El hallazgo se produjo en febrero del 2016 y quedó registrado en un video —hasta ahora inédito y que se muestra en la portada de este reportaje—. Las imágenes revelan un sendero recto de color amarillento en medio del manto verde del bosque. Esa trocha se sumaba a un tramo previo de 12 kilómetros de carretera construido de manera ilegal por Luis Otsuka, el polémico gobernador de Madre de Dios, quien fue denunciado penalmente por la deforestación causada por las obras. Según un estudio de la ONG Conservación Amazónica y la Amazon Conservation Association, la apertura de la vía ha causado la pérdida de 32 hectáreas de árboles y vegetación, el equivalente a 44 campos de fútbol. El panorama fue sobrecogedor. “El fiscal se quedó callado”, recuerda Edwin Llauta, un ingeniero forestal que trabaja como guardaparques de la reserva y que ese día colaboró en el monitoreo del vuelo del drone. Hasta ese momento pocos sabían cómo llegar al lugar. Ningún lugareño había querido facilitar el camino a la comitiva del fiscal.

 


En algunos tramos, la carretera tiene hasta 25 metros de ancho, la misma amplitud de una avenida principal en Lima, incluyendo veredas y berma central.


El área deforestada está en la zona de amortiguamiento de la reserva comunal, el último anillo de protección natural para evitar el impacto de la actividad humana. En algunos tramos, la carretera tiene hasta 25 metros de ancho, la misma amplitud de una avenida principal en Lima, incluyendo veredas y berma central.

La investigación del fiscal Adrián Huayllapuma era señal de que el historial de daños a esta área natural protegida ha llegado a un punto crítico. Ya en el 2006, apenas cuatro años después de que se creara la reserva, el gobierno del presidente Alan García entregó a la multinacional estadounidense Hunt Oil la concesión del llamado lote 76, un enorme territorio rectangular que ocupa la tercera parte de su superficie. También está la amenaza de los taladores ilegales, que explotan un extenso cinturón de bosques alrededor. Y en los últimos tres años, la zona ha sido impactada por mineros ilegales que ya depredaron el lado sur de su área de amortiguamiento. “Se ha facilitado un espacio para el ingreso de extractores ilegales de oro y madera al corazón de una reserva que alberga las cuencas de los ríos de los que depende la vida de más de dos mil indígenas que pueblan el Alto Madre de Dios”, se lee en un informe del Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp) del 2016. Es, en otras palabras, un asunto de vida o muerte.

MAPA2

Ruta ilegal

Una noche de julio atravesamos el Manu en busca de esa carretera. Las aguas del río Madre de Dios bajan y el guía nos pide estar atentos a troncos y piedras que pueden dañar el motor de la barcaza en la que viajamos. Faltan minutos para llegar a la comunidad nativa de Shipetiari, el último punto de la carretera afirmada que penetra como una cuña en uno de los rincones más aislados de este sector de la Amazonía. De pronto nos detenemos. Decenas de barriles flotan en el río a pocos metros de una embarcación volteada. “¡Otro accidente!”, se lamenta Venancio Corisepa, líder indígena de la etnia harambukt y uno de los guardianes ancestrales del bosque que acompaña nuestro recorrido. La escena se repite con frecuencia y tiene una explicación: la carretera se ha convertido en un corredor para el tráfico ilegal de combustible hacia los enclaves de la minería ilegal en esta región.

El puerto de Shipetiari es un asentamiento informal, controlado por migrantes cusqueños, que nació justamente con la apertura de la carretera. Todo lo que uno ve al llegar allí son restaurantes improvisados, hospedajes al paso y cantinas. Desde la orilla se ve un intenso movimiento de barcazas repletas de barriles de combustible, madera y otras mercancías que nadie controla: ni la Policía Nacional, que no tiene puestos de vigilancia; ni la Dirección Regional Forestal y de Fauna Silvestre, que solo tiene dos personas asignadas para toda la provincia; mucho menos la Superintendencia Nacional de Administración Tributaria (SUNAT), la entidad oficial encargada de controlar el contrabando de combustible y otros insumos sensibles en el país. Casi toda la mercancía que circula por esta zona —como todo el mundo sabe por aquí— termina en la región más devastada por la extracción de oro ilegal.

