- La historia de Etelvina Ramos resume la guerra en la Amazonía colombiana. Creció entre plantaciones de coca, presenció varias masacres, fue desplazada por la violencia y ahora, a los 52 años, lucha para que se sustituyan los cultivos ilícitos.
- Etelvina Ramos tiene una misión contraria a los intereses del narcotráfico: desde la Asociación de Trabajadores de Curillo (ASTRACUR), busca la aprobación de una reserva campesina que, además, permita cerrar el paso a la minería ilegal, otra de las actividades que dañan a la Amazonía colombiana.
- Por su labor como defensora del ambiente y el territorio está amenazada por los grupos armados ilegales. Confiesa que aprendió a convivir con el miedo a la muerte.
Cuando tenía cuatro años, sintió por primera vez que la muerte podía atraparla. En sus pesadillas, una boa la engullía, le rompía sus frágiles huesos y dejaba su cadáver a la merced de otras bestias. Casi medio siglo después, ya no es una serpiente la protagonista de sus noches en vela, sino el gatillo de un arma de aquellos que quieren verla muerta.
Etelvina Ramos Campo llegó a la Amazonía a los cuatro años porque su padre, José Antonio Ramos, prometió encontrar la herencia para ella y sus diez hermanos en una tierra nueva para ellos, un lugar en donde el agua manaba a raudales y la comida era tan fresca que se conseguía aún viva.
En 1977, la madre, el padre y la decena de hijos abandonaron Santander de Quilichao, la segunda ciudad más importante del departamento del Cauca. Luego de casi un día en autobús, entre trochas y pueblos cada vez más pequeños, llegaron a Puerto Caicedo, en el Putumayo, el fin de la vía y del mundo poblado. Desde allí la familia se adentró a pie a otro mundo, a la Amazonía colombiana, de árboles centenarios, micos, venados, armadillos, borugas —grandes roedores—, loros, tigres, serpientes y un bosque tan cerrado que el padre debía abrirlo a cada instante a lances de machete. Ese éxodo duró quince horas hasta llegar a la vereda La Cristalina, del municipio de San Miguel, casi en los límites con Ecuador.
La familia se asentó en un terreno de 300 hectáreas que el padre compró a ciegas a un hombre aburrido de vivir en esa lejanía. En los días de recién llegados, Etelvina Ramos recuerda que se fueron a pescar con unas cañas rudimentarias y una olla de almuerzo. La madre se sentó en un tronco y al instante sintió un movimiento bajo sus posaderas; no era madera lo que estaba bajo la mujer sino una boa. Adiós hambre y cansancio, todos echaron a correr.
Esa noche la niña Etelvina Ramos no pudo dormir al imaginarse tragada por la gran serpiente. Ahora sus miedos provienen de otra violencia, la de los humanos. “Ya no le temo a la naturaleza, esa se puede conocer, en cambio el hombre es cosa brava. Mis hijos aprendieron a verme amenazada, pero yo no quiero dejarlos solitos aunque ya estén grandes, eso sí me aterra”.
La hija del patrón
En aquella época de finales de los setenta no se hablaba de guerrillas, ni de paramilitares, ni siquiera del Ejército. Lo que sí crecía, y pronto lo descubrieron los Ramos, eran las plantaciones de coca en las fincas vecinas, ubicadas a una hora o más de camino. Etelvina Ramos y sus hermanos comenzaron a trabajar como raspachines o recolectores de hojas que luego eran vendidas en bultos a unos forasteros cargados de billetes.
El padre de la familia llenó su finca de plantas y contrató 20 raspachines. Ante la cantidad de tierras baldías sembró otro gran cultivo a seis horas de su finca principal. Se convirtió en patrón.
Ante la prosperidad de la empresa, el hombre viajaba seguido en busca de insumos. Etelvina Ramos, con diez años de edad, al ver la pereza de los trabajadores durante la ausencia del patrón, tomó el lugar de su padre y comenzó a dar órdenes. Al principio, los jornaleros se burlaban de los regaños de esa niña con ínfulas de adulta, pero pronto comprendieron la seriedad de las palabras. Ella les explicó que fue jornalera, que arrancó hojas bajo el sol en fincas donde ni agua le daban.
