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Colombia: comunidades y científicos restauran páramos fundamentales para enfrentar la crisis climática

El parque, de 13 437 hectáreas, fue creado para proteger el páramo, un ecosistema clave para la provisión de agua en el centro del país. Foto: Andrea Moreno - El Tiempo.

  • Aunque es difícil llegar a una cifra, diversos estudios sugieren que los páramos colombianos pueden almacenar hasta 338 toneladas de carbono solo en sus primeros 30 centímetros de profundidad. 
  • Esta capacidad, concentrada especialmente en las turberas —un tipo de humedal de este ecosistema—, se pierde si el páramo se degrada. 
  • En el Parque Natural Vista Hermosa de Monquentiva, en el centro del país, se han implementado procesos de restauración ecológica desde hace más de dos décadas. Esto ha permitido conocer mejor la capacidad del páramo para hacer frente al cambio climático.
  • Aunque la capacidad de los páramos para capturar carbono aún es un tema poco estudiado, su conservación es vital para la lucha climática y la subsistencia de los campesinos que los habitan.

 

En Colombia, cuando una persona piensa en un páramo, lo primero que se le viene a la mente son montañas repletas de frailejones, lagunas inmensas y neblina que choca de frente con praderas verdes donde predominan los matorrales y habitan venados, águilas y osos. Todo eso, junto a mucha, muchísima agua, compone el imaginario colectivo de este tipo de ecosistema, que provee de este recurso a 17 millones de colombianos, según cálculos del Instituto Humboldt.

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Sin embargo, los páramos no son solamente “esponjas” que retienen y surten de agua a los ríos del país. Un dato poco conocido es que también son claves para la captura de carbono, un servicio ecosistémico que evita que gases contaminantes lleguen rápidamente a la atmósfera, y que es fundamental a la hora de enfrentar la crisis climática y el aumento global de las temperaturas.

Investigaciones recientes han evidenciado que este ecosistema de alta montaña, que solo se encuentra en seis países —y de los cuales Colombia tiene la mayor extensión con 2,9 millones de hectáreas—, es incluso un mejor sumidero de carbono que la selva amazónica, que abarca un poco más de 50.3 millones de hectáreas en el país.

Las cifras son claras: en los bosques tropicales, como los de la región amazónica, una hectárea puede capturar entre 60 y 230 toneladas de carbono, según datos de la FAO; mientras que algunos estudios sugieren que una hectárea de suelo en los páramos colombianos puede almacenar hasta 338 toneladas de carbono en sus primeros 30 centímetros de profundidad, e incluso más dependiendo de las condiciones locales. En puntos específicos dentro del páramo, como en las turberas —un tipo de humedal que existe en este ecosistema—, la captura de carbono puede alcanzar las 2000 toneladas.

En los páramos, el carbono es capturado principalmente por los suelos. Degradarlos a través de la ganadería o minería convierte a estos ecosistemas en emisores de carbono. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

Aunque todavía se conoce poco sobre los páramos como sumideros de carbono —pues es un tema reciente, que se empezó a estudiar en Colombia en 2010—, los hallazgos amplían la discusión alrededor de estos ecosistemas a mucho más que solo “fábricas de agua”. De hecho, para ser más precisos, los páramos no fabrican, sino que son reguladores del líquido, y funcionan como una esponja que captura lluvia y humedad (siendo capaces de contener hasta dos veces su peso seco en agua). Luego, van liberándola hacia pequeñas quebradas que se convierten en ríos de donde se abastecen las poblaciones.

Pese a su vital importancia, los páramos enfrentan numerosas amenazas. En un escenario de calentamiento moderado, los páramos verían aumentar su temperatura hasta en 1.5° C. Además, están recibiendo menos lluvia y, como consecuencia, son cada vez más secos. Esto se reflejó en la crisis que vivió Bogotá en 2024, cuando la falta de lluvias y la poca humedad en la zona del páramo de Chingaza, que surte hasta el 70 % del agua que consumen los capitalinos, generó racionamientos del consumo durante un año.

A lo anterior, se suma la degradación de este pequeño pero fundamental ecosistema —que ocupa apenas el 1.7 % del territorio continental del país—. Aunque no hay una cifra exacta de cuántas hectáreas de páramo se pierden cada año, pues no hay una entidad o estudio que mida su pérdida, se estima que alrededor del 13 % de ellos ya se encuentran transformados. Los principales factores que los ponen en riesgo son la agricultura y la ganadería.

