- La mitad de las especies endémicas de tiburones que habitan el Atlántico Sudoccidental ven amenazadas su supervivencia.
- En Argentina, la combinación de una exitosa campaña de sensibilización de los pescadores deportivos y la prohibición de sacrificar a los tiburones capturados logra una tenue mejoría.
San Blas, el punto más meridional de la provincia de Buenos Aires, vive para y por la pesca deportiva. Las características físicas del fondo submarino, con canales y rías que garantizan la presencia de cardúmenes de peces de distintas especies, son todavía hoy un anzuelo gigantesco para los amantes de las cañas y las redes.
En los años 90, cuando aún el sacrificio de tiburones en la pesca deportiva estaba permitido, miles de tiburones morían por esa causa. La tesis doctoral del doctor Luis Lucífora, publicada en 2003, le puso cifras a lo que ocurría en San Blas. “Él constató que cada barco sacaba hasta 18 tiburones por marea, es decir, en medio día de pesca. Era una matanza, más de 3000 tiburones por temporada”, cuenta el pescador y guía de pesca David Dau quien por esos años cada vez que pescaba un tiburón, lo sacrificaba. “Conocer ese trabajo fue un disparador”, cuenta. “Entendí que no podía fomentar lo que estaba pasando”, explica Dau.
A partir de ese momento, sin ningún apoyo y a partir de la experiencia de haber pescado truchas, dorados y surubíes siguiendo la práctica de devolver los ejemplares con vida una vez capturados, decidió emprender una tarea ciclópea: “Me propuse cambiar el paradigma de la visión de los pescadores. El tiburón es un pez divino, perfecto, ¿por qué tiene que morir?”, cuenta Dau.
Hoy, unos 150 pescadores deportivos participan de un proyecto científico llamado Conservar Tiburones en la Argentina, que promueve la instalación de un pequeño dispositivo de plástico en la aleta dorsal de los tiburones capturados. Dicho dispositivo contiene un número de identificación que permite a los investigadores recoger información valiosa acerca de los comportamientos migratorios de estos amenazados animales y así crear estrategias para conservarlos.
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Once especies endémicas amenazadas de extinción
La porción sudoccidental del océano Atlántico (ASO), es decir, las aguas que bañan las costas de Brasil, Uruguay y Argentina, son el hogar de 57 especies endémicas de rayas, tiburones y peces gallo, peces cartilaginosos que se caracterizan por carecer de una estructura ósea. 22 de ellas son tiburones y sobre la mitad pende algún grado de amenaza de extinción. Clasificados en diferentes categorías de la Lista Roja de la Unión Internacional de Conservación de la Naturaleza, el escalandrún (Carcharias taurus), el cazón (Galeorhinus galus), el gatopardo (Notorynchus cepedianus), la bacota (Carcharhinus brachyurus) y el gatuzo (Mustelus schmitti) integran la lista de los más vulnerables.
“El caso del escalandrún es en mi opinión el más dramático”, asegura Juan Martín Cuevas, doctor en Biología y consultor de Wildlife Conservation Society Argentina (WCS). Distribuidos por varios mares del mundo, la sarda o mangona, nombres que recibe respectivamente en Uruguay y Brasil, se encuentra en peligro crítico en la región. El informe final del taller trinacional convocado en 2020 por WCS Argentina y en el que participaron organizaciones públicas y de la sociedad civil de Brasil, Uruguay y Argentina, da cuenta de una disminución de población en torno al 82 por ciento en Argentina y hasta un 90 por ciento en Brasil. En promedio, se estima que el número de escalandrunes en el ASO sería de un 70 por ciento menos que hace 50 años. “La pesca artesanal y deportiva entre 1980 y 2000 tiene relación directa con estas cifras”, señala Cuevas. El alto grado de captura incidental de los barcos industriales, es decir, la que ocurre por “accidente” al intentar pescar otras especies, completa la debacle.
Las características físicas y biológicas de esta especie conforman una mezcla explosiva que atenta desde varios frentes contra su supervivencia. Por un lado, su longitud —superior a los tres metros en las hembras y en torno a los 2,75 metros en los machos—, y un peso que puede alcanzar hasta 100 kilos, resultaron siempre muy atractivos para los aficionados a la denominada “pesca pesada”. Por otro, se trata de un animal de crecimiento y madurez sexual lentas, ya que las hembras comienzan a tener cría a partir de los ocho años de vida y solo paren un par de descendientes en cada ocasión.
Un ingrediente más termina de complicar su situación. Al contrario de otros tiburones que mastican su comida, el escalandrún la engulle de un bocado. “De ese modo, el anzuelo puede ser tragado y acabar enganchado en cualquier punto del aparato digestivo del animal. En su pelea posterior para tratar de escapar, el anzuelo desgarra los tejidos del estómago, la garganta o la lengua provocándole la muerte”, explica desde su experiencia David Dau.
Para combatir su posible extinción y a raíz de los citados talleres trinacionales, en julio pasado fue presentado el documento Aportes para la planificación estratégica de la conservación del Carcharias taurus en el ASO. “Elaboramos una agenda regional donde definimos prioridades y se definieron 16 objetivos y 44 acciones, con la idea de implementarlos en los próximos diez años”, se entusiasma Cuevas.
