Janiela aprendió a hacer mapas gracias al proyecto Cartografía de los bosques del pueblo que la  Fundación Almanaque Azul adelanta con el financiamiento del Programa de Pequeñas Donaciones del Fondo de Medio Ambiente Mundial (GEF por sus siglas en inglés), implementado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), que ofrece capacitación y equipamiento a comunidades que tengan un proyecto de conservación de bosque tropical en mente. En apenas dos años crearon una red de mapeadores comunitarios en 13 comunidades a lo largo del país con resultados sorprendentes. El desarrollo de los mapas les brindó los elementos probatorios que, en algunos casos, impidieron la privatización de tierra de uso común; permitieron la creación de zonas protegidas, de reservas de plantas medicinales, la localización de fuentes de agua potable y, hasta abrieron la planificación urbana ligada al crecimiento de las comunidades indígenas.

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El proyecto

 

Mir Rodríguez es panameño, biólogo y activista ambiental. Llegó al mundo de los mapas por necesidad.  Con su grupo Almanaque Azul, años atrás decidió hacer una guía para las playas de Panamá. Fue durante esos viajes que conoció de primera mano las dificultades a las que se enfrentan los pueblos indígenas y campesinos ante el avance de los poderes centrales y transnacionales sobre el territorio.

Para hacer su guía, necesitaba mapear. A falta de cartógrafos, se dedicó a estudiar las nuevas tecnologías hasta convertirse en un especialista. El proyecto Cartografía de los bosques del pueblo comenzó a tomar forma cuando Rodríguez conoció a la bióloga guatemalteca Michelle Szejner, que vive en Panamá hace siete años y llegó al país con un proyecto para la cooperación alemana.

Aunque suena muy bonito, en la práctica las cosas no son tan sencillas.  Hay que armar equipos, generar espacios de reflexión para entender qué es un mapa y cómo y por qué se hace. Hay que acercarse a las tecnologías e incorporarlas. Hay que recorrer el territorio para unir los viejos saberes con las nuevas prácticas. Y, finalmente, hay que hacerlo en poco tiempo. El objetivo final es el empoderamiento de las comunidades a través del conocimiento de su territorio, la conservación comunitaria del bosque y la construcción de material didáctico propio para las escuelas. En el fondo, se trata de resistir el avance de la modernidad sobre las culturas ancestrales.

El escritor caribeño Franz Fannon, autor de Los condenados de la tierra, habla de la zona del “no-ser” para explicar cuál es el lugar que la sociedad occidental le da a los pueblos originarios: un espacio brumoso de individuos sin rostro ni derechos, que siempre pueden ser desplazados en nombre del progreso.

La economía panameña, con el mayor crecimiento de América Latina durante la última década, mantiene un nivel de desigualdad que está entre los más altos del mundo. Ocupa el puesto diez en el ranking elaborado por el Banco Mundial. En el marco de esa desigualdad, los pueblos originarios son particularmente castigados. Si el Estado invierte 480 dólares por habitante al año, en los pueblos ancestrales esa cifra se reduce a 200, según el Atlas de Desarrollo Humano de Naciones Unidas.

Desde la ciudad, se considera a los bosques, en el interior del país, como tierra inhóspita y salvaje: selva que hay que desarrollar.

Un estudio histórico publicado en 2017 por Rights and Resources Initiative mostró que los pueblos indígenas manejan más del 24 % del carbono total almacenado en el dosel de los bosques tropicales del mundo. En Panamá, el 50 % de esos bosques está en las comarcas indígenas, aunque ellas solo controlan el 17 % del territorio nacional, según el Programa Conjunto de las Naciones Unidas para la Reducción de las Emisiones por Deforestación y Degradación de los Bosques (ONU-REDD). Si a eso se le suman las zonas de uso colectivo no legalizadas, la cantidad aumenta.

Según estas estadísticas, es mucho más efectivo legalizar territorio de los pueblos originarios que crear áreas protegidas. Quizá por eso el ecologista canadiense David Suzuky afirma que el camino para revertir el cambio climático no está en seguir a los ambientalistas sino a los pueblos originarios.

