- En esta sección, Killeen hace un breve genealogía de las protestas civiles en la Amazonía, para comprender las similitudes y diferencias que atraviesan a estos países.
- En Perú, dichas protestan datan de la Época Colonial; mientras que, en Brasil y en la Guyana, las poblaciones indígenas fueron arrasadas y/o exterminadas.
- Estas movilizaciones sociales reflejaban un resentimiento generalizado hacia la desigualdad sistémica que caracterizó los sistemas económicos y políticos del siglo XX.
La Amazonía tiene un largo historial de protestas, tanto violentas como no violentas, que se remonta a los inicios de la colonización europea. Este legado continuó durante el período del Imperio brasileño y las repúblicas andinas del siglo XIX, y hoy en día constituye una táctica política significativa, a menudo decisiva, en el siglo XXI.
En la zona alta de los Andes, la tradición de rebelión proviene de la gran población indígena y de siglos de resistencia contra la dominación de las élites europeas y criollas. El primer levantamiento armado fue liderado en 1542 por el aristócrata inca Túpac Amaru. Sin embargo, estas acciones se hicieron más comunes en el siglo XVIII, cuando los campesinos organizaron más de 140 protestas contra los impuestos excesivos y el trabajo forzado, culminando en la Gran Rebelión de 1780. Durante la guerra de independencia, las tropas indígenas jugaron un papel esencial, como en los levantamientos de Cuzco (1814) y Charcas (1825). Posteriormente, las rebeliones nativas de igual forma desafiaron a los gobiernos republicanos en regiones como Puno (1867), Huaraz (1885) y Chimborazo (1870).
En Brasil, las poblaciones indígenas fueron exterminadas, esclavizadas o marginadas geográficamente. No obstante, la explotación de los campesinos caboclos creó un clima de resentimiento que desembocó en la rebelión conocida como la Cabanagem (1835-1840). Al mismo tiempo, los afrobrasileños que huían de la esclavitud establecieron cientos de comunidades autónomas llamadas quilombos durante los siglos XVIII y XIX. Más tarde, el estado de Acre se transformó debido a la migración de campesinos nordestinos, quien es crearon estructuras autónomas llamadas colocações que les permitía evitar la explotación por parte de los barones del caucho.
Una dinámica similar ocurrió en la costa de Guayana, donde las poblaciones esclavizadas se rebelaron repetidamente hasta lograr la abolición de la esclavitud en Guyana (1834), Guyana Francesa (1848) y Surinam (1863). La negativa de los afrosguayaneses recién liberados a trabajar para sus antiguos amos obligó a los gobiernos coloniales a importar servidumbre contratada desde la India y las Indias Orientales Holandesas. Estos trabajadores, con el tiempo, formaron sindicatos y lideraron huelgas para mejorar sus salarios y condiciones laborales.
Estas movilizaciones sociales reflejaban un resentimiento generalizado hacia la desigualdad sistémica que caracterizó los sistemas económicos y políticos del siglo XX. Los intentos posteriores de las insurgencias marxistas para derrocar este sistema profundamente arraigado también fracasaron, primero en Bolivia (1967) y Brasil (1967-1974), luego en Perú (1980-1999) y finalmente en Colombia (1970-2015).

Las estrategias de resistencia basadas en tácticas no violentas, inspiradas en figuras como Mahatma Gandhi y Martin Luther King, lograron mayor éxito, aunque solo cuando se adaptaron a las particularidades de las repúblicas andinas y la federación brasileña. En países como Bolivia, Perú, Ecuador y, en menor medida, Colombia, las poblaciones rurales desarrollaron la capacidad de bloquear carreteras, interrumpir el comercio y poner en riesgo la estabilidad de los gobiernos electos. Estas tácticas surgieron de organizaciones campesinas que protestaban contra la desigual distribución de la tierra y las condiciones casi esclavistas del sistema latifundista predominante en la primera mitad del siglo XX.
