- ¿Cuáles son las consecuencias del mercurio en la salud de los habitantes de Buenos Aires y Suárez?
- ¿Qué porcentaje del oro que produce Colombia tiene un origen legal?
(Este artículo es una colaboración periodística entre Mongabay Latam y Semana Sostenible de Colombia)
Antes de que se encienda la grabadora, Verónica* pone una condición: contará su historia a cambio de que no se sepa su nombre ni la vereda donde vive.
“En Buenos Aires la situación está muy tensa y no quiero ganarme problemas con los mineros”, explica.
Compromiso pactado.
“De un momento a otro, mi hija de dos años y medio apareció con gripa y fiebres esporádicas. La llevé al centro de salud del pueblo y me dijeron que eso era normal, que le diera vitamina C y acetaminofén para que mejorara. Pero un mes después seguía igual. Con mi esposo la llevamos a una clínica privada de Cali y la dejaron hospitalizada una semana. Después de varios exámenes, nos dijeron que tenía problemas en un pulmón y que su sangre estaba contaminada con mercurio” narra.
La mujer aclara que no sabe por qué su hija terminó envenenada con ese metal, si nunca tuvo contacto con la minería y su esposo siempre se ha dedicado a la construcción. Pasan unos segundos de silencio y después insinúa vagamente que pudo haber sido por “el ambiente”, pues en los alrededores de su casa hay varios lugares en los que la piedra extraída de la misma montaña en la que viven se tritura y se mezcla con grandes cantidades de mercurio para sacar el oro. El metal precioso queda en las manos de los mineros, pero el metal tóxico se evapora, se introduce en el suelo y se mezcla con el agua.
—¿Nunca le ha interesado saber de dónde vino la enfermedad de su hija?
—Pues en la clínica de Cali dijeron que iban a enviar esos resultados a la Universidad del Valle para que hicieran muestras de agua a ver si era por eso. Mi esposo quedó encargado de averiguar, pero siempre que le pregunto me dice que él no va a molestar con eso, que es una perdedera de tiempo y de plata y que de todas formas no cree que haya una solución. A veces es mejor quedarse callado por las amenazas, de pronto se ponen bravos los mineros, usted sabe que eso es delicado.
Verónica no es la única víctima del mercurio en el pueblo. A diferencia suya, Mariana* accede a hablar sin reparos sobre su caso. En su voz no se escucha ninguna señal de dramatismo mientras cuenta que su hija “nació muy delicadita, con una hernia en el diafragma y con una malformación en la mano izquierda”. Los médicos de un hospital de Popayán le dijeron que esto solía ocurrir por accidentes con químicos peligrosos, lo cual comprobaron cuando ella contó que su esposo es minero y que además viven en medio del área de extracción de Buenos Aires.
Mariana sabe que el río Teta está muy contaminado y que tal vez por eso ahora sufre más de gripa y además le han salido unas manchas “todas raras” en la piel. Su razonamiento no sorprende tanto por el contenido, sino por la tranquilidad con la que lo dice: con esa serena resignación de los que creen que su destino es irremediable.
Buenos Aires es un pueblo ubicado en el norte del Cauca, a dos horas por carretera de la ciudad de Cali. Esa región está entre la cara oriental de la cordillera Occidental de Los Andes y el valle geográfico del río Cauca, el segundo más importante del país. La parte plana, que tiene las tierras más fértiles del país, está copada por el monocultivo de caña de azúcar. Y en las zonas montañosas, de vegetación típica del bosque alto andino y con una gran riqueza hídrica, están habitadas principalmente por las comunidades indígenas y afrocolombianas.
La minería llegó a Buenos Aires (en el siglo XVI o en 1536) con los españoles que colonizaron esas montañas, pero quienes heredaron la actividad fueron los negros que, luego de la esclavitud, se adueñaron de las tierras y las convirtieron en territorios colectivos que a finales del siglo pasado fueron reconocidos por la Constitución colombiana.
El oro se sacaba del Cerro Teta o del río Teta, los dos límites geográficos que tiene el municipio. Por convención social, los hombres se dedicaban principalmente a escarbar la montaña y las mujeres a escrutar el agua. En ambos casos, el objetivo económico era la subsistencia –no el lucro–, y la forma rudimentaria de ejercer este tipo de minería fue bautizada como ancestral o tradicional.
Juan Mosquera*, reconocido líder de Buenos Aires, recuerda que la minería siempre fue para los negros una actividad complementaria de la agricultura. La gente primero sembraba y mientras llegaba la cosecha sacaban oro del río Teta o de los socavones que cada familia había explotado desde la colonia. En ese tiempo no había mercurio, solo se usaba una planta llamada babilla y hasta saliva para separar el mineral.
La historia de Suárez es parecida a la de Buenos Aires. De hecho, fueron un solo pueblo hasta 1989, cuando el primero dejó de ser un corregimiento del segundo y se convirtió en municipio. La minería se ha hecho en los socavones de las veredas de La Toma, Asnazú y en la cara sur del Cerro Teta. En todos estos lugares la presencia de los negros siempre ha sido mayoritaria y la minería es tan común que las casas, las minas y los entables están mezclados entre sí.
