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El negocio hidroeléctrico

 

Hoy por hoy, el negocio de generar electricidad en Honduras es un asunto de inversionistas privados que han relegado a un mero papel de administrador a la estatal Empresa Nacional de Energía Eléctrica (ENEE). En 1994 se creó una nueva ley para permitir a la inversión privada incursionar en el negocio, al grado que, en la actualidad, el 62 % de la electricidad es generada por empresas privadas. En el 2017, solo en el departamento de Intibucá, donde se construía la represa Agua Zarca, el gobierno tenía concesionados siete proyectos.

Casi todos los desarrollos eléctricos tienen un éxito asegurado porque el comprador absoluto de la energía es el Estado. Según el documento Territorios en riesgo II: Minería, hidrocarburos y generación de energía eléctrica en Honduras, si todos los proyectos que se encuentran en las diferentes etapas —en estudio, en aprobación, aprobados y en construcción— llegan a operar, el negocio crecería en un 183 %, pasando de 112 proyectos con capacidad de 2710 MW a 307 proyectos con capacidad de 7728 MW. Esto incluso sobrepasaría las necesidades del país al 2029:  según la ENEE, para esa fecha la demanda sería de entre 2239 MW y no más de 5150 MW.

Rosalina Domínguez asegura que quienes se metieron a saquear las instalaciones de DESA son las mismas veinte familias que años atrás vendieron algunas franjas de tierra a la empresa para construir la represa Agua Zarca, un proyecto que en su momento tuvo el apoyo del Banco Mundial y de la constructora china Sinohydro.

La oposición lenca fue fuerte, tanto que lograron parar el proyecto hidroeléctrico. Los pobladores temían que el río se secara y que aguas abajo hubiera inundaciones. “Porque una represa trae dos cosas: desvanecimiento de agua y también inundaciones para la gente que está aguas abajo”, dice Rosalina.

De acuerdo con el informe Territorios en Riesgo II, existen al menos 36 proyectos de generación de energía eléctrica en territorios indígenas. “Estos proyectos podrían cambiar los patrones del acceso al agua para quienes están cerca de ellos o causar a las demás poblaciones problemas relacionados a su cantidad y calidad del agua”, indica el documento. De hecho, en marzo de 2013, DESA bloqueó el acceso al río en varios tramos, con la colaboración del ejército hondureño y la policía.

Rosalina recuerda esos días. Según dice, el personal de DESA llegó a hacer una consulta, a ofrecer empleos y otros beneficios, pero lo hicieron cuando ya tenían todos los permisos otorgados por el gobierno. “Solo lo hicieron para cumplir un requisito”.

Berta Cáceres y los demás líderes lenca, incluida Rosalina, se oponían al proyecto y no daban su brazo a torcer. Cáceres comandaba el Consejo de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), y logró organizar a las comunidades para que entendieran el riesgo de perder el río Gualcarque y la amenaza del desplazamiento de las comunidades si la represa llegaba a operar. Ese objetivo cobró la vida de Cáceres y otros miembros del Consejo.

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El asesinato de Berta

 

Berta fue asesinada el 3 de marzo de 2016, hacia las 11 de la noche. Cuatro hombres llegaron hasta su vivienda en la ciudad de La Esperanza, Intibucá. Dos de ellos ingresaron y le dispararon a ella y al ambientalista mexicano Gustavo Castro, que ese día había participado en una conferencia pública y era invitado de la casa. Los otros dos hombres ayudaron a que los asesinos huyeran.

Por el homicidio fueron enjuiciados preliminarmente ocho personas, siete de las cuales fueron encontradas culpables y una absuelta. Según la resolución de los jueces al redactar la condena, “los ejecutivos de la empresa DESA procedieron a planificar la muerte de la señora Cáceres, para ello fue necesario contar con la ayuda y asistencia de personas que sabían que podían encargarse de buscar armas, logística y aún más a las personas que ejecutarían cada acción”.

