- Durante décadas, las tierras ancestrales de las comunidades kichwa Tzawata, Ila y Chucapi, en la provincia amazónica de Napo, fueron vendidas de manera ilegal. Aunque siempre han vivido a orillas del río Anzu, el Ministerio de Agricultura ha ordenado desalojarlos varias veces para darle la tierra a una minera que asegura poseer títulos.
- Las comunidades tienen guardias que hacen turnos y vigilan las entradas las 24 horas del día durante todo el año. De esa manera han resistido, mientras denuncian su caso en la Oficina Regional del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) y se defienden de los intentos de desalojo en las cortes ecuatorianas.
Son las dos de la mañana.
La noche es de un negro infinito, pesado, bullicioso.
La gente empieza a llegar a la casa comunal rectangular, sin paredes, piso de tierra y columnas altas de bambú. En el techo de paja y eternit cuelgan banderines de colores. Dos focos empapan, con una luz cobriza, a los visitantes.
―Alli puncha.
―Alli puncha.
Se saludan con la mano y toman asiento mujeres con bebés a sus espaldas, hombres adultos con lanzas y jóvenes con teléfonos celulares. Todos alrededor de una hoguera esperan el inicio de la Guaysupina, un ritual que consiste en tomar en la madrugada una planta ancestral que crece en la selva amazónica conocida como guayusa.
Sobre el carbón, en una olla quemada hierve la guayusa que se compartirá a las tres de la mañana de ese sábado 18 de marzo de 2023, como inicio oficial de las fiestas de fundación de la comunidad kichwa Tzawata – Ila – Chucapi, en el cantón Carlos Julio Arosemena Tola de la provincia de Napo.
Festejan que existen, aunque han sido invisibles por más de 300 años.
A la sala abierta entra Kambak Wayra Alvarado Andi. Saluda con una leve sonrisa a quienes ya están sentados y se acerca a conversar con una de las mujeres que prepara el té tradicional. Luego, el líder indígena de la comunidad se sienta y mira silencioso por encima del fuego; con los pies imantados a la tierra y un poco encorvado, como lleno de la fatiga de las que paren o de los que sobreviven a una batalla.
Alvarado repasa el discurso que dará en un par de horas. Espera que todo salga bien en los dos días de celebración e imagina qué sucedería si en la vulnerabilidad de la fiesta y la algarabía, vienen a desalojarlos a la fuerza, ya que una empresa minera asegura tener títulos sobre sus tierras ancestrales.
Alvarado esboza, mentalmente, la carta de respuesta que deberá redactar para la Oficina Regional del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH). El líder está ahí pero no está. Igual que su comunidad ancestral.
Su mirada se pierde entre el humo y la luz cobriza. Llega el Dj.
¿Tierras inútiles y baldías?
A finales de la década del cincuenta del siglo pasado, el Ecuador inició lo que se conoció como la feria de las adjudicaciones.
En la Constitución de 1967 se determinó que las tierras baldías y abandonadas serían bienes del Estado que podrían pasar a particulares que tengan como fin la explotación agrícola, minera y la colonización.
El 22 de mayo de 1958, el Instituto de Reforma Agraria y Colonización (IERAC) adjudicó 200 hectáreas de la antigua Hacienda Ila, en el cantón Carlos Julio Arosemena Tola, a los Misioneros Redentoristas representados por el Reverendo Daniel Alarcón Falconí, quien el 7 de junio de ese mismo año recibió 200 hectáreas más por parte del IERAC, de acuerdo con el Registro de la Propiedad del cantón Tena, en la provincia amazónica de Napo.
Catorce años más tarde, en 1972, el IERAC adjudicó a la señora Laura Margarita Vasco Arellano un lote, contiguo al de los misioneros, de 227 hectáreas. En 1979, Vasco compró las 400 hectáreas a los misioneros y se conformó una sola propiedad de 627 hectáreas a orillas del río Anzu.
De estas transferencias de escrituras y firmas no se enteraron las familias kichwa asentadas en el mismo territorio y distribuidas en tres comunidades: Tzawata, Ila y Chucapi. Ellas seguían viviendo en sus casas altas de caña mientras trabajaban la tierra para el autoconsumo y el trueque con comunidades vecinas. Seguían bebiendo y bañándose en el agua cristalina del río.
No tenían cómo enterarse de esos negocios. Los pobladores no contaban con carreteras que los comunicaran con el exterior. Todo lo hacían por vía fluvial o por estrechos caminos que recorrían a pie, por horas, hasta salir a Tena, la ciudad más cercana. Aseguran que no sabían de leyes ni de adjudicaciones. Estaban aislados repitiendo lo que hicieron sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. La comunidad mantuvo su lengua (kichwa) y sus costumbres ancestrales de caza, pesca, y siembra de yuca y plátano. Conservaban sus rituales sagrados.