Abajo, las montañas de Suárez terminan en el río Ovejas, de cuyas aguas también se ha sacado oro por siglos.
Marcia Fernández*, una líder comunitaria de este municipio, cuenta que el oro se extraía del río Ovejas con batea y con una herramienta de labranza llamada almocafre. También había minería de socavón, pero no usaban mercurio, sino un molino californiano con el que trituraban el material. “Yo crecí aprendiendo a hacer minería con mi abuelo y crié a mis dos hijos con lo que saqué. Todo cambió cuando entraron las retroexcavadoras y las dragas. Ahí empezó esta maldición”, contó.
De los ríos a las venas
“Sobre el río Ovejas hay minería criminal con retroexcavadoras desde hace unos 15 años. Al principio nosotros lo permitimos porque lo veíamos como una forma de coger el sustento. La máquina movía un montón de tierra que los mineros molían en unos barriles con mercurio. Ellos nos dejaban coger lo que botaban y quedarnos con lo que saliera. A eso le empezamos a llamar chatarrear”, recuerda Fernández.
Al poco tiempo, sin embargo, percibieron los primeros impactos negativos. Las máquinas se fueron por un tiempo y no solo se volvió más difícil hacer minería, sino que los peces con los que completaban la alimentación desaparecieron del río. Fernández cuenta que antes de la entrada de las máquinas pescaban colocando una especie de red transversal que se sujetaba con las grandes piedras del lecho. Como las retroexcavadoras revolcaron todo, la malla no se pudo atravesar nuevamente y los peces no se volvieron a asomar por ahí.
Luego, una tragedia les mostró la peor cara de la minería criminal. “Antes lo más peligroso de sacar oro del río era pegarse con una piedra. Nunca vimos una muerte ni mucho menos que un montón de gente muriera tapada por la tierra”, afirma la dirigente. Esa historia se partió en dos el 13 de octubre de 2007. Ese día, 21 mujeres negras de Suárez que chatarreaban al lado de varias retroexcavadoras en el río Cauca murieron sepultadas por un deslizamiento provocado por una de las máquinas.
Además de esos aparatos, explica Juan Mosquera, desde hace unos 12 años empezaron a llegar a Buenos Aires muchos antioqueños, pastusos y costeños que se asentaron en las zonas de minería ancestral y empezaron a trabajar distinto. Esos extraños, a los que la gente les dice paisas, llevaron unos barriles para mezclar la tierra triturada con mercurio y reemplazar los tradicionales molinos californianos.
Indudablemente la nueva tecnología permitía sacar más oro que antes. Aprovechándose del control sobre ella, los paisas se asociaron con los propietarios de las minas, la mayoría de las veces bajo condiciones desiguales. “Algunos decidieron alquilar sus socavones a cambio del cinco por ciento de la producción. Pero como ellos eran los que calculaban la cantidad de oro que salía del proceso, no se podía saber cuánto realmente le correspondía a los dueños de la mina”, dice Mosquera.
Los relatos de Fernández y Mosquera coinciden en que los negros perdieron el poder sobre una actividad que dominaron por siglos. Muchos hombres se convirtieron en asalariados en las minas que les pertenecieron por generaciones y las mujeres se resignaron al rol de chatarreras que recogen las piedras que desechan los mineros para rebuscar el oro que a los otros se les escapa. Según información de la Corporación Ambiental del Cauca (CRC), institución estatal que se encarga del control ambiental en los territorios, en 2015 más de la mitad de los 48 entables mineros que había en Buenos Aires pertenecían a los paisas.
Pero esta es la consecuencia menos grave.
“Estamos envenenados con mercurio, de eso está llena el agua del río y también la que consume la gente. Muchas mujeres están pariendo fetos y niños con malformaciones por exponerse a ese metal, pero no puedo asegurarlo con certeza porque hacen falta estudios a profundidad”, lamenta Fernández.
Las imprecisas dimensiones de la tragedia
Entre enero y octubre del año pasado, en Colombia se produjeron 42 toneladas de oro, una cantidad suficiente para cargar el contenedor de un camión de carga. Apenas el 12,4 % del mineral puede considerarse legal. El resto proviene de los más de 300 municipios del país en los que se extrae el metal sin ningún control del Estado. Las cifras son de Santiago Ángel, presidente de la Asociación Colombiana de Minería, la organización que agrupa a las empresas formales del sector.
Aparte de las modestas cantidades que puede aportar la minería ancestral, el resto del oro proviene de explotaciones que se dividen entre ilegales y criminales; las primeras porque no cuentan con títulos legales ni planes ambientales y las segundas porque suelen utilizar maquinaria pesada y porque generalmente sus rentas alimentan los bolsillos de mafias delincuenciales.