 


La carretera ha abierto grietas entre los pueblos indígenas que una vez vieron la creación de la reserva como una victoria en la larga lucha por la reivindicación de sus territorios.


 

Los camiones que traen el combustible hasta el puerto de Shipetiari vienen de un lugar cuyo nombre parece una ironía en esta historia: Villa Salvación. Este centro poblado, rodeado de bosques de neblina, está en la frontera sur entre Madre de Dios y Cusco, y aparece en los mapas turísticos como una de las mejores zonas para el avistamiento del Gallito de las Rocas, una oferta irresistible para los observadores de aves. En los mapas de la Dirección Antidrogas de la policía, en cambio, figura como un territorio penetrado por el narcotráfico.

Entre 2013 y 2015, los cultivos de hoja de coca en inmediaciones de Villa Salvación se duplicaron hasta superar las mil hectáreas, según los reportes de vigilancia de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNOCD). La zona ha sido virtualmente sembrada con decenas de pozas de maceración de pasta básica de cocaína. La Fiscalía Antidrogas del Cusco detectó varias pozas incluso en la jurisdicción del Parque Nacional del Manu, uno de los últimos paraísos naturales del Amazonas. “Se ha convertido en un VRAEM (abreviatura que hace referencia al Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro), pequeño”, dijo hace poco el fiscal antidrogas del Cusco, Jorge Camargo, en alusión a un valle relativamente cercano y conocido como refugio de narcotraficantes y guerrilleros, que las Fuerzas Armadas no han podido controlar del todo.

En semejante escenario, el paso de camiones con combustible de origen y destino sospechoso no es una prioridad. “No tengo dónde poner la cara cuando me reclaman que no hago nada”, confiesa desde una solitaria oficina de Villa Salvación el subprefecto de la provincia del Manu, Adrián Tecsi, un hombre de sesenta años que hace cuatro meses fue designado en este cargo con la principal misión de apoyar en el combate del tráfico de combustible destinado a la minería ilegal. Pese al corto tiempo en funciones, Tecsi ya se siente frustrado porque ni la policía ni la fiscalía intervienen los vehículos que transitan por el tramo de la carretera que pasa por su jurisdicción. El subprefecto Tecsi dice que ha sido amenazado de muerte por intentar hacer su trabajo.

 


Los habitantes de Diamante incluso planean retirar ellos mismos los troncos del terreno para habilitar el paso de vehículos desde Shipetiari hasta Boca Manu.


El volumen de combustible que se mueve en la zona da una idea del problema. En toda la provincia del Manu, que comprende cinco distritos, hay 45 grifos formales que comercializan más de quince mil galones de combustible al año, según los reportes del Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (Osinergmin). Muchos se concentran en el distrito de Huepetuhe, un paraje que la minería ilegal explotó hasta convertir la selva en un desierto de arenas rojizas. En Villa Salvación solo hay un grifo formalmente registrado, pero de aquí salen ocho camiones al mes con cargamentos de gasolina y diésel, cuyo destino nadie puede precisar.

La frustración del subprefecto Tecsi es similar a la que se percibe en la voz del fiscal José Antonio Vargas Oviedo, titular de la Fiscalía Provincial Mixta de Manu, ubicada a menos de cincuenta metros de la Dirección Forestal y de Fauna Silvestre de la región. “Solo somos dos fiscales y no podemos controlar actividades que sobrepasan nuestra capacidad de respuesta”, dice para explicar el problema que tiene entre manos. El fiscal Vargas, que tiene el escritorio repleto de denuncias por investigar, reconoce que no puede controlar el paso de combustible y tampoco puede hacer operaciones de control de la madera que sale de la provincia del Manu, el otro gran tráfico ilegal en la zona.


“Por la forma como se está construyendo esta nueva carretera, solo se alienta una economía ilegal que se acentuará con llegada de más migrantes”.

(Luis Felipe Torres, antropólogo del Ministerio de Cultura)


La cifra oficial señala que cada mes se extraen 80 metros cúbicos de madera de esta zona, el equivalente a tres camiones cargados de tablones. El fiscal Vargas dice que en realidad esa cantidad sale cada semana, a juzgar por el continuo paso de vehículos con ese cargamento, y que no hay forma de verificar su origen. “No hay tantas concesiones autorizadas para extraer esta cantidad”, sostiene. Aunque hay cuatro empresas autorizadas —Inbaco, Mafopunchi, Emecomanu e Inversiones Apolo—, el 75 % de la madera que sale del Manu se traslada con certificados que no le pertenecen. “Aquí se lava la madera con guías que salen del gobierno regional. No puede ser de otro modo”, dice el fiscal Vargas.

