- Mar de Ansenuza, la nueva área protegida, ocupa unas 600 000 hectáreas, tamaño equivalente a los grandes parques argentinos, como Nahuel Huapi, Iguazú o Los Glaciares.
- Cientos de miles de aves migratorias llegadas desde Norteamérica, tres especies de flamencos y una multitud de otros seres alados se reúnen en este espejo de agua que se abre en el centro del país.
- La apuesta por el desarrollo sustentable de una región con muchas diferencias entre las orillas norte y sur de la laguna y el trabajo consensuado con las comunidades locales son una parte fundamental del proyecto.
Una nube de minúsculos seres alados se desplazan a toda velocidad sobre el agua. Avanzan, giran y retroceden con asombrosa armonía. “Son falaropos nadadores (Phalaropus tricolor), aves de no más de 25 centímetros que cada temporada llegan por cientos de miles a la laguna”, comenta la doctora Laura Josens, bióloga y coordinadora territorial del Programa Tierras de la organización no gubernamental Aves Argentinas. Los flamencos, inmutables ante semejante despliegue, ni los miran. El escenario del espectáculo es Mar Chiquita, la quinta laguna de agua salobre más grande del mundo, la primera de Sudamérica, un gigantesco humedal que acaba de transformarse en el Parque y Reserva Nacional de Ansenuza y en donde las aves son sin duda las grandes estrellas. Ejemplares de más de 300 especies se reúnen en verano, cuando arriban aquellas que viajan cada año, principalmente desde Norteamérica.
Aquí se dan cita tres de las seis variedades de flamencos que existen en el planeta —el de James o parina chica (Phoenicoparrus jamesi), el andino o parina grande (Phoenicoparrus andinus) y el común o austral (Phoenicopterus chilensis)— junto al 36 % de la avifauna del país y el 66 % del total de aves migratorias y playeras.
Punto final de la mayor cuenca endorreica de la Argentina (es decir, que no tiene salida fluvial al océano), el también llamado Mar de Ansenuza (diosa de las aguas para los pueblos originarios que habitaban la región) es el corazón de un área que incluye a los bañados del río Dulce, espacio de muy difícil acceso que concentra una riquísima diversidad en sus 50 kilómetros de ancho y es el hábitat ideal para el aguará guazú (Chrysocyon brachyurus), un cánido en peligro de extinción en el país, así como para yaguarundíes (Herpailurus yagouaroundi), coipos (Myocastor coypus), tortugas terrestres, carpinchos, zorros, hurones, corzuelas o peludos.
Las cámaras trampa de la organización Natura Internacional —participante destacada en la creación del parque— descubrieron incluso la presencia del aguará popé (Procyon cancrivorus), mapache americano que se suponía extinto en la provincia.
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Trabajo mancomunado en torno a “la mar”
El Dulce (llamado Salí en su curso superior) es el eje principal de la cuenca y aporta el 80 % del líquido que alimenta la laguna. El 20 % restante llega desde el sur a través de los ríos Suquía y Xanaes. Entre los tres se ocupan de rellenar una superficie de amplitud muy cambiante. “Actualmente estamos en un período de seca y el espejo de agua ha retrocedido mucho. Debe rondar las 400 000 hectáreas, pero en 2003 o en 2015 alcanzó el millón”, indica Matías Michelutti, bisnieto de quien fue primer alcalde de la localidad de Miramar, la única con acceso directo a lo que en la zona denominan “la mar”: “No debe ser fácil trazar los límites de un Parque Nacional con una dinámica tan fluctuante”, subraya.
En efecto, los límites de las nuevas áreas protegidas son, en buena medida, líneas en el aire determinadas luego de un largo proceso de estudios técnicos y catastrales, obligados por las particularidades del entorno. “En la orilla sur hay campos privados que hace 30 años están bajo el agua y se decidió que el parque comience justo donde terminan esos terrenos. Hacia el norte, donde las formas y condiciones de vida son muy diferentes, era necesario garantizar que la gente pudiera continuar con sus actividades económicas habituales, y por eso se le dio el carácter de Reserva Nacional”, explica Juan Carlos Mendoza, actual director de Turismo y Ambiente de La Paquita, municipio de 1056 habitantes, uno de los 21 que rodean “la mar”.
