La estrategia de los indígenas panameños para proteger los bosques del Tapón del Darién | VIDEO
Guido Bilbao
El Tapón del Darién, entre Panamá y Colombia, sufre deforestación por colonos madereros y emprendedores del aceite de palma. Ante la amenaza ambiental y la violencia, comunidades indígenas usan leyes, tecnología y turismo para frenar la degradación.
Este artículo se produjo en colaboración con el Pulitzer Center.
TAPÓN DEL DARIÉN, Panamá — Se dice que hay un territorio en el centro de las Américas que sigue siendo salvaje. Es el único lugar en la masa terrestre de los tres continentes donde se interrumpe la Carretera Panamericana, de 30 000 kilómetros, una distinción que da al lugar su nombre: el Tapón del Darién.
El nombre connota un tramo inaccesible de selva, ríos y pantanos de 100 kilómetros a lo largo de la frontera entre Panamá y Colombia habitado por pueblos ancestrales. Como un Antiguo Oeste en el siglo XXI o una Siberia tropical, el mito del Darién salvaje ha crecido desde tiempos inmemoriales. Los españoles nunca llegaron a conquistarlo del todo. Los escoceses intentaron establecer una colonia comercial a finales del siglo XVII, pero acabó con sufrimiento y muerte. El brote de violencia a finales del siglo XX llegó con guerrillas, narcotraficantes y paramilitares, dotando al mito salvaje de nuevas barbaries. En los últimos años se ha convertido en una ruta para contrabandistas y migrantes de muchas nacionalidades que se dirigen al norte hacia EE.UU.
Esa reputación arraigada ayuda a mantener al Darién envuelto en ilegalidad y violencia. Hoy en día está sufriendo una avalancha escalofriante de deforestación a medida que colonos madereros y emprendedores avanzan en la región. La jungla mítica está cediendo terreno a motosierras y excavadoras. Hasta el Parque Nacional del Darién, Sitio Patrimonio Mundial de la UNESCO, está en riesgo.
No obstante, a pesar de la aparente indiferencia del mundo exterior, algunos de los habitantes originales del Darién —quizás 35 000 personas en Panamá que pertenecen a las etnias kuna, emberá, y wounaan— trabajan para darle la vuelta a la situación. Cartógrafos, un piloto de drones, un abogado, observadores de aves, una periodista y reforestadores llevan a cabo proyectos ambiciosos para detener la degradación del Tapón del Darién.
Fiebre maderera
En los últimos 15 años, la deforestación en el Darién se ha extendido con velocidad. Mientras la sociedad panameña sigue sorprendiéndose continuamente con las noticias que describen conflictos sangrientos entre pueblos indígenas y colonizadores de madera, los emprendedores siguen abriendo carreteras para llevar maquinaria pesada al bosque a placer y con poco escrutinio. El bosque se tala, la madera se vende y la tierra se quema para dejar espacio a la ganadería.
Muchos panameños consideran que esta expansión de la frontera agrícola hacia el bosque es progreso. De hecho, la Asamblea Nacional ha incentivado a las industrias de la ganadería y la agricultura. El gobierno panameño considera que la deforestación es un uso mejorado de la tierra. Si un agricultor quiere hacerse con un título de propiedad para un fragmento de bosque, el gobierno rechaza su petición, pero si tala los árboles y construye una casa, el gobierno le concede el título por poco dinero. Esta política de titulación masiva fue fomentada con la creación de la Autoridad Nacional de Administración de Tierras (ANATI) con la Ley 59 de 2010.
Dos acontecimientos transformaron el contexto y empeoraron el problema. En primer lugar, en el 2000 el gobierno chino publicó una lista de palisandros valiosos, el tipo de madera más buscada en su mercado de muebles de lujo. La lista incluye 33 especies de Asia, África, Suramérica y Centroamérica, y clasifica siete de ellas como de alto valor. Una de ellas se encuentra sobre todo en el Darién: el cocobolo (Dalbergia retusa). En Panamá, se vende por 4000 dólares por metro cúbico. En China, el valor se cuadruplica.