Mientras la vida continuaba en la comunidad, las 627 hectáreas siguieron pasando de mano en mano en las oficinas del Registro de la Propiedad de Tena, hasta que, en el 2003, la empresa minera Hampton Court Resources Ecuador S.A. compró los predios y, un año más tarde, pasó los derechos a la empresa Merendon del Ecuador.
Y el conflicto, comenzó.
Merendon entró en la comunidad con la idea de levantar proyectos turísticos, pero, cuando supo que había oro en el subsuelo, la empresa se volcó a la industria minera e inició actividades de explotación en los ríos Pupo e Ila.
La compañía inició procesos administrativos contra el Estado ecuatoriano con el objetivo de provocar los desalojos de la comunidad. El ex Inda, ahora Ministerio de Agricultura y Ganadería ordenó, en una resolución de 2010, el inmediato desalojo de los pobladores. Hubo dos intentos. En el primero, la fuerza pública logró destruir algunos cultivos. En el segundo, la comunidad completa resistió y conservó el territorio.
En enero de 2011 y en diciembre de 2012, Tzawata-Ila-Chucapi hicieron dos peticiones a la Subsecretaría de Tierras del Ministerio de Agricultura sobre la expropiación del título de propiedad de la minera. En 2012 Merendon, por su parte, hizo la solicitud de licencia ambiental al Ministerio de Ambiente.
En medio de estos conflictos fueron pasando los años y Merendon cambió dos veces de nombre hasta convertirse en Terraturismo S.A.
En octubre de 2021, tomados por sorpresa, los habitantes de Tzawata fueron atacados por 200 personas que llegaron con machetes, carpas, comida, ollas, tanque de gas, techos, motosierras, alambres de púas, carabinas y hasta con colchones sobre la cabeza.
― La idea de ellos fue sacarnos y quedarse. Dijeron que venían de parte de Terraturismo a apropiarse de la comunidad, recuerda Kambak Alvarado.
La comunidad de Tzawata activó el protocolo de la guardia indígena. Llegaron personas de comunidades aledañas. Estalló una guerra no declarada y los foráneos no lograron desalojar a los kichwas de la antigua Hacienda Ila.
Para María Belén Noroña, profesora de la Universidad Estatal de Pensylvania, ecóloga política e investigadora de conflictos socio ambientales en temas de minería y petróleo, esta es la principal estrategia de Tzawata: activar la red en el momento justo de los intentos de desalojo. “Ellos saben cuándo los van a desalojar y la noche anterior mueven las redes. Han aprendido a gestionar el territorio a través de sus relaciones”, asegura.
Esta alianza periodística intentó comunicarse con la empresa Terraturismo, que no está registrada en la Superintendencia de Compañías ni en el Servicio de Rentas Internas. Solo hay una página institucional, con un único número telefónico en el que dijeron que el consorcio de abogados del señor Aurelio Quito los asesora. Hasta el cierre de esta edición no fue posible contactar con el señor Quito.
El temor al desalojo no deja de rondar
“Gracias al machete, una compañera no murió”, dice Alvarado luego de haber salido de sus pensamientos y mientras se prepara para dar el discurso de inicio de las fiestas, en la madrugada del 18 de marzo de 2023. “Mis compañeros dicen que gracias a Dios no murió nuestra guerrera, pero yo digo que fue gracias al machete que estuvo mocho [sin filo]”, comenta con un dejo de rabia.
Desde finales de 2021, hombres y mujeres en Tzawata se organizan en grupos de cuatro personas para cuidar los tres accesos a la comunidad durante las 24 horas del día. Con lanzas y camisetas negras no han dejado de vigilar un instante.
La comunidad de Tzawata duerme con un solo ojo. “Esto es agotador. Es terrible no poder vivir tranquilos”, reflexiona Alvarado.
Luis Alfonso Tapuy tiene 58 años y vive en Tzawata. Sus recuerdos se superponen a la música que comenzó a sonar por el gran parlante negro que trajo el Dj para la fiesta de aniversario de la comunidad.
