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En la vasta región noreste de Perú, donde los caminos son escasos y los bosques abundantes, las medidas para reprimir el saqueo ilegal de madera, peces y vida silvestre son esporádicas y costosas. Para llenar el vacío, el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas por el Estado y las organizaciones conservacionistas sin afán de lucro alientan a grupos comunitarios a patrullar lagos y bosques y a controlar la pesca y la caza.
En la Reserva Nacional Pacaya-Samiria, a este sistema de control comunitario se le atribuye el haber salvado de la extinción a la tortuga amazónica conocida como taricaya (Podocnemis unifilis) y al enorme pez llamado paiche (Arapaima gigas) amén de haber aumentado los ingresos de los miembros de la comunidad local y creado un negocio multimillonario en dólares.
Sin embargo, por el Río Marañón, en la zona de amortiguación del parque, no es raro encontrar gente que se retira de grupos así alegando no verles beneficio alguno.
Para alguna gente en la Amazonía es una bendición vivir cerca de un área protegida. Para otra, es una barrera a la caza tradicional y a los sitios de pesca.
Una mujer vende pescado en un mercado de Puerto Maldonado, en la región de Madre de Dios del sureste peruano. Las áreas protegidas en la Amazonía comprenden bosques anegados que son cruciales para la reproducción de los peces. Foto cortesía de: Barbara Fraser. |
¿Cómo pueden diferir tanto dos perspectivas del mismo lugar?
La Madre Naturaleza, es la respuesta del biólogo Joel Rojas, inspector de pesquerías del gobierno regional de Loreto. Hay más peces en la cuenca de Pacaya, donde los grupos de manejo fueron más eficaces, pero menos por el lado del Río Samiria, donde los grupos dicen que el costo de patrullar los lagos sobrepasa los beneficios.
La naturaleza humana, contesta José Álvarez, director de Biodiversidad del Ministerio peruano del Ambiente. Cuando se crea un área protegida, la gente se queja de las restricciones a la caza, la pesca y la tala.
“Pero no se imaginan la situación opuesta”, dice. “Si no hubiese restricciones, los recursos habrían sido saqueados y sería peor”.
En investigación, ese opuesto, es decir, una situación hipotética contraria a los hechos, es más difícil de medir y no figura en la mayoría de las evaluaciones del impacto económico de los parques sobre las comunidades vecinas, dice Paul Ferraro, catedrático de Economía de Georgia State University.
No obstante, recalca, es tan importante entender si un área protegida afecta los índices de pobreza de las comunidades vecinas como las razones de esos efectos.
Bosques, parques y pobreza
Quienes se oponen a las áreas protegidas suelen argüir que éstas sacan tierra agrícola de circulación e inhabilitan recursos forestales, con lo que dejan a comunidades vecinas peor de lo que estaban. Por otro lado, quienes proponen estas áreas dicen que sus beneficios—más cobertura forestal, servicios ambientales, turismo, infraestructura—de hecho alivian la pobreza además de preservar la naturaleza.
Ferraro comenzó a enfocarse en el tema hace más de una década, cuando trabajaba en proyectos que promueven conservación mediante pagos por los servicios ambientales que brinda una determinada área—como el agua, el control de la erosión, la protección de la biodiversidad y otros beneficios.
Guide Alex Durand, izquierda, señala un pájaro a observadores de aves cerca del Parque Nacional y Reserva de la Biósfera del Manu en Perú. El turismo trae ingresos a las comunidades cerca de los parques en regiones tropicales latinoamericanas. Foto cortesía de: Barbara Fraser.
Encontró que la información era escasísima.
“Caí en cuenta que tenemos paupérrima evidencia para casi toda iniciativa en conservación”, dice.
Muchos estudios carecen de grupo testigo. Si exponen efectos positivos o negativos sobre comunidades cerca de un área protegida, no pueden probar que los efectos se deben al área protegida porque no los comparan con comunidades de características similares que no tienen un área protegida en las cercanías.
Algunos estudios muestran que cuanto más biodiversa es un área, más altos son los índices de pobreza en los alrededores. Otros muestran que la gente ya no puede usar los recursos cuando se crean áreas protegidas y se aplican sus reglamentaciones.
Pero, dice Ferraro, la pregunta es ¿cuánta de esa pobreza puede ligarse a la creación del área protegida y cuánta a factores como suelos pobres, falta de caminos u otra infraestructura, o la distancia a ciudades? Afirma que es esencial dar respuesta a estas preguntas para entender cuáles medidas de conservación aminoran la deforestación a la par que alivian la pobreza, cuáles medidas no lo hacen, y por qué.
