- En el Día Mundial contra la Desertificación y la Sequía, Mongabay Latam recupera la historia de las mujeres zapotecas y sus compañeros que en los Valles Centrales de Oaxaca, en el suroeste de México, lograron recuperar el agua para 16 comunidades de la región.
- La instalación de pozos, ollas y retenes fueron las tecnologías empleadas por estas comunidades. Su lucha también incluyó un proceso legal para administrar el recurso bajo sus propios términos.
Cada 17 de junio se conmemora el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía. Para este 2023, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) eligió como tema el derecho de las mujeres a la tierra, algo fundamental para impulsar la igualdad de género y proteger las tierras frente a un panorama cada vez más adverso.
De acuerdo con el organismo, las sequías se encuentran entre las mayores amenazas para el planeta y se prevé que, para el año 2050, estas afecten a más de tres cuartas partes de la población mundial. Los datos apuntan que el número y la duración de las sequías han aumentado un 29 % desde el año 2000 y que, actualmente, más de 2300 millones de personas sufren la escasez de agua. Esta situación afecta sobre todo a las mujeres y las niñas.
“Sufren de forma desproporcionada la falta de alimentos, la escasez de agua y la migración forzosa que provoca el maltrato de la tierra. A pesar de ello, son las que menos control tienen sobre la situación”, aseveró en su mensaje António Guterres, secretario general de la ONU. Incluso, la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD), indica que menos de uno de cada cinco propietarios de tierras en el mundo son mujeres.
Aun así, ellas representan casi la mitad de la mano de obra agrícola mundial —sostuvo Guterres—, “pero las prácticas discriminatorias relacionadas con la tenencia de la tierra, el acceso al crédito, la igualdad salarial y la toma de decisiones impiden a menudo su participación en el cuidado de la tierra”. Esto, porque en muchas regiones, “las mujeres siguen sometidas a leyes y prácticas discriminatorias que impiden su derecho a heredar, así como su acceso a servicios y recursos”.
El 40 % de las tierras del planeta ya están degradadas, poniendo en peligro la producción de alimentos y la biodiversidad, así como agravando la crisis climática. En ese sentido, la ONU señala que hay pruebas de que, si las mujeres y las niñas tienen igualdad de acceso a la tierra, “pueden aumentar la productividad agrícola, restaurar la tierra y aumentar la resiliencia ante la sequía”. Por ello, instó a todos los gobiernos a eliminar las barreras legales que impiden que las mujeres posean tierras.
En este Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía, en Mongabay Latam te presentamos la historia de las mujeres zapotecas de los Valles Centrales de Oaxaca y su lucha para recuperar el agua en un acuífero a punto de desaparecer.
Luchar contra la sequía
El primero en levantar la mano fue el municipio de San Antonino Castillo Velasco, en los Valles Centrales de Oaxaca, en el suroeste de México. La sequía había cambiado por completo las dinámicas de los campesinos indígenas zapotecas y había alcanzado todos y cada uno de sus campos agrícolas. El acuífero Valles Centrales, su principal fuente de agua, estaba muriendo.
Era el año 2005 cuando tres campesinos llegaron, para hablar de su preocupación, a las instalaciones del Centro de Derechos Indígenas Flor y Canto A.C. que, desde 1995, se ha dedicado a acompañar los procesos de autonomía y autogestión de los pueblos indígenas en aquella región. Los campesinos, en ese momento, se quejaron de que, en medio de un severo proceso de sequía, la Comisión Nacional del Agua (Conagua) les estaba cobrando multas injustas por un supuesto uso excesivo del agua.
“No había agua y responsabilizó a los agricultores por la falta. De no pagar estas multas, eran acreedores a la clausura de su pozo”, afirma Beatriz Salinas, directora de Flor y Canto. Había multas que rondaban los 200 o 300 pesos (alrededor de 11 dólares), pero también había otras de hasta 20 000 pesos (cerca de 1170 dólares), una cantidad imposible de pagar para los campesinos cuando la tierra ni siquiera estaba produciendo.
De acuerdo con un estudio publicado en 2020 por el Centro del Cambio Global y la Sustentabilidad A. C., en 2005, hubo “un evento de sequía, clasificado como anormalmente seco, (que) acentúa la problemática en la región” de los Valles Centrales. El Servicio Meteorológico Nacional —citado en este documento—, estimó que los descensos en las lluvias en esa región han alcanzado hasta el 25 % y, “según las proyecciones al 2030, se esperan descensos de 5 milímetros”. Por ello, la zona es altamente dependiente del acceso, uso y aprovechamiento de los recursos hídricos subterráneos.
Los campesinos expusieron que, desde 1997, el nivel de agua iba en un descenso constante. Para 2003, la sequía ya se había agravado. “Contaban que sus abuelos, en los años sesenta, conocieron el acuífero con un metro y medio de agua por debajo del suelo”, explica Salinas. El agua era abundante. Sin embargo, refirieron que la Secretaría de Recursos Hidráulicos desecó las ciénegas y humedales, a partir de los años setenta, con la intención de aumentar la tierra para producir. Abrieron canales, sacaron el agua y ampliaron la tierra para los cultivos.
