La minería del oro en Venezuela: resucita la malaria y duplica la deforestación de bosques primarios

  • Venezuela es el único país en la cuenca amazónica con una tasa elevada de deforestación.
  • La falta de vigilancia, seguimiento y control epidemiológico son las causas del repunte de una enfermedad que se encontraba desaparecida de Venezuela.
  • La cercanía entre los focos de infección de malaria y los mineros eleva la tasa de contacto, una de las causas de las altísimas cantidades de nuevos casos reportados cada semana que implican un crecimiento de 50 % desde el 2014.

Este artículo es la segunda parte de una serie. Lea la primera parte aquí.

En Venezuela se unen dos excepciones trágicas: es el único país amazónico que ha aumentado su tasa de deforestación en los últimos cinco años, y donde además han aumentado los casos de paludismo en el continente, junto a Haití y República Dominicana, según datos de la Organización Panamericana de Salud. El punto común entre ambas estadísticas en rojo es la explotación ilegal del oro en el sur del territorio, con la duplicación de la pérdida de bosques entre 2010 y 2013, mientras más de 122.000 casos de malaria se reportaron en todo el país para noviembre de 2015.

En 1958, el médico y científico venezolano Arnoldo Gabaldón logró la erradicación del paludismo en mediante el uso del DDT como insecticida junto a un plan de saneamiento y abordaje que incluía una manual de vestimenta, comportamiento y prácticas para todos los empleados del Departamento de Malariología—desde la secretaria hasta el fumigador. En un pasado, en Venezuela se dictaban cursos internacionales de malaria que formaron a miles de médicos e investigadores de decenas de países.

Uno de los discípulos de Gabaldón, el investigador Jorge Ernesto Moreno, recientemente documentó la relación entre la abundancia del vector de la malaria, el mosquito Anopheles y su picada, con la incidencia de malaria en poblaciones mineras de la Guyana venezolana (2007), así como la evolución de la malaria entre 1980 y 2013 en el municipio Sifontes del estado Bolívar (2015), el cual concentra el 55 % de los nuevos casos de paludismo cada año.

Estas comunidades al sur de Venezuela tienen la particularidad del color amarillento-naranja de su tierra, que impregna las botas de los mineros y el piso del hospital José Gregorio Hernández, donde se entregan los medicamentos antimaláricos. El color revela la altísima concentración mineral del suelo. Tanto, que para 2003 se calculaba que habría entre 10 y 15 millones de onzas de oro en el subsuelo. A nivel local, se acostumbra conservar la tierra que se acumula al barrer las casas para ver si se obtiene algo de oro al pasarlo por un tamiz.

Asi quedan las minas despues de abandonadas , convirtiéndose en perfectos criaderos de mosquitos anofelinos que pueden transmitir el parásito de la malaria. Foto de Ana Gisela Pérez.
Así quedan las minas después de abandonadas, convirtiéndose en perfectos criaderos de mosquitos anofelinos que pueden transmitir el parásito de la malaria. Foto de Ana Gisela Pérez.

Oro que enferma

El Boletín Epidemiológico del Ministerio de Salud de Venezuela de Septiembre de 2015 registra 105.757 casos de malaria en todo el país. Félix Oletta, exministro de Salud y director de la ONG Red Defendamos La Epidemiología revela que pocas semanas después ya se contabilizaban más de 122.000 casos. El experto señala la falta de vigilancia, seguimiento y control epidemiológico como las causas del repunte de una enfermedad que se encontraba desaparecida de Venezuela, un país donde tampoco existe suficiente información de salud pública.

Cuando la investigadora Ana Gisela Pérez pisó la empresa minera canadiense Crystallex en 2006, en Las Claritas, se impresionó por las instalaciones. “Había dos pistas de aterrizaje, una medicatura, hotel para los profesionales, lavandería, gimnasio, restaurante, laboratorio clínico, entomológico y de investigación, barracas para los mineros con duchas colectivas. Se cuidaba el descanso, salud y alimentación de los empleados, pero también su esparcimiento”, explica la docente investigadora del Instituto de Altos Estudios Dr. Arnoldo Gabalón (IAE), especialista en Epidemiología de Enfermedades Metaxénicas y Saneamiento Ambiental. “Si alguien se sentía mal era atendido inmediatamente”.

Pero ese mismo año, la empresa canadiense se retiró de forma forzosa debido a la decisión del gobierno de Venezuela de otorgar las licencias de explotación a dos empresas rusas.