En Brasil, la distribución desigual de la tierra es la característica más visible de un sistema económico injusto que ha obligado a decenas de miles de campesinos sin tierra a ocupar propiedades de terratenientes ausentes. Aunque la mayoría de los movimientos sociales utilizan tácticas no violentas, sus líderes a menudo tienen un control limitado sobre las acciones de multitudes enojadas y rebeldes, que pueden reaccionan de forma imprevisible cuando se enfrentan a servicios de seguridad dispuestos a usar la fuerza con armas para sofocar sus protestas pacíficas.
Uno de los casos más emblemáticos de resistencia pacífica comenzó en 1976, con la formación del Sindicato dos Trabalhadores Rurales de Brasilia, que organizó una serie de enfrentamientos no violentos, conocidos como empates (literalmente, “empate” o “confrontación”) contra los acaparadores de tierras que intentaban establecer granjas ganaderas en concesiones de caucho gestionadas comunalmente por los trabajadores rurales. A pesar del asesinato de Chico Mendes en 1988, estos movimientos lograron que el gobierno federal reconociera sus derechos territoriales y creara el sistema de reservas extractivas (RESEX) en la década del 90.
Este período también fue crucial para el movimiento indígena, que lanzó su primera campaña por los derechos civiles con la Primeira Marcha de los Pueblos Indígenas, en 1988. Su objetivo era presionar al Congreso brasileño, entonces convocado como Asamblea Constituyente, para que consagrara en la Constitución el derecho de los pueblos indígenas a la autonomía territorial y cultural. Estas campañas no violentas tuvieron éxito en parte por la atención mediática internacional y el apoyo de celebridades, así como de brasileños dispuestos a adoptar políticas progresistas después de décadas de gobierno autocrático.
La acción colectiva y la desobediencia civil también influyeron en las zonas agrícolas de Brasil, donde familias adineradas y campesinos sin tierra compiten por un activo cada vez más escaso: la tierra cultivable. El Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), se fundó en 1984 tras una década de intensos conflictos en el sur de Brasil, donde trabajadores agrícolas sin tierra ocuparon propiedades por la fuerza. Como era de esperar, el conflicto por la tierra se extendió a los asentamientos amazónicos, en particular en el sudeste de Pará. Allí, la propaganda del gobierno atrajo miles de migrantes del noreste, quienes, al llegar, encontraron la tierra ya ocupada por corporaciones y familias adineradas. Estas aprovecharon la situación de pobreza en la que se encontraban los migrantes para explotarlos a través el sistema de esclavitud por deudas. Las falsas promesas y la explotación generaron un ambiente propicio para el conflicto civil.
Trabajadores rurales descontentos ocuparon decenas de haciendas y levantaron bloqueos para exigir que las autoridades atendieran sus demandas de tierras. Las disputas por la tenencia de tierras derivaron en varias masacres de alto perfil en los municipios de Xinguara (1985), Marabá (1985), Tailândia (1993), Eldorado de Carajás (1996), São Félix do Xingu (2003) y Pau D’Arco (2017). Más grave aún, los asesinatos individuales vinculados a conflictos de tierras se volvieron, y continúa siendo, frecuentes, aunque rara vez son investigados, y menos aún sancionados.

Los Projetos do Assentamentos patrocinados por el INCRA ahora albergan a decenas de miles de familias de pequeños agricultores. Sin embargo, estos esfuerzos no han satisfecho la demanda de tierras, y familias asociadas al MST siguen invadiendo propiedades privadas. En 2020, se registraron ocupaciones, conocidas como acampamentos, en Rondônia (13), Maranhão (12), Pará (11), Tocantins (5), Amazonas (4), Amapá (4), Acre (92) y Roraima (1). Notablemente ausente de esta lista está Mato Grosso, lo que refleja tanto la capacidad de las autoridades del estado para expulsar a los ocupantes ilegales, así como el poder político de los terratenientes adinerados decididos a proteger sus activos.