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El escalandrún no es el único en peligro
Todas las especies de tiburones, depredadores tope en la cadena trófica de los mares, corren peligro. “Nos los estamos comiendo. Se extraen unos cien millones de individuos cada año”, sostiene el biólogo de WCS Argentina.
La bióloga Julieta Jáñez trabaja desde hace 20 años en el acuario de la Fundación Teimakén, donde se encuentran en marcha varios proyectos de estudio del tiburón gatopardo, categorizado como vulnerable a nivel global. “Uno de ellos apunta a identificar cuáles son las áreas de reproducción, cría, crecimiento de juveniles y parición a lo largo de la costa argentina, porque esos datos ayudarán al manejo de la especie”, comenta. “Se sabe, por ejemplo, que en noviembre encontramos juveniles o neonatos en las bahías Verde y Falsa, en la provincia de Buenos Aires, entonces en esa época allí no debe permitirse la pesca”, explica la experta.
Andrés Jaureguizar, doctor en Biología, investigador adjunto en el Instituto Argentino de Oceanografía y colaborador en los estudios de campo de la Fundación Temaikén, amplía la mirada: “Pensamos que toda la costa de la provincia es un área de parición, porque encontramos ejemplares chicos en Mar del Plata, Monte Hermoso, Bahía San Blas y el sur de Uruguay”. En cambio, la península de Valdés, unos 750 kilómetros más al sur, podría ser una zona intermedia, ya sea para apareamiento o alimentación.
Aunque su situación no es tan crítica como la de otros tiburones, como el escalandrún, el cazón o el gatuzo, la situación del gatopardo también resulta preocupante. “Es cierto que las hembras pueden dar a luz hasta 60 crías (aunque la cifra habitual ronda las 30), pero suelen parir en áreas donde hay mucha pesca artesanal y de ese modo la sobrevida pasa a depender de la suerte que corran unos juveniles que nacen con un tamaño de apenas 50 centímetros. La mortalidad es entonces muy alta”, analiza Jaureguizar.
Los temas de las tasas de reproducción y la determinación de las zonas de parición quitan el sueño de los investigadores. “Cada especie posee estrategias reproductivas diferentes: el gatuzo pare todos los años; el gatopardo, la bacota y el escalandrún, cada dos; y recientemente en California descubrieron que el cazón tiene un ciclo trianual”, comenta Cuevas.
Los comportamientos migratorios son la otra gran cuestión. Se trata de un aspecto muy difícil de manejar en el ASO por la crónica carencia de recursos para estudiar a través del tiempo los movimientos de colonias que recorren kilómetros sumergidas en el mar. En el caso de los condrictios, los seguimientos satelitales, además de muy costosos, resultan ineficaces, ya que no necesitan emerger para respirar.
Un proyecto que asocia pescadores y científicos
En este sentido, el proyecto de ciencia ciudadana Conservar Tiburones en la Argentina, puesto en marcha hace diez años, está brindando los primeros resultados. El objetivo es que cada vez que un pescador deportivo capture un tiburón, instale en él un pequeño dispositivo de plástico —que lleva un número de identificación— antes de devolverlo al mar. Así, la próxima vez que el tiburón es capturado, los científicos pueden recopilar datos acerca de sus trayectorias migratorias.
Hasta ahora los 150 pescadores que participan del proyecto han logrado marcar a más de 800 ejemplares. Cuevas indica que: “Gracias a esta tarea hemos podido identificar zonas de bacotas dentro del primer año de vida en Faro Querandí (en la provincia de Buenos Aires) y establecer una hipótesis de migración de cazones desde allí a La Paloma, en Uruguay, donde fueron recapturados por pescadores artesanales”.
El caso más llamativo, que acaba de publicarse en el Journal of Fish Biology, es el de una hembra adulta de 2 metros de largo pescada en diciembre de 2018 en Mar del Plata que fue recapturada 397 días más tarde frente a Espíritu Santo, Brasil, a 2566 kilómetros de distancia. “Se trata de una ruta hacia el norte que era desconocida para la especie”, resume Cuevas.
La idea intentó copiarse en Uruguay, “pero no funcionó”, se lamenta Andrés Milessi, biólogo de la Organización de Conservación de Cetáceos y promotor de la campaña Océanosanos en su país. “Es más, hace poco supimos de una salida de pesca en kayak que provocó una verdadera matanza. Necesitamos trabajar con la gente, sensibilizar, educar”, reflexiona.
La educación ambiental es, sin duda, el mecanismo más exitoso en la lucha para reducir la mortalidad de los escualos en los mares del sudoeste atlántico. En ese aspecto, David Dau jugó un papel fundamental. “Fue algo que no consigo saber por qué me ocurrió, pero lo cierto es que empecé a sentir algo raro en el momento de sacrificar los tiburones que pescábamos. Fue en el 2000, yo tendría 30 años”, relata.
