- Comunidades campesinas del Caribe colombiano encontraron en el árbol del guáimaro (Brosimum alicastrum) una alternativa para frenar la deforestación que impacta al bosque seco tropical, uno de los ecosistemas forestales más amenazados en Colombia.
- Con las semillas de este árbol —de alto valor nutricional— las comunidades elaboran harina que se comercializa en ciudades como Bogotá, Medellín y Cartagena, en donde ya se incluye en los menús de distintos restaurantes.
- La iniciativa también cuenta con viveros comunitarios para la propagación del guáimaro y otras especies de árboles del bosque seco tropical, que son sembradas en corredores ecológicos y zonas de conservación.
Los campesinos recogen del suelo, una por una, las semillas que caen naturalmente del árbol del guáimaro. Después las ponen a secar al sol, las muelen y las transforman en harina. El resultado es un polvo con un alto valor nutritivo, listo para crear bebidas y alimentos con él. Esta forma de trabajar la especie —conocida bajo el nombre científico de Brosimum alicastrum— sin dañarla, para las comunidades de Becerril, municipio ubicado en el caribe colombiano, ha representado una alternativa económica a la deforestación del bosque seco tropical, uno de los ecosistemas forestales más amenazados en el país.
“Becerril, hace unos 40 o 50 años atrás, era muy chiquito. No había tantas vías y la gente vivía de la agricultura. Recientemente, en zonas cercanas, se instaló la minería cerca de los ríos, con una deforestación violenta que ha hecho que sintamos los efectos del cambio climático. Más allá de saber las cifras de esta deforestación, en nuestras comunidades sentimos las fuertes temperaturas, el calor nos afecta”, explica Eva María Paez, socióloga e integrante de la Asociación Verde Campesina de Becerril (Asovecab).
En las veredas de Caño Rodrigo y Río Maracas del municipio de Becerril —en el departamento de Cesar—, la relación entre las personas y el bosque comestible se fue borrando con el paso del tiempo. Aunque existe un vínculo ancestral con especies como el árbol del guáimaro, en años recientes la gente solía pensar que sus semillas eran sólo alimento para los animales.
“Para los indígenas Yukpas, que son originarios de aquí, el guáimaro es un alimento sagrado —ellos le llaman Sharha y lo consumen cocido, asado o en chicha—, pero en el pasado también era una fuente de alimento para nosotros los Watillas, los que no somos indígenas, cuando escaseaba la papa, la yuca o el ñame”, cuenta Paez.
Desde el año 2019, por iniciativa del agrónomo Carlos Bermúdez, presidente de la Asociación de Profesionales del Sector Agropecuario del Cesar (Apsacesar), y con el acompañamiento de la Fundación Envol Vert y el Instituto Alexander von Humboldt, se convocó a las primeras 18 familias para colaborar colectivamente en una alternativa que pusiera un freno a la deforestación provocada por la agricultura, la minería y la ganadería.
La clave: reconectar a los habitantes de la zona con sus bosques, para que se apropien de la biodiversidad a través del aprovechamiento sostenible de productos forestales no maderables —como el guáimaro—, para así poner en el centro la conservación. Con el paso de los años, el proyecto ha resultado tan exitoso que también se amplió a la vereda de Manantiales, en Becerril, y a los municipios de Ovejas y Toluviejo, en el departamento de Sucre.
Hoy son 150 familias beneficiadas por el trabajo con el guáimaro y otras especies como el orejero (Enterolobium cyclocarpum), el achiote (Bixa orellana) y el camajón (Sterculia apetala). Además, el proyecto cuenta con viveros comunitarios para propagar todos estos árboles, para luego ser sembrados en corredores ecológicos y zonas de conservación. Estos esfuerzos suman más de 40 000 árboles sembrados desde el 2021.
“Todo este proceso con el guáimaro fue inspirado en procesos de Centroamérica y México, donde esta especie es muchísimo más conocida y usada. En el mercado incluso hay varios productos y existe un vínculo ancestral con este árbol. Queríamos recordar estas cosas en Colombia e iniciamos pensando en el propósito de reconectar a la gente con su bosque, pero también de poder darle un valor al árbol en pie, a través de un producto que viniera de allí”, explica Laura Velandia, ingeniera en alimentos y responsable del área de Alternativas Económicas para la Fundación Envol Vert.
