En Chile, uno de los países más afectados por el cambio climático, cada vez llueve menos. Ya van más de 10 años de sequía golpeando a gran parte del territorio y como si esto fuera poco, se calcula que en el caso de 110 acuíferos se han otorgado derechos de agua por encima de la capacidad disponible del recurso.El río Loa, la más importante fuente de agua del desierto de Atacama es uno de esos casos, y se está secando. Los habitantes de los oasis cada vez tienen más problemas para regar sus sembríos, algunos incluso han visto morir sus pueblos y muchos ya no tienen agua ni siquiera para beber. Aunque el río Loa puede recuperarse si es que el consumo de agua se reduce drásticamente, aseguran los científicos, hasta ahora no hay medidas que vayan en esa dirección y la minera estatal Codelco está tramitando nuevos permisos para extraer más agua. Antes de que se inventaran las flores de plástico, los habitantes del desierto decoraban sus tumbas con coronas de flores fabricadas con trozos de lata pintados. A pocos metros del asfalto hirviendo de la carretera, en un pequeño cementerio abandonado, algunas de esas coronas descoloridas todavía cuelgan de unas pocas cruces de madera, erguidas a duras penas en medio del viento seco que arremolina el polvo y del sol que dibuja espejismos en el horizonte. De un cajón destrozado asoman en perfecto orden el cráneo, las costillas, la pelvis y el pelo de quien vivió en la pampa hace más de un siglo y una lápida de cobre tallada dice “aquí yacen los restos de Arturo 2do Rivera, fallecido a la edad de 10 meses. Recuerdo de sus padres. Febrero 18 1923”. Bajo la luz incandescente del mediodía, la tierra seca del desierto de Atacama se expande como una meseta infinita monocromática. Una fotografía inequívoca de que aquel lugar, con menos de un milímetro de lluvia caída al año, es considerado el más árido del planeta, capaz de conservar, a pesar del tiempo, el esqueleto descubierto de aquel cementerio. Pero no muy lejos, al oeste, el río Loa, flaquito como un estero, irrumpe en el fondo de un cañón que raja el paisaje plano en dos, deslizándose silencioso y pintando de verde las laderas. “El que no ve acá nada es porque no conoce”, dice Sonia Ramos Chocobar, sanadora del pueblo originario Licanantay, que caminó en 2009 dos semanas hasta Santiago, la capital de Chile, para pedirle a la entonces presidenta, Michelle Bachelet, la protección del desierto.