- En el nororiente ecuatoriano, esta comunidad ha levantado un inventario de sus “activos de salud”, basado en sus saberes ancestrales y la biodiversidad del bosque.
- Se identificaron 150 especies: 44 plantas, 18 hongos y 88 animales, todas ellas usadas como alimento, medicina o en construcciones y rituales.
- Su estrategia de sanidad y seguridad alimentaria incluye un huerto climáticamente inteligente para enfrentarse a tiempos de crisis climática.
- La comunidad se ha comprometido a conservar el 69 % de su territorio como bosque siempre verde, en una muestra de resistencia frente a las presiones de su entorno, que incluye palmicultoras e instalaciones petroleras.
Tras un viaje de ocho horas desde Quito —cuando la vía de 366 kilómetros no está cerrada por derrumbes—, es posible llegar a la comunidad shuar Los Vegas, ubicada en la parroquia Limoncocha del cantón Shushufindi, en la provincia de Sucumbíos, en el norte de la Amazonía ecuatoriana. Un territorio familiar que se ha convertido en una especie de isla por el contraste entre las actividades extractivas a su alrededor y las labores de conservación que los pobladores indígenas realizan en su interior.
Media hora antes de llegar, la carretera E45A, alterna de la Troncal Amazónica, se convierte en un continuo paisaje de zonas pobladas con casas, negocios y calles inundadas de vehículos que transportan trabajadores, materiales de construcción, químicos o alimentos. Se intercalan instalaciones petroleras que exhiben tuberías, tanques y mecheros que emanan gases contaminantes, y una seguidilla de árboles de palma africana levantados en terrenos con letreros que revelan ser propiedad de Palmeras del Ecuador, la empresa que domina ese cultivo en el país.

Los Vegas está rodeada de pequeñas fincas por las que se pasa al transitar el angosto camino de tierra que se debe tomar luego de dejar atrás la vía principal. La sensación de estar en un bosque tropical amazónico es remota pero, al llegar a la comunidad, el paisaje cambia. En el horizonte se divisa un río y espigados árboles de pambil, sacha inchi y moreta. A la entrada, un gran letrero de madera da cuenta de su nombre y que es parte de Yamanunka, “la capital nacional del cedro”.

Este poblado consta en el Registro de Comunas, Comunidades, Pueblos y Nacionalidades Indígenas del Ministerio de Gobierno del Ecuador y fue fundado en 1992 por Santiago Vega, de 78 años, y su esposa Clelia Andaluz, de 76 años. Es una de las quince comunidades que integran la comuna Yamanunka —Tierra Nueva, en lenguaje shuar—, un territorio de 8826 hectáreas conformado por pobladores de esta nacionalidad indígena que llegaron a la zona en la década de 1970, procedentes del sur del país, y que hoy suman 1661 personas, según el Plan de Vida de las Comunidades Shuar Yamanunka, publicado en 2022.
La comunidad Los Vegas ocupa 60.74 hectáreas del territorio Yamanunka y está habitada por 45 personas: sus dos fundadores, sus hijos y las familias de sus hijos. Varios de ellos son shuar, otros son kichwa amazónicos y otros son mestizos de diferentes partes del país. Aún así, todos se identifican como shuar.

Los dirigentes de la comunidad han decidido voluntariamente conservar el 69 % del bosque siempre verde de esta zona baja en las cuencas de los ríos Aguarico, Putumayo y Caquetá. Aquel bosque, recalcan, les da alimento, medicina, las herramientas para construir viviendas y es también alimento espiritual. Conservarlo, dice Juan Vega, hijo de los fundadores y presidente de la comunidad, es también una estrategia para hacerle frente al cambio climático. “Una forma de resistencia”, agrega Santiago Vega.
Destinar la mayor parte de su territorio a la conservación convierte a esta pequeña comunidad en un espacio divergente de lo que ocurre a su alrededor. “Estamos rodeados de palmicultoras, de la empresa petrolera y de cultivos de malanga. Somos como una isla porque la mayoría de los vecinos finqueros ya están cultivando palma”, advierte Clelia, al referirse al monocultivo de esa especie introducida que, en 2024, tenía 36 804 hectáreas cultivadas en la provincia de Sucumbíos, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). En la parroquia Limoncocha, donde se encuentra Los Vegas, la cobertura de bosque disminuyó 17 % entre 2000 y 2022, según datos del Plan de Desarrollo y Ordenamiento Territorial de Limoncocha (2023-2027).