El doble propósito —agrega Velandia— es que la gente recuerde cómo incluirlo en su alimentación y que, a su vez, las comunidades que viven en cercanía al bosque tengan una visión administrativa y económica del árbol para poder conservarlo.
“Son comunidades que tienen necesidades muy fuertes e inmediatas que solucionar en cuanto a sus medios de vida, por eso es importante que la conservación del bosque tenga ese componente económico”, sostiene la especialista.
El bosque seco tropical y el guáimaro
El bosque seco tropical se caracteriza por una pronunciada estacionalidad en las lluvias, lo que provoca varios meses de sequía. Esto ha generado que allí exista una diversidad única de plantas, animales y microorganismos adaptados a las condiciones extremas. El Instituto Alexander von Humboldt explica en una publicación sobre el guáimaro —creada en el marco del proyecto comunitario en Cesar y Sucre— que a pesar de ser un ecosistema estratégico, a nivel mundial ha recibido relativamente poca atención en comparación con el bosque húmedo.
En Colombia, este tipo de bosque se distribuye en seis regiones que incluyen el Caribe, los valles geográficos de los ríos Magdalena y Cauca, el Valle del Patía, la región Norandina —Norte de Santander y Santander— y la Orinoquia. Sin embargo, la mayor parte de este ecosistema —un 78.6 %— está compuesto por fragmentos aislados. Lo más preocupante es que el país sólo cuenta con el 8 % de la cobertura original del bosque seco tropical, lo cual lo posiciona como uno de los ecosistemas más amenazados del neotrópico, por su estado crítico de fragmentación y degradación. Por si fuera poco, sólo el 6 % de esa cobertura original hace parte de áreas naturales protegidas.
Tal es el caso de Becerril. Este municipio se ubica en la serranía del Perijá, en la frontera de Colombia con Venezuela, donde las presiones antrópicas al bosque están latentes. “Cada año hay pérdida de bosque, por ejemplo, según Global Forest Watch, se calcula que se perdieron 517 hectáreas de bosque en Becerril, sólo durante el 2023”, afirma Nathalia Flórez, biotecnóloga e investigadora adjunta del Centro de Economía y Finanzas de la Biodiversidad del Instituto Alexander von Humboldt.
“De ahí que sea tan importante que en las estrategias de conservación del bosque podamos vincular a las comunidades campesinas, las empresas y otros actores relacionados, porque la única manera de poder conservarlo es que la gente entienda que tiene un valor para ellos y que presta servicios o beneficios que ellos pueden percibir”, detalla Flórez.
El guáimaro es un árbol de gran porte en el bosque seco tropical. En su estado máximo de desarrollo puede llegar a medir entre 20 y 25 metros de altura, con un diámetro en su tronco que va de 50 a 90 centímetros. Es una especie nativa de América tropical y tiene presencia desde México hasta Brasil y, aunque se encuentra en los bosques secos, también se ha reportado en bosques húmedos dentro de esta distribución geográfica, como en el caso de Colombia.
A nivel ecológico, su importancia es grande puesto que sus semillas son alimento para varios vertebrados y presta servicios como la fijación de carbono, la protección del suelo y la fijación de nutrientes.
“Algo muy interesante del árbol, es que está bien documentado su papel ecológico y cultural, sobre todo, en Mesoamérica y en el Caribe colombiano. El árbol tiene más de 17 usos reportados —como maderable o medicinal— incluso desde épocas prehispánicas y en diferentes comunidades, pero el uso más extendido es el nutricional. Sus semillas tienen un alto contenido de calcio, triptófano, lisina, potasio, hierro y fibra”, explica Flórez.
Trabajar en comunidad
Un árbol de guáimaro demora entre 10 y 15 años en ser productivo. Las comunidades que lo aprovechan no tienen extensas plantaciones de esta especie para su explotación, sino que hacen un aprovechamiento meramente silvestre. Esto ocurre después de que sus consumidores primarios —los animales— ya se han alimentado en las copas de los árboles.
En Becerril se han identificado dos ciclos de producción de semillas cada año, de abril a junio y de septiembre a noviembre. Las familias que forman parte del proyecto recorren entre 25 y 30 hectáreas de relictos de bosque en los que se ha identificado la presencia de guáimaro, sitios a los que entran con sacos de lona a cuestas, para recolectar las semillas.