El 29 de noviembre de 2018, Sergio Ramón Rodríguez, gerente de Asuntos Comunitarios y Medioambientales de DESA, fue condenado por el asesinato. El hombre fungió como enlace entre los asesinos y otros ejecutivos de la empresa, según relata la misma resolución judicial. También fueron condenados Douglas Geovanny Bustillo, un oficial retirado que hasta el 2015 había trabajado como director de seguridad de la misma compañía; y Mariano Díaz Chávez, oficial activo de las Fuerzas Armadas de Honduras.

La Fiscalía solicitó cadena perpetua para los inculpados pero la pena concreta no ha sido decretada porque durante el proceso judicial se presentaron varios amparos que no han sido resueltos por la Corte Suprema.

El asunto tomó mayores proporciones. En medio del proceso contra las siete personas, Roberto David Castillo Mejía, presidente ejecutivo de DESA, fue detenido el 2 de marzo de 2018 —casi dos años después del asesinato de Cáceres—. También está acusado de participar como autor intelectual del crimen.

Este proceso aún no termina. La última audiencia preparatoria para llegar a un juicio oral y público estaba prevista para el pasado 10 de octubre pero no se realizó por petición de la defensa. Ese mismo día el Ministerio Público emitió un comunicado donde señala que “con pruebas complementarias, se pudo establecer un pago de 500 000 lempiras (unos 20 000 dólares) de Castillo Mejía para los sicarios y por parte de la ATIC (Agencia Técnica de Investigación Criminal) se tiene una declaración relacionada a la confesión que hizo uno de los coimputados en el sentido que el expresidente de DESA pagó por el asesinato de la reconocida activista Berta Cáceres”.

Sin embargo, familiares de Berta sostienen públicamente que los verdaderos autores intelectuales son prominentes empresarios y políticos hondureños que no han sido procesados.

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Germen de división

 

Tras la vinculación de DESA al crimen de Berta, a los empleados de la compañía apenas les dio tiempo para sacar la maquinaria pesada, pero dejaron todo lo demás. Lo que también quedó fue el germen de división, de enemistades personales, y hasta odio entre las familias criollas e indígenas. Las primeras apoyaban el proyecto y en su momento vendieron las tierras ancestrales lencas a los inversionistas. Por otro lado está la mayoría de familias indígenas que mira al río Gualcarque y a sus tierras como un legado de sus antepasados, que ya estaban allí hace 500 años, cuando llegaron los conquistadores europeos.

“Los caseríos quedamos divididos, ‘desamistados’. Ese es el gran desarrollo que la empresa ha dejado”, refiere Rosalina. Esta indígena lenca de 49 años, participó en los plantones junto a Berta y ha venido realizando una serie de manifestaciones pacíficas, participando en reuniones con autoridades e, incluso, hablando en foros públicos en varios países. Su costumbre de decir la verdad le ha valido amenazas de sus vecinos que están a favor de la represa. La muerte de Berta no significó el fin de las intimidaciones.

Las acciones de DESA también dejaron en evidencia la inseguridad jurídica que se vive en Honduras, que se traduce en acusaciones y contraacusaciones sobre quién es el verdadero dueño de la tierra en una serie de comunidades enclavadas en una montaña verde, con un solo camino y rodeadas de vegetación tan frondosa que las poblaciones ni siquiera aparecen en Google Maps.

Hasta hace algún tiempo, los pobladores de Agua Caliente, Plan de Encima, Santa Ana, El Barrial y Río Blanco compartían, además de sus orígenes étnicos, su dependencia al maíz y los frijoles como base de su alimentación; las limitaciones en el acceso a servicios de energía y agua potable; las viviendas de adobe y zinc, pero también la costumbre de trabajar la tierra de forma comunitaria.