Aunque esos dos tipos de minería se están practicando simultáneamente en Buenos Aires y Suárez, los límites entre ellas están bien definidos. La criminal está dominada por grupos armados y, según testimonios de la comunidad, por algunos empresarios brasileros. La ilegal está bajo el dominio de los paisas y se practica en los socavones que pertenecieron históricamente a los negros de la región. En ambos casos, el uso del mercurio garantiza la rentabilidad del negocio.
La cuantificación oficial de importaciones de mercurio está en dos investigaciones del Ministerio de Ambiente, realizadas en 2010 y 2012. Pero estas, aparte de estar desactualizadas, contienen datos que no coinciden. Mientras que la primera, contratada con la Universidad de Antioquia, dice que en 2009 ingresaron al país 352 toneladas de mercurio, la segunda, de las Naciones Unidas, dice que ese mismo año solo entraron 130. Este último dato parece más confiable, pues otro informe de 2013 de la Unidad de Planeación Minero Energética (UPME) dice que en el 2009 se importaron 150 toneladas.
En cualquier caso se trata de una cifra escalofriante, sobre todo teniendo en cuenta que el mercurio es principalmente usado por la minería de oro. Una investigación de Leonardo Gûiza y Juan David Aristizábal, de la Universidad del Rosario en Bogotá, dice que de las 130 toneladas de mercurio que Colombia importó en 2011, el 75 % fue utilizado en la extracción de oro.
Gran parte de este químico fue a parar a los ríos del norte del Cauca, un departamento que produce apenas el 3,7 % del oro, que tiene el 4,1 % de las minas pero que, según el citado informe de la UPME, es la tercera región que más consume mercurio en el país después de Antioquia y Bolívar.
La información que maneja el Ministerio de Ambiente es que en las minas de lugares como Buenos Aires y Suárez se utilizan aproximadamente 14 gramos de mercurio para recuperar un gramo de oro. Por su parte, Gûiza y Aristizábal afirman que solo el 10 por ciento de este metal se adhiere a la tierra molida. Lo grave es que el resto se incorpora inmediatamente al ambiente a través del aire, el suelo y el agua.
Según cifras de la ANM, de Buenos Aires se extrajeron 3,5 toneladas de oro entre 2006 y 2015. Esto quiere decir que en esos 9 años se liberaron 40 toneladas de mercurio. Es como pensar en una cantidad de veneno del tamaño de un contenedor de un camión de carga vertida en los ríos y las quebradas de ese municipio.
Está demostrado científicamente que la contaminación con este metal genera en los humanos daños en los riñones, hipertensión y problemas digestivos. Pero la versión más peligrosa es el metilmercurio, un neurotóxico que se forma cuando entra en contacto con el agua y causa daños cerebrales, ceguera, pérdida de control muscular y malformaciones fetales.
No hay estudios oficiales que muestren los niveles actuales de contaminación en los ríos del norte del Cauca, ni mucho menos sobre los impactos en la salud de sus habitantes. Tampoco existen en otras partes del país. Sin embargo, diversas investigaciones académicas realizadas en las zonas de minería ilegal en Antioquia, Chocó y Bolívar han encontrado niveles de mercurio superiores a los permitidos por las normas nacionales y de la Organización Mundial de la Salud, tanto en elementos ambientales como el aire, el agua, las plantas y los peces; como en componentes del organismo como la sangre y el cabello.
Según Yesid Ramírez, director de la CRC, en esa entidad no tienen información al respecto, mientras que el jefe de desarrollo comunitario de la alcaldía de Buenos Aires, Iván Gómez, asegura que “en la Alcaldía no tenemos datos oficiales de que eso se esté presentando. Se dice que la misma explotación minera es la que está utilizando ese material, pero hasta que la CRC no haga un estudio técnico y detallado esas denuncias terminan siendo puros rumores”.
Irene Vélez, investigadora ambiental de la Universidad del Valle, tiene una idea más aproximada de la realidad que se vive en esa región. El año pasado la llamaron unos líderes de Suárez para pedirle ayuda, pues había una mortandad masiva de peces y querían saber si era por culpa del mercurio. Como no se puede investigar sin plata, ella pasó un proyecto de investigación a Colciencias (la entidad estatal que financia las investigaciones académicas en el país) que no fue aprobado. La mortandad se repitió en junio y la negativa de esa entidad, también.
En vista del rechazo de Colciencias para apoyar el proyecto, una colega de Vélez gestionó en octubre la donación de unos modernos equipos de medición con la Universidad de la Florida. Con ellos tomaron 18 muestras de agua en el río Ovejas, desagües de algunos socavones, la escuela de la vereda Yolombó, las casas de algunos habitantes que viven cerca a los entables y un par de quebradas. También hicieron pruebas en 11 nacientes del río y hasta con agua de lluvia.
A excepción de uno de los nacimientos, los resultados arrojaron que en los demás puntos las concentraciones de mercurio exceden entre 50 y 1000 veces los límites permitidos en las normas colombianas.
¿Enfermedad sin remedio?
Según un informe de la CRC, entre 2009 y 2016 esta entidad realizó 285 visitas técnicas por denuncias ambientales sobre extracción ