- En La Betania, una vereda de Támesis, sus pobladores conviven desde hace más de seis décadas con el oso de anteojos. Sin embargo, esta especie emblemática de la región y la comunidad de arrieros se encuentran amenazados hoy por el proyecto minero Quebradona de la empresa AngloGold Ashanti, en el Suroeste antioqueño.
*Este artículo es parte de una alianza periodística entre Mongabay Latam y Vice en Español.
Gotas microscópicas se suspenden en el aire, un velo de agua esconde el cañón del río Cartama. La niebla recorre las montañas. Los yarumos aparecen entre el verde encino del bosque espeso. Néstor Franco le acomoda la jáquima a Pacho, el caballo alazán que compró hace catorce años. Levanta la mirada para buscar el sol detrás del cielo gris pero el techo de zinc avisa que habrá lluvia.
—En cualquier momento se descuelga el agua, dice Franco.
En una casa escondida detrás de un guadual vive Néstor Franco, un campesino que hasta hace una década cazaba osos, pumas y armadillos con una escopeta Remington de calibre 12. Su esposa Olivia y sus cuatro hijos prefieren la ciudad, aunque el año pasado Mónica, la hija mayor, volvió de Medellín porque con la pandemia se quedó sin trabajo. En ese rancho a 2600 metros, Franco vive solo, por estos días con Mónica. Su casa es una de las veintiséis de La Betania, una vereda del Suroeste antioqueño donde la mayoría de las familias cultivan microlotes de café especiales.
El Suroeste es una subregión de Colombia conformada por 23 municipios, entre ellos Támesis, el pueblo al que Franco baja cada fin de semana con dos bultos de arracachas para vender en la plaza. El Suroeste comunica también el centro del país con las selvas del Pacífico sobre una de las ramificaciones de la cordillera de los Andes en Colombia. La cordillera occidental es uno de los cinturones de oro y cobre más importantes del continente y a su vez forma parte del corredor biológico del oso andino. En La Betania, una vereda de Támesis, que fue colonizada por campesinos arrieros, la gente convive hace más de seis décadas con el Tremarctos ornatus, el oso de anteojos, el oso frontino: nuestro oso latinoamericano; una especie animal y una comunidad campesina que hoy se encuentran amenazadas por la empresa minera AngloGold Ashanti
Imágenes de cámara trampa instalada en el bosque de Támesis que muestra a dos ejemplares de oso de anteojos. Crédito: Gaia Red de Monitoreo Comunitario.
—¿Tintico?, pregunta Sonia.
Le recibo la arepa. Néstor Franco viene detrás con la gorra húmeda. Nos sentamos sobre una butaca de madera que aguanta un bulto de fertilizante.
—La primera vez que lo vi no creí que era un animalito de esos. Yo iba a caballo para un cultivo de moras que tengo arriba y me di cuenta cuando empezó a mover las orejitas. Pensé ese debe ser uno de los terneros del compadre Alonso, entonces me quedé mirándolo hasta que se paró frente a un plástico donde habían arrumadas unas arracachas, pero cuando de pronto se empezó a alzar en los pies y ahí supe que no era ganado. Tenía el pecho grueso, como del tamaño de un ternero de cuatro meses… Al rato me lo volví a encontrar, pero ya eran dos. Estaba uno detrás del otro frente al rancho del compadre Jaramillo, narra Franco.
Cerca de la casa de Néstor Franco, las cámaras trampa han grabado cinco osos de anteojos en los últimos seis meses. Su finca forma parte del corredor biológico del oso andino, un segmento de 435 mil hectáreas que no ha sido considerado dentro del Plan de Manejo Ambiental del yacimiento Quebradona, la primera de cinco minas que espera construir la multinacional sudafricana AngloGold Ashanti en el Suroeste antioqueño de Colombia.
—Uno los reconoce cuando vienen de frente porque por detrás son culi secos. Hace dos meses les encontré un comedero ahí donde tengo las matas de maíz. Bajando por el zanjón había un palmito despedazado, no quedaba sino el bagazo y las raíces porque los osos se comen solo el centro del palmito, lo que está tierno, cuenta.
Néstor Franco construyó esa casa hace treinta años con Olivia Jaramillo. Subieron a caballo los cien bultos de cemento y los mil adobes —masa de barro— por un camino real que hoy es de rocas grandes, y limpiaron el monte para extender un planchón de 60 metros sobre el que construyeron esa casa con los 750 mil pesos (190 USD) que les prestó el banco.
En La Betania antes había más familias, pero después del 2002 la mayoría se fue para Medellín.
Aunque el Suroeste hoy es una zona relativamente tranquila en comparación con otras regiones de Colombia, la violencia allí comenzó a mitad del siglo veinte cuando los campesinos se rebelaron en contra de los dueños de las grandes haciendas cafetaleras en un país que se dividía entre liberales y conservadores. La última ola de violencia en el Suroeste fue a finales de los años noventa y a principios de los dos mil cuando la hegemonía paramilitar tuvo su mayor apogeo y el cartel de Medellín permeó la subversión. Durante esos años muchos campesinos como Néstor Franco abandonaron sus tierras o se quedaron aguantando la voluntad del grupo de turno.
Néstor y Olivia se fueron de allí a los tres años de haberla terminado. Se fueron para Támesis con sus hijos pequeños donde todos terminaron acostumbrándose a la ciudad. Pero Néstor Franco, así como otros hombres de La Betania, regresó a buscar sus tierras, pero ya sin mujeres y sin hijos. Desde entonces muchas casas siguen solas.
En su finca de 54 hectáreas tiene cuatro vacas, un cultivo de maíz, uno de moras, unas plantas de café, y el tajo de arracachas que por estos días está botando la última parte de la cosecha; un estilo de vida que convive con varias especies en vía de extinción como lo es el oso andino y que hoy está amenazado por un proyecto que ansía convertir esa región en un distrito minero.
—Móntese en Pacho y más adelante nos cambiamos.
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La casa del oso
Atravesamos una cañada y subimos hacia el arracachal. En los troncos de algunos robles se ven talladas las garras de los osos que se suben hasta los cardos para comerse el centro de las bromelias como si fueran alcachofas.
La Corporación Gaia, una ONG regional, trabaja desde 2011 por la protección de esta especie a través de su programa Abrazando Montañas. Héctor Restrepo, su fundador, ha buscado frenar los efectos de la ganadería, la caficultura, los cultivos de pino, de gulupa, de aguacates y otros sembríos que fragmentan el bosque altoandino.
“La mayoría de estos proyectos agrícolas —según Restrepo— ya sean grandes o pequeños, desconocen las necesidades de desplazamiento, movilidad y recursos que necesitan especies como el oso andino para su alimentación, refugio, reproducción y cría”.