Si antes ya era un comercio incontrolable, la carretera ha facilitado el paso a los traficantes.

Pueblos divididos

Diamante es la comunidad nativa más grande anclada a orillas del río Madre de Dios, la única que tiene una larga escalera de cemento en la entrada, un nido, una escuela primaria y secundaria en buenas condiciones y un aeródromo para viajes desde Cusco a la selva del Manu. Es también uno de los dos pueblos de la etnia Yine de esta zona, cuyos miembros se dedican a la extracción de madera en pequeña escala. Aquí viven unas 600 personas, muchas de las cuales son hijos de migrantes andinos casados con mujeres nativas. Esta es una de las pocas comunidades que apoya con firmeza el avance del llamado corredor Manu – Amarakaeri. “Es la única forma de progresar”, dice Edgar Morales, su presidente, un hombre de contextura gruesa y piel tostada a quien algunos comuneros llaman “Ayacucho”, en referencia a la tierra donde nació.

La carretera ha abierto grietas entre los pueblos indígenas que una vez vieron la creación de la reserva como una victoria en la larga lucha por la reivindicación de sus territorios. En el 2002, el Instituto Nacional de Recursos Naturales (INRENA) dio a los bosques de Amarakaeri (que en lengua Harambukt significa ‘gente guerrera’) la categoría de reserva comunal, que supone administración compartida entre el Estado y las comunidades harambukt, machiguenga y yine. Era un reconocimiento a los derechos de esas etnias diezmadas por el auge del caucho y luego acosadas por los buscadores de oro. Catorce años después de aquella conquista, y sin alternativas para sobrevivir, los comuneros se han visto obligados a participar en las actividades extractivas ilegales que han acorralado sus bosques.

Esto ha ocurrido con Puerto Luz y San José de Karene, cuyos habitantes trabajan en la explotación de oro; y con Shipetiari, Diamante e Islas de los Valles, donde las familias extraen madera o alquilan sus tierras a los taladores ilegales. Muchas personas llaman regalías a los ingresos que obtienen por estos negocios y que les sirven para comprar los alimentos que antes cultivaban o cazaban, y para el consumo de cerveza, que ya ha derivado en casos de alcoholismo. Los habitantes de Diamante incluso planean retirar ellos mismos los troncos del terreno para habilitar el paso de vehículos desde Shipetiari hasta Boca Manu, un centro poblado de tránsito obligatorio por los turistas que visitan el Parque Nacional del Manu.

Los comuneros están convencidos de que con la apertura de la carretera podrán comercializar castañas y otros productos comestibles y que vendrán profesores titulados a sus escuelas y médicos a sus puestos de salud. En setiembre del 2015, varios pobladores de esta comunidad retuvieron a 40 turistas extranjeros en Boca Manu para protestar contra el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas al considerarlo “un enemigo del desarrollo” por oponerse a la continuación de la vía, a pesar de que la obra carecía de expediente técnico. Pocos meses después, entre febrero y marzo del 2016, los propios pobladores abrieron con machetes el tramo Shipetiari-Boca Manu. “Estamos decididos a hacer la faena y limpiar los troncos para habilitar el camino”, dice el presidente Edgar Morales.

Tras cuatro horas de viaje en barcaza por el río Madre de Dios —y otro tramo por tierra en automóviles que prestan este servicio— llegamos a un lugar donde la carretera despierta opiniones totalmente contrarias. “No hemos visto el desarrollo de nuestra tierra, sino devastación”, cuenta Yerco Tayori, un joven dirigente indígena de Puerto Luz, una de las comunidades nativas que desde hace varias décadas soporta la invasión de extractores de oro ilegal. Tayori, miembro de la etnia harambukt, habla con tono de incertidumbre mientras muestra el centro de salud de su comunidad cerrado, sin personal médico y con el techo destruido por los murciélagos. El local se encuentra así desde hace cinco meses y no hay noticias del reclamo que hizo a la Dirección Regional de Salud de Madre de Dios.