“Lo primero que hacemos cuando una comunidad requiere la capacitación, es reunirnos con todos los que quieren participar y lentamente generar las condiciones para que las necesidades y los problemas de la comunidad vayan brotando hasta construir juntos una estrategia a medida de sus necesidades”, explica Michelle Szejner. “La idea siempre es armar equipos diversos en género y edades, pero al final cada comunidad construye su propia dinámica”, agrega Mir Rodríguez.

Una vez que está claro el objetivo, se procede a estudiar cuál es el material existente y cuál es su procedencia. “Lo llamamos alfabetización cartográfica. Primero miramos los mapas de manera crítica, pues son mapas que vienen del poder. Quien hace el mapa te dice para qué lo hizo”, explica Rodríguez. Pero ni siquiera la cartografía indígena siempre es benigna. Según dice, el Ejército de Estados Unidos, en su momento, llegó a la conclusión de que el mapeo de los territorios y su titulación disminuía la posibilidad de la insurgencia. “Por eso, muchos de los mapas de las comunidades están hechos por el US Army. Fue una excusa para ingresar a territorios que no entendían”, agrega.

Esos procesos de infiltración “pseudo científica” hoy se conocen como geo piratería, como lo refleja el escándalo de 2009 de un proyecto en Oaxaca, México, donde se descubrió que a los mapeadores, que ofrecían entrenamiento a la comunidad, en realidad eran financiados por el ejército estadounidense. “Más territorio indígena se ha usurpado a través de los mapas que de las armas”, describió el geógrafo Bernard Nietschmann, quien trabajó por años con los indígenas Miskito en Nicaragua.

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Mapas al máximo detalle

 

Lo cierto es que en los primeros encuentros de proyectos como Cartografía de los bosques del pueblo, el equipo técnico y los participantes se dedican a mirar el material existente. A construir el análisis crítico de los mapas. Conocer quién los hace, qué partes del mundo son mapeadas y cuáles no. Vaciarlos de la pretensión de objetividad. Por ejemplo, “puedes ver que en Google los mapas de las zonas indígenas no tienen nada. Una foto satelital y ya. No se mapea la vida, las tiendas, los restaurantes. Se invisibiliza la vida indígena y silenciosamente se plantea que allí no vive nadie, es decir, que no hay dueños. Pero sí vive gente, sí hay una cultura”, sentencia Rodríguez.

Lo que hace el experto y su equipo es desarmar las capas del mapa, las casitas, el caminito. Analizan qué existe y qué no existe. “Los mapas más que la realidad, son instrumentos para crear la realidad. Y es súper importante que la gente los vea de esta forma, para apropiarse de su historia”, añade.

Luego pasan al dibujo: bajar al papel, lápiz en mano, el mapa del territorio como lo tienen en la cabeza. Siguiendo las medidas de la memoria, de los recuerdos y mapeando también la vida social.

Después llega el ingreso al mundo digital. “Mucha gente utiliza un ordenador por primera vez. Los más jóvenes quizás tienen teléfonos inteligentes. Aunque solo hay señal de internet en lo alto de algunas montañas, ellos las suben para descargar los mensajes de Whatsapp o videos de reguetón. Lo que nos preguntamos es cómo convertimos a esos usuarios de tecnología en usuarios que la usen para su propio beneficio”, dice Rodríguez.

Una vez conformado el equipo y realizada la preparación previa, empiezan los trabajos en el campo con GPS —una tecnología del Pentágono usada con otros fines—. Empieza la caminata.

“Yo creo que lo más valioso de todo este proceso —y voto que siempre sea así— es generar un espacio donde las personas adultas mayores que conocen el bosque y los jóvenes que generalmente ya no lo caminan, se unan y recorran el territorio”, explica Szejner.

La bióloga comenta que los ancianos se ponen contentos por el interés de los jóvenes —que llegan atraídos por la tecnología, los GPS, los drones, las computadoras— que de a poco recuperan el amor por ese espacio sagrado que es el bosque. Se habla de las plantas,  de los ríos, se percibe la tala, se cruzan con invasores, notan la fragilidad del ecosistema y, en el marco de ese recorrido, se reflexiona sobra la importancia de poner la tierra en papel y se toma conciencia de las crecientes amenazas. “Por eso no hacemos cursos en la ciudad, ni en hoteles ni en las escuelas de las comunidades: el bosque es la escuela”, sentencia Szejner. “Es la manera tradicional de entender el territorio: con los pies”, se suma Rodríguez.