Ferraro, algunos de sus estudiantes y unos cuantos investigadores han empezado a abordar la pregunta y poco a poco van generando datos. Hallan que los efectos varían según factores como el rigor con que se protege al parque, cuán asequible es o cuánto dista de las ciudades, y la distancia entre la comunidad y el área protegida.
Sus hallazgos ya están socavando la sabiduría popular sobre los beneficios de los parques.
Estas mujeres hacen hervir la fruta de la palma conocida como aguaje (Mauritia flexuosa) para extraer aceite en San José de Parinari, una comunidad en la Reserva Nacional Pacaya-Samiria de Perú. El aceite que venden se usa en cosméticos. Foto cortesía de: Barbara Fraser.
Ferraro dice que comúnmente se cree que las áreas más rigurosamente protegidas son mejores para el medio ambiente, porque en ellas se limita las actividades humanas drásticamente, y que es más probable que las de uso múltiple sean degradadas.
Pero uno de los estudios de Ferraro —de Bolivia, Costa Rica, Tailandia e Indonesia—encontró que los parques protegidos con mayor rigor no necesariamente son menos deforestados que las áreas protegidas en las que se permite aprovechar recursos.
En Perú, un estudio de áreas protegidas establecidas antes de 2000 halló que los parques más antiguos y aquellos que permiten a lugareños hacer uso mixto de ellos eran, de hecho, los mejores en aminorar la deforestación.
Aun así, los efectos varían según el país. El turismo en Costa Rica respondía por dos tercios del efecto que tienen las áreas protegidas en reducir la pobreza, pero el efecto dependía de la proximidad a las ciudades. Es más, la gente que mayor beneficio económico obtuvo fue la que vivía más cerca de la entrada al parque.
Las áreas protegidas en Perú tuvieron poco efecto en los niveles de pobreza en los alrededores , aun cuando el país promueve el turismo, especialmente en parques icónicos como la Reserva Nacional de Tambopata.
Los autores anotan que quizás el turismo repercute más en Costa Rica porque los parques de este país centroamericano son más asequibles y reciben más visitantes.
La cantidad de turistas que visitan la Reserva Nacional peruana de Tambopata creció de 15.000 en 2005 a casi 40.000 en 2013. En contraste, la Reserva costarricense de Monteverde recibe casi el doble de esa cantidad.
Pero los resultados también varían dentro de un mismo país, según dónde están ubicadas las áreas protegidas.
Víctor Zambrano se apresta a tomar una fruta de un árbol en un área privada de conservación que estableció en su propiedad, en la región sureste de Madre de Dios en Perú. El turismo puede ayudar a reducir la pobreza cerca de áreas protegidas pero los expertos dicen que se necesita investigar más para entender las compensaciones que entraña. Foto cortesía de: Barbara Fraser.
La cantidad de turistas que visitan la Reserva peruana de Pacaya-Samiria—a la que se llega sólo por avión o bote—subió de 1.000 a 10.000 entre 2005 y 2013 pero sigue muy por debajo de Tambopata. Son mayormente extranjeros quienes van a Pacaya-Samiria y a Tambopata, si bien las visitas de peruanos van en aumento.
La lección singular e indiscutible que hasta ahora dejan los estudios, dice Ferraro, es que se precisan más estudios. Las instancias gubernamentales de los parques y los grupos de conservación podrían ayudar diseñando programas experimentales que den datos sobre efectos económicos, así como resultados relativos a conservación, agrega.
Más que economía
Hay gente que es escéptica al enfoque econométrico que usan Ferraro y sus colegas.
Bruno Monteferri de la Sociedad peruana de Derecho Ambiental se irrita ante la sugerencia de que el efecto económico de las áreas protegidas de Perú tiene poco de positivo. Hace casi diez años que Monteferri viene nutriendo una red de personas que voluntariamente convirtieron toda o parte de su propiedad en área privada de conservación.
La red “Conservamos por Naturaleza” abarca desde jóvenes biólogos hasta abuelas que están motivadas por su amor al lugar o por el deseo de dejar algo a hijos y nietos, antes que por preocupaciones económicas, según Monteferri.
Hace poco se lanzó un libro en Lima que marca el décimo aniversario de la red. El evento parecía una fiesta barrial de naturistas: una multitud abrumadoramente joven tomando ginger ale con pisco en tazas retornables, sirviéndose refrigerios vegetarianos y examinando productos como las las hojuelas de nueces brasileras de la Reserva Nacional de Tambopata.