En Colombia, es común ver vacas lecheras en los alrededores de algunos complejos de páramo. Son utilizadas en pequeñas fincas campesinas. También, la siembra de cultivos, principalmente de papa y cebolla. Esa realidad es más grave en la cordillera Oriental: de las cinco zonas con cobertura paramuna del país, esta es la de mayor transformación, con un total del 18 % de su cobertura modificada. Le siguen la cordillera Central, con un 9 %; la región Nariño-Putumayo, con un 8 %; y la cordillera Occidental, con un 5 %. De hecho, según datos del Instituto Humboldt, tan solo el 51 % de los complejos paramunos de Colombia tienen algún tipo de medida de conservación jurídica.

La agricultura y la ganadería son dos de las actividades que generan mayor impacto negativo en los páramos. La presencia de vacas compacta suelos y afecta matorrales clave para la regulación hídrica. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

Con esas amenazas, el papel de los páramos cobra aún más relevancia. Si no se protegen, ese carbono que capturan y almacenan, se liberaría y aumentaría la situación global de emisiones.

Conrado Tobón, doctor en ecohidrología y líder del Grupo de Investigación en Hidrología y Modelación de Ecosistemas de la Universidad Nacional, es uno de los científicos que más ha estudiado la alta montaña en el país. Tras años recorriendo 17 de los 37 complejos de páramo de Colombia, insiste en la urgencia de reconocer que la captura y almacenamiento de carbono en sus suelos es uno de los servicios ecosistémicos más importantes que prestan.

Para él, también autor de uno de los libros más completos sobre estos ecosistemas en el país, y que tiene un capítulo dedicado exclusivamente a cómo funcionan sus suelos, un punto clave es que la pérdida de carbono no solo tiene implicaciones climáticas, sino también hídricas. A lo que se refiere, en palabras sencillas, es a que la materia orgánica del suelo (donde está capturado y fijado el carbono) también es fundamental para el ciclo del agua: permite la infiltración, retiene la humedad y regula el flujo hacia los acuíferos. “Si perdemos ese carbono, estamos perdiendo agua”, sentencia Tobón.

Así lo evidencian los estudios que ha realizado el grupo de investigación que lidera en el páramo Guantiva-La Rusia, en el departamento de Boyacá, al nororiente de Bogotá, donde han trabajado con más de 60 acueductos comunitarios para ayudar con la restauración de estos ecosistemas y evitar que los páramos pierdan la capacidad de proveer ese servicio.

“Las quebradas asociadas a cuencas que han sido transformadas se secan cada verano. Las comunidades lo han visto y lo reconocen”, asegura. Por eso, para él, conservar el carbono orgánico del suelo debería ser un objetivo nacional, tanto como lo es proteger el agua. “Sería otro servicio ecosistémico que ya está valorado en algunos páramos y que el país debería tener en cuenta al tomar decisiones sobre estos territorios”, insiste.

El páramo es un regulador hídrico: captura el líquido de las lluvias y la humedad, y lo libera lentamente hacia las quebradas y ríos que surten a poblaciones montaña abajo. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

Con dicho análisis coincide Gloria Yaneth Flórez Yepes, profesora e investigadora de la Universidad de Manizales, y quien lleva más de 15 años estudiando estos ecosistemas. La experta es clara en señalar que la pérdida directa de carbono afecta el ciclo hídrico. “Cuando se pierde la materia orgánica, se afecta la densidad aparente del suelo y se reducen los procesos de infiltración. Entonces, el agua que debería quedarse, se va por escorrentía”, explica Flórez. Esta situación no solo compromete el equilibrio del ecosistema, sino también el suministro de agua para millones de personas montaña abajo.

Sumideros desconocidos

Son pocos los investigadores y expertos que han estudiado en Colombia la capacidad que tienen los páramos para capturar carbono. Uno de ellos es Juan Carlos Benavides, experto en cambio climático y coordinador del Laboratorio de Ecosistemas y Cambio Climático de la Universidad Javeriana. Desde 2018, el científico trabaja junto a Conservación Internacional Colombia estudiando las capacidades que tiene el páramo del Parque Natural Regional Vista Hermosa de Monquetiva, en el municipio de Guatavita (Cundinamarca), para funcionar como sumidero de carbono.

