En los departamentos de Canindeyú, Caaguazú, Itapúa y Caazapá, donde convergen estas áreas protegidas, el sistema judicial no registra una sola persona que haya terminado en la cárcel por deforestación en esos años. “No se encontró resolución alguna sobre deforestación y tala de árboles en la base de fallos y específicamente de la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia (CSJ)”, respondieron desde el Instituto de Investigaciones Jurídicas, que depende de la Corte y se encarga de las estadísticas judiciales del país.

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Sin justicia

En 2019 se iniciaron 16 investigaciones por tráfico de madera, de las cuales 10 se concentran en Caaguazú. Sin embargo, quienes trabajan en conservación aseguran que esto no es garantía de justicia.

En el sistema de estadísticas del Poder Judicial, figuran 44 personas condenadas por infracción a la ley ambiental entre 2014 y 2019. Sin embargo, en ninguno de esos casos el delito fue deforestación. Además, todas esas personas recibieron suspensión de la pena privativa a cambio de un trabajo comunitario o el pago de una multa.

Solo en Mbaracayú, 16 denuncias por parcelas de marihuana se interpusieron durante el 2019 ante el Ministerio Público, pero ninguna derivó en una investigación judicial.

Hoy, los escasos 64 trabajadores ambientales que vigilan las áreas protegidas del Bosque Atlántico arriesgan la vida, ya que están bajo amenazas y reciben constantes amedrentamientos por parte de los traficantes de droga y de madera. Algunos, vigilan las áreas protegidas con chalecos antibalas debido a que ya tres guardaparques han sido abatidos a balazos por personas que se cree podrían estar vinculadas al narcotráfico.

Cristina Goralewski, presidenta del Instituto Forestal Nacional (INFONA), asegura que este organismo está terminando un estudio en el que se confirma que las plantaciones de marihuana son el principal motivo de la destrucción de las áreas protegidas en los últimos años, superando a la producción agroindustrial. “El informe estará disponible para junio o julio, a más tardar”, señala la funcionaria.

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La marihuana en Paraguay

El Bosque Atlántico es un complejo de 15 ecorregiones que originalmente cubría más de 1 300 000 km2 desde la costa atlántica de Brasil hasta el noreste de Argentina y el este de Paraguay. Es considerado uno de los bosques más diversos y de mayor riqueza biológica del mundo.

Investigaciones científicas de WWF señalan que en el Bosque Atlántico se han descubierto poco más de 8000 especies de plantas endémicas, es decir, que no se encuentran en ningún otro lado del mundo. Aquí viven 264 especies de mamíferos y cerca de 936 especies de aves. Además, de las 148 especies de vertebrados que están en la lista roja de la Unión Internacional para la Protección de la Naturaleza (UICN), 104 dependen del Bosque Atlántico para su supervivencia.

Es por esta enorme importancia ecosistémica que cada país, a través de sus gobiernos, se comprometió, en 1995, a preservar el Bosque Atlántico a través de un proyecto trinacional de conservación y protección.

Del lado paraguayo, la franja es conocida como el Bosque Atlántico Alto Paraná (BAAPA) y está en grave peligro.

La plantación de marihuana, que décadas atrás era el negocio de unos pocos y considerada una cuestión de “matones de frontera”, se ha convertido hoy en el sustento de ciento de familias campesinas y de comunidades indígenas que están en los alrededores de los parques nacionales y reservas forestales de la región Oriental del Paraguay.

Quienes conocen de la historia de la marihuana hablan de que las primeras plantaciones en Paraguay se iniciaron en los 80 y que provinieron del Brasil, donde los traficantes ya no tenían cabida por los controles policiales y militares.

Vladimir Jara, escritor y periodista especializado en coberturas de narcotráfico, menciona que la primera referencia sobre una intervención estatal en plantaciones de marihuana es de 1989, meses después del derrocamiento del dictador Alfredo Stroessner. “Desde la Dirección Nacional de Narcóticos —hoy Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD)— se fumigó con avionetas varios montes en Pedro Juan Caballero”, dice el periodista.

Jara cuenta que quienes trajeron el negocio a tierras paraguayas fueron brasileños. “Venían, traían la semilla, daban el dinero y estaban tranquilos, porque la planta crece con el mínimo cuidado. Luego ya venían a llevar la mercadería terminada”. Según dice, “no había forma que los campesinos no aceptaran ser reclutados como cultivadores y capataces de los marihuanales”, porque por ese trabajo ganaban mucho más de lo que ganaban con sus cosechas.