En su estudio sobre el mapeo negro e indígena en Latinoamérica, el profesor de la Universidad de Oklahoma, Karl Offen, explica por qué los mapas están cambiando la forma de reflexión de los pueblos indígenas que deciden mapearse a sí mismos.

“El proceso mismo del levantamiento de los mapas es tan importante como los mapas en sí. Los procesos de mapeo han revitalizado el valor del conocimiento tradicional y han contribuido a la transmisión de tal conocimiento a generaciones más jóvenes; han servido de vehículo para la transferencia de tecnologías cartográficas y de computación; han contribuido a la concientización popular en torno a los derechos culturales y el significado político del discurso del manejo sostenible de los recursos naturales. Pero sobre todo, los procesos de mapeo han dotado a los pueblos indígenas de un instrumento que les permite evadir a las instituciones del Estado e internacionalizar su lucha política”, dice Offen.

La aplicación de la tecnología Digital Democracy ha ayudado enormemente porque permite hacer mapas sin internet. Es una aplicación de código abierto que para estos proyectos tiene un valor inmenso. De las 13 comunidades que conforman el proyecto Cartografía de los bosques del pueblo hay tres que, por su relevancia y resultados, merecen contarse en profundidad.

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Jaqué

 

El llamado tapón del Darién, en la frontera entre Panamá y Colombia, es el único punto en el continente americano donde la carretera Panamericana se interrumpe. Allí habitan tres grupos indígenas en una de las zonas boscosas con mayor biodiversidad de Centroamérica. Un espacio donde el 25 % de las especies vegetales y animales son endémicas y no existen en ningún otro lugar del planeta. Los estudios de John Douglas Lynch, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, constataron que la selva del Darién, desde hace millones de años es un extraordinario lugar de paso de animales entre el norte y el sur del continente. Hay al menos 550 especies de vertebrados, 113 de peces y 60 de anfibios, —en toda Europa hay 40 especies de anfibios—.

En los últimos años Darién  ha sufrido un incremento exponencial de la tala y la deforestación. Según cifras oficiales, en los últimos siete años se deforestaron más de 21 000 hectáreas. Los incendios se multiplican en la temporada seca y la presión sobre las comunidades indígenas aumenta en varios frentes: madereros, procesos migratorios, rutas del narcotráfico y el posible recrudecimiento del conflicto colombiano que genera movilizaciones y hasta enfrentamientos.

En Jaqué, en el Pacífico panameño, muy cerca de la frontera con Colombia, fue donde inició el proyecto Cartografía de los bosques del pueblo. Para llegar se necesita una hora de avión desde la Ciudad de Panamá o casi 14 horas de lancha. Es una población diversa y aislada; donde conviven indígenas, campesinos, grupos afro e inmigrantes de Colombia. Mil quinientas personas conforman un pueblo atravesado por distintos tipos de problemas. Uno de ellos, consecuencia del cambio climático y el aumento de las temperaturas en verano, es la falta de agua potable. Para solucionarlo, necesitaban ubicar nuevas fuentes de abastecimiento.

Los más viejos de la comunidad hablaban de un lugar que quedaba a horas de caminata a través de un bosque tropical primario y prístino. Una zona de difícil acceso que era apetecida por empresarios de la ciudad que ya habían iniciado trámites de titulación ante la Autoridad Nacional de Administración de Tierras (ANATI). Si la comunidad no lograba demostrar que esa tierra era necesaria para la supervivencia de la población, seguramente sería privatizada.

Los pobladores de Jaqué habían visto llegar helicópteros para tomar referencias desde el aire. Se trata de una práctica habitual: empresarios que llegan, miden los terrenos y luego titulan usando sus influencias en la capital. De hecho, el Ministerio de Ambiente le informó a la comunidad que había una propuesta de compra que se estaba analizando.

Cuando se hizo la convocatoria para capacitar mapeadores en el pueblo, la sala se llenó de mujeres y de ancianos. Había indígenas, campesinos y afros. Se construyó un diálogo intergeneracional e intercultural, todos unidos para defender el territorio. Las mujeres aprendieron la tecnología de forma muy veloz y lograron delimitar el bosque, definir la zona de manglar y ubicar, no una, sino tres fuentes de agua potable.