Inteligencia ancestral
Mirian Vega tiene 44 años y es la hija mayor de Santiago y Clelia. Ella está convencida de que el bosque amazónico provee medicina y ayuda a recuperar la salud. Ella y su esposo Bernabé Wajarai, un shuar nacido en el sur del país, relatan una historia que para ambos es una confirmación de lo que les fue transmitido por el saber ancestral.
La pareja recuerda que hace un par de años Bernabé resbaló en un suelo fangoso cruzando un puente cerca de la casa comunal, cayó de espaldas y “quedó inmovilizado” bajo “un dolor insoportable”. Mirian recordó la medicina del bosque que su padre le había recomendado para casos de golpes o roturas de huesos: el zumo de la corteza de guanto o floripondio (Brugmansia suaveolens). “Una planta sagrada”, recalcan ambos, al referirse al valor espiritual que le otorga la cultura shuar a este árbol.
Un remedio que “tiene sus reglas”, aclara Mirian, como la hora a la que debe aplicarse: en el crepúsculo vespertino, momento que ella esperó para untarlo en la espalda de su esposo. Según dicen, al despertar pudo mover las piernas, levantarse y continuar con su vida de agricultor, obrero ocasional, padre de un niño de tres años y futbolista de fin de semana.
En la cultura shuar son ampliamente conocidas las propiedades medicinales y espirituales atribuidas a esta “planta sagrada” —como “ver el futuro” o “la muerte”—, sin embargo, en espacios como el de la comunidad Los Vegas, rodeada de actividades extractivas y modos de vida ajenos a esta nacionalidad, este saber “corre el riesgo de perderse”, reflexiona Mirian.

Esta preocupación llevó a que la comunidad identificara a esta planta y otras presentes en su territorio como “activos de salud” para protegerlas de la extinción.
Todo ocurrió a inicios de 2024, cuando esta comunidad y la asociación de mujeres Nua Kakaram, también parte de Yamanunka, participaron en el proyecto Ruta de la Salud Indígena, a cargo de la ONG holandesa Hivos.
Durante una consulta previa al diseño del proyecto, se les preguntó, desde su realidad de pueblo indígena amazónico, cómo afecta el cambio climático a su salud. Fue entonces cuando se vieron en la necesidad de reflexionar y buscar respuestas, dice Patricia Granja, coordinadora del proyecto. “Se reencontraron con ese saber y se entendieron a sí mismos en su propia riqueza”, sostiene.
“Activos de salud” es un concepto de salud pública que abarca a los recursos que mejoran la capacidad de una comunidad para mantener su salud y bienestar, según la definición citada por Andrea Coloma, bióloga y consultora de Hivos, en un informe final de ese proyecto en septiembre de 2024.
En el marco de ese proyecto se identificaron en el territorio 150 especies: 44 plantas, 18 hongos y 88 animales, entre ellas al menos 18 anfibios. Todas son especies usadas como alimento, medicina, en construcciones y en rituales. “Con un uso biocultural y un impacto en su salud corporal, mental y espiritual”, explica Catalina Campo, antropóloga y especialista de Hivos.
Aquel registro, que consta en uno de los informes finales del proyecto, se elaboró a partir de inventarios de biodiversidad realizados por la comunidad bajo la guía de Coloma, a través de una App en sus teléfonos inteligentes y aprovechando la plataforma ciudadana iNaturalist, que utiliza inteligencia artificial y tiene varios curadores que ayudan a la identificación y verificación de especies.