Tayori dice que, antes de que la carretera siga avanzando, las comunidades nativas necesitan resolver todos los problemas relacionados con los títulos legales de sus territorios. Lo ocurrido con Puerto Luz, que antes se llamó Puerto Alegre, sustenta su preocupación: en esta comunidad existen 17 concesiones mineras otorgadas por el Estado que están superpuestas con las tierras de los nativos. En los últimos tres años, este problema ha generado violentos enfrentamientos entre los harambukt y algunos mineros titulares de dichas concesiones que han recurrido a la policía para entrar a la zona.

El territorio de Puerto Luz también está afectado por la concesión del llamado Lote 76 a la empresa estadounidense Hunt Oil, que ahora realiza exploraciones en busca de fuentes de hidrocarburos. En el 2009, la empresa negoció con un grupo de dirigentes una compensación de 30 mil dólares para que la dejaran realizar sus operaciones, pero esto abrió un grave conflicto entre los propios nativos que se acusaron mutuamente de traición. Hunt Oil hizo obras sociales para mejorar su relación con la comunidad, pero la extensión por tres años más de la fase exploratoria, decidida por el Ministerio de Energía y Minas en el 2015, tomó por sorpresa a las organizaciones indígenas y fue percibida por los nativos como una nueva imposición del Gobierno y la empresa.

“No estamos preparados aún para enfrentar los cambios que se vienen”, dice Yerco Tayori ahora, ante la inminente prolongación de la carretera que terminará por rodear la Reserva Comunal Amarakaeri (Ver mapa). Desde el Gobierno Regional de Madre de Dios se promueve esta vía como una forma para que los comuneros puedan sacar de la zona sus cosechas de castaña, yuca y plátanos hacia las ciudades cercanas de la región, pero la mayoría de comuneros apenas cultiva productos para su propio consumo y no tienen herramientas para hacerlo a mayor escala.

 


Si la carretera continúa avanzando, al 2040 se habrá perdido 43 mil has de bosques, una extensión igual a las líneas de Nazca.


 

“Por la forma como se está construyendo esta nueva carretera, solo se alienta una economía ilegal que se acentuará con llegada de más migrantes”, dice Luis Felipe Torres, antropólogo del Ministerio de Cultura que realiza estudios de poblaciones en aislamiento voluntario en el Alto Madre de Dios. Su preocupación se acrecienta si el tramo continúa extendiéndose hasta llegar al centro poblado minero de Boca Colorado, como planea el gobernador Luis Otsuka: el trazo proyectado pasa a cinco kilómetros de la Reserva Territorial de Madre de Dios, donde viven indígenas mashco piro, que son una de las etnias en aislamiento voluntario más grandes del Perú. “Este pueblo quedaría más expuesto a la transmisión de enfermedades y otros riesgos que genera la apertura de una carretera cercana a los bosques por donde transita”, advierte el antropólogo Torres. Si eso ocurre, no solo crecerá el área deforestada, sino que el conflicto podría convertirse en una crisis humanitaria.

Guardianes en peligro

Seis meses después de que un drone guiara a un fiscal hasta la carretera, extendida ilegalmente por el gobierno regional, los guardaparques del Sernanp alistan un próximo sobrevuelo del robot en los bosques de Amarakaeri para verificar el estado de la zona deforestada. Además de los diez pueblos indígenas que viven de la reserva, los doce guardaparques son los únicos vigilantes de este territorio. Desde sus cinco puestos aislados en medio de la vegetación deben cuidar, a pie y por separado, más de cuatrocientas mil hectáreas de bosques. Quiere decir que hay sectores por los que solo pueden pasar una vez a la semana.

Gerardo Italiano es un joven guardaparques de la etnia Machiguenga que conoce el territorio como su propia casa. Tiene el oído entrenado para detectar los sonidos de las motosierras, los machetes y vehículos que ingresan furtivamente al área, pero se siente frustrado porque no puede intervenir más allá de elaborar un reporte de los hechos. “Nadie nos apoya, estamos solos. Por eso muchos de mis compañeros se pasan a la corrupción. Les conviene más ser corruptos que aferrarse a su trabajo porque nadie nos hace caso”, señala.