“Cuando terminamos el mapa, nos reunimos y esa misma tarde se hizo una carta pidiendo que se detuviera la venta. Salimos a buscar firmas por toda la comunidad y al mapa le pusimos todos los logos que pudimos, de organizaciones comunitarias, de ONG, de la ONU. Y lo enviamos a las autoridades nacionales. Y sabemos, porque nos los dijeron, que ese mapa paró la vaina”, explica triunfante Yelly Aldeano, mapeadora.  La ANATI reconoció que se detuvo la privatización de esa tierra.

Los pueblos indígenas deben luchar por la protección de zonas con alto nivel de biodiversidad dada la lentitud de los Estados para hacerlo. “En las Américas, la protección de áreas claves de diversidad biológica aumentó un 17 % entre 1970 y 2010; sin embargo, menos del 20 % de las áreas claves de diversidad biológica están protegidas y el alcance varía significativamente”, concluyen los informes de evaluación de la Plataforma Intergubernamental sobre Diversidad Biológica y Servicios Ecosistémicos (IPBES) .

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Puerto Indio

 

También en Darién, pero más cerca de Ciudad de Panamá —a cinco horas en carro más cuatro de canoa— se encuentra Puerto Indio. Forma parte de la Comarca indígena Emberá Wounnan, un territorio con autogobierno y derechos territoriales que resiste las permanentes amenazas de los madereros.

En este caso, se conformó un equipo grande, de 15 integrantes. Mapearon el bosque, sus tomas de aguas y sus caminos. “Necesitábamos saber exactamente qué teníamos, qué cantidad de terrenos son potrero y qué cantidad es bosque virgen. Los mapas nos ayudan a medir e implementar nuestros proyectos, a entender el flujo del agua, a delimitar la cuenca hídrica. Las ventajas son innumerables”, explica Aricio Cunampia, indígena a cargo del equipo de mapeadores.

¿Cuál era el plan? Crear una zona de reserva de 200 hectáreas que, luego del mapa, está en Fase 1. Es decir, ya fue declarada área de reserva por una resolución comarcal y ahora espera la aprobación de la administración nacional. Janiela Carpio recuerda, a pura risa, la cara de los funcionarios cuando los veían trabajar: “No podían creer que manejáramos GPS, computadoras, programas de diseño. Abrían los ojos como si estuviesen mirando marcianos. Es que es tan grande el prejuicio”, suspira.

Lo cierto es que llevaron el mapa a la escuela y lo usaron como material didáctico. Se pasaron meses mirándolo y hablando de él. Hasta que llegaron a una conclusión: el pueblo que tenían era un caos. El crecimiento se había dado sin planificación y, dado el aumento de la población, en poco tiempo las afectaciones al bosque ya no vendrían de afuera de la comunidad sino que serían ellos mismos los responsables por el mal desarrollo. Entonces, teniendo ya la capacidad de hacer mapas, decidieron realizar uno especial, decidieron mapear el futuro.

Además, para evitar que el gobierno llegara e hiciera un proyecto de casas en cualquier lugar, le escribieron a  los biólogos Szejner y Rodríguez para preguntarles cómo medir distancias con GPS. Los Emberá se propusieron mapear cómo querían que fuese su comunidad en los próximos años, dónde se construirían nuevas casas, dónde estarían los terrenos para la agricultura, de dónde provendría el agua y qué caminos tomarían.

Y no solo esto, establecieron qué zonas no se deberían tocar. Hasta planificaron un jardín botánico para plantas medicinales. Este trabajo, aún en proceso, les permitirá generar un mapa absolutamente novedoso. Fue tal la repercusión del proyecto que las autoridades, sorprendidas, decidieron tomarlo como base para su plan de desarrollo.

Conservación mapas indígenas Panamá. Mapa de Panamá en el que se pueden ver todas las comunidades que mapearon sus territorios en el proyecto Cartografía de los bosques del pueblo. Imagen: Alexander Arosemena.
Mapa de Panamá en el que se pueden ver todas las comunidades que mapearon sus territorios en el proyecto Cartografía de los bosques del pueblo. Imagen: Alexander Arosemena.