La investigación forma parte de una iniciativa que busca conservar y documentar los servicios ecosistémicos que le presta la alta montaña a Bogotá y a los municipios cercanos, principalmente a través del conjunto de páramos de Chingaza-Sumapaz-Guerrero. El Parque Vista Hermosa de Monquentiva, con 14 437 hectáreas de extensión, forma parte del páramo de Chingaza y se ha convertido —según el experto— en un “centro experimental”, pues es importante para la gestión hídrica de la capital y los municipios aledaños, y además cuenta con el apoyo de la comunidad para su protección y estudio.

“Monquentiva se vuelve un centro experimental de alta tecnología en una colaboración muy estrecha con la comunidad para entender cuáles son esos caminos de recuperación”, explica Benavides. Gracias al trabajo de líderes locales como Gilma Rodríguez Jiménez, miembro de la Asociación de Mujeres Emprendedoras de Guatavita (Ameg), y Juan Camilo López, apicultor de la zona, se han venido implementando desde hace casi veinte años procesos de restauración ecológica. Esto, a su vez, ha permitido estudiar a fondo la dinámica del carbono, el metano y los humedales.

Colombia tiene la mayor extensión de páramos del mundo, con 2.9 millones de hectáreas. Aunque solo representan el 1.7 % del territorio nacional, son fundamentales para el ciclo del agua y la captura de carbono. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

Una de las áreas que cobra especial relevancia para las investigaciones se encuentra donde solía estar la Laguna de Guasca: una de las varias lagunas sagradas de la región que fue desecada en busca de oro durante la época colonial. Luego, los terrenos fueron convertidos en una inmensa finca ganadera y agrícola por el holandés Gonzalo Linnus Martos. Desde 2017, Benavides dirige allí el estudio sobre los gases capturados por este ecosistema, que hoy es un área protegida dedicada a la investigación y la conservación de la biodiversidad.

Así como los páramos pueden pasar de ser sumideros a emisores de carbono tras degradarse —por ejemplo, al ararlos para sembrar papa—, la tendencia también puede revertirse. En Vista Hermosa de Monquentiva, el equipo de investigadores ha documentado cómo la zona ha recuperado su capacidad de capturar gases contaminantes. “En menos de cuatro o cinco años, usted tiene un cambio completo en el ecosistema y dejan de ser emisores de gases de efecto invernadero a ser acumuladores de carbono”, explica Benavides.

Las turberas, en particular, han mostrado una capacidad excepcional de acumulación de carbono. En Monquentiva, por ejemplo, una sola hectárea puede contener hasta 2000 toneladas, según señalaron los investigadores consultados para este artículo. “Eso es entre 5 y 10 veces más de lo que retiene un bosque tropical”, asegura Benavides. La clave, insiste, está en que estos ecosistemas se mantienen inundados, lo que impide la descomposición de la materia orgánica por la falta de oxígeno.

David Santiago Rocha Cárdenas, investigador especializado en captura de carbono y CEO de The Ecosystem Carbon Conservation SA (una compañía dedicada a la restauración y manejo sostenible de ecosistemas), tiene una forma sencilla de explicarlo: “[En las turberas] parece que el tiempo se detuviera. Las hojitas y material vegetal que cae allí no se descompone por completo, debido a la falta de oxígeno, lo que hace que el carbono se quede atrapado en el suelo”. Para él, que trabaja de la mano con Juan Carlos Benavides, este tipo de humedales y sus inmensas capacidades como sumideros de carbono han sido ignorados por años.

Pero no todos los páramos son iguales, ni todos tienen turberas, ni todos tienen la capacidad de capturar la misma cantidad de carbono. En algunos —como los del Parque Nacional Natural Los Nevados— el contenido de carbono es más bajo debido a la mezcla del suelo con ceniza volcánica, mientras que en otros, como Chingaza y Sumapaz, los primeros centímetros del suelo pueden acumular entre 360 y 760 toneladas de carbono, según estimaciones de los expertos consultados para este reportaje.