El cambio que se observa es drástico desde el nuevo control estatal. Si alguien tiene el dinero, “compra” una mina, que no es más que cualquier espacio en medio de la selva. Luego la deforesta, y con unas bombas hidráulicas, trae agua del río para abrir fosas con mangueras que disparan a fuerte presión. Comúnmente es el “pran”—un reo que comanda una mafia carcelaria—quien financia la actividad minera. Los mineros arman unas chozas hechas con bolsas plásticas y ramas que sirven de refugio. Algunos tienen hamacas con mosquiteros impregnados de un insecticida no nocivo para el ambiente ni los seres humanos.

A los pocos días o semanas, se abre una nueva mina y la anterior termina como una laguna artificial, donde el mosquito Anopheles obtiene un nuevo criadero para sus larvas. La cercanía entre los focos de infección y los mineros eleva la tasa de contacto, una de las causas de las altísimas cantidades de nuevos casos reportados cada semana que implican un crecimiento de 50 % desde el 2014.

Una casa de mineros muy cerca de un criadero artificial de mosquitos a partir de una fosa ya abandonada. Foto de Ana Gisela Pérez.
Una casa de mineros muy cerca de un criadero artificial de mosquitos a partir de una fosa ya abandonada. Foto de Ana Gisela Pérez.

Puntos calientes de infección

La investigadora en Ecología de Infecciones por Insectos Vectores de la Universidad Central de Venezuela, María Eugenia Grillet, prepara un artículo en el cual se demuestra la relación significativa entre la minería, la deforestación y la malaria. Su estudio permitió modelar los casos de malaria en función de la deforestación por minería con los datos obtenidos en 112 localidades del municipio Sifontes, que reporta el 55 % de casos de malaria de Venezuela.

“Hemos encontrado que la transmisión de la malaria es espacialmente heterogénea e hiperfocalizada en entre 14 y 20 localidades de las 112 estudiadas; justo las más cercanas a la mina de Las Claritas que más han perdido su capa vegetal producto de la explotación minera”, explica Grillet en su oficina en Caracas. Ella coincide con el término usado para referirse a la situación en Venezuela: una “tormenta perfecta” causada por el cambio de políticas mineras y de saneamiento ambiental, el conflicto entre mafias, guerrilleros y funcionarios militares, y una crisis económica que ha llevado incluso a una tráfico de medicamentos antimaláricos desde Brasil, por la crisis de acceso a medicamentos en Venezuela. “Los mineros pueden pagar precios elevadísimos, lo que lo hace atractivo para quienes tienen acceso a los tratamientos o pueden comprarlos al otro lado de la frontera”, explica. La diferencia entre el cambio oficial del dólar y la tasa del mercado negro podría multiplicar los precios hasta en un 10.000 por ciento.

Grillet explica el proceso que relaciona la minería ilegal –con motobombas y mercurio—con la alta incidencia de la malaria. “Luego de una primera picada de una hembra de los Anopheles darlingi o Anopheles marajoara para obtener su alimento y desarrollar sus huevos, puede transmitir el parásito si lo ha adquirido de un huésped humano infectado. Una vez que colonizan las lagunas artificiales para poner sus huevos, vuelven al ecotono—frontera entre la selva virgen y el espacio deforestado—a reposar. Durante su segundo ciclo reproductivo, que coincide con su segunda ingesta de sangre, su picada puede transmitir la enfermedad”, ejemplifica la profesora Grillet.

Para verificar la relación entre los nuevos criaderos producidos por la minería y la infección de malaria, su equipo de trabajo se concentró en los “puntos calientes” conformados por esferas de un kilómetro de diámetro alrededor de las poblaciones con más casos. Allí se estudió la tasa de deforestación de los últimos 20 años. Concluyeron que las localidades con mayor presencia minera y de pérdida de bosques en sus alrededores eran las mismas que poseían más casos de paludismo. La pérdida de capa vegetal provoca una mayor promoción de hábitats de mosquitos, aumentando así la tasa de contacto hombre-vector.

Los impactos de la minería

Según un informe reciente de la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG), Venezuela es el único país en la cuenca amazónica con una tasa elevada de deforestación. El documento señala que de 2000 a 2005 llegó a 890 kilómetros cuadrados, de 2005 a 2010 subió a 1.521 kilómetros cuadrados y desde entonces al 2013 creció hasta 1.742 kilómetros cuadrados.

El investigador venezolano Juan Carlos Sánchez, coganador del Premio Nobel de la Paz como miembro del Panel Intergubernamental de Cambio Climático, calcula una pérdida anual de 200.000 hectáreas de bosques, mientras que la bióloga Tina Oliveira, directora de investigación y desarrollo de la ONG Provita, explica que la cercanía de la minería ilegal a cabeceras de ríos y el uso de mercurio aumentan su impacto ambiental.