Por eso, cuando la empresa se fue, las familias lencas opositoras a la represa Agua Zarca procedieron a “recuperar la tierra” que algunos habían vendido, para volverla a sembrar. “Ellos [los que vendieron] no tenían título. Eran dueños porque recibieron la tierra de sus abuelos y de sus padres. La empresa los ayudó a hacer el registro de propiedad de la tierra. Los ayudaron para que pasaran como dueños”, dice Rosalina Domínguez.

Para el exjuez hondureño y catedrático de Derecho, Ramón Barrios, la inestabilidad jurídica que permite despojar legalmente a los campesinos de sus tierras es parte de las políticas diseñadas por el Estado.

“DESA fue beneficiaria de las políticas del gobierno que desde hace años ha apostado por una política de extracción de los recursos naturales. Todo el sistema jurídico del país está a favor del extractivismo y eso facilita entregar la tierra, los recursos naturales y los minerales a estas empresas extractivas. Eso ha tenido como causa y consecuencia el despojo de los bienes que incluye la tierra de la población ancestral hondureña a estas empresas”, le asegura Barrios a Mongabay Latam.

Según dice, en los años noventa se creó la Ley de Modernización Agrícola para sustituir la Ley de Reforma Agraria que prevalecía de 30 años atrás. De acuerdo con el experto, la nueva ley dio facilidades para titular tierras a favor de las grandes corporaciones y poner trabas para titular a campesinos e indígenas. “En este momento el Estado hondureño está cooptado no solamente por el narcotráfico y el crimen organizado, sino por unas 20 familias que incluyen a los propietarios de DESA y a un banco de su propiedad. En esas 20 familias está aproximadamente el 72 % de la riqueza de Honduras. Esa es la inseguridad jurídica, una inseguridad jurídica para los pobres”, indica.

De hecho, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su último informe Situación de derechos humanos en Honduras, publicado el 27 de agosto de este año, señala que uno de los principales reclamos que escuchó por parte de las comunidades fue la afectación de la propiedad colectiva de los pueblos indígenas “debido a la falta de demarcación, titulación y saneamiento de sus tierras y territorios así como el incremento de concesiones sin la implementación de la consulta previa, libre e informada”.

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Siguen las amenazas

 

El 30 de abril de 2019, el mismo día en que saquearon las instalaciones de DESA, varias de las personas que le habían vendido tierras a la empresa llegaron hasta donde estaba el grupo liderado por Rosalina Domínguez —unas veinte personas que trabajaban la tierra— y los amenazaron de muerte. Los “visitantes”, que proferían insultos, les decían que no podrían aprovechar el maíz que estaban sembrando y blandían machetes al aire. Al siguiente día volvieron.

Rosalina y sus compañeros saben que las amenazas, en lugares de Honduras como en el que viven, no se pueden tomar a la ligera. Antes del asesinato de Berta Cáceres también murieron, en diferentes circunstancias, Tomás García, Paula González, Michael Gómez y su hermano William, y Baudilio Sánchez, todos ellos miembros de la etnia lenca y opositores a la represa. Sin embargo, sus muertes no fueron investigadas y siguen en la impunidad. Incluso, a uno de ellos, a Michael Gómez, lo arrojaron sin vida al río Gualcarque, donde estaba el proyecto hidroeléctrico. Rosalina está convencida que fue una especie de “mensaje simbólico”.

Además, después de la muerte de Berta, Bernardo Gómez, otro miembro del Copinh, fue asesinado. Una madrugada lo hallaron tirado en un camino. Lo habían golpeado con barras de hierro y aunque lo llevaron a un hospital de San Pedro Sula, no sobrevivió.

Se solicitó información al Ministerio Público sobre el estado de las investigaciones de las muertes y sobre las denuncias de amenazas a los miembros del Copinh, pero hasta el momento de publicación de este reportaje no se recibió respuesta.

El exjuez Barrios enfatiza que el nivel de impunidad general en Honduras en el tema de homicidios es de un 90 %. Debido a esto los amenazados procuran no andar solos por los desolados caminos y atajos en las montañas. Por lo general andan en grupos y no se despegan de su herramienta de trabajo: el machete, que también podría servirles para defenderse, tal como aseguran algunos de ellos.