Según los expertos, las turberas de los páramos pueden acumular 2000 toneladas de carbono por hectárea. Este tipo de humedales lleva cientos de años guardando carbono. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

Conservar y producir: la clave para las comunidades

La restauración de los páramos requiere paciencia, ciencia y, sobre todo, trabajo con las comunidades locales, explica Patricia Bejarano, directora del programa de paisajes sostenibles de alta montaña en Conservación Internacional Colombia. “Este no es un proceso que se logre en dos o tres años… revertir un daño ecológico toma tiempo. Y uno no puede tener un proyecto exitoso de conservación si sus comunidades no tienen un bienestar”, enfatiza.

La Ley 1930 de 2018, conocida como la Ley de Páramos en Colombia, estableció que estos ecosistemas son estratégicos para el país y requieren de protección especial. Por ello, determinó qué actividades no se deben realizar en el ecosistema. Esto no significa que en el páramo no se puedan desarrollar actividades productivas o agropecuarias de bajo impacto, sino que estas deben ser ambientalmente sostenibles y cumplir algunos lineamientos, como el uso de buenas prácticas que respeten los estándares ambientales y que garanticen la protección del ecosistema.

En Vista Hermosa de Monquentiva la estrategia fue clara: reducir los disturbios —como la ganadería— y permitir la regeneración natural del ecosistema bajo una figura de protección. La declaratoria del parque por parte de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca, la autoridad ambiental de la zona, facilitó una restauración pasiva, menos costosa y más sostenible a largo plazo. “El sistema viene recuperándose de una manera positiva porque los tres factores están dados: respaldo comunitario, algunos recursos económicos para el monitoreo y respuestas ecológicas favorables”, afirma Bejarano.

El respaldo comunitario ha sido clave. Transformar territorios que antes fueron potreros hacia usos sostenibles de la tierra implica asegurarle a sus habitantes unos medios de vida dignos y estables. Para ello, aseguran los expertos, es necesario fomentar sistemas productivos diversos que permitan mantener el ingreso familiar, retener a los jóvenes en el campo y adaptarse mejor al clima cambiante, al tiempo que se protege el ecosistema.

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Esa transición, reconoce Bejarano, debe ser justa: “No se trata solo de dejar de sembrar papa o de criar ganado. Se trata de proponer soluciones que permitan a las comunidades ceder terrenos sin que se afecte su calidad de vida”. Además, en muchos casos, las variaciones del clima ya están poniendo en riesgo sus sistemas tradicionales. “Inclusive la papa o el ganado de leche dependen mucho del clima… se generan muchas pérdidas, sobre todo en épocas de sequía”, insiste la experta.

En Guatavita, en inmediaciones del páramo de Chingaza, Gilma Rodríguez Jiménez, miembro de la Asociación de Mujeres Emprendedoras de Guatavita (Ameg), está entre quienes defienden la idea de que con prácticas sostenibles es posible cuidar la región que habitan y garantizar también el futuro de la empresa, con la que, junto con otras 39 mujeres, producen lácteos.

Gilma Rodríguez Jiménez forma parte de la asociación Ameg, que reúne a 40 mujeres emprendedoras que, sin dejar de lado sus actividades económicas, decidieron ayudar a proteger el páramo. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

Ameg lleva 25 años convirtiendo la leche de las pequeñas fincas de sus asociadas en yogurt, arequipe, kumis o queso campesino, bajo las marcas Carbo Lac y Simqua. “Aprendimos que si se cuida el agua, hay más leche. Y si hay más leche, hay más producto. Eso nos cambió la forma de ver nuestra ganadería”, explica Rodríguez. Para ella y sus compañeras, la agricultura y el páramo pueden coexistir.

“Nos capacitamos en sistemas silvopastoriles, cercamos las fuentes hídricas, sembramos árboles para dar sombra y proteger el suelo, y llevamos el agua hasta los bebederos sin que las vacas pisen los nacederos”, afirma, mientras recuerda que actualmente incluso recogen el estiércol y lo convierten en compostaje para sus propios cultivos.

Los sistemas silvopastoriles —una forma de producción que integra árboles, pastos y animales en un mismo terreno— han transformado radicalmente el impacto ambiental de las fincas en este ecosistema. Antes, los modelos tradicionales de ganadería no solo compactaban el suelo y erosionaban los nacederos de agua con el paso directo del ganado, sino que también generaban pérdida de biodiversidad al pisar a otros animales y comerse la vegetación nativa.