¿Y los hermanos? Los varones ya tenían cultivos propios, y las mujeres, desde los 14 años, encontraron marido, y casi niñas se convirtieron en madres. Etelvina Ramos era una de las menores, sólo seguida por un hermano. Ella era la sombra de su padre, lo acompañaba a las negociaciones; aprendió sola a leer, a escribir, a sumar y a restar para manejar el negocio. Incluso, aprendió a procesar la hoja desde que tenía 12 años, y lo hacía tan bien que la coca de la familia empezó a venderse a mejor precio. En ese momento su misión era cuidar la empresa familiar, décadas más tarde, ese liderazgo lo asumió desde un rumbo opuesto al comprender la sangre derramada por el narcotráfico y el daño ambiental ocasionado. Lo aprendió como víctima y desplazada.
En ese territorio de leyes inexistentes, y olvidado por el Estado, se vendía pasta base como si fuera plátano, yuca o maíz, aunque con muchas mejores ganancias. Nadie le daba nombre a ese comercio, no existía la concepción de legalidad o ilegalidad, no se mencionaba el narcotráfico, todos se consideraban campesinos que vivían de lo cultivado en esa tierra generosa donde la muerte sobrevenía por cansancio del cuerpo.
A principios de la década de los ochenta se empezó a hablar de la presencia de hombres armados, integrantes del frente 48 del Bloque Sur de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y que pernoctaban en fincas con el permiso tácito que da la selva o el campo: dar posada al peregrino y dar de comer al hambriento sin importar de dónde provenga o, en este caso, sin importar el uniforme que lleve puesto. Ya instalados, se apropiaban del tiempo, podían permanecer dos días, una semana, un mes. Así llegaron a la casa de los Ramos. No sólo se quedaron unas cuantas semanas, también se llevaron a uno de los hijos menores de la familia, al que tenía 15 años.
Según el estudio Cultivos de coca, conflicto y deslegitimación del Estado en el Putumayo, elaborado por Guillermo Rivera Flórez, quien fue ministro del Interior durante la presidencia de Juan Manuel Santos, “con la expansión de los cultivos de uso ilícito, los grupos armados y en especial las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) tuvieron la oportunidad de crecer en su rol de administradores de la ilegalidad e iniciar su propia construcción como Estado embrionario, es decir, como recaudador de impuestos (gramaje) y proveedor de seguridad y justicia en sus zonas históricas y de influencia”. Además, agrega: “En la década de los ochenta la coca empieza a jugar un papel definitivo en la financiación de la organización guerrillera y ello explica el número creciente de frentes en Meta, Guaviare, Caquetá y Putumayo”.
A los sonidos de la selva se añadió el de las balas causadas por enfrentamientos entre las FARC y los soldados del Ejército Nacional para hacer una tardía presencia estatal. Cuando eso sucedía, los campesinos debían correr, esconderse bajo las camas y orar para que ninguna bala perdida abriera un hueco en la ventana y se alojara en algún cuerpo.
Etelvina Ramos se encontraba en el puesto de salud de una vereda cercana, hablando con la enfermera, cuando llegaron los cadáveres de ocho guerrilleros. Se ofreció a ayudar para arreglar a los muertos. “¿No le da miedo?, usted todavía es una niña”, preguntó la enfermera. “Miedo el que sintieron ellos”, contestó la adolescente señalando los cuerpos. Una guerrillera tenía rajados los senos, la barriga, la boca. “Seguro lo hicieron cuando estaba viva”, dijo la enfermera.
Mientras remendaban a los inertes, el olor a óxido y pólvora invadió el espacio y los pensamientos. Hablaron de la existencia, de si alcanzarían a vivir o si las matarían porque sí, porque no o por sospecha; hablaron sobre verse al otro lado de sus manos, como despojos a los que tocaba reconstruir para darles sepultura. “Váyase, Váyase lejos y no vuelva”, esas fueron las palabras que la enfermera le dijo a Etelvina Ramos y que ella aún recuerda.
En medio de la muerte la joven comprendió que algo se estaba transformando. Que la enfermedad de la violencia llegaba vestida de botas de diferentes bandos. Que una planta sagrada para algunas etnias indígenas era el centro de disputas para los blancos armados. La tierra mágica y pacífica que había conocido en su infancia se llenaba de sombras, casquillos y cadáveres. Algo estaba sucediendo, y tardó años en comprender su verdadera misión: defender su hogar, la Amazonía.