- El 'legado' de las minas más antiguas se traduce en pasivos ambientales originados por cualquier falla que provoque la fuga de lodos tóxicos o del propio combustible en los sistemas fluviales. En poco tiempo, la contaminación puede alcanzar a decenas de miles de hectáreas y ecosistemas.
- Sin embargo, los continuos intentos de las empresas por marcar distancia de los pasivos medioambientales se evidencian en los retos jurídicos planteados cuando tales responsabilidades son creadas por empresas que ya no existen formalmente como entidades jurídicas: cambian de razón social y/o jurídica, gestionar fusiones, promover adquisiciones o son vendidas a subsidiarias.
- De este modo, las largas contiendas legales ponen de relieve una realidad del negocio minero. No solo existe la incapacidad de hacer que una corporación desaparecida pague por la reparación medioambiental sino que además se obliga al Estado a asumir el costo total de la misma.
Aunque las nuevas minas utilizan tecnología de punta, la industria también tiene una herencia de represas de contención envejecidas en las minas más antiguas, particularmente aquellas cerradas que ya no generan ingresos para financiar mejoras en la tecnología de las instalaciones de almacenamiento de relaves (TSF). Cualquier falla puede provocar el vertido de millones de metros cúbicos de lodos tóxicos en los sistemas fluviales. En zonas pobladas, esto puede afectar el suministro de agua de las comunidades, causar estragos en la economía local y poner en peligro la salud de miles de habitantes. En áreas remotas, una estructura de contención fallida puede contaminar decenas de miles de hectáreas de hábitat acuático y ribereño, amenazando la vida silvestre y perturbando los medios de subsistencia de las familias indígenas del lugar.
Aunque las empresas mineras han asumido plenamente la necesidad de mejorar su gestión medioambiental, tienden a centrarse en las minas nuevas, donde se podría incorporar tecnología de punta al diseño de nuevos proyectos, a menudo con beneficios adicionales que reducen los costos operativos y los conflictos con las comunidades cercanas. Hasta hace poco, se prestaba menos atención a las minas más antiguas ya desmanteladas y a sus pasivos ambientales asociados. Eso cambió después de dos incidentes recientes en Minas Gerais (Brasil), donde represas previamente construidas con un diseño de ingeniería defectuoso fallaron con consecuencias desastrosas.
El primer caso ocurrió el 2015 en el complejo brasileño de mineral de hierro de Mariana, cuando una presa falló derramando aproximadamente 44 millones de toneladas métricas de lodo y efluentes al Río Doce. La empresa operadora, una sociedad entre dos de las mayores y más experimentadas corporaciones mineras (Vale SA y BHP), acordó un plan de reparación cuyo costo se estimó en 6 mil millones de Reales (aproximadamente 1.200 millones de dólares). Sin embargo, esto es sólo parte del costo financiero del desastre, ya que la pérdida de ingresos de explotación obligó a la empresa operadora (Samarco) incumplir el pago de 13,4 millones de dólares en bonos corporativos. Y más aún, todavía no se han determinado los costos asociados a las acciones civiles en el Reino Unido y Australia, donde BHP está siendo demandada en nombre de las personas afectadas por el incidente.
El segundo caso fue aún peor. En 2019, la presa de relaves de Brumadinho se derrumbó encima de otra mina de mineral de hierro operada por Vale, liberando doce millones de toneladas métricas de relaves que provocaron una inundación que arrasó el centro de operaciones de la mina y el área agrícola adyacente. La instalación de relaves, que había cerrado en 2014 después de 30 años de operaciones, estaba clasificada como una pequeña presa de bajo riesgo y, supuestamente, era monitoreada dos veces por semana para detectar grietas y filtración. En febrero de 2021, el gobierno de Minas Gerais y Vale acordaron un plan de reparación con un costo estimado de 7 mil millones de dólares, al tiempo que alcanzaron acuerdos individuales con las familias afectadas por el desastre por un costo de 630 millones de dólares. Posteriormente, en abril de 2022 la Comisión de Bolsa y Valores (SEC) demandó a Vale por engañar deliberadamente a los inversores sobre la seguridad de sus sistemas de gestión de residuos.
Trampas empresariales
Los continuos intentos de las empresas por aislarse de los pasivos medioambientales ponen de relieve los retos jurídicos que se plantean cuando esas responsabilidades son creadas por empresas que ya no existen formalmente como entidades jurídicas. Este comportamiento ha sido practicado durante mucho tiempo por compañías mineras y petroleras que cambian su identidad legal a través de transacciones complejas usando maniobras legales disponibles por compañías que han participado en fusiones, adquisiciones o ventas de subsidiarias corporativas que existen como entidades jurídicas distintas.
Por ejemplo, el Complejo Metalúrgico de La Oroya, en el centro de Perú, ha funcionado como planta industrial durante más de un siglo. Fue propiedad de una empresa privada entre 1920 y 1980, y cuando fue nacionalizada funcionó como una corporación estatal hasta 1997. Posteriormente fue vendida al grupo estadounidense RENCO, el cual sostiene que sólo tiene responsabilidad legal por el período transcurrido desde que adquirió las instalaciones. En 2005, un estudio de monitoreo ambiental reveló que el 97% de los niños de las comunidades cercanas sufrían envenenamiento por plomo causado por la inhalación de polvo que se originaba en los relaves de La Oroya. Casi de inmediato, RENCO separó sus operaciones peruanas hacia una entidad corporativa distinta para proteger al holding de las responsabilidades financieras de la reparación, estimadas en aproximadamente 5 mil millones de dólares. La disputa gira en torno a una demanda y contrademanda, donde el gobierno sostiene que RENCO no logró eliminar las emisiones tóxicas, mientras que la empresa argumenta que no es responsable de las obligaciones de limpieza que el Estado peruano había asumido explícitamente durante el proceso de privatización.