Hoy, al combinar la siembra de árboles y pastos con el manejo rotacional del ganado (una práctica en la que los animales se mueven periódicamente entre diferentes parcelas para evitar el sobrepastoreo y permitir que la vegetación se recupere), se ayuda a conservar la humedad del suelo, capturar carbono y restaurar parcialmente el equilibrio ecológico de zonas altamente vulnerables.

Ameg no ha sido la única. Otras iniciativas productivas de la zona se han posicionado como una alternativa a la agricultura tradicional que impacta la alta montaña. Una de esas es la de Juan Camilo López, fundador de Apiman y productor de miel de abejas y otros derivados de la apicultura, como el polen. López, además, es coordinador logístico de Dulce Monte, una organización comunitaria que se encarga de comercializar todo lo que se produce de forma sostenible en las veredas cercanas a la zona rural de Guatavita, donde se encuentran los productores de Ameg y de las mieles de Apiman.

Juan Camilo López, fundador de Apiman, coordina la venta y distribución de productos elaborados de forma sostenible por la comunidad de Guatavita. Entre esos, lácteos, galletas, mieles y jabones. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

Así, estas comunidades replantean la agricultura y la ganadería en el páramo. Actualmente, en el Parque Natural Regional Vista Hermosa de Monquentiva es común encontrar osos andinos caminando libres entre las montañas, y no vacas pisando y compactando el suelo.

Falta investigar más para proteger más

Si en algo coinciden todos los expertos entrevistados para este reportaje es en que aún falta investigar mucho más sobre los páramos. No solo sobre su biodiversidad y su capacidad para regular el agua, sino también sobre su inmenso —y hasta ahora poco conocido— potencial como sumideros de carbono. Pero para ello, advierten, hacen falta recursos.

Aseguran que se necesita más investigación para poder conocer mejor cuántas toneladas acumula cada ecosistema, dependiendo de su composición o del tiempo que puede tomar su restauración en áreas degradadas.

“A nosotros, en Colombia, aún nos faltan muchos recursos para poder hacer buenas investigaciones”, advierte Gloria Yaneth Flórez. Para ella, no se trata solo de la voluntad académica, sino de la complejidad de trabajar en ecosistemas de alta montaña. Desplazarse hasta las zonas de páramo implica altos costos logísticos: acceder a territorios alejados, transportar equipos especializados para medir condiciones de suelo y agua, y sostener al personal técnico en sitios donde las condiciones de vida son difíciles por la altitud y el clima.

La humedad choca con la montaña en el Parque Regional Vista Hermosa de Monquentiva. En ese intercambio se condensará y capturará el agua que luego desciende hasta las ciudades. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

A eso se suma el costo de los análisis de laboratorio, como los que permiten determinar la cantidad de carbono almacenado en los suelos, medir la calidad del agua o identificar especies invasoras. Esta posición también la respalda Conrado Tobón, quien destaca que en muchos casos los datos disponibles vienen de tesis de grado de estudiantes universitarios que, al no contar con recursos suficientes, están limitadas en el análisis y la obtención de datos.

Además, se necesitan cifras actualizadas y un monitoreo constante sobre las amenazas y pérdidas de páramo en Colombia. En todos los casos, la máxima es similar: no se protege lo que no se conoce, y las capacidades del páramo son frágiles. Con humedales drenados, matorrales arados y zonas intervenidas con ganado, difícilmente podrán seguir reteniendo los gases que calientan la atmósfera.

Por eso, el trabajo de estos investigadores ha abierto la puerta para conocer mejor esas virtudes hasta ahora ignoradas, sumado al trabajo de personas como Juan Camilo y Gilma que, junto a decenas de líderes y campesinos que habitan esta zona, están protegiendo actualmente este ecosistema vital para el futuro de Colombia, pero también del mundo.

*Este reportaje forma parte de una alianza periodística entre El Tiempo y Mongabay Latam.

Imagen principal: el parque natural regional Vista Hermosa de Monquetiva, de 13 437 hectáreas, fue creado para proteger el páramo, un ecosistema clave para la provisión de agua en el centro del país. Foto: cortesía Andrea Moreno / El Tiempo

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