En Bolivia, los sindicatos asociados a la minería fueron pioneros en las protestas civiles desde 1919. Esta táctica se extendió a comunidades indígenas en las décadas de 1930 y 1940, culminando en la Revolución boliviana de 1952, que acabó con el latifundio en las tierras altas y emancipó a la población indígena. Sin embargo, la revolución fue cooptada por las élites urbanas, que compartieron el poder con regímenes militares en la década de 1970 o gobernaron mediante coaliciones políticas hasta mediados de la década del 2000.
A pesar de sus nuevos derechos políticos, campesinos y pueblos indígenas siguieron tratados como ciudadanos de segunda clase. Los gobiernos sólo respondían a sus demandas económicas cuando éstas se canalizaban mediante protestas. En 1979, el movimiento campesino se consolidó en la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), que utilizó bloqueos de carreteras como táctica de negociación. Sus demandas evolucionaron desde el fin del régimen militar a fines de los 70 hasta la oposición a las políticas de austeridad y reformas de mercado en los 90. Esas demandas siempre incluyeron el acceso a la tierra y la formalización de los derechos sobre esta.
Los bloqueos cobraron protagonismo durante la Guerra del Agua (1999), cuando tanto la población urbana como rural, protestaron contra la privatización de los servicios de agua. De manera similar, la Guerra del Gas (2003) frenó proyectos de exportación de hidrocarburos mediante oleoductos hacia Chile. Ambos conflictos generaron un debate más amplio sobre la privatización de empresas nacionales y el rol de las corporaciones extranjeras en la explotación de los recursos naturales. La fusión de estas tácticas con la política electoral culminó con el ascenso de Evo Morales a la presidencia, y una mayoría aplastante en el Congreso en 2005, quien impulsó una nueva constitución y refundó Bolivia como un estado socialista plurinacional.
Sin embargo, Morales pronto entró en conflicto con las comunidades indígenas de tierras bajas opuestas a las políticas de redistribución de tierras fiscales a los migrantes indígenas de las tierras altas, los Interculturales. Las comunidades indígenas de las tierras bajas, representadas por la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), optaron por marchas pacíficas hacia La Paz en lugar de bloqueos. Desde 1990, mucho antes que Evo Morales sea presidente, han organizado once marchas para defender sus derechos, coincidiendo generalmente con debates legislativos que los afectan. En 2011, su octava marcha a La Paz, se organizó para oponerse al plan del gobierno de Morales de construir una carretera a través del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro (TIPNIS). Si embargo, en lugar de escuchar su petición, Morales respondió enviando a la policía para dispersarlos, un intento fallido de interrumpir el ejercicio legítimo de sus derechos civiles. Irónicamente, Años después, Morales se vio obligado a renunciar como presidente tras una huelga general y bloqueos que protestaban contra un fraude electoral en las elecciones generales de 2019.
El uso de bloqueos como táctica de protesta se ha extendido en Bolivia a lo largo de todo el espectro político. El Comité Cívico de Santa Cruz, una organización conservadora controlada por las élites regionales, lleva décadas empleándolos para negociar niveles crecientes de autonomía regional. Incluso gobiernos locales, a través de sus funcionarios electos, recurren ahora a bloqueos ilegales para exigir inversiones en infraestructura, educación y salud. En 2023, se registraron 146 bloqueos de carreteras entre enero y agosto, evidenciando su eficacia para obtener resultados en un contexto donde los canales normales parecen obsoletos.

Perú no es muy diferente de Bolivia, pero en lugar de canalizar el descontento popular hacia protestas civiles relativamente pacíficas, el país se vio envuelto en dos décadas de guerra de guerrillas durante los años 1980 y 1990. Antes de esta época violenta, los pueblos indígenas de las tierras altas estaban representados por organizaciones campesinas que coordinaban acciones de sindicatos regionales, organizados por comunidades locales que aprovechaban siglos de tradiciones indígenas de autogobierno y resistencia. La Confederación Campesina del Perú (CCP), creada en 1947, jugó un papel clave en impulsar la reforma agraria promulgada por el régimen militar del general Juan Velasco Alvarado en 1969. Diez año después, en 1979, se unió la Confederación Nacional Agraria (CNA), que promovió ideologías de izquierda durante el contexto político dominado por partidos orientados al mercado.