“Empezó un impacto ambiental de ir disminuyendo poco a poco el agua. Esto fue entre los años setenta y ochenta, pero para los noventa, este ya era un problema muy severo”, sostiene Salinas. Los campesinos, para extraer el agua y resolver el problema, excavaban pozos cada vez más profundos. Ya eran de cinco, de ocho, de doce metros. En más de una ocasión, llegaron a los 30 metros de profundidad. Hasta que tocaron piedra y no hubo más agua.
Salinas recuerda que en 2005 ya no había nada. Flor y Canto documentó que, en un paraje con 530 pozos excavados, solo tenían agua 150 de ellos.
“Fueron disminuyendo los cultivos. Mucha gente abandonó el campo, porque ya no había cómo producir. Ese fue uno de los primeros efectos”, narra Salinas. Los habitantes se fueron de Oaxaca, ya no solo hacia otras ciudades cercanas, sino también hacia el norte del país e incluso a los Estados Unidos. No eran los jefes de familia, sino familias enteras las que salieron del territorio que alguna vez se caracterizó por las abundantes hortalizas y que luego fueron sólo campos secos, polvorientos y abandonados.
La directora de Flor y Canto dimensiona esas consecuencias: “Con ello no solo se perdió la economía, sino un profundo conocimiento de la agricultura y los ciclos de la naturaleza que poseían los agricultores, sobre todo, los mayores”.
También se enfrentaron al problema administrativo. Desde 1967, se estableció un decreto de veda en los Valles Centrales, el cual impedía a los agricultores el libre acceso de agua para sus trabajos en el campo. “Fue creado para cuidar y conservar el acuífero, pero no aplicaba para las empresas. Dentro de los Valles Centrales, tenemos a la minera San José del Progreso y ellos podían utilizar toda el agua que encontraban a su paso. Era una aplicación muy discriminatoria del decreto de veda. A los agricultores se les aplicaba y a las empresas no, estando geográficamente en el mismo lugar”, asegura Salinas.
Con el tiempo, la Conagua creó también un sistema de concesiones para otorgar el reconocimiento de agua en los predios de los agricultores. Esto significaba que, aún cuando los agricultores fueran dueños de un terreno con fuentes de agua dentro, tenían que contar con un título de concesión para poder aprovechar ese líquido.
“A partir de sus títulos de concesión, se les otorgaba determinado volumen que podrían utilizar para la agricultura, pero ni siquiera fue calculado de acuerdo con la realidad y sus tipos de cultivo. Solo se hicieron aproximaciones, no se les explicaron con claridad las vigencias y, para renovarlas, tenían que colocar medidores volumétricos”, explica Salinas. “No había agua, tenían multas y les exigían un medidor, teniendo títulos de concesión”.
Flor y Canto empezó a investigar. “¿Serán estos tres habitantes los únicos afectados?”, se preguntaron. No fue sorprendente que, al empezar a recorrer las comunidades vecinas, encontraron cada vez más gente preocupada y con problemas. A través de la radio comunitaria, hicieron llegar la invitación para una reunión informativa a la que asistieron más de 500 personas. Allí comenzó a gestarse un movimiento.
Se conformaron comités locales, se hicieron investigaciones, se encontró más gente afectada, se reunieron incontables veces en asambleas. Al final, para abril de 2006, fueron 16 las comunidades las que conformaron la Coordinadora de Pueblos Unidos en Defensa del Agua (Copuda).
En aquellos primeros años, el movimiento estaba dominado por los rostros de los hombres. Las mujeres empezaron trabajando desde la cocina. Se encargaron de alimentar a decenas de personas que se reunían, en darles agua para beber, en limpiar los patios para recibir a todos. Ellas, que siempre habían trabajado la tierra y cuidado a sus familias, vieron que la situación era insostenible. Entonces tomaron otras acciones.
Sembrar el agua
La lucha organizativa y jurídica avanzaba. Como Copuda tenía claro que la solución al problema no vendría únicamente de las autoridades, tuvieron una idea. En 2007, asesorados por Flor y Canto, el movimiento visitó el Museo del Agua “Agua para siempre”, en Tehuacán, Puebla, con la intención de conocer alternativas y tecnologías para recuperar el agua por sus propios medios. Las mujeres iban al frente.
Allí conocieron la posibilidad de captar agua de lluvia con retenes, ollas y pozos de absorción. Estos mecanismos sirven para captar e infiltrar el agua en el suelo de distintas formas. En el caso de los pozos, la dinámica consiste en revivir los que ya estaban secos, redirigiendo el agua que bajaba del cerro en temporada de lluvias, por los caminos cosecheros y filtrándola con trampas de arena. Así, con sus recursos y sin apoyo de ninguna instancia, sembraron el agua en la tierra.