Después en 2013, presionada por los taladores, la Asamblea Nacional de Panamá aprobó la exportación de cocobolo “siempre y cuando provenga de árboles que han caído de forma natural”. Supuestamente, eso prohibía la tala de una especie protegida, pero lo que llegó después fue un tsunami de sierras y excavadoras sin control. Camiones cargados con troncos de cocobolo circulan por las carreteras nacionales, pasan por puntos de control policiales y controles de aduanas, llegan en contenedores a los puertos del Canal de Panamá y se embarcan hacia China sin ningún escrutinio.
La situación es tal que, en 2015, el que entonces era ministro de medioambiente, Mirei Endara, contó a los reporteros que “casi el 96 por ciento de la madera que sale del Darién es ilegal de un modo u otro, es decir, que no cumple con todos los permisos”.
La cadena de complicidad y corrupción que permite el saqueo del Darién es tan profunda que la oficina de Interpol de Panamá tuvo que intervenir, impulsada por las repetidas quejas sobre los contenedores que llegaban a los puertos chinos que no cumplían los protocolos de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES). En 2018, la agencia confiscó 13 contenedores de cocobolo equivalentes a 200 metros cúbicos de madera cuando iban de camino a Hong Kong.
“Hemos visto ejemplos en la región de grupos de narcotraficantes que han pasado de las drogas a la madera ilegal”, contó a los reporteros en aquel momento Andrea Brusco, coordinador de gobernanza ambiental regional del Programa Ambiental de la ONU.
Sin programas que animen o premien a los que se preocupan por el medioambiente, la deforestación del Darién sigue acelerando. La seguridad del bosque está en manos de los pueblos indígenas que creen que sin territorio, se perderá su cultura. Ya no esperan la ayuda del gobierno, pero empiezan a luchar por el territorio que reclaman como una cuestión de supervivencia.
“El objetivo es defender el territorio porque, como dice un eslogan, un nativo sin tierra es un nativo muerto. Y no queremos morir”, dice Yanina Carpio, líder de la comunidad de Puerto Indio en la comarca Embará-Wounaan, distrito indígena autogobernado con derechos territoriales según la ley panameña.
Cartógrafos de la comunidad de Puerto Indio en la comarca Emberá-Wounaan trabajan para desarrollar mapas de su territorio ancestral para combatir las invasiones ilegales. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Los cartógrafos
Los mapas siempre han sido esenciales para la conquista. Una vez un territorio se puede poner sobre el papel, se puede planear su control. Ahora, esas herramientas de conquista están cambiando de manos y convirtiéndose en instrumentos de defensa que esgrimir en los tribunales para reclamar legalmente los territorios.
“Nuestros abuelos tienen las fronteras de nuestro territorio en su cabeza. Conocen las montañas como su propio cuerpo, pero no tienen validez jurídica”, dijo Carpio. “Hasta donde yo recuerdo, el tema de las invasiones ha sido un problema diario”. Aunque la comarca cuenta con protección nacional, sufre intrusiones regulares por parte de colonos.
Con financiación del Programa de Pequeñas Subvenciones de la ONU a través de la fundación panameña Almanaque Azul para obtener el equipo y enseñar a la gente a utilizarlo “encontramos el impulso para empezar esta locura de los mapas”, dijo Carpio.
El proyecto en Puerto Indio es el primero en una serie de iniciativas para ayudar a las comunidades que tienen conflictos territoriales a desarrollar sus propios mapas.
El objetivo es, sobre todo, digitalizar el conocimiento ancestral de los ancianos de Puerto Indio. El equipo de cartógrafos cuenta con 15 jóvenes, pero todo el mundo participa, incluso los niños. El equipo hace caminatas por la jungla para marcar los límites históricos de su territorio con GPS.
Carpio se rió al recordar la cara de los funcionarios que los visitaron al verlos trabajar con drones, geolocalizadores, ordenadores, programas de diseño y software de mapeo geotermal. “Apenas se lo creían. Tienen muchos prejuicios contra el Darién”, dijo.
Aricio Cunampia, líder del equipo de mapeo, mientras ayudaba a Carpio a decorar la nueva oficina con mapas, nos dijo que además de servir como pruebas contra los invasores en los tribunales, los mapas ayudan a la comunidad a planificar sus actividades.
