- El científico mexicano y profesor de la Universidad de Stanford, quien ha acuñado conceptos como “defaunación” y “rodentización”, explica en entrevista las consecuencias ecológicas y evolutivas que trae la pérdida de poblaciones de especies.
Cuando era niño, a Rodolfo Dirzo le gustaba trepar árboles. En especial, escalaba aquellos que encontraba al explorar los remanentes de la selva baja caducifolia que rodeaba su ciudad natal, Cuernavaca, Morelos. Es posible que ahí, mientras escudriñaba una semilla o un fruto que no conocía, decidiera estudiar biología.
Durante un buen tiempo apostó a que se enfocaría en la biología celular. Pero cuando tomó clases con el profesor Francisco González Medrano, creció su interés por la ecología y la evolución; lo que él quería era responder preguntas que surgían al estar en el campo, en contacto directo con la naturaleza.
Después de graduarse como biólogo en la Universidad de Morelos formó parte de los equipos de investigación del profesor González Medrano y del doctor José Sarukhán, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Con ellos realizó estudios que tenían como protagonistas a los árboles y que mostraban el impacto de la deforestación en la cuenca del Río Cutzamala o, bien, que daban claves a las comunidades para poder realizar un manejo forestal sin dañar el ecosistema.
En la Universidad de Gales, en Gran Bretaña, hizo su maestría y doctorado en ecología. Los estudios que ahí realizó, sobre la evolución de las defensas de las plantas, se consideran clásicos en la literatura científica. Pero fue en la selva de los Tuxtlas, Veracruz, donde Rodolfo Dirzo encontró los elementos para desarrollar sus ideas sobre “defaunación” y “rodentización”, conceptos sobre los que ha publicado decenas de artículos y por los que ha sido citado en múltiples ocasiones.
Mongabay Latam conversó con el científico mexicano quien, desde hace poco más de tres lustros, es profesor de la Universidad de Stanford; miembro extranjero de la Academia Nacional de Ciencias y de la Academia de Artes y Ciencias, ambas de Estados Unidos, además de formar parte de la Academia Mexicana de Ciencias.
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¿Cómo es que entra al campo de la ecología evolutiva?
Fue en la Universidad de Gales, en Gran Bretaña, cuando estudié mi maestría y doctorado, ahí me volví un ecólogo evolutivo.
Antes pensábamos que la ecología de los seres vivos se regía solo por los aspectos físicos del ambiente. Mi intención era conocer cómo a las plantas les afecta no solo el clima, el suelo o la geología, sino también los animales. Estudié un sistema fascinante: el trébol blanco. Esas plantas, que se encuentran en jardines y praderas, tienen el potencial de liberar HCN, ácido cianhídrico, que es gas cianuro. Encontré que esos tréboles evolucionaron esa capacidad como una respuesta para defenderse del ataque de los animales.
Cuando regresa a México, pasa de estudiar tréboles y se adentra a la exuberancia de una selva, la de los Tuxtlas, en Veracruz. ¿Qué enseñanzas le dejan los Tuxtlas?
Como era director de la Estación Biológica de la UNAM en la Reserva de los Tuxtlás, Veracruz, vivía en las instalaciones de la UNAM y eso me permitió ver cosas inesperadas. Empecé a oír balazos en las noches y a toparme con cazadores dentro de la selva.
Yo quería estudiar el impacto de los animales en la ecología y evolución de las plantas de la selva de los Tuxtlas, pero en el campo no encontraba patrones que mostraran ese impacto.
Comencé a sospechar que la fantástica selva de los Tuxtlas tenía un problema: la falta de algunos animales llevaba a que las plantas no presentaran el nivel de daño que, se supone, deberían tener. Eso era un poco anómalo.
Al tratar de entender por qué, descubrí que eso se ligaba con los balazos que escuchaba y con los hombres con los que me encontraba y que estaban cazando venados, tepezcuintle, jabalíes y demás. Esos animales deberían estar comiendo e impactando las plantas de la selva. Pero su presencia no se observaba en el campo. Lo que encontré, en forma consistente, es que faltaba un factor ecológico en las selvas de los Tuxtlas: los animales.
¿En los Tuxtlas nace el concepto que llamó “defaunación”?
Ahí es la génesis del concepto. Empecé con medir la deforestación de los Tuxtlas y había evidencias de que se estaba reduciendo el hábitat. Esa deforestación junto con la cacería y otras acciones humanas estaban impactando muy fuerte a las poblaciones de animales. Me pareció que eso era un fenómeno anómalo, parecido a la deforestación, pero ahora visto desde la perspectiva animal. Por eso lo llamé “defaunación”. Mi idea era que, así como entendemos que la deforestación es el impacto humano sobre la flora, deberíamos tener un término para entender el impacto humano sobre la fauna.
¿Realizó otras investigaciones para comprobar el concepto de “defaunación”?