“El pozo de absorción se excava en el suelo, como a 10 metros. Se rellena con piedra, hasta arriba, y luego con arena. Eso agarra la primera tierra que trae el agua, la filtra y la lleva hacia el suelo. Las ollas de captación son cuadrados más grandes y agarran el agua de la corriente para infiltrarla de manera natural, esos no se rellenan. Y el retén es mucho más grande —de unos 50 metros de ancho, por 80 de largo—, y se hace en los ríos. Son huecos para retener el agua que viene en la corriente, bajar la velocidad y permitir la infiltración”, explica Josefina Santiago, presidenta del comité de Copuda para la comunidad de El Porvenir, en el municipio de San José del Progreso.
Las mujeres se unieron a los trabajos de construcción de los pozos, también a instalar las tecnologías de irrigación por goteo en sus huertas y campos. Se les veía captando agua de lluvia desde los techos de sus casas, con cubetas en el suelo para acarrearla a los pozos viejos. Ahorraban el líquido al lavar, cocinar y hacer las actividades cotidianas con las que sostienen a sus familias. Sembraron árboles nativos, separaron la basura, se capacitaron en defensa del territorio. Reafirmaron que el cuidado del agua era una tarea de toda la comunidad. Juntas salvaron el agua por todas las vías posibles.
“Fue maravilloso. La primera lluvia fuerte nos bendijo con tres horas. Se llenó el pozo viejo. En la noche, el pozo estaba seco otra vez. Eso quería decir que estaba funcionando: la madre Tierra estaba absorbiendo el agua”, afirma Salinas. La emoción se desbordaba.
Allí estaba Carmen Santiago, quien lideró los esfuerzos por 16 años, hasta su muerte en febrero de 2022. “Ella dio su vida por esto, ella acompañó la construcción de los primeros pozos”, dice Salinas sobre su compañera en Flor y Canto, fundadora de la organización indígena.
Los esfuerzos lograron su primer éxito en diciembre de 2007. Sus trabajos con las obras de recuperación de agua consiguieron aumentar el nivel de agua en el acuífero y, con ella, pudieron llenar sus pozos de riego. Entre los años 2008 y 2010, ya tenían 136 pozos funcionando.
“Ha sido muy importante porque se visualiza que las mujeres siempre han estado presentes en la lucha. Unas directa o indirectamente apoyando al esposo, al hermano y a su familia. Las mujeres se han llevado la parte más demandante, porque también trabajan en muchas otras cosas. Nosotras tenemos un mayor acercamiento con el agua. Se piensa que, tradicionalmente, el campo lo cuidan únicamente los hombres, pero en realidad hay muchas más mujeres trabajando”, afirma Santiago.
Sus acciones no solo las llevaron a recuperar el agua y a trabajar la tierra, sino que ahora, con base en las capacitaciones y los conversatorios entre las compañeras, se motivó a varias de ellas a participar en la toma de decisiones y asumir cargos dentro del movimiento y en las estructuras de sus propias comunidades.
“Algunas sobresalieron y tomaron el cargo de presidentas, de secretarias y tesoreras. En las asambleas comunitarias se fueron fortaleciendo para dar su palabra, participaban con más seguridad y certeza. Las que asumieron cargos dentro de sus comunidades, se convirtieron en regidoras, secretarias de agencia y otros cargos. A ellas les tocó dar entrevistas, sentarse en las mesas de trabajo con los funcionarios de gobierno y empezar a vencer las barreras que ponemos entre pueblo y autoridad. No estamos pidiendo favores, estamos pidiendo respeto”, afirma Salinas.
El logro comunitario
El 5 de agosto de 2022 es un día importante para las comunidades. Tras casi dos décadas de exigencia —luego de una consulta indígena que se impulsó, con varios tropiezos, desde el 2013—, el gobierno federal les entregó sus títulos de concesión comunitaria a los poblados que se encuentran en la microrregión a la que el movimiento llamó Xnizaa, “Nuestra agua”, en zapoteco.
Con estos títulos, se afirmó también la garantía de participación en la administración local del agua. En noviembre del mismo año, mediante un decreto presidencial, lograron poner fin a la veda decretada en los Valles Centrales de Oaxaca en 1967.
La entrega de los títulos de concesión se hizo en un evento oficial del gobierno federal, al que asistieron más de mil habitantes de comunidades como San Antonino Castillo Velasco y El Porvenir. Antes del acto protocolario, realizaron una ceremonia de agradecimiento a la Madre Tierra; la misma con la que los pueblos zapotecas saludan a los cuatro puntos cardinales cuando la temporada de lluvias está por iniciar. En medio de flores, cañas de azúcar, maíz e incienso, colocaron la fotografía de Carmen Santiago, una imagen en donde ella sonríe a los presentes.
“El hecho de que hoy cada comunidad tenga su título de concesión comunitaria, significa su derecho reconocido, porque comprobaron que todas y todos pueden cuidar y administrar el agua”, concluye Beatriz Salinas. “Resolvieron el problema de escasez, cuando no lo hizo la institución de nuestro país encargada de hacerlo”.
**Imagen principal: Retén de agua de la comunidad de San Jacinto Ocotlán, Oaxaca. Foto: Flor y Canto A.C.
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