecto especializado en espacio público y hermano mayor de Martín.

Como muchas víctimas del conflicto, la familia de Martín quiere conocer, por encima de todas las cosas, la verdad. Si las 27 mil propuestas que enviaron las víctimas a la mesa de negociación de La Habana son un indicador, quienes más sufrieron la violencia privilegian la posibilidad de reconstruir sus vidas (34 %) y conocer la verdad (16 %), incluso por encima de la justicia (11 %).

Ellos tienen varias hipótesis, pero pocas certezas. Según se decía en la zona de La Macarena, dos de los detenidos absueltos eran guerrilleros de las FARC y los otros dos civiles. También creen que los secuestradores posiblemente eran guerrilleros nuevos en la zona, lo que explicaría que no tuvieran ninguna referencia suya.

Once años después del crimen de Martín y dos después de la firma del Acuerdo de paz, gracias al cual 13 049 integrantes de las FARC abandonaron las armas, por fin hay nuevas pistas.

Tras cotejar los nombres de los cuatro condenados por el secuestro de Libia Camila con los listados de las FARC, comprobamos que dos de ellos en efecto tienen alguna relación con la antigua guerrilla marxista.

Uno de ellos, Elisein Pinto, figura entre los 3170 presos (‘personas privadas de la libertad’ o PPL, en la jerga del Acuerdo de paz) que las FARC reconocieron en los listados que entregaron de sus combatientes. Tras las debidas verificaciones, el Gobierno lo acreditó como integrante de las FARC, con lo cual se hizo acreedor de los beneficios y las obligaciones del acuerdo.

Aunque ha pasado una década desde su condena, solo hasta ahora se pudo establecer su pertenencia con certeza, porque las personas no entran al sistema penitenciario colombiano por su condición de guerrilleros sino por delitos específicos. De ahí que el Estado muchas veces no supiera quiénes eran los integrantes de las FARC en la cárcel.

El segundo caso, el de Carlos Adolfo Plazas, es más complejo. Aparece en esos mismos listados, pero luego fue excluido el 22 de septiembre de 2017 por solicitud de las propias FARC, sin que sea muy clara la razón, en virtud de una provisión en el acuerdo que les atribuye la responsabilidad de elaborarlos.

Esto significa que al menos uno de los sospechosos del homicidio de Martín puede ayudar a reconstruir lo que ocurrió ese 2 de febrero de 2008.

Este escenario es posible porque el Acuerdo de paz colombiano ideó un sistema de justicia transicional innovador, en el que —en vez de privilegiar alguno de los derechos de las víctimas sobre los otros— Colombia optó por intentar satisfacer todos.

Dentro de esa fórmula, los excombatientes de las FARC podrán recibir una pena más benévola por crímenes graves, como asesinato y secuestro, si cumplen tres condiciones ineludibles: reconocer su responsabilidad, contar la verdad que saben y resarcir a sus víctimas. Con este modelo, Colombia busca cumplir sus obligaciones legales y, al mismo tiempo, garantizar que se satisfagan los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición.

Para ello, el año pasado comenzaron a trabajar tres entidades que son la piedra angular de esa apuesta. La Jurisdicción Especial de Paz (comúnmente llamada JEP) se encarga de investigar, juzgar y sancionar los crímenes más graves, mientras la Comisión de la Verdad reconstruye la verdad de lo que ocurrió en el conflicto y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas indaga por los más de 45 mil colombianos de quienes no se tiene ningún rastro, como el guardaparques Daniel Moyá en el Parque Nacional Los Katíos.

La creación de este sistema de justicia transicional —que solo trabajará entre tres y diez años— puso a pensar a varios científicos y técnicos del sector ambiental.

¿Qué tal si la JEP y la Comisión de la Verdad investiga el sinnúmero de daños contra el medio ambiente, desde los atentados contra oleoductos hasta el asesinato de los funcionarios que cuidan esos ecosistemas?

“Ante el horror de lo que pasó en la guerra, esto parece un tema menor, pero no lo es. A los parques nacionales los han minado, bombardeado, cultivado con coca, fumigado con glifosato [para erradicarla], les han echado mercurio, les han vertido petróleo, les abrieron vías ilegales, se comieron su fauna”, dice Eugenia Ponce de León, quien ha trabajado con guardaparques desde que inició su carrera hace tres décadas como abogada de Parques Nacionales.

Ella y otros abogados ambientales elaboraron un análisis jurídico proponiendo que hay una oportunidad única para dimensionar el daño ambiental que dejó la violencia, que persuadió a Parques Nacionales y que este último propondrá formalmente a la justicia transicional.

Entre sus argumentos está que el Estatuto de Roma —que creó la Corte Penal Internacional y que Colombia firmó— contempla que los ataques que causan “daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural” pueden ser considerados(,) en determinados casos(,) como crímenes de guerra.

“Los parques nacionales no solo han sido epicentro de la guerra, sino que albergan recursos estratégicos: mineros, energéticos, un potencial agroindustrial, de infraestructura. Pese al Acuerdo de paz, ese patrimonio colectivo de todos los colombianos está en condiciones de sufrir otra vez una victimización, porque continúan ahí esos intereses y esos recursos”, dice Rodrigo Botero, el director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS) que fue jefe de la oficina regional de Parques Nacionales en la Amazonía durante diez años.