Así es. Busqué un sitio en México que tuviera la misma vegetación de los Tuxtlas, pero donde también se pudieran encontrar animales. Ese sitio era la Reserva de Montes Azules, en Chiapas. Lo que hicimos fue desarrollar una serie de métodos, muchos de ellos los inventamos. La idea era comparar, de manera muy rigurosa, a los Tuxtlas con Montes Azules.
Estamos hablando de la segunda mitad de la década de los ochenta y en ese entonces no había cámaras trampa. Lo que hicimos fue poner centenas de cuadritos de arena muy fina sobre el suelo, para detectar las pisadas de los animales. ¡Se imagina la cantidad de trabajo que eso involucraba! Había que filtrar la arena y distribuirla aleatoriamente en los senderos. Cada mañana recorríamos esos caminos para detectar las pisadas. Y salíamos a realizar avistamientos en la mañana, muy tempranito, y en la noche. También medimos el daño que causaban los animales vertebrados en las plantas. Hicimos exactamente lo mismo en los Tuxtlas y en Montes Azules. Lo que encontramos se documentó en el artículo titulado “La defaunación contemporánea”.
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Abrir la puerta a los roedores
¿Cuáles son las consecuencias ecológicas y evolutivas de la defaunación?
Las consecuencias son múltiples. Una de ellas es la siguiente: al ya no estar los animales grandes que consumen frutas de ciertos árboles, tampoco se tiene la dispersión de las semillas de esos árboles. Así que todas las semillas caerán cerca del árbol madre y las siguientes cruzas serán entre árboles parientes, eso disminuye la diversidad genética de esa especie de árbol. Ahí estamos generando un problema evolutivo.
Estamos perdiendo poblaciones de especies. Y esta pérdida está erosionando la capacidad de las especies de evolucionar, porque la variación genética es lo que permite la evolución. Al ir disminuyendo las poblaciones o los números de individuos en cada población, estamos disminuyendo la variación genética y, por lo tanto, los servicios que nos ofrece a nivel local esa especie de planta o de animal.
Hablando de lo que encontramos específicamente en la investigación en los Tuxtlas y en Montes Azules, ahí documentamos que en Montes Azules, 30 % de las plantas, aproximadamente, tenían evidencia de que se las comen los animales vertebrados. En los Tuxtlas la evidencia era de cero.
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Además, algunas especies que tendrían que estar en números grandes en los Tuxtlas, no estaban. Y otras especies que deberían estar en números bajos, ahora estaban superabundantes.
Fueron pasando los años y descubrí que la defaunación, en realidad, es un fenómeno más complejo: es diferencial. Al impactar a las poblaciones de animales grandes y medianos, estamos provocando que los animales pequeños aumenten su población.
Entonces, ¿en los Tuxtlas también germina la semilla de otro término que ahora usted está utilizado, el de ‘rodentización’?
Sí, esa idea me quedó y la pude desarrollar hasta años después. En 2005 llegué a la Universidad de Stanford para hacer un sabático y me hicieron una oferta para tomar una plaza de profesor. Además, surgió la posibilidad de realizar un proyecto interdisciplinario; sugerí ir a un lugar en donde hubiese una defaunación muy marcada y en donde, además, se tuvieran problemas de salud humana, en especial zoonosis, enfermedades transmitidas de una especie al humano.
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Y eligió trabajar en Kenia…
Fui a África por una razón estratégica. En el lugar donde estoy trabajando, investigadores de la Universidad de Davis, en California, cercaron una zona muy grande —una serie de parcelas experimentales, de cuatro hectáreas— en un área en donde aún se tiene mucha fauna: jirafas, elefantes, cebras, búfalos… Al poner esas cercas, se impide el acceso de esos animales a las parcelas.
Esos investigadores lo hicieron porque ellos estudiaban la relación de los animales silvestres con el manejo ganadero. Les pedimos permiso a los colegas para usar las zonas cercadas e investigar las consecuencias de la defaunación.
Pusimos cientos de trampas Sherman dentro y fuera de las zonas cercadas. Queríamos medir qué pasa con los animales pequeños cuando no tenemos a los animales grandes.
Ahí descubrimos que en los lugares donde no hay animales grandes, en donde hay defaunación, aumenta la población de roedores al doble o dos veces y medio más.
Las poblaciones de los roedores aumentan porque ya no tienen a sus grandes depredadores. Además, al ya no estar otros animales grandes que comen semillas o follaje, todas esas semillas quedan disponibles para los roedores. Y al no haber elefantes, jirafas, cebras o búfalos, la vegetación cambia: crecen más los arbustos y los roedores se pueden mover sin que los depredadores aéreos los vean. Se crean las condiciones perfectas para que los roedores tengan una vida libre de los riesgos de otros factores de regulación ecológica.
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Aumentar la posibilidad de zoonosis
¿Qué consecuencias tiene la rodentización de los ecosistemas?
Hay varias, pero nosotros nos estamos enfocando a estudiar una consecuencia en particular: la posibilidad de que se incrementen las zoonosis. Así que estamos estudiando cuáles patógenos están presentes en los roedores.