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Zozobra

 

“Ellos [los que estaban a favor de la hidroeléctrica] defienden a la empresa. Dicen que si la represa vuelve, están dispuestos a trabajar nuevamente con ellos. Por eso quieren volver a acaparar las tierras. Si viene otra represa, con otro nombre, ellos quieren volver al negocio, volver a vender”, comenta Domínguez.

La posibilidad existe puesto que los permisos para construir la represa están vigentes. La ONG Movimiento Amplio por la Dignidad y la Justicia (MADJ) y el COPINH presentaron en enero de este año un amparo ante la Corte Suprema de Justicia para exigir la cancelación de la concesión al proyecto hidroeléctrico Agua Zarca. Sin embargo, la justicia no ha respondido a esta solicitud.

No obstante, tras la captura de Roberto David Castillo, a la empresa no se le conocen voceros ni oficinas en Honduras. Una de las últimas comunicaciones a nombre de DESA se dio en noviembre de 2018, por parte del bufete Amsterdam & Partners LLP, con sede en Washington, y fue tras el fallo de culpabilidad contra los acusados por el crimen de Berta.

El bufete, que publicó el Libro Blanco: Guerra contra el desarrollo, señaló en su momento que la implicación de Sergio Ramón Rodríguez, gerente de Asuntos Comunitarios y Medioambientales de DESA; y de Roberto David Castillo, presidente ejecutivo, está basada en argumentos falsos, plagados de fallos de procedimiento y motivados por una campaña de presión política.

Pese a la falta de señales de la empresa en Honduras, las presiones por parte de los pobladores afines a DESA, persisten. A Rosalina le dicen que ella es una de las personas que lidera la lucha y que la tierra es de ellos y la recuperarán tarde o temprano. También el presidente del Consejo Indígena Lenca, Lucio Sánchez, y su hijo, Leónidas Sánchez, han sido amenazados. “A él le han mandado a decir que cualquier rato lo van a encontrar solo y que no va a saber ni para dónde le van a dar”, comenta Rosalina Domínguez.

El 16 de julio de 2019 una de las amenazas se hizo realidad y, aunque afortunadamente no hubo muertos, sí pusieron en riesgo la seguridad alimentaria de decenas de familias. Sujetos desconocidos llegaron en el transcurso de la noche a las tierras en disputa —que habían sido sembradas tres meses antes— y cortaron el maíz que estaba a pocas semanas de ser cosechado.

“Ese día yo lloré porque no dejaron ni una ‘matía’ de maíz en pie. Somos muchas familias las que vivimos de eso. Solo en mi casa son 14 personas y además las familias de mis hijos y de otros miembros de la comunidad. Ellos dijeron que no íbamos a aprovechar ese maíz y lo cumplieron”, cuenta Rosalina.

De inmediato los afectados dieron aviso a los directivos del Copinh, quienes a su vez contactaron a algunos representantes de derechos humanos extranjeros que andaban de visita en Honduras. Una de las organizaciones que ha tomado nota de las amenazas es Amnistía Internacional que, a través de una carta enviada a la Secretaría de Derechos Humanos de Honduras, demandó seguridad para Rosalina Domínguez y otras personas amenazadas.

El gobierno acordó fijar seguridad policial para la líder pero eso quedó en el papel porque en las comunidades lencas no se ven agentes por ningún lado. Además, el aparato celular que utiliza la dirigente es muy limitado por lo que no tiene acceso a internet y para hacer o recibir llamadas tiene que encontrar algunos de los pocos puntos donde hay señal.

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Fallas en el mecanismo de protección

 

Honduras tiene un mecanismo de protección a defensores de derechos humanos que incluye, entre otros, a ambientalistas, periodistas, jueces y activistas de diferentes causas. Pero, en la actualidad, ya presenta graves deficiencias atribuidas a problemas presupuestarios.