En los primeros meses de 2024, siete miembros de Los Vegas participaron en dos capacitaciones virtuales en las que aprendieron cómo funciona la plataforma, cómo se registran los datos, qué es taxonomía y el uso de algunos elementos y métodos de muestreo.
Posteriormente, Coloma y Campo visitaron la comunidad para entregarles un kit de ciencia ciudadana que contenía piezas como linternas LED de cabeza, una trampa de luz para insectos (una tela blanca de 3 metros por 3 metros) que colocaron en un extremo de la cancha de fútbol de la comunidad, lentes de aumento para las cámaras de los celulares (MicroCosmos) y guías de campo de diferentes grupos taxonómicos.

En la trampa de luz, el grupo capacitado fotografió varias especies de insectos en la noche y durante recorridos nocturnos de un kilómetro encontraron varias especies de ranas y otros animales. Para el registro de aves realizaron dos salidas al amanecer y para el inventario de plantas se priorizaron aquellas que tienen algún uso alimenticio, medicinal o espiritual, a partir de una ficha específicamente diseñada para ese registro.
Durante la noche de la última visita de las especialistas, entre risas y recuerdos de anécdotas, varios miembros de Los Vegas participaron en una dinámica de reconocimiento de anfibios, lo que permitió también identificar los nombres shuar de especies que forman parte de la biodiversidad del lugar.
Al iniciar el proceso, cuenta Patricia Granja, la comunidad dibujó un mapa en el que sus miembros identificaron puntos importantes de su entorno, los cuales sirvieron de pauta para los recorridos. Las observaciones realizadas por la comunidad constan en un proyecto en iNaturalist llamado Activos en salud Los Vegas.
Pablo Vélez, vicepresidente de la comunidad, fue el más entusiasta en los registros. “Es información que se comparte con personas de todo el mundo. Yo tomaba una foto de algún insecto, cuyo nombre no conocía, pero en la aplicación entraban otras personas que lo identificaban y ya aparecía el nombre”, dice emocionado. Entre febrero de 2024 y febrero de 2025 solo él sumó 204 observaciones, correspondientes a 119 especies.

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Enfrentar la ansiedad climática
Cerca de la casa comunal de Los Vegas se encuentra un huerto climáticamente inteligente. Un espacio de media hectárea con letreros blancos junto a plantas que crecen en hileras.
En primera línea está un pequeño guanto o floripondio, la especie que, según el conocimiento ancestral de la comunidad, salvó a Bernabé de quedar parapléjico. En eso insisten Mirian y Clelia.
También crecen ahí plantas como la guayusa, que sirve para infusiones energizantes; el chirinquiasi, utilizada para combatir la fiebre; la ungurahua (kunguki, en shuar), consumida con fines cosméticos, y la palma dulce o palmito (kuashi, en shuar), del que se aprovechan el tallo tierno para alimento y las hojas para la construcción.

Estas son solo algunas de las casi 100 especies vegetales, entre frutales y medicinales, que hace un año sembró la comunidad junto con técnicos de Hivos, con la expectativa de garantizar su seguridad alimentaria y revitalizar la medicina ancestral.
El uso de abonos orgánicos y la rotación de cultivos se combinaron con métodos modernos como la diversificación de especies y la selección de variedades resistentes al clima. Para ser parte de aquel huerto, las plantas debían pertenecer al ecosistema de esta zona. Diego Mora, técnico de Hivos, explica que esto evita someterlas a un estrés adicional y las vuelve más resistentes al cambio climático.
Implementaron como estrategia de adaptación el riego por goteo y la agroforestería. Intervenciones que han aumentado la capacidad del huerto para resistir condiciones climáticas adversas, explica Juan Carlos Vargas, ingeniero agroforestal, en la investigación Huertos climáticamente inteligentes: soberanía alimentaria y medicina ancestral en la comuna Yamanunka de Shushufindi, Ecuador.