“Esta tierra es nuestra”. Es lo primero que dice Tapuy y recuerda las largas caminatas que hacía de niño, junto a su madre, para vender en Tena los productos de su chacra: “caminábamos por horas y tomábamos fuerza con la chicha que la gente siempre ponía en el camino”. Su padre murió a los 90 años y, para orgullo de Tapuy, le pudo contar toda la historia del pueblo desde antes que iniciaran las adjudicaciones estatales, lo que le permite asegurar que “no somos recién venidos, nosotros nacimos aquí, por eso luchamos. Si nos sacan, ¿dónde vivirán nuestros hijos, nietos y bisnietos?”.
Actualmente, en Tzawata conviven hasta cuatro generaciones y cada año hacen un censo comunitario. A 2023 existen 393 personas entre niños y adultos, 20 recién nacidos y 15 embarazadas.
Mientras suena la música y Tapuy habla, Kambak Alvarado sube al escenario, da un discurso corto y contundente. Dice que lucharán por su tierra, por sus ancestros y por sus niños. Que dejarán hasta la vida.
―La vida porque nuestra sangre ya está en esta tierra― dirá Alvarado al amanecer, mientras el Yachak (sabio del pueblo) finaliza la fiesta con el ritual del ají.
La fiesta en medio de la indignación
Son las 6 de la mañana del 18 de marzo de 2023. Luego de la limpieza del sabio, en el piso de la sala comunal, los organizadores reparten hojas de plátano. Sobre estas, ponen pocillos con sopa, maduro cocinado y filetes de pescado de río. La población se sienta y comparte la comida con las manos. La música fue reemplazada por el sonido de las aves y del río Anzu.
Llega la guardia indígena de la noche y salen los del nuevo turno. Los que quedan, dejan sus lanzas a un lado y se sirven un plato de comida. No hubo novedad, nadie intentó despojarlos de sus tierras. Un día menos. Un día más.
Mientras todos comen en la sala comunal de Tzawata, José ‘Pepe’ Moreno, presidente de los colectivos sociales de Napo que luchan contra la minería, está sentado en la orilla del río Anzu. Está solo. Pensativo.
Asegura que la división de las comunidades en las que cada poblador tiene un título de propiedad particular hace que sean más vulnerables a la división social. Mientras que, lo que pasa en Tzawata, es un ejemplo de que mantener las tierras comunitarias, donde todos deciden por igual y tienen el mismo acceso al agua y al suelo, les ha permitido tener la fuerza para enfrentar 12 años de intentos de desalojo.
Esta alianza periodística le solicitó al Ministerio de Agricultura las resoluciones de desalojo que están vigentes contra las tres comunidades, pero no se obtuvo respuesta.
Por primera vez, entre la neblina de esa mañana de marzo de 2023, se ve a un José Moreno sonreído haciendo mapas en la arena. Conoce la provincia de Napo de memoria. Conoce todas las concesiones mineras, todas las operadoras ilegales y todas las empresas legales que incumplen los planes de manejo ambiental. Enumera los ríos contaminados, los ríos muertos, los ríos por defender, los nombres de todos los dirigentes ―los que están a favor de la minería y los que están en contra―, de los burócratas involucrados, de las instituciones, de la corrupción, de la impunidad. José Moreno es de origen kichwa y dibuja en la arena los biocidios que han denunciado desde hace dos años (2021). Sabe los números de los expedientes, de las denuncias, de los informes, de las inspecciones. ¿Qué por qué hace eso? Porque no puede hacer otra cosa, porque no puede creer que ya no exista esa paz selvática en la que creció. Porque se niega a creer que el verde tupido de la selva puede ser reemplazado por rocas, cráteres y agua contaminada. Sus colegas lo llaman y se va de la orilla gritando un número de trámite de una concesión.
Cuatro días más tarde, el 22 de marzo de 2023, se hizo viral un video que registró cómo tres hombres rodearon a Moreno y lo golpearon. Eran mineros ilegales que supieron que estaba acompañando a los militares en un operativo. Sabían que era él a pesar de tener pasamontañas. Le gritaban (mientras lo tenían agarrado por el cabello): “déjanos trabajar, mierda, estamos endeudados”.
Por WhatsApp, Moreno le dijo a esta alianza periodística que está bien y que eso sólo demuestra que hay personas infiltradas en las instituciones de control que, así como avisan que hay colectivos sociales vigilando y denunciando la minería ilegal, también informan, horas antes, sobre los operativos, permitiendo que las máquinas se escondan en el bosque.
Para Fiodor Mena, presidente del Colegio de Ingenieros Ambientales del Ecuador, los daños de la minería legal e ilegal son inimaginables, pero intenta describirlo con la seriedad y la rigidez de un científico. “En Napo, 31 521 hectáreas están concesionadas a 180 empresas mineras. Recuerde este dato”, dice.