“Tenemos que saber qué tenemos exactamente”, explicó. “Saber qué parte del territorio son pastos y cuánto es bosque virgen nos ayuda a medir y aplicar nuestros proyectos, comprender el flujo del agua, delimitar la cuenca…”. Añadió que las ventajas “son innumerables”.
“Mi sueño es dejar este asunto resuelto para nuestros hijos de una vez por todas. Con suerte, este trabajo de mapeo hará que lo consigamos y podremos irnos a dormir tranquilamente”, dijo Carpio.
Carlos Doviaza reúne pruebas de invasiones territoriales con drones para utilizarlas en los tribunales. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
El piloto de drones
Carlos Doviaza creció cerca del nacimiento del río Chucunaque en la provincia del Darién. Recuerda que los abuelos del pueblo bañaban a los niños cada mañana con hierbas medicinales para protegerlos de los malos espíritus que viven en el bosque. “Era una forma de concienciarnos e inspirarnos respeto por el bosque”, dijo.
No había electricidad ni televisión ni teléfonos celulares. La única comunicación con el mundo exterior era un teléfono público. Y el río. En verano siempre llevaba lo mismo: gente de lejos que abría carreteras y talaba de forma indiscriminada.
De niño, Doviaza experimentó estos cambios de forma positiva porque la deforestación abría espacios de luz en la noche eterna del bosque tropical y los empresarios llegaban con regalos y comida. Organizaban proyecciones de dibujos animados para los niños. Era una fiesta. Ya había crecido para cuando entendió las consecuencias de la deforestación. “Hace falta tiempo para abrir los ojos y aceptar que se están aprovechando de ti”, dijo.
Pero por encima de todo, Doviaza prestaba atención a otro tipo de visitantes. “Recuerdo que los europeos siempre venían con grandes cámaras para hacernos fotos y grabarnos. Los miraba y me preguntaba qué grabaría yo desde mi punto de vista”, contó.
Esa idea se quedó grabada en Doviaza durante su infancia. Después de acabar el colegio, decidió ir a la ciudad a continuar con sus estudios. Lo primero a lo que se tuvo que enfrentar fue la discriminación y las actitudes negativas que había hacia las comunidades indígenas.
“No entendía las noticias. Cuando hablaban de pueblos indígenas, hablaban de pobreza y noticias tristes, pero lo que yo recordaba del bosque era felicidad y abundancia”, dijo. “Había amor y comida más que suficientes, los paisajes eran bonitos. Es lo que ahora se llama la buena vida, y la teníamos nosotros”.
Amanecer en la selva del Darién. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Una niña juega con agua en uno de los muchos días lluviosos que tiene el Darién a lo largo del año. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Palo Liso, líder de la comunidad de Puerto Lara. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
El pueblo de Puerto Lara en el Tapón del Darién. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Una mujer wounaan prepara patacones, plátanos fritos, en un fuego de cocina tradicional en Puerto Lara.
Conductores de barca cargan gas y se preparan para un Nuevo día en Puerto Indio. Los ríos son las arterias que conectan las comunidades del Tapón del Darién. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Casa tradicional emberá en Puerto Indio. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Tres mujeres emberá tejen máscaras y platos de fibra natural. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Un niño juega con los granos de café que se secan al sol en Puerto Indio. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Las camionetas transportan troncos desde el Darién. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Los niños aprenden los nombres de las aves en Puerto Lara con la expansión del proyecto comunitario de observación de aves. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Un tendedero con faldas llamadas parumas en Puerto Lara. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Mientras buscaba la forma de estudiar cine, Doviaza se tropezó con los drones. “Me di cuenta de que la tecnología me permitía tener dos papeles al mismo tiempo: por una parte documentar la vida de la comunidad y por otra monitorizar los bosques”, dijo.
Así fue como Doviaza se convirtió en una pieza esencial para las comunidades del Darién: cuando hay una invasión territorial, una quema o necesidad de mapear áreas inaccesibles, Doviaza lleva su equipo, pone a volar los drones y consigue la información necesaria.