A los roedores que colectamos en Kenia, les hacemos una serie de tratamientos: a cada animal le realizamos un análisis genético, para tener la identidad precisa de la especie. Y se hacen estudios moleculares —en coordinación con los Centros de Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos (CDC)— para identificar qué patógenos llevan en su sangre.
Además, a cada roedor se le peina para conocer que ectoparásitos tiene. Y se corta un poco de su pelo, para estudiar su firma isotópica y conocer de qué se alimenta.
A cada roedor se le coloca un arete de identificación y se libera. El objetivo es saber hasta dónde se mueven, cuál es la probabilidad de recapturarlos, estimar el tamaño de las poblaciones y conocer cómo es su distribución en el espacio.
Lo que también queremos conocer es si hay modificaciones en el clima, qué cambios se podrían dar en la relación entre defaunación, rodentización y vectores zoonóticos.
Es un proyecto multidisciplinario, que comenzó desde 2012, y en el que participan médicos, ecólogos, geógrafos y modeladores.
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¿Qué conclusiones están empezando a tener?
Para nosotros es crucial identificar qué patógenos están presentes en los roedores. Hasta ahora, hemos encontrado una lista grande, entre ellos patógenos que provocan enfermedades como la bartonella, leptospirosis, leishmaniasis y otras, incluyendo la peste bubónica.
La otra cosa que hemos descubierto es que no cualquier patógeno está presente en cualquier roedor. Por eso es tan importante la identificación precisa de los roedores. Y lo que queremos hacer es un catálogo de enfermedades que, potencialmente, están presentes en esos roedores.
Me preocupa que se malentienda el término de rodentización. No se trata de poner un estigma negativo en los roedores; son especies —como todas— que juegan un papel importante en la ecología de los ecosistemas. Los roedores y los patógenos tienen una propia conexión, su propia ecología y su propia organización. Los roedores, además, han desarrollado sus mecanismos inmunológicos.
El problema es que nosotros promovemos que los roedores sean más abundantes y, por lo tanto, somos nosotros los que hemos aumentado el riesgo a estar expuestos a los patógenos presentes en los roedores.
Como digo, mi intención no es usar un término que ponga un estigma negativo a los roedores, es usar un término que nos ponga a nosotros el estigma de lo que hemos hecho con la ecología de los animales.
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Lecciones de la ecología evolutiva
Desde los ojos de la ecología evolutiva, ¿qué enseñanzas tendríamos que estar recogiendo como sociedad ante la crisis ambiental, pero también la crisis de salud provocada por la pandemia del COVID-19?
Primero tendríamos que entender la capacidad evolutiva de los virus y de otros patógenos. Para un virus una generación son minutos, para nosotros son años y para los elefantes son décadas. Así que tenemos que enfocarnos a estudiar la ecología y evolución de los microorganismos.
Lo otro que tenemos que tomar en cuenta es que la alteración de la biodiversidad juega un papel importante. El agobiar a la biodiversidad, de la forma en que lo estamos haciendo, nos va dejando con menos resguardo ante estos patógenos.
El meternos a los hábitats de los animales o el favorecer que los animales entren a zonas donde no deben estar —como el mercado de Wuhan— es una forma muy miope de manejar los recursos. Tenemos que cuidar la biodiversidad en una forma distinta.
Y la defaunación que usted ha estudiado muestra que romper los equilibrios de los ecosistemas puede traer mayores consecuencias de las que ya se están viendo…
Así es. Para tener una dimensión del privilegio y la responsabilidad que tenemos es importante tomar en cuenta lo siguiente:
Hoy sabemos que la vida empezó unos cuatro mil millones de años [atrás], que ha tomado todo ese tiempo para llegar al nivel de diversidad que hoy tenemos. Nunca antes el planeta ha tenido esta riqueza. Así que tenemos un privilegio increíble: evolucionamos como especie en el momento en que más especies ha tenido el planeta. Eso es un privilegio, pero también una responsabilidad.
El problema es que estamos acelerando la pérdida de especies. Y el asunto no es hablar de la extinción de especies, sino de la extinción de poblaciones. Por ejemplo, en México, el jaguar se encontraba desde el desierto de sonora hasta la frontera con Belice. Ahora, solo está en algunas áreas. La especie no se ha extinguido en el país, pero muchas de sus poblaciones que estaban adaptadas a un lugar particular, ya no están. Así que estamos extinguiendo las poblaciones. Y ese es el problema más grave que tenemos hoy en día: la extinción de las poblaciones de muchas especies.
Mucha gente dice: hay que detener el cambio climático, porque se va a acabar el planeta. Eso es una visión incorrecta. Hemos tenido cinco extinciones brutales y el planeta sigue. La diversidad regresó. Eso sí tardó cerca de 10 millones de años y lo que regresó fue muy diferente a lo que había.
El problema, en realidad, es la supervivencia de nosotros como especie. Otras especies van a sobrevivir. El planeta va a seguir, pero nosotros tal vez no.
* Imagen principal: El científico mexicano Rodolfo Dirzo en una visita que realizó a un Centro educativo y de rescate animal en la Provincia de Laikipia, Kenia. Foto: Cortesía R.Dirzo.
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