Mena insiste en que la minería deforesta zonas de selva y agrícolas que ponen en peligro la soberanía alimentaria. La contaminación de los ríos afecta a las comunidades que no tienen agua potable y se sirven de esas fuentes naturales. Asegura que aumentan los conflictos sociales con cambios de patrones de vida como migración e incremento de actividades ilegales. Los suelos “lavados”, dice, quedan contaminados, perdiendo su fertilidad y generando pérdidas económicas para el Estado.
Mena hace un cálculo: “Esas 31 521 hectáreas concesionadas a empresas mineras proyectan un costo de restauración ambiental y de costos de servicios ambientales que suman más de 2200 millones de dólares en 10 años. Sólo en Napo”.
El ingeniero saca otro dato de la matriz gigantesca que mira en su pantalla y dice que las regalías mineras del llamado Fondo Común ST CTEA por extracción de minerales genera, en Napo, 27 000 dólares por año. Lo que significa que, en 10 años, por ese rubro, la provincia recibiría 270 000.
― ¿Es rentable? ¿Es sostenible? Pregunta Mena y le sigue un silencio que acaba con la sesión de Zoom.
Una nueva generación que no quiere dejar la selva
Son las 9 de la mañana del 18 de marzo de 2023. La infancia de Tzawata no sabe nada de los cálculos que hace Mena, pero saben mucho de la Amazonía. Tres niñas y cuatro niños bajan al río Anzu. Caminan de memoria sobre cada piedra. Quieren enseñar una roca que hace las funciones de tobogán. Van de prisa y conversan en kichwa entre ellos. Llegan a la gran roca. Caminan hasta el filo y se lanzan en esa especie de torbellino que produce la corriente. Todos ríen. Abajo toman la curva justa que les devuelve a la orilla. Regresan corriendo para seguir saltando.
Entre las rocas hay una niña de dos años. Su hermana mayor la reta, la niña no hace caso y sigue bajando. Sabe el lugar justo en el que debe parar y mirar. Su madre, Samanta Aranda, sube con tres piezas de ropa que lavó en el río. La bebé la sigue. Los otros niños también abandonan el río y entran por las ramas a la casa de Aranda. La cabaña se levanta sobre pilares de bambú. Abajo hay ropa colgada, una mesa, una bicicleta y una escalera que lleva al segundo piso donde están los dormitorios.
Frente a la casa hay un cerco de piedras con carbón enterrado en el piso. Cuatro pilares sostienen un techo de paja. Es la cocina. A un lado hay repisas en las que se exhiben ollas de cerámica. Las hace Aranda para su uso personal y para alquilarlas, a 5 dólares, a sus vecinas cuando tienen invitados.
Samanta Aranda es de otra provincia. Vino a Tzawata como parte de los jóvenes de Pastaza que llegaron a luchar contra los primeros desalojos en 2010 y así conoció a Carlos Aguinda que combatía por su tierra. Aranda se quedó y ya tienen cuatro hijos: Juan Carlos, Kely, Froilán y Yali, una bebé de dos años.
Los niños tienen la cara marcada de rojo. Jugaron con tintura natural. Siguen corriendo por el bosque. Toman un cacao. Lo abren y se lo comen. También hay uvillas. Más adelante rodean un árbol enorme que bota las famosas semillas de huayruro. Son rojas con negro. Las hay pequeñas y grandes. Las niñas explican que con eso se hacen pulseras y collares que dan protección y cuidan de la mala energía.
Los niños desaparecen.
De regreso a la casa comunal, se preparan las cervezas y los equipos para el campeonato de fútbol masculino y femenino. La sesión solemne. El almuerzo comunitario. A continuación del campeonato, llegan los juegos tradicionales y el “chichazo bailable”.
Kambak Alvarado descansa un momento sobre una camioneta vieja. Posa para una foto con dos amigos. Ya tiene el borrador de la respuesta que le va escribir a la ACNUDH.
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La ancestralidad se lucha en las cortes
El Doctor en Leyes, Andrés Rojas, es joven, o parece joven. Siempre anda vestido casual y con la mirada altiva. Es el Defensor del Pueblo de la provincia de Napo y cada conversación con él es una clase de legislación ambiental.
Sobre el caso Tzawata, Rojas recuerda que el Ecuador firmó, en 1997, el convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo que asegura, desde el primer artículo, que se respete y se conserve el acceso y uso de sus tierras ancestrales a las comunidades indígenas que han habitado ahí desde antes de las actuales fronteras estatales. Esto es apoyado por la Declaración de Naciones Unidas sobre Pueblos Indígenas, que refuerza la prohibición de desplazar a los pueblos originarios por la fuerza.