“Cuando los pueblos indígenas empezaron a ir a los tribunales, los casos fracasaban porque no podían aportar pruebas”, dijo. “Pero ahora podemos hacer videos y demostrar lo que denunciamos. Los drones son una herramienta fundamental para el fortalecimiento jurídico de las comunidades indígenas”.
Con el apoyo de Rainforest Foundation US, de Nueva York, viaja por las comunidades del Darién, monitoreando la salud de los bosques. A la vez, extiende el mensaje de que la riqueza no está en el bosque, sino que es el bosque en sí mismo. No crece extrayendo bienes valiosos del bosque, sino pasando tiempo allí para enriquecer la vida.
Leonides Quiroz, primer abogado de la tribu wounaan, en el exterior del tribunal electoral en Ciudad de Panamá. Imagen de Raphael Salazar para Mongabay.
El abogado
Leonides Quiroz es el primer abogado del grupo étnico wounaan. Nació en el Tapón del Darién, en la comunidad de Cémaco Taimatí, donde su familia llegó escapando de la violencia en Colombia. No tuvo una vida fácil. Creció con su abuela y su tía, lejos de sus padres. Dejó su comunidad cuando tenía 7 años para vivir con una familia en Ciudad de Panamá. Su tutor allí solía decirle que estaba destinado a ser la voz de su pueblo. Consiguió ir a la universidad y obtener una carrera de empresariales.
Cuando Quiroz volvió a su pueblo en 1998, la situación de las comunidades wounaan había empeorado notablemente. “La ausencia de protección era total, los territorios fueron invadidos, los conflictos eran constantes”, explicó. “La parte más difícil era la ausencia de reconocimiento legal del territorio ¿pero qué podía hacer yo?”.
Quiroz empezó a ponerse en contacto con abogados y juristas para intentar defender el territorio en los tribunales. “Pero era increíble: nadie quería ayudarnos y los que estaban interesados pedían demasiado dinero”, dijo. “Comprendí que lo que necesitábamos era un abogado indígena, y así es como volví a la universidad y empecé a estudiar derecho y ciencias políticas para trabajar en la prioridad principal de mi pueblo, el derecho a una ley territorial como medio de supervivencia”.
Después de graduarse en 2003, Quiroz se decidió a convencer a los líderes indígenas para que intentaran la vía legal. El escepticismo de las comunidades era absoluto. No esperaban nada del gobierno panameño. Sin embargo, acabaron por apoyarle.
Uno de sus grandes triunfos llegó en 2012. Después de un proceso jurídico de 7 años, las comunidades de Puerto Lara, Caña Blanca y Arimae consiguieron títulos de propiedad para sus territorios. Aunque los territorios ya se habían quedado sin bosques, la legalización dio a las comunidades una sensación de calma que hacía tiempo que habían olvidado. Las intrusiones de los colonos se acabaron y el bosque empezó a regenerarse lentamente.
Desde entonces, Quiroz ha sido un dolor de cabeza para el ministro del ambiente, Emilio Sempris. En marzo de 2018, se unió a una ocupación del edificio del ministerio en Ciudad de Panamá, que acabó por forzar al ministro a permitir que las inspecciones avanzaran en ocho territorios, un primer paso para su reconocimiento legal. Esas inspecciones finalizaron en febrero de 2019.
En la comunidad de Puerto Lara, el pueblo wounaan organizó dos equipos de observación de aves para monitorizar la salud del bosque. En la foto un equipo participa en el recuento de animales de Audubon en navidad. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Observadores de aves
Los bailes wounaan imitan la naturaleza, sobre todo a las aves. Muestran que la cultura está relacionada con la tierra y la vida del bosque. La gente baila para celebrar, para sanarse y como ofrenda. El círculo sagrado ha saltado de generación en generación durante siglos.
En los últimos años, sin embargo, el ciclo se ha interrumpido. Algunas especies de aves han desaparecido a causa de la deforestación y la alteración del bosque. Un pequeño pájaro terrestre de color marrón al que la gente llama kokodrit, por ejemplo, lleva sin verse mucho tiempo. Los bailarines imitan sus movimientos y, además, los flautistas imitan su canto. Sin el kokodrit, la reproducción de los bailes wounaan está en peligro.