Para complicar aún más los mapas, ambos espacios se solapan con la Reserva Provincial de Usos Múltiples que se extiende hacia el norte. “Este es uno de los mejores ejemplos de trabajo mancomunado y participativo en la declaración de un área protegida, porque además del apoyo del gobierno y de toda la Legislatura provincial de Córdoba han intervenido las comunidades que habitan el territorio y muchas organizaciones no gubernamentales”, se enorgullece Hernán Casañas, director ejecutivo de Aves Argentinas, entidad que en 2015 decidió impulsar un proyecto en el que por entonces muy pocos creían.
“Este es un hecho de trascendencia internacional, un gran paso en la conservación de un ecosistema maravilloso”, afirma con indisimulada satisfacción Juan Carlos Scotto, Secretario de Ambiente de Córdoba. No le faltan razones para sostener su argumento, ya que varias organizaciones internacionales han participado en la creación del parque, interesadas en apoyar las migraciones de especies que pueblan los lagos de Estados Unidos y Canadá.
El aporte de la Wyss Foundation —5,8 millones de dólares— es el principal sostén financiero para dar los primeros pasos en el desarrollo del área. “Destinaremos una parte a la compra de tierras alrededor de la laguna que donaremos a la Administración de Parques Nacionales, y otra para establecer las infraestructuras básicas: casas para los guardaparques, señalización, cartelería, senderos, vehículos…”, señala Casañas.
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Pobreza al norte, desarrollo en el sur
El guardaparques Matías Carpineto, quien ya estaba coordinando las tareas en el lugar y desde principios de julio es el intendente de la nueva área protegida, es decir, la persona que a cargo de toda la organización y control del parque, comenta: “El área ocupa la máxima categoría de complejidad en la clasificación de los parques argentinos. Esto se debe a su tamaño, a la cantidad de municipios que rodean la laguna y al fuerte componente social que es parte central del proyecto”.
Ansenuza es una entidad que verdaderamente divide aguas. En todo el anillo sur se ubica una de las principales cuencas lecheras de la Argentina: “En nuestra ciudad hay 250 tambos (corrales de ordeña) que emplean a 50 personas cada uno, generando una enorme actividad económica”, puntualiza Maximiliano Novarino, director de Turismo de Morteros, la localidad más poblada de la región.
Una situación diferente se vive en el arco norte, donde decaen dramáticamente los niveles de desarrollo en infraestructuras, servicios y densidad habitacional: “Los campesinos de esa zona viven de una ganadería extensiva muy limitada por las dificultades de acceso al agua potable y su renta per cápita es muy, muy baja”, señala Carpineto.
El paisaje, los caminos y hasta la cultura cambian en pueblos como La Rinconada, Rosario del Saladillo o Puesto de Castro. El ripio sustituye al asfalto, los arbustos muestran su carácter espinoso y el confort desaparece en la orilla menos favorecida de la laguna. La alta salinidad de los suelos prácticamente los inhabilita para la producción agropecuaria y todo recuerda la cara más árida del Chaco, ecorregión en la cual Córdoba queda incluida, más allá de que apenas queden pequeños parches de bosque nativo.
El coche avanza por el camino polvoriento, cada tanto una columna de humo se recorta en el horizonte. La quema de pastos para alentar el rebrote es una práctica ancestral, pero también un peligro. “Los incendios, debido a las quemas descontroladas, son los problemas más graves de ese sector porque de esa manera se homogeniza el paisaje y se pierde diversidad”, analiza Laura Josens.
La creación de la Reserva Nacional no impedirá que los campesinos continúen usando el fuego, pero el desafío será lograr que lo hagan dentro de un orden establecido. “Habrá que controlar cuándo, cómo y qué parte queman, pero la idea es que el parque sea desarrollo y no prohibición, que no cierre ninguna puerta sino que abra nuevas oportunidades”, sostiene Novarino, que es asistente en el equipo de Aves Argentinas, y pone un ejemplo: “Nuestra misión es hacerle ver a la señora que nos invita a comer una empanada o una torta asada que se las podrá ofrecer y vender al turista que venga a observar pájaros cuando el parque quede abierto al público”.
Miramar, el pueblo que resurgió del agua
El ecoturismo de naturaleza es, sin duda, la gran apuesta de todos los implicados en la promoción del flamante espacio protegido. Lo saben a la perfección en Miramar porque, desde siempre, han vivido del atractivo que la laguna ofrece a los visitantes. “En los años setenta, que fue la época dorada, venían 50 000 personas los fines de semana”, recuerda Matías Michelutti. La bonanza acabó de pronto. Entre 1976 y 1978 la laguna duplicó su tamaño e inundó el pueblo: el 90 % quedó bajo las aguas, incluyendo 102 de los 110 hoteles existentes y de los 5000 residentes habituales apenas quedaron 1200. Solo a partir de 2004 Miramar comenzó a resurgir y ahora la declaración del parque nacional renueva y multiplica las ilusiones.