Las largas contiendas legales ponen de relieve una realidad del negocio minero. Los activos que se deprecian se dividen en filiales que, posteriormente, se venden a operadores de bajo costo que buscan extraer el último valor de un yacimiento mineral. Es poco probable que una acción legal para responsabilizar a una entidad corporativa por eventos ocurridos décadas después del cierre de una mina tenga éxito, realidad que es literalmente destacada por las empresas en sus declaraciones a la Comisión de Bolsa y Valores. La incapacidad de hacer que una corporación desaparecida pague por la reparación medioambiental obliga al Estado a asumir el costo total de la misma. Desafortunadamente, los presupuestos gubernamentales son limitados y las soluciones costosas. Lo más probable es que los funcionarios electos ignoren el problema y dejen que sus ciudadanos sufran los impactos de la degradación medioambiental.
La misma estrategia se está utilizando para eludir, o limitar, la responsabilidad legal y financiera en la industria petrolera peruana después de cinco décadas de negligencia y mala gestión. La corporación que fuera pionera en inversiones en el norte de Perú en la década del 70, Occidental Petroleum, transfirió las operaciones de su principal concesión a Pluspetrol en el año 2000. Por coincidencia, Pluspetrol había asumido el control operativo de un campo adyacente en 1996 de manos de la empresa estatal Petroperú, reemplazando a Occidental, que era un socio minoritario. En ambos casos, Occidental era el socio operador y, presumiblemente, responsable de cualquier accidente que pudiera haber ocurrido durante su mandato legal.
Ambas concesiones están ubicadas dentro de tierras ancestrales de los Achuar, quienes se encuentran disconformes con las prácticas de Occidental, Pluspetrol y Petroperú. Occidental fue demandada por las comunidades ante un tribunal estadounidense y llegó a un acuerdo extrajudicial, donde la empresa no aceptó, sin embargo, ninguna responsabilidad por los derrames de petróleo en la concesión que había explotado durante cuarenta años. Posteriormente, Pluspetrol operó ambas concesiones durante poco más de veinte años y, supuestamente, continuó con muchas de las prácticas deficientes de sus predecesoras.
Como todas las empresas petroleras, Pluspetrol tiene, a través de filiales y sociedades, una estrategia deliberada para gestionar los riesgos asociados a su negocio. Pluspetrol declaró en quiebra una de sus filiales peruanas en diciembre de 2021, una maniobra corporativa nada ilógica considerando que esos yacimientos petrolíferos ya habían pasado su mejor momento productivo. Sin embargo, también representa un descarado intento de evitar cualquier responsabilidad legal argumentando que el operador no es responsable de la contaminación que haya ocurrido antes de su mandato. En su anuncio, la empresa culpó al Organismo de Supervisión Ambiental del Perú (OEFA) de considerarla responsable por la contaminación ocurrida en años anteriores cuando, otras empresas (por ejemplo, Petroperú y Occidental) operaban el bloque.
Occidental y Pluspetrol probablemente eludirán sus responsabilidades legales y financieras, sin embargo, Petroperú tiene menos opciones legales. Como empresa estatal, no puede abandonar el país ni declararse en quiebra, lo cual es una decisión política reservada al presidente del país, al Congreso o a ambos. La responsabilidad legal de Petroperú se complica por el Oleoducto Norperuano, un activo de infraestructura clave administrado por la estatal desde su construcción en 1973, y fuente de la gran mayoría de los derrames de petróleo que han contaminado la región. Sin embargo, el organismo regulador que supervisa la industria petrolera (OSINERGMIN) sostiene que Petroperú no debe ser considerada responsable, porque más del 80% de los incidentes han sido causados por sabotaje.
Los críticos más acérrimos de la empresa son los grupos étnicos Awajún y Huambisa, que ocupan las tierras atravesadas por el oleoducto. Aunque se oponen al oleoducto, no son los principales sospechosos del recurrente sabotaje que asola la salud financiera de Petroperú y agravan los pasivos medioambientales que afligen a sus comunidades. Se supone que esos actos delictivos son causados por personas que se benefician económicamente de los esfuerzos de limpieza, incluidas las empresas de servicios contratadas para remediar los derrames y proporcionar compensación a las comunidades afectadas en forma de atención médica e infraestructura básica.
Puede ser que Petroperú tenga que pagar la cuenta, pero en la práctica ha ignorado casi todas las decisiones judiciales o regulatorias para remediar el impacto de más de mil derrames que han contaminado bosques y hábitats acuáticos en todo el norte del Perú. El precio de esta reparación, si alguna vez se materializara, se ha estimado en 1.000 millones de dólares, cifra que, aunque sea elevada, es subestimada ya que la realidad indica que es de mayor magnitud.
Imagen destacada: Derrame de petróleo en la Quebrada Huayuri ubicada solo a quince minutos de José Olaya, en la región amazónica peruana de Iquitos. Crédito: Patrick Murayari Wesember.
“Una tormenta perfecta en la Amazonía” es un libro de Timothy Killeen que contiene los puntos de vista y análisis del autor. La segunda edición estuvo a cargo de la editorial británica The White Horse en el año 2021, bajo los términos de una licencia Creative Commons -licencia CC BY 4.0).