Como consecuencia, un grupo de siete hombres y dos mujeres wounaan en Puerto Lara decidieron empezar a monitorizar y registrar aves en sus bosques. Con formación y prismáticos especializados de la organización no lucrativa estadounidense Native Future, formaron los Oropéndolas Negras en 2017, una especie de brigada indígena observadora de aves nombrada por la oropéndola negra (Psarocolius guatimozinus) que vive en el Darién. Después de eso 10 mujeres formaron otro grupo, las Tángaras Azules, por el ave con ese nombre (Thraupis episcopus).
Entienden que la diversidad y la abundancia de aves son una forma de medir la salud general del bosque. Los bosques tropicales intactos del Darién dan cobijo a unas 600 especies de aves. Incluso los bosques en recuperación, como los de Puerto Lara, pueden albergar más de 230 especies, como han observado las Oropéndolas Negras. La desaparición de las aves, que controlan las poblaciones de insectos y dispersan semillas, evita el mantenimiento y la regeneración de los bosques.
“Fue una revolución en la comunidad”, dijo Chenier Carpio, portavoz de los grupos observadores de aves, que participa en recuentos internacionales de aves, como el recuento navideño de la Sociedad Nacional Audubon en enero.
La actitud de los niños hacia las aves ha cambiado. En el pasado lanzaban piedras a las aves por diversión. Pero desde que sus padres les prestan tanta atención, se han olvidado de los tirachinas y andan por ahí con libros para aprender los nombres científicos y características de las aves.
La periodista y activista Ligia Arreaga ha recibido múltiples amenazas de muerte por su trabajo para proteger la Laguna Matusagaratí del Daríen de los intereses de la agroindustria. Imagen de Raphael Salazar para Mongabay.
Para los expertos en aves wounaan, lo más importante es aprender los nombres de las aves en su idioma, el wounaan meu, y su importancia para las prácticas culturales. Como muchos pueblos indígenas de todo el mundo, los wounaan están perdiendo su lengua con la aculturación.
Durante el proceso, las comunidades también descubrieron que hay un gran mercado para el turismo de observación de aves, y empezaron a organizar visitas con ese propósito, creando trabajos y una fuente de ingresos.
La periodista
Ligia Arreaga, nacida en Ecuador, llegó al Darién a los 20 años y solo se fue para salvar su vida. En 2008, empezó a trabajar como corresponsal en el Darién para SERTV, la televisión y emisora de radio nacional panameña, y la red de televisión RPC-TV, ambas con sede en Ciudad de Panamá. Fue la primera en denunciar las negociaciones en torno la Laguna Matusagaratí y los humedales a su alrededor, una de las reservas de agua dulce más importantes de Centroamérica, donde una cuarta parte de las especies de flora y fauna son endémicas.
Desde entonces, su trabajo se ha centrado en Agricultura y Servicios de Panamá S.A., empresa dirigida por los emprendedores colombianos que empezaron a plantar arroz y palma aceitera dentro de los límites del área protegida rodeada por la laguna. En los últimos 15 años, la empresa ha excavado grandes canales que han drenado la laguna lentamente, y ha aplicado productos agroquímicos a los monocultivos que han envenenado el agua, según Arreaga y otros activistas.
Sus artículos la pusieron en el ojo del huracán. Sus noticias narraban cómo la empresa, aliada con políticos locales, consiguió titular un territorio que supuestamente estaba protegido. Hasta que la violencia llegó como el viento a su vida.
Una tarde en 2009, el párroco de la comunidad llegó a su casa. Sin ninguna explicación, la obligó a meterse en su coche y la sacó del pueblo. Una vez llegaron a un sitio seguro, le contó que un sicario colombiano le había revelado en santa confesión que lo habían contratado para matarla y hacer desaparecer su cuerpo.
“¿Te has quejado de algo últimamente?”, recuerda Arreaga que le preguntó.
“Llevo años denunciándolos, padre. Lo que he hecho ahora es poner una demanda judicial”, contestó.