Una tarde, Italiano realizaba un patrullaje en el sector Sabaluyoc, zona de amortiguamiento de la reserva reportada como invadida por madereros ilegales y donde había plantaciones de hoja de coca. En el camino se topó con un grupo que había construido allí una poza de maceración de Pasta Básica de Cocaína. Eran hombres armados. “No tuve otra cosa que agachar la cabeza y seguir caminando. No actué y me dijeron: ‘Gracias, no eres soplón’”.

Mientras guardaparques como Italiano observan impotentes las actividades ilegales en los últimos bosques vírgenes de Madre de Dios, en su despacho de Puerto Maldonado el gobernador Luis Otsuka —un antiguo minero con concesiones vigentes— tiene otra visión del desarrollo y de su carretera. “Hacemos todo esto para ayudar a las comunidades nativas. ¡Quiere que se mueran, que se pudran ahí!”, grita ante una pregunta sobre los reales beneficiarios de la trocha, que no parecen ser los comuneros, sino los traficantes. Los mismos que se benefician también de los intentos del gobernador por conseguir la derogatoria de las normas que regulan la minería ilegal en la región.

Otsuka ha invertido más de cuatro millones de soles desde que inició la carretera. El nuevo tramo se construyó sin pasar por la evaluación del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) y sin un estudio de impacto ambiental aprobado por el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Sernanp) pese a que cruza dos de las más grandes reservas amazónicas del país. Por ello, cuatro meses después, un juez del Cusco paralizó los trabajos y denunció al gobernador Otsuka y a dos de sus funcionarios por el delito de depredación de bosques.

En abril del 2016, un informe de la Contraloría confirmó también que el gobernador regional violó los procedimientos mínimos para la aprobación de una obra de infraestructura de esta envergadura. “Los hechos expuestos han generado además impactos ambientales significativos, tales como la disminución de la fertilidad del suelo, afectación del ciclo hidrológico, pérdida de cobertura vegetal y de espacio para el desplazamiento y alimento del hábitat de especies”, se lee en el documento.

Podría pensarse que ante semejantes argumentos la obra estará paralizada, al menos en lo formal, hasta que la denuncia contra Otsuka proceda y alguna de las autoridades involucradas emita estudios de impacto ambiental. No es así. En mayo pasado, mientras la trocha ilegal avanzaba hacia el bosque, un funcionario de Otsuka con representantes de las diez comunidades nativas y del Ministerio del Ambiente se reunieron en una mesa de diálogo que tuvo como escenario la Municipalidad Provincial del Cusco, en la región vecina. Allí se llegó a un acuerdo insólito: aunque el proceso judicial contra el gobernador continúe, su gestión seguirá haciendo planes para un nuevo tramo de carretera que llegará a Boca Manu. Esta vez se acordó respetar estándares ambientales. No es la única amenaza. Uno de los legisladores que asumieron el cargo en julio último, con el cambio de gobierno, se ha comprometido a impulsarla en el nuevo Congreso. Se llama Modesto Figueroa y es dueño de seis grifos en Madre de Dios. Fue uno de los abastecedores de combustible del clan familiar Baca Casas, cuyos miembros son investigados por lavado de dinero proveniente de la extracción ilegal de oro en esta región, según la fiscalía.

Un estudio de la consultora privada Nature Services Perú creó modelos de los efectos de la deforestación acentuada por la carretera. La proyección es que, si continúa avanzando —como planea el Gobierno Regional de Madre de Dios—, al 2040 se habrá perdido 43 mil hectáreas de bosques, lo que equivale a una extensión igual a las líneas de Nazca. Esto implica además que se habrá afectado el hábitat de las más de 700 especies reportadas en la Reserva Comunal Amarakaeri, entre plantas, insectos, mamíferos, anfibios, aves, reptiles y peces, según el registro publicado por el Instituto de Biología de la Conservación del Instituto Smithsoniano en el 2015. Uno de los animales emblemáticos de estos bosques es el oso de anteojos (Tremarctos ornatus), una especie única en América Latina que está en peligro de extinción. Todas las señales sugieren que este último tramo de carretera, que se inicia en un lugar llamado Salvación, puede llevar a un desastre.

Créditos

Editor/a

Temas