1992 es un año clave. En Río de Janeiro, durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Ambiente, el General Andrés Rodríguez, entonces presidente paraguayo, presentó un proyecto para proteger los bosques a través de la creación de parques y reservas públicas y privadas. Esta iniciativa da pie para que en 1994 finalmente se apruebe la ley 354, que crea el Sistema de Áreas Protegidas del Paraguay.

Parecía que el país avanzaba hacia un control estricto sobre sus bosques. Pero mientras estos papeles circulaban por el trajinar de la burocracia estatal, en los bosques que tenían que ser protegidos la realidad era muy diferente. La tierra roja, la fertilidad del suelo para que germine la semilla de la marihuana, la calidad de la madera nativa, la cantidad de espacios para plantar y la corrupción se convirtieron en los elementos que permitieron una destrucción a gran escala de los bosques de la región Oriental.

En 1994, cuando entró en vigencia la Ley de Áreas Protegidas, la Región Oriental tenía cerca de 4 300 000 hectáreas de cobertura boscosa, según un informe del Ministerio del Ambiente (MADES). Hoy, los datos del INFONA señalan que solo hay 2 700 000 hectáreas. “La situación está totalmente desbordada”, dice Rodrigo Zárate, director de Guyrá Paraguay, una organización que trabaja hace 20 años en proyectos de conservación e investigación en el Bosque Atlántico.

Quienes trabajan en estas áreas protegidas, cuentan que antes los narcos se tomaban el trabajo de al menos dejar los árboles más altos para esconder las plantaciones. Pero desde hace un par de años, cada parcela es una total destrucción. Los árboles se cortan, se extraen las maderas para vender las más preciadas y se hace carbón con los restos. Luego, se planta marihuana a cielo abierto.

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Un negocio de pocos, una industria de muchos

“Cada día es más difícil trabajar en la conservación del bosque porque la amenaza es constante y en diferentes sectores. Tenés la plantación ilegal, la extracción de madera y los asentamientos campesinos que están cerca”, dice el experto de Guyrá Paraguay.

Según datos del Sistema de Información de Recursos de la Tierra (SIRT) del Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (INDERT), hay al menos 110 asentamientos campesinos en la zona de influencia de estos parques y reservas. Todos tienen sus producciones de agricultura familiar, pero entre ellos también están quienes viven directamente de la plantación de marihuana y de la extracción de madera.

Para Darío Mandelburger, director de Protección y Conservación de la Biodiversidad del Ministerio del Ambiente (MADES), es imposible que solamente una institución se encargue del tema. Según dice, “esto amerita tratarlo como una cuestión de Estado”. El MADES tiene a su cargo 64 guardaparques para proteger 17 áreas protegidas, cuando el número ideal, según el propio Mandelburger, es de 500, sumando a guardaparques, monitores forestales y guías especializados. “La realidad es que estamos muy lejos de esos números”, expone con desánimo el funcionario.

Los pocos hombres y mujeres que se animan a trabajar en la protección de los bosques del Mbaracayú, San Rafael, Parque Caazapá y Morombí están con miedo. “La amenaza y el amedrentamiento es de casi todos los días. El problema es que somos de la zona, nos conocen, nos conocemos, algunas veces eso puede ser una ventaja pero otras no. Nadie quiere ser un mártir”, dice uno de los guardaparques entrevistados en este especial.

A esta situación hay que agregarle el ritmo descontrolado de la tala de bosques para cambio de uso de suelo, principalmente para plantación de soja y en menor medida para la ganadería. En promedio, casi 8000 hectáreas se destruyen anualmente para estos fines, según un reporte de INFONA. “Estamos realmente al límite con esto”, reconocen desde el Ministerio del Ambiente.

Para Augusto Salas, fiscal adjunto de la Unidad del Ambiente del Ministerio Público, la participación judicial es vital para eliminar la impunidad en el delito ambiental, pero “algunas veces se ríen de nosotros cuando pedimos condenas altas, como varios años de cárcel para quienes talan los bosques”, dice. A criterio del fiscal ambiental, la única alternativa para frenar la destrucción de las reservas y parques es instalar destacamentos militares en las áreas protegidas.

El equipo periodístico de Mongabay Latam y La Nación recorrió 2992 kilómetros para llegar a estos cuatro parques. En todos ellos la marihuana y las plantaciones de grano son los factores comunes de deforestación.

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Artículo publicado por Michelle
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