La policía asignó guardaespaldas para protegerla, pero eso solo duró unos días. Supo que le habían dado una paliza a un sicario arrepentido y había sido hospitalizado. Así que Arreaga se lo jugó todo. Con otros activistas, fundó la organización sin ánimo de lucro Alianza para un Darién Mejor. En 2015 volvió a ser amenazada con un mensaje anónimo, y en 2016 sus perseguidores le hicieron saber que iban a matarla simulando un accidente.
“Acudí al sistema de justicia, a la prensa, y esos empresarios parecían intocables. Entonces entendí qué era la impunidad”, dijo.
Al temer por su vida, Arreaga decidió abandonar el país. La ONG irlandesa Front Line Defenders ofreció los recursos para asegurar su seguridad fuera de Panamá. No quería convertirse en otra Berta Cáceres, la indígena hondureña asesinada en 2016. “Los bosques se defienden con la vida. Esa es nuestra realidad”, dijo Arreaga.
Mientras estaba fuera, en 2017 un tribunal sentenció a dos ejecutivos de la empresa a 32 meses de prisión después de una denuncia de su grupo y otro más. Después de que el gobierno le pusiera una pequeña multa a la empresa por daños ambientales a la laguna en 2018, Arreaga volvió a Panamá tras dos años fuera. “¿Por qué he vuelto? Porque tengo que cumplir mi responsabilidad como periodista y ciudadana del mundo en este siglo: defender la naturaleza”, dijo.
Raquel Cunapio ha estado restaurando la selva cerca de su pueblo para devolver al lugar las plantas nativas que son esenciales para las prácticas culturales de los emberá, por ejemplo, en forma de pintura corporal para rituales. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Los reforestadores
La comunidad de Piriatí es relativamente joven. En los 70, el gobierno de Imar Torrijos construyó una gran presa que creó el lago Bayano y desplazó a la comunidad emberá. Les prometieron mejoras, escuelas, casas y otras cosas, pero no recibieron nada. El gobierno los trasladó a un campo inmenso que se había utilizado para ganadería al lado de una carretera. La tierra estaba muerta. Estaban en Piriatí.
Raquel Cunapio, de 30 años, nació allí. En 2017, decidió que era el momento de hacer algo y recuperar su cultura. Pero quería organizar un festival cultural y al preguntar a sus abuelos cómo se pintaban, le hablaron de semillas que ya no existían allí. “Si quería poner una parada en la carretera con artesanía o quería hacer macetas, pasaba lo mismo: las plantas del bosque que producían esa fibra no estaban disponibles”, dijo Cunapio. Si tenía un resfriado y en el ambulatorio le recomendaban ibuprofeno, se acordaba de que sus abuelas le habían hablado de tés y hierbas que ella no podía identificar.
Pronto se dio cuenta de que para conseguir un renacimiento de la comunidad había que rehabilitar los bosques.
Entonces surgió la gran pregunta: ¿quién sabe construir un bosque tropical? Sus abuelos no tenían respuestas, nunca se habían planteado la cuestión. Los bosques siempre habían estado allí y habían aprendido a vivir sin alterarlos.
Así que el año pasado, Cunapio y otras personas de Piriatí empezaron a buscar a agrónomos y conservacionistas para aprender cómo seguir adelante. Construyeron un pequeño invernadero en el que producen cientos de plántulas para sembrarlas en las zonas devastadas. Un ingeniero forestal aceptó ayudar y les aconsejó diferentes métodos de plantación. Caminaron por el bosque en busca de semillas y obtuvieron las que no podían encontrar de otras provincias.
“Al negarnos el bosque, nos negaron nuestra cultura, y durante décadas la gente tuvo miedo de luchar por lo que era suyo, pero eso se ha acabado”, dijo Cunapio mientras siembra plántulas en el vivero.
Dice que espera que en el futuro crezca un bosque fuerte y que sus hijos y nietos tengan la posibilidad que ella no tuvo: vivir según su propia cultura. En el bosque, con el bosque y por el bosque.
Imagen principal: grupo observador de aves wounaan de la comunidad de Puerto Lara durante una excursión al bosque local. Imagen de Alexander Arosemena para Mongabay.
Guido Bilbao es periodista multimedia y productor de documentales. Su trabajo se centra en los conflictos ambientales y la resistencia indígena en América Latina.