Tanto la CCP como la CNA, perdieron relevancia durante las insurgencias marxistas de las décadas de los 80 y 90, cuando las Rondas Campesinas, milicias de autodefensa organizadas localmente, se incorporaron a la exitosa estrategia del presidente Alberto Fujimori para derrotar a Sendero Luminoso y al Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). Las federaciones campesinas tradicionales recuperaron parte de su influencia en el 2000, cuando el gobierno de Fujimori colapsó debido a niveles intolerables de codicia y corrupción. Las Rondas Campesinas evolucionaron hasta convertirse en grupos cívicos locales que ahora coordinan sus actividades a través de la Central Única Nacional de Rondas. Campesinas del Perú (CUNARC-P). Estas tres federaciones han demostrado su capacidad de organización paralizando el país en repetidas ocasiones mediante bloqueos nacionales de carreteras.
Aunque las organizaciones campesinas peruanas tienen agendas políticas amplias, no han abordado eficazmente las necesidades específicas de las comunidades afectadas por la industria minera, especialmente los problemas de la expropiación forzosa de tierras y la apropiación arbitraria de los derechos de agua. Para llenar este vacío, en 1999 se fundó la Confederación Nacional de Comunidades del Perú Afectadas por la Minería (CONACAMI), destinada a coordinar protestas locales contra los proyectos mineros, y que pronto se enfrentó en una guerra de relaciones públicas con algunos de los conglomerados mineros más grandes del mundo. Una de sus acciones más exitosa fue apoyar a una mujer indígena que se negó a vender sus tierras a una empresa minera que pretendía instalar una mina de oro de gran escala en la región de Cajamarca. Las protestas civiles, principalmente bloqueos de carreteras, han paralizado inversiones millonarias, incluidas las de empresas chinas no acostumbradas a tratar cuestiones sociales y medioambientales. Estas protestas sociales han puesto en duda los planes de expansión del sector minero, amenazando el futuro a largo plazo de la industria minera en el Perú.
La reforma agraria y la justicia económica han dominado históricamente las agendas políticas de las federaciones campesinas en Perú, cuya retórica suele estar influenciada por filosofías marxistas enfocadas en la lucha de clases. En contraste, las comunidades indígenas de las tierras bajas amazónicas priorizan la identidad étnica y el control territorial. Organizadas en dos federaciones principales con enfoques filosóficos diferentes, son la Confederación de Nacionalidades Amazónicas del Perú (CONAP) y la Asociación Interétnica para el Desarrollo de la Selva Peruana (AIDESEP). Ambas se fundaron durante la misma semana de agosto de 1980, y compiten en integrar a representantes de los consejos autónomos de las comunidades indígenas (Comunidades Nativas), que han obtenido o están en proceso de obtener títulos comunales sobre las tierras que rodean sus aldeas.
La CONAP tiende a colaborar con las autoridades nacionales y regionales para aprovechar oportunidades de desarrollo, mientras que la AIDESEP adopta una postura confrontacional, operando más como una organización no gubernamental (ONG). Ambas federaciones respaldan e incluso organizan activamente actos de protesta civil para promover los objetivos de sus comunidades. Un ejemplo destacado fue su participación en la protesta en Bagua en 2009, donde más de 1.000 personas bloquearon la única carretera en esa región de la Amazonía peruana con el objetivo de interrumpir las operaciones del Oleoducto Norperuano. En esa oportunidad, protestaban contra políticas que, en su opinión, amenazaban los derechos comunales al permitir inversiones extranjeras en la Amazonía. Entre sus principales quejas estaba la eliminación del requisito legal que obliga al gobierno, y sus eventuales socios, a obtener el “consentimiento libre, previo e informado” (CLPI) de las comunidades indígenas para implementar proyectos que afecten sus derechos comunales.