Una vez que las juntan del suelo, las lavan en las fuentes de agua cercanas para eliminar cualquier rastro de suciedad, para después seleccionarlas cuidadosamente y transportarlas hasta los puntos de acopio e iniciar su proceso de secado artesanal en marquesinas verticales bajo el sol, para alcanzar una humedad del 12 %, lo que puede tomar hasta un mes. En ese momento están listas para llevarse al centro urbano de Becerril, donde cuentan con una pequeña fábrica equipada con una máquina de tostado industrial, con una capacidad de cinco kilos por cada media hora.
“Al tostar la semilla, salen dos productos distintos: la harina de guáimaro —que es menos tostada y tiene un sabor más ligero— o la infusión, que es más tostada y tiene un color y sabor similares al café, para lograr una bebida oscura, ligeramente amarga y muy aromática”, explica Laura Velandia.
Sus aplicaciones en la cocina son múltiples. La semilla del guáimaro se puede utilizar fresca para hacer preparaciones como mermeladas y guisos. También se puede secar y tostar la semilla para preparar un sustituto de café o como harina para integrar en diferentes preparaciones. En México, incluso se ha probado su uso dentro de suplementos para mejorar el estado nutricional de la población adulta mayor o para incluirlo en alimentos tradicionales como las tortillas.
La cadena de valor del guáimaro en Colombia se concentra principalmente en la transformación de la semilla en harina. Con este proceso se mejora el valor de venta del producto, lo que tiene un impacto positivo en las comunidades campesinas que aprovechan de manera sostenible la especie.
En todo esto, la participación de las mujeres ha resultado crucial. Aunque buena parte del proceso se realiza en la fábrica, las mujeres suelen hacer equipo para otras cuestiones, como compartir sus cocinas. En la zona rural o urbana de Becerril, todas ponen a disposición sus casas, mesas, sillas, estufas y utensilios para cocinar y elaborar productos alternos entre todas, como la pasta de achiote o los dulces de algarrobillo, de orejero y de guáimaro.
“Las mujeres son la esperanza de este siglo”, afirma Eva María Paez. “Los hombres tienen sus propias cargas, se preocupan mucho por su trabajo en la finca u otras cosas por hacer, y si vienen aquí a estas actividades, están perdiendo una jornada. Quizás su trabajo más fuerte está en la reforestación, pero las mujeres están en los temas de transformación. Las mujeres son el alma, la vida y el cuerpo de este grupo de alternativas económicas”, sostiene la socióloga.
El resultado de todos estos esfuerzos se convirtió en una marca: Tamandúa, un emprendimiento comunitario y ambiental que busca acercar a sus consumidores al bosque seco tropical del Caribe colombiano, a través de sus productos. Tanto la harina como los productos alternos se comercializan en ciudades como Bogotá, Medellín y Cartagena, y llegan a restaurantes que ya los incluyen en sus menús.
El futuro del bosque seco y sus comunidades
A la par del trabajo productivo, las comunidades también avanzan con el trabajo en los viveros comunitarios, la reforestación y la concientización ambiental entre productores, campesinos y sus familias.
“Los viveros son un espacio muy chévere, porque aparte de todo son una herramienta pedagógica”, explica Laura Velandia. “A partir de los viveros, las comunidades aprenden sobre el manejo agroecológico, como hacer abonos e insecticidas, pero también generan un verdadero vínculo con cada arbolito, porque lo cuidan desde la semilla. Para que un árbol crezca, la naturaleza hace un trabajo muy grande. En nuestro caso, acompañamos como humanos, tratando de que ese arbolito tenga éxito”, concluye la experta.
El sueño de Eva María Paez es que la gente pueda seguir viviendo dignamente en los territorios que ocupan. Pasa mucho en Latinoamérica —agrega la socióloga— que se vive con la expectativa de irse del lugar de origen, porque “aquí no hay nada”, entre comillas, “pero la realidad es que aquí hay todo por hacer”, asegura Paez.
“Yo quiero quedarme para vivir dignamente de lo que mi territorio me ofrece”, concluye. “Que podamos cambiar esa mirada que tiene nuestro entorno urbano del bosque y de la relación que tenemos con él. Es decir, que podamos establecer puentes y conexiones en donde se prime la vida, que busquemos el bienestar, la salud y el equilibrio con la naturaleza”.
*Imagen principal: Frutos de guáimaro en cerro Varsovia, en Toluviejo, Sucre. Foto: Juan Carlos Valencia