El ingeniero Luis Jiménez, quien trabajó durante 12 años en distintas empresas mineras en Venezuela y ahora cumple 16 trabajando en iniciativas sostenibles de productos agroforestales con comunidades indígenas con la ONG Phynatura,  explica que toda explotación minera trae consecuencias ambientales negativas. Describe como una mina a cielo abierto de Crystallex podía implicar la destrucción de 800 hectáreas de bosques, aunque hubo casos en que solo se afectaban dos hectáreas superficiales y 300 metros de profundidad. “Reforestábamos los taludes como medidas de recuperación”.

Además, explica que durante las concesiones, los pocos mineros ilegales que se aventuraban a invadirlas no extraían más de 10 metros cúbicos de tierra a la semana. La diferencia radica en la eficiencia de las técnicas de extracción que usan los artesanales, muy inferior a las tecnologías como el circuito cerrado de mercurio o las “retortas” que permiten reciclarlo sin los peligros de los vapores que emana.

Jiménez recuerda también que como ingeniero, siempre solicitaba a contratistas y sus empleadores que se respetara el árbol padre. “En nuestros estudios de impacto ambiental advertíamos si había especies de alto interés biológico. ¿Hay águilas arpías o pájaro campanero? ¿Solo había moras u otras especies? Entonces sí, pueden ser dos o cinco hectáreas”, ejemplifica. Ahora ha visto desaparecer quebradas y talados Merey montañero de cientos de años de antigüedad. “La espiral devaluativa nos ha afectado muchísimo, aunque baje el precio del oro, sigue siendo muchísimo dinero local. A un minero artesanal que le vaya mal logra tres gramas cada semana”, lo que equivale en la actualidad a seis meses de salario mínimo oficial.

Andamio en que el lodo es triturado, filtrado y separado con mercurio para obtener el oro de las fosas. Foto de Ana Gisela Pérez.
Andamio en que el lodo es triturado, filtrado y separado con mercurio para obtener el oro de las fosas. Foto de Ana Gisela Pérez.

Oro verde venezolano

Entre los proyectos de la ONG Phynatura está la conservación de espacios naturales mediante la comercialización de productos del bosque. “Son técnicas de mejoramiento del conuco tradicional, con los que hemos realizado análisis de costo de oportunidad para competir con la minería”, explica Jiménez mientras critica la falta de institucionalidad para blindar las actividades sostenibles. “No hay promoción de mercado, incentivo fiscal, fortalecimiento de los emprendimientos ni capacidad de exportación”.

“Un indígena o campesino tala entre una y cinco hectáreas pero no puede usarlas por más de 15 años. Con nuestras técnicas, puedes crear un sistema que le des valor a esa zona, para que se parezca al bosque que quiera recuperar”. Así, Phynatura logró firmas mecanismos de acuerdos de conservación en 156 mil hectáreas de bosque protegido para su explotación sostenible con Aripao, de afrodescendientes, y cuatro comunidades indígenas en La Colonial, Karana, El Cejal, Payaraima, constituidas por etnias Piapoco, Hibi y Sanemá.

Pérez también habla con esperanza pues se ha reanudado un programa de salud ambiental y un proyecto de lucha contra la malaria, conversatorios para médicos integrales comunitarios, y el regreso del Programa Intensivo de Formación sobre malaria para sensibilizar a los directores de salud de los estados más afectados por la malaria en el país.

Por su parte, Grillet espera el desarrollo final de una vacuna contra la malaria, mientras que al corto plazo vuelva un programa de vigilancia sanitaria sostenida, el control integrado de vectores y los rociamientos en centros poblados, como era la tradición de la antigua “escuela Gabaldón”. Junto a Jiménez y a Pérez, coincide en la necesidad de mejorar las políticas públicas con la participación de muchos sectores, incluyendo el comunitario. Sin embargo, Grillet explica, que el requisito fundamental es acabar con la minería ilegal mediante nuevas concesiones a empresas con experiencia—sin excluir la participación de cooperativas o pequeños mineros—bajo la tutela efectiva del estado y reglas claras para la explotación responsable.

Las antiguas concesiones mineras usaban entre 2 a 5 hectáreas con reforestación de taludes, lo que ha cambiado drásticamente con los mineros artesanales ilegales. Foto de Ana Gisela Pérez.
Las antiguas concesiones mineras usaban entre 2 a 5 hectáreas con reforestación de taludes, lo que ha cambiado drásticamente con los mineros artesanales ilegales. Foto de Ana Gisela Pérez.

Incidencia de malaria en Venezuela, de acuerdo a datos del Boletín Epidemiológico del Ministerio de Salud de Noviembre de 2015.

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