Paige West está de acuerdo con Monteferri. Los beneficios de las áreas protegidas no pueden reducirse a dólares y centavos, dice esta catedrática de antropología de Barnard College y la Universidad de Columbia.
“No todo es sobre beneficio económico”, anota West, cuya investigación incluye áreas protegidas en Papúa, Nueva Guinea. “Lo que se necesita es análisis de mucho detalle, no la amplia serie de análisis que se obtiene con la econometría”.
West más bien aboga por la investigación etnográfica, que implica observar en detalle el cotidiano de la gente, antes que por los cuestionarios de encuesta que son más comunes en estudios económicos. Asevera que el mayor detalle revela que la gente tiene formas más complejas de usar y proteger recursos.
Ella afirma que hay gente que entiende que su uso tradicional de recursos quizás no sea sostenible pero igual es ésa su opción. Otra gente sabe que las áreas protegidas les vedarán los sitios en que solían cazar o pescar, o algunas especies que cazaban, pero aceptan las restricciones para conservar esos sitios y esas especies.
Especie de rana arborícola Hyla en la Reserva Nacional de Tambopata. Foto por Rhett A. Butler / mongabay.com
Para mantener a la gente en la ecuación
Con el advenimiento de los sistemas de información geográfica (SIG), las comunidades han empezado a mapear su uso de la tierra y a escoger las áreas que manejarán para caza, pesca, tala u otros usos, y las que mantendrán intocadas.
Ese tipo de esfuerzo tiene efectos en serie, dice Álvarez, encargado de Biodiversidad del Ministerio del Ambiente. Antes del Área de Conservación Comunal Tamshiyacu Tahuayo, creado en Loreto en 2009, la vida silvestre era tan escasa que los cazadores debían viajar a las cabeceras de cuenca y de ahí caminar varios días hasta hallar caza.
Dice: “Ahora tienen recursos que no tenían. El área se ha vuelto un lugar en donde animales y peces se reproducen bien, para luego dispersarse hacia los márgenes [del área protegida]”. Con pesca y caza más abundantes, mejora la nutrición familiar y en última instancia el bienestar.
El área de conservación “se ha vuelto fuente y sumidero”, dice, “que es la única forma de asegurar que la vida silvestre en la región amazónica sea usada sosteniblemente”.
Atardecer sobre el bosque tropical amazónico en la Reserva Nacional Tambopata. Foto por Rhett A. Butler / mongabay.com
Si para mapear es importante entender el uso que la gente da a la tierra, es el doble de importante cuando la conservación choca con las comunidades.
Muchos parques pioneros en Latinoamérica, particularmente en la Amazonía, fueron modelados según el concepto estadounidense de preservar la vida silvestre conservando ecosistemas y vida silvestre, e ignorando o relegando a los lugareños.
La publicación de “ Un desafío a los conservacionistas ,” en 2004 llevó a planificar parques prestando más atención a las comunidades locales, dice West. El ensayo fue una crítica acerba del antropólogo Mac Chapin a las organizaciones internacionales de conservación.
“Creo que la comunidad profesional en conservación comprende mejor que tiene que trabajar con los pueblos indígenas y con otras personas cuyos medios de sustento dependen de estas áreas para descubrir cómo usan estas áreas y por qué les son tan importantes, y para afanarse por armar proyectos más sólidos,” dice.
Álvarez también ve un cambio.
“Aún hay gente, aunque poca, que piensa en las áreas protegidas como islas de conservación en un mar de depredación”, dice, “pero va arraigándose la idea de que son áreas de manejo especial, no sólo para el futuro sino para las generaciones de hoy”.
Los investigadores dicen que, aun así, son tantos los puntos de vista sobre los costos y beneficios de las áreas protegidas para las comunidades vecinas que se hace necesario investigar más y obtener más datos sobre cómo puede la conservación mejorar los medios de sustento de la gente.
Una forma de lograr apoyo comunitario es incluyendo a la gente del lugar en la planificación de áreas protegidas, dice el antropólogo peruano Alberto Chirif; otra es acompañando los esfuerzos por conservar con otros servicios gubernamentales.
“No se puede pensar en la conservación sólo en términos del medio ambiente—se la tiene que pensar en términos de la gente. ¿Qué hacer para que la gente, que suele querer irse a la ciudad porque no tiene servicios (públicos), se quede y encuentre bienestar?” pregunta Chirif. “La Conservación también significa pensar en mejorar la atención a la salud y la educación. No puede concentrarse en los recursos naturales y el medio ambiente. Esa es una visión miope”.