Estas políticas de inversión formaban parte de una estrategia del presidente Alan García (1985-1990, 2006-2011) para fomentar el crecimiento económico mediante un tratado de libre comercio con los Estados Unidos, que entró en vigor en febrero de 2009. En respuesta a las protestas, el gobierno envió a varios cientos de policías para desactivar el bloqueo de la carretera. El enfrentamiento armado resultante, ahora conocido como el Baguazo, dejó más de 200 personas heridas, mientras que diez civiles y 23 policías murieron, y un policía sigue desaparecido y se presume muerto.
Cincuenta y tres personas, incluido el presidente de AIDESEP, fueron acusadas por su presunta implicación en el Baguazo. Sin embargo, tras un juicio de seis años, todos fueron absueltos en 2017, cuando un juez dictaminó que los acusados actuaron dentro de sus derechos para protestar contra un delito medioambiental. La sentencia fue ratificada por la Corte Suprema en 2021. Este evento obligó al gobierno a archivar el controvertido paquete de propuestas de ley que habían provocado la protesta, y condujo a la aprobación de la Ley de Consulta Previa a los Pueblos Indígenas u Originarios (2011), además de una nueva Ley Forestal y de Fauna Silvestre, debatida no solo en el Congreso sino también a través de un proceso de consulta previa con los pueblos indígenas en 2015. Es importante destacar que, aunque el tratado de libre comercio no se vio afectado por el Baguazo y sigue vigente en 2024, el incidente creó un clima político que ha perjudicado la exploración y producción de petróleo en la Amazonía peruana.
En Ecuador, el uso de la protesta civil tiene raíces profundas en la historia del país en materia de las luchas de los pueblos indígenas por la tierra y el agua. Aunque los grupos y asociaciones locales desempeñaron un papel decisivo en impulsar la reforma agraria en la década de 1960, no lograron desplegar todo su poder político hasta 1990, cuando se crea la Confederación de Nacionalidades. Indígenas del Ecuador (CONAIE) y se organiza un paro nacional que paralizó el país. Posteriormente, en 1994, la Confederación de Nacionalidades. Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (CONFENIAE) lideró una marcha pacífica que formalizó su demanda de justicia territorial y el fin de las flagrantes violaciones medioambientales ocasionadas por la industria petrolera. Desde entonces, las organizaciones indígenas han recurrido a estrategias legales para limitar la producción petrolera en sus territorios. En agosto de 2023, un referéndum nacional, patrocinado por una coalición de organizaciones indígenas y medioambientales, logró la aprobación de una medida para restringir la explotación petrolera en el Parque Nacional Yasuní, con el apoyo abrumador de los votantes ecuatorianos.
En la Amazonia colombiana también se producen protestas civiles, pero su impacto es limitado en comparación con las décadas de abusos asociados a la guerra civil. La ausencia del Estado, una característica central del conflicto armado, ha impedido el desarrollo de protestas cívicas efectivas, ya que éstas resultan inútiles en un contexto de extrema violencia. Por otro lado, en Guyana y Surinam, los conflictos por la tierra suelen estar ligados a eventos políticos, como elecciones fraudulentas o demandas para poner fin a gobiernos autoritarios. Sin embargo, estas protestas no han logrado los cambios que sí se han visto en las repúblicas andinas.
Imagen destacada: Marcha Indígena por el Territorio y la Dignidad, Bolivia. Crédito: © CIPCA – Centro de Investigación y Promoción del Campesinado.
“Una tormenta perfecta en la Amazonía” es un libro de Timothy Killeen que contiene los puntos de vista y análisis del autor. La segunda edición estuvo a cargo de la editorial británica The White Horse en el año 2021, bajo los términos de una licencia Creative Commons -licencia CC BY 4.0).