Rojas, además, cita dos sentencias de la Corte Constitucional del Ecuador y dos sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Herramientas jurídicas con las que, a la fuerza, Kambak Alvarado está familiarizado.
El líder indígena ya le había enviado a esta alianza periodística por Whatasapp la carta de la ACNUDH en la que el Alto Comisionado, Jan Jarab, pide al Estado Ecuatoriano que considere seriamente revocar la orden de desalojo, al menos, mientras se resuelve el dominio de las tierras.
Este exhorto internacional se dio luego de que Tzawata viviera nuevos intentos de desalojo, esta vez por parte de la Intendencia de Policía de Napo, de acuerdo con un documento del 1 de marzo de 2023 y al que esta alianza tuvo acceso. Según el oficio, el intendente Manuel Paredes pidió apoyo técnico al alcalde de Carlos Julio Arosemena Tola (cantón donde se encuentra Tzawata) para cumplir un desalojo ordenado por el Ministerio de Agricultura.
En una entrevista el 16 de marzo de 2023 en Britel, un canal local digital, el intendente Paredes negó que existiera tal orden de desalojo, a lo que luego Rojas replicó, en el mismo medio, que los documentos son de dominio público y que la orden es real.
Tres semanas después, el intendente de 52 años fue aprehendido, junto al comisario del cantón Julio Arosemena Tola y a tres funcionarios más, por vender en discotecas los licores y cervezas incautados en varios operativos policiales de la provincia.
Kambak Alvarado se enteró porque Paredes era uno de los servidores públicos que debía participar en las audiencias de la acción de protección que inició Tzawata en enero de este año, y lo hizo desde la cárcel. El exintendente defendió el derecho de la empresa Terraturismo de mantener el título de propiedad de las 627 hectáreas. Años atrás, el ahora preso fue el abogado de la comunidad de Tzawata.
“Este intendente tenía la obligación de excusarse de conocer el trámite porque no podía actuar en contra de quienes fueron sus clientes en la misma causa”, dijo por teléfono Eduardo Rojas, defensor del Pueblo de Napo, quien insiste que “aquí pueden pasar estas cosas porque la gente se vende al mejor postor”.
Andrés Rojas anda con chaleco antibalas.
¿Por qué lucha tanto por los derechos de la naturaleza y de las comunidades indígenas? La respuesta es muy similar a la de José Moreno. Rojas por un instante renuncia a la voz firme del abogado y cambia el tono a un susurro genuino que revela al niño que vivió corriendo por la Amazonía, bañándose en sus ríos y que se niega a perder ese paraíso que guarda en su mente.
“Es desde la Presidencia de la República, en su momento, que se adjudicaron tierras que pertenecían a pueblos y nacionalidades indígenas y que tienen derecho de posesión ancestral histórica y derecho a presentarse hoy ante la Justicia Constitucional a reclamar esos derechos”, dijo el Defensor del Pueblo al finalizar la primera audiencia de la Acción de Protección de Tzawata contra el Estado ecuatoriano, que se llevó a cabo el pasado 20 de marzo.
A su lado izquierdo, en silencio, estaba Kambak Alvarado. A la derecha estaba Sandra Rueda, presidenta del Consejo Nacional de defensores de Derechos Humanos y de la Naturaleza, una organización civil que abarca a activistas, comunidades y académicos de todo el país.
Rueda estuvo en el festejo de Tzawata, en la audiencia de la Acción de Protección y el 11 de abril de 2023 compareció ante la Asamblea Nacional para denunciar actividades “legales” ―pone énfasis en las comillas― e ilegales en 38 nuevos frentes mineros en Napo. También denunció los desastres naturales que causa la minería por la falta de control de las instituciones responsables.
Días antes, las niñas de Tzawata explicaron, entre los festejos de su pueblo, las utilidades de varias plantas, los animales que viven en la selva, sus días de escuela y sus tardes de ocio entre los árboles y el agua fría del río Anzu. No tenían más de 10 años y ya truequeaban entre ellas los productos de las chacras de cada una de sus familias. Cuidaban las hojas de los arbustos de los arranques de felicidad de los más pequeños.
Serán la siguiente generación que decidirá qué hacer con sus tierras, si es que siguen siendo suyas.
*Imagen principal: Adolescentes kichwas navegan en canoa por el río Napo. Foto: Shutterstock.
**Este proyecto de Montañas y Selva fue desarrollado en alianza periodística con InquireFirst y con el apoyo de la Gordon and Betty Moore Foundation.
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