“Cuando en La Paquita comenzamos a hablar de la explotación turística de la naturaleza la gente dudaba porque creía que no teníamos nada que mostrar. Siempre vimos la laguna como nuestro patio trasero y prácticamente nadie tenía conciencia de lo importante que era la biodiversidad que existía a ocho kilómetros de nuestras casas. Ahora ya tenemos dos emprendimientos de turismo rural”, se entusiasma Juan Carlos Mendoza, director de Turismo y Ambiente del municipio.
En Ansenuza, la conservación va necesariamente de la mano con el desarrollo sustentable. “El parque es un gran aporte a la lucha contra el cambio climático y representa además el cuidado de áreas que funcionan como grandes sumideros de carbono. Su nacimiento representa, al mismo tiempo, la oportunidad de poner en marcha un sin número de actividades sustentables en la región”, precisa Scotto, el encargado de las cuestiones ambientales en la provincia.
Claro que la esperanza de progreso conlleva a la vez retos y amenazas que habrá que sofocar. “El plan de gestión y manejo del agua será clave. Hay que ordenar el uso público del territorio con estudios previos de impacto ambiental y capacidad de carga. Mi miedo es que quieran aprovecharse los recursos en el corto plazo sin pensar en el largo”, dice la doctora Josens.
El caudal de los ríos es la gran preocupación
Los principales riesgos para Ansenuza guardan relación con la cantidad de agua que transportan los ríos que la nutren. Tanto el Salí-Dulce, que atraviesa las ciudades de San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero, La Banda y las termas de Río Hondo; como el Suquía, que transita por la ciudad de Córdoba, una de las tres más pobladas del país, van perdiendo caudal durante su recorrido a partir de canalizaciones, embalses y extracciones de agua para uso urbano o de actividades agropecuarias. “Habría que reactivar el Comité de Cuenca porque la posibilidad de construir un nuevo dique sobre el río Dulce está en carpeta, y haría peligrar el caudal ecológico mínimo que necesita la laguna para subsistir”, asegura Josens.
La posibilidad de contaminación por basuras y efluentes cloacales es una amenaza añadida. Hasta ahora, la alta salinidad de la laguna (80 gramos por litro, mucho mayor que la del mar), derivada de la evaporación que produce la fuerte irradiación solar, parece “defender” la limpieza de las aguas, “pero el riesgo de que una alteración del pH afecte la proliferación del fitoplancton o una mortandad de peces en los ríos siempre está latente”, remarca Josens.
Los residuos que generan las localidades que rodean “la mar” es otro punto crucial. Salvo el municipio de La Para, que posee una modélica planta de tratamiento, los basurales a cielo abierto son norma en el resto. “Todas las comunidades —asegura Juan Carlos Mendoza— estamos en camino de erradicarlos gracias a una planta de tratamiento que comenzará a funcionar en Porteña”. En cualquier caso, la toma de conciencia ambiental es todavía muy reciente. “En Morteros empezamos a trabajar el tema en 2019”, acepta Maximiliano Novarino. Aun así, la colocación de contenedores de basuras en la orilla, las campañas de limpieza y la promoción de un cambio de hábitos, como no encender fuego para hacer asados en la costa, van dando frutos.
Un período seco como el actual es ideal para los flamencos porque la escasa profundidad de las aguas les facilita el acceso a la artemia salina, su crustáceo preferido, y les ofrece islotes descubiertos para hacer sus nidos. En tiempos de lluvia, el pejerrey (Odontesthes bonariensis) coloniza el lugar, para el disfrute de las aves que se alimentan de peces, como la gaviota cocinera. En los días de viento, las olas sacuden las aguas y las tablas de windsurf corren sobre ellas.
El Mar de Ansenuza es un organismo vivo que puede aumentar o reducir su tamaño en 20 o 25 kilómetros de largo y de ancho, que se transforma y palpita. El desarrollo social de quienes viven a su alrededor es un reto; la conversión en Parque y Reserva Nacional es la garantía para alcanzarlo conservando su salud y su riquísima biodiversidad.
* Imagen principal: Un grupo de flamencos australes (Phoenicopterus chilensis) se alinea en el frente de la laguna. Esta especie puede verse todo el año en Ansenuza ya que tiene allí sus áreas de nidificación. Foto: Yanina Druetta.
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