Su propuesta no sale del vacío. El propio Acuerdo de paz menciona la posibilidad de que la reforestación sea considerada como una forma de reparación a las víctimas y como un proyecto laboral para los excombatientes que se reintegran a la vida civil. Asimismo, el programa de sustitución de coca tiene un plan especial para erradicar las 8301 hectáreas de coca que hay sembradas en 16 parques (incluyendo 2832 en La Macarena). Por último, entre el mandato de la Comisión de la Verdad está esclarecer el impacto sobre los derechos ambientales de los colombianos.

Esas ideas, sin embargo, necesitan un nuevo impulso tras el cambio de gobierno y la llegada del presidente Iván Duque, que prometió implementar lo acordado pero en la práctica se ha mostrado inclinado a diluir su importancia histórica. Esa incertidumbre solo creció en marzo, con su decisión de objetar partes de una ley que regularía el trabajo de la justicia transicional creada por el acuerdo.

“Es una deuda de este país. No debemos seguir asumiendo callados el pasivo ambiental que nos dejó esta guerra. Es la oportunidad de hacerlo visible y tener fallos ejemplarizantes, para ver cómo aseguramos que no se repita”, dice Ponce de León.

Si esa idea gana tracción y la JEP se decide a abrir un macrocaso, Colombia podría entender mucho mejor el papel contradictorio que desempeñó una guerrilla que, al mismo tiempo, se escondía en el denso tapete verde de la selva, imponía ‘manuales ambientales’ que restringían la caza o la tala, explotaba oleoductos y se financiaba a partir de economías criminales y depredadoras como el cultivo de coca y la minería ilegal.

La responsabilidad directa de las FARC está clara en al menos otro de estos tres casos.

“Desafortunadamente, sí, se tomó esa decisión”, reconoció en 2016 alias ‘Manteco’, el comandante del Frente 58 que operaba en la zona, cuando el portal investigativo Verdad Abierta le preguntó por la muerte de Jairo Varela.

“A Jairo se le dijo, quince días antes, ‘pare’ porque estaba haciendo un censo y midiendo las tierras con el único propósito —que fue el engaño— de legalizar las tierras y [que] pudiera Parques hacer cualquier negociación con los campesinos. Y el hombre no estaba haciendo eso: era un nuevo desplazamiento”, añadió, hablando de frente a la cámara, en un especial periodístico sobre el nudo de Paramillo.



Video: Cortesía Verdad Abierta.

Un año después de esa admisión, Yoverman Sánchez Arroyave —nombre real de ‘Manteco’— dejó sus armas como parte del Acuerdo de paz y se instaló en la zona de concentración de Gallo en Córdoba, para iniciar su proceso de reincorporación a la legalidad. Tras las dificultades logísticas de ese alejado paraje, ese grupo de excombatientes de las FARC trasladó el campamento a Mutatá, en Antioquia, donde comenzaron su nueva vida y donde Sánchez aún está.

En el caso de Jaime Girón, la responsabilidad es más difícil de establecer, porque tanto las FARC como la guerrilla del Ejército Nacional de Liberación (ELN), que sigue en armas, han usado las minas como arma de guerra y han tenido presencia en la Bota Caucana.

Sin embargo, el empleo de minas —que ha dejado 11 000 víctimas directas (sin contar familiares)— es una de las verdades por la que las (desmovilizadas) FARC deberán responder ante la justicia transicional. El ‘Monitor de minas’ —el reporte anual de la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas (ICBL) que mide el cumplimiento de cada país en la eliminación de estos artefactos explosivos contemplada en la Convención de Ottawa— los describía como “los más prolíficos usuarios de minas entre los grupos rebeldes del mundo”.

De llegar el dossier ambiental a la JEP y la Comisión de la Verdad, muchos exintegrantes de las FARC —incluidos Elisein Pinto y Yoverman Sánchez— estarían obligados a contar lo que saben sobre casos como el de Martín y Jairo.

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Funcionarios de un Estado insensible

Muchas familias también quedaron dolidas con el Estado para el que trabajaban sus seres queridos, al que sienten lejano e indolente con sus tragedias.

“No hubo ninguna llamada, no vinieron a hacernos una visita. ¿Saben qué pasó con la niña, que tenía 13 años? ¿Nunca se les ocurrió ayudarnos con un psicólogo a su mamá, su papá, sus hermanos? Ha sido una ausencia total del Estado”, dice Elsa Acero, sentada en la sala de su casa en el occidente de Bogotá. En la mesa que tiene enfrente hay una foto de Martín, sonriente, vistiendo su chaleco azul de guardaparques, en una lancha en el Parque Nacional Amacayacu.

“Él no se merecía eso porque le dio toda su vida a Parques. Vivía enamorado de su trabajo”, añade.

“Nunca hubo indiferencia. Cuando hablamos de familias en sitios alejados, se nos ha salido de la mano darles una asistencia integral como quisiéramos. Tratamos de dársela a los funcionarios y contratistas, entre los que ya tenemos muchos casos contando a los que han sido amenazados”, dice Julia Miranda, directora de Parques Nacionales desde hace 15 años.

Lee el reportaje completo que forma parte del ESPECIAL de Tierra de resistentes aquí.

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Artículo publicado por Patricia
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