“Luego de ver los mapas hemos armado un equipo de coordinación con los mapeadores. La idea es incorporar su proyecto al quehacer de la Alcaldía con el fin de tomar sus mapas y sus ideas para el desarrollo de los proyectos de la comunidad. Le vamos a dar la figura de asesores. El trabajo que están realizando es muy importante para el futuro de Río Indio”, asegura Crisolo Izarama, alcalde de Puerto Indio.

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Nueva Esperanza

 

En el otro extremo de Panamá, en Changuinola, frontera con Costa Rica, la situación es muy distinta. La comunidad de Nueva Esperanza no está aislada. Hay una ciudad a menos de 20 minutos y cerca de allí pasa una carretera y las plantaciones de palma de aceite están a pocos kilómetros. Sus habitantes saben que, más temprano que tarde, sus tierras pueden estar en riesgo.

El riesgo aumenta ya que en este pueblo no hay luz y el territorio no está titulado: es tierra anexa de la Comarca indígena Ngäbe Buglé. Un eufemismo que se inventó el Estado para no reconocer el territorio ni los derechos que deberían tener si fueran parte de la Comarca.

Las poblaciones campesinas avanzan con la deforestación cerca de la zona urbana para generar terrenos para ganado, mientras el crecimiento de las plantaciones de palma aceitera se vuelve una amenaza.

A pesar de esto, Nueva Esperanza ha encontrado estrategias de protección. Un grupo de indígenas Ngäbe tiene un proyecto central para la sobrevivencia de su cultura: quieren mapear un bosque primario que utilizan para recoger plantas medicinales. El objetivo es delimitarlo y conservarlo, a través de la figura de área protegida bajo administración indígena. Quieren que sea un territorio abierto a los pueblos indígenas del mundo, pero cuyo uso esté bajo estricto control de la comunidad.

No es para menos: la salud de todos depende de ello. Y más aún, los niños por venir. Las plantas son vitales para el uso de las parteras en los tratamientos con las madres y en los partos mismos. “Para cambiar el mundo hay que cambiar la forma de nacer”, dice el eslogan de las militantes por el parto respetado, en un país como Panamá, donde según cifras del Instituto de Estadísticas y Censo, el 29 % de los partos —tres de cada 10—  sucede por cesárea. Más del doble de la recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que habla del 12 %.

El plan para la reserva incluye una casa para mujeres embarazadas con una sala de partos, redonda y abierta, como una especie de útero en pleno bosque. “No se puede perder el bosque del río porque sino se pierden los bejucos, que solo se desarrollan en bosques maduros y son las fuentes principales de nuestra medicina, para los tumores, las paperas, los partos. Hay 500 tipos distintos de bejuco y no todos tienen las mismas propiedades”, explica Elía Santiago, líder de los mapeadores y partera de la comunidad.

En este proceso se sumaron más de 20 personas de todas las edades. Casi que había un representante por cada casa. El compromiso era tan grande que se quedaban trabajando hasta la noche y solo paraban cuando se acababan las baterías de las computadoras, que, al no haber luz, solo se cargan durante el día con paneles solares.

“Las caminatas eran muy ricas porque también venía un médico botánico que nos explicaba el uso de cada planta, nos daba a probar. Era muy lindo cómo describía la fuerza de las plantas y de qué manera la combinación de varias de ellas va multiplicando la fuerza de la medicina”, recuerda aún fascinada la bióloga Michelle Szjner, que monitorea los proyectos de mapeo. De hecho, siguieron repitiendo las caminatas luego que terminaron el mapa.

En Nueva Esperanza recuerdan siempre que el bosque está vivo y enseña. Eso sí: solo al que está dispuesto a aprender.

*Imagen principal: Mapeadoras en la comunidad de Jaqué. Foto: Almanaque Azul.

** Este reportaje es parte de la alianza entre Mongabay Latam y LatinClima, esta última con apoyo de la Cooperación Española (AECID) por medio de su programa Arauclima, con el fin de incentivar la producción de historias periodísticas que den a conocer las estrategias de conservación que se están realizando en los diferentes países de Centroamérica.

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Artículo publicado por Antonio
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