“Mi zona de actividad siempre fue Santa Clara del Mar, es decir mar abierto, donde no es fácil encontrar tiburones, y como mucho podía pescar de 8 a 10 por temporada, pero notaba que año a año esa cantidad se iba reduciendo. Sabía lo que ocurría en esa época en Bahía San Blas, y sin ser biólogo ni estudioso del tema relacioné una cosa con otra y un día dije basta, hasta acá llegué, regalo o vendo los equipos y no pesco más tiburones”, recuerda dos décadas más tarde de aquella decisión.
El hombre que cambió el paradigma
El empeño por convencer a los pescadores de ya no sacrificar tiburones fue transformándose casi en obsesión. Sus artículos en revistas especializadas, la difusión por televisión y las charlas en clubes de pesca fueron complementadas con estudios para conocer mejor a los tiburones y para diseñar técnicas de extracción del anzuelo de sus poderosas bocas sin provocarles daños ni correr riesgos. “Al principio la resistencia fue terrible. Mis clientes creían que estaba loco. Querían la foto con el animal colgado, llevárselo expuesto sobre su camioneta 4×4 y poner la mandíbula en el living de la casa. Mis colegas de trabajo querían matarme porque veían peligrar su negocio”, rememora Dau.
Hasta que su lucha y su prédica consiguieron el eco esperado. “Un día me llamaron del Ministerio de Asuntos Agrarios de la provincia de Buenos Aires. Hablaron conmigo y me pidieron que los ayudara a crear un reglamento de pesca deportiva en el mar”, cuenta. “Mi idea era convencer al pescador. Soltarlos era por el bien de la especie, pero también a favor de los pescadores, porque entendía que dejarlos tener crías aseguraba que siguiera habiendo pesca en el futuro. Prefería que lo hicieran por su propia voluntad, pero un reglamento que prohibiera matar los tiburones podía colaborar. Así, en noviembre de 2007, toda esa pelea de años llegó a ser ley”, dice David Dau, y todavía la emoción se le refleja en la voz.
La medida, pionera en el ASO, sin embargo no ha tenido continuidad en el resto de la región. Ni las provincias de la Patagonia argentina, ni en Uruguay, ni mucho menos en Brasil se han sancionado normas semejantes. Pero pese a ello, la semilla plantada da frutos por sí misma.
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La concientización contagiosa
Fernando Riera se fue a vivir a Bahía San Blas en 2014. También pescador de tiburones, pero más joven, se sumó con fervor a una batalla que hace siete años todavía no había calado a fondo. “No tuve que convertirme, yo arranqué pescando con devolución, pero cuando llegué aquí me di cuenta que la mentalidad atrasaba mil años, por eso trato de concientizar a todos los pescadores”, sostiene, y se alegra de estar viviendo un cambio: “En este último tiempo evolucionamos mucho, se está logrando un efecto contagio entre mis pares y cada vez más pescadores quieren subirse al proyecto del marcado de ejemplares”.
David Dau fue también quien introdujo el anzuelo circular para la pesca del muy amenazado escalandrún. “Lo conocí en Estados Unidos. Tiene la punta doblada hacia adentro, no se clava en las vísceras del pez y cuando el pescador tira del reel acaba enganchándose entre la fila de dientes y la mandíbula, sin lastimarlo, lo que permite la devolución sin mayor daño. Por ahora hay pocos y son caros, pero habrá que hacer el esfuerzo porque es una de las pocas artes que pueden salvar al escalandrún”, sugiere.
En Punta del Diablo, Uruguay, donde existe una tradicional pesquería de grandes tiburones piensan en trampas o jaulas para sustituir las redes agalleras de malla grande especialmente diseñadas para capturar tiburones. “Venimos desarrollando un proyecto llamado ‘Pesca Sostenible a pequeña escala’ para erradicar esas redes. Con las jaulas, las barcazas que operan en el lugar podrían incluso capturar peces de mayor valor comercial”, cuenta el biólogo uruguayo Andrés Milessi.
La cuestión económica es un aspecto que también se tiene en cuenta a la hora de convencer a los más reacios. “Los pescadores deportivos se dieron cuenta que devolviendo el animal al mar, el mismo tiburón podría ser pescado cuatro o cinco veces; en cambio si lo matas a la primera ya está. Se le puede sacar un rédito económico al no matarlo”, sentencia Milessi, quien aboga por trazar en su país un plan conjunto con las autoridades, los pescadores y los operadores turísticos para marcar y retornar los individuos al mar.
“Hoy el trofeo es mostrar el video con la liberación en lugar de mostrarlo colgado de un gancho. Cambió el paradigma”, celebra Dau. “Se logró que lo que antes daba prestigio ahora dé vergüenza. Si alguien muestra un tiburón muerto, el repudio social es muy grande”, refrenda Riera. “Estoy obligado a ser optimista porque los resultados demuestran que cuando se tiene éxito hay convocatoria. El desafío ahora es no bajar la guardia ni un segundo durante los próximos diez años”, concluye Juan Martín Cuevas.
La situación es compleja, pero los depredadores tope del Atlántico Sudoccidental aún no han dado su último mordisco.
*Imagen principal: Tiburón bacota. Foto: Conservar Tiburones en Argentina
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