La abogada Brenda Mejía, especialista en derechos humanos y quien durante muchos años fue parte del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación (ERIC) de la Compañía de Jesús —una ONG de la Iglesia Católica— dice que en el 2014 la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una sentencia por el asesinato de otro ambientalista hondureño, Carlos Luna, y una de las instrucciones fue crear el mecanismo de protección, lo que se concretó en 2015.

“El sistema comenzó con muchas fuerza. Se creó un Comité Técnico integrado por el Ministerio Público con sus distintas fiscalías, el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos y la Secretaría de Seguridad, entre otros. Se crearon medidas de seguridad y se asignaron policías y medidas de infraestructura, como cámaras de vigilancia e incluso portones automáticos en las viviendas de los beneficiarios de las medidas”, explica Mejía.

Sin embargo, la abogada asegura que, cuatro años después, las deficiencias son evidentes. De hecho, la abogada y su hija recibieron medidas cautelares por amenazas en su contra, una de ellas fue instalar cámaras de seguridad en su casa, pero en febrero, tras una fuerte tormenta, se dañaron y no las han reparado ni sustituido.

Además, uno de los problemas de tener policías asignados es que el beneficiario debe correr con su manutención: alimentación y habitación en su casa. Como pocos pueden asumir esos gastos, las personas protegidas suelen llamar al agente cuando “lo creen necesario”.

Brenda Mejía explica que cuando consultan al Comité sobre las carencias les dicen que “‘no han llegado los fondos del presupuesto’. Lo que nos parece es que el gobierno estratégicamente debilita estas instituciones para que bajen el perfil y no puedan dar el acompañamiento que necesitan las personas que reciben medidas cautelares”, afirma.

Para los expertos consultados, las falencias de este mecanismo se hicieron evidentes cuando asesinaron a Berta Cáceres, quien también gozaba de medidas cautelares.

La misma impresión tiene Rosalina Domínguez. Después que sujetos desconocidos destruyeran su cosecha de maíz y la de su comunidad, las autoridades desplazaron algunos agentes de la Dirección Policial de Investigaciones para que dieran con los responsables. Posteriormente, llegó un equipo de la Fiscalía de las Etnias a entrevistar a varias personas de la comunidad para intentar aclarar los hechos y entregar algunas citaciones.

“La última vez que supimos de ellos les pregunté cómo iban las investigaciones y me dijeron que ya los primeros [presuntos responsables] habían ido a declarar, pero que se mostraban como buenos cristianos y que hasta pastores [de iglesia] eran. ‘Entonces a pasear los llevaron’, les dije yo. ‘Ah pues entonces paseando ando yo’, me dijo el fiscal. ‘Pues ahí vamos a ver los resultados y entonces se va a saber si a pasear vinieron’, le contesté”, explica Rosalina Domínguez al recordar la conversación que tuvo con uno de los fiscales a cargo.

Días después de que destruyeran sus cultivos de maíz, los campesinos de Río Blanco liderados por Rosalina volvieron a sembrar en un intento desesperado porque la tierra recompense su esfuerzo pero, nuevamente, cuando ya parecía que la cosecha era inminente, sujetos desconocidos llegaron a mediados de octubre y rociaron con herbicida los cultivos hasta “matarlos”.

Hasta la fecha Rosalina y los lencas han interpuesto 23 denuncias ante diversos organismos de investigación y derechos humanos, tanto de Honduras como del extranjero. Sin embargo, las investigaciones no han terminado y nadie ha sido procesado. El gran miedo para la comunidad indígena lenca de El Barrial, al norte de Intibucá, es que la próxima vez los que terminen “muertos” ya no sean sus cultivos de maíz.

*Imagen principal: Rosalina Domínguez ha recibido amenazas de muerte. Foto: Rubén Escobar.

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Artículo publicado por Antonio
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