Una sequía sin precedentes en este territorio —ocurrida entre agosto y octubre del 2024, en la que coincidieron las más altas temperaturas con la más baja pluviosidad en los últimos 40 años, según el sitio Meteoblue— fue la gran prueba ante las alteraciones climáticas. Un año después, en el huerto climáticamente inteligente de Los Vegas, están de pie el 70 % de las plantas que sembraron inicialmente, asegura Pablo Vélez, el vicepresidente de la comunidad.
Aquella sequía coincidió con el incremento de plagas. “Caen muchas plagas al plátano y a la yuca. Ya no dan sanamente como antes. En el huerto que sembramos el año pasado se ha dado bien el plátano”, refiere Vélez al recalcar que ellos no utilizan químicos, solo abono orgánico.
Un espacio de resistencia
Los Vegas resisten en Sucumbíos, una de las provincias más petroleras y con mayor presencia de cultivos de palma de aceite en Ecuador. Y aunque representan una esperanza de conservación para la Amazonía norte del país, su territorio va quedando cercado.
Especialistas que investigan y trabajan en la zona advierten que uno de los mayores impactos para el ecosistema es, precisamente, el cultivo de palma de aceite. No solo por la deforestación que genera sino por el drenaje que se hace para preparar los suelos para la siembra.
María José Vásconez, consultora ambiental que realiza una maestría en Cambio Climático en la Universidad Ikiam, recalca que el problema, en una región como en la que viven Los Vegas, es que el drenaje se da en terrenos inundables, “lo que genera una pérdida de servicios ecosistémicos”, porque los bosques inundables de la Amazonía son un gran sumidero de carbono que alberga una rica biodiversidad.

“No solo se absorbe carbono en los árboles, sino también en el agua, por lo que, al hacerse esta remoción de tierra para sembrar palma, se liberan grandes cantidades de CO2”, recalca Vásconez.
Javier Vargas, gerente de Paisaje Norte y Coordinador del Proyecto Paisajes Sostenibles de Conservación Internacional en Ecuador, comenta que en este sector hay formaciones de moretales y, cuando se abre espacio para el monocultivo de palma, se construyen canales para evacuar el agua y los secan. “Se pierde la biodiversidad porque en los moretales hay mucha producción de alimentos para los animales silvestres”, asegura, y agrega que, en términos de cambio climático, secar las fuentes hídricas hace que en épocas de verano estos suelos sean aún más secos.
El anhelo de Santiago Vega es conservar el bosque y rescatar su cultura como un legado para sus hijos. “El shuar no es apache (mestizo). Shuar busca dejar de herencia la sabiduría, la inteligencia, lo ancestral”, dice el líder y patriarca.
Su hijo Juan habla de ese legado y compromiso: “A veces hay temas en los que no estamos de acuerdo, pero los resolvemos. En lo que sí todos estamos siempre de acuerdo es en mantener el bosque”.
Sin embargo, al fundador de Los Vegas le preocupa que la necesidad económica de sus hijos, yernos y nietos los lleve a trabajar en las instalaciones petroleras o en las palmicultoras que rodean su territorio. “Eso les llena la cabeza de otras cosas y les quita tiempo para trabajar en la finca y en la piscicultura”, reniega.

Bernabé Wajarai, por ejemplo, volvió hace poco a la industria del aceite de palma, donde es experto en polinización de las plantas.
“Es difícil cuando se necesita dinero para comprar cosas como una moto para transportarse”, comenta Juan. “O para el transporte de los niños”, señala Mirian, al referirse a la reciente decisión de la comunidad de cambiar a sus hijos menores a una escuela lejana, luego de recibir “amenazas para involucrarlos con drogas”.
Por eso, el sueño de Juan, Pablo y otros jóvenes de la comunidad se enfoca en el turismo como una fuente de ingresos. Quieren mostrarle a los foráneos que tienen un huerto “climáticamente inteligente”, ofrecer maitos y otros platos ancestrales, presentar danzas y música shuar, vender artesanías, llevarlos al río y al bosque, enseñarles a identificar nuevas especies, fotografiarlas y subir esa información a iNaturalist. “Aún nos falta dinero para crear una página web y ofrecer el servicio. Aún es un sueño”, dice Pablo sin perder la esperanza de que ese anhelo pronto se convertirá en realidad.
Imagen principal: Santiago Vega, líder de Los Vegas, recorre el territorio de su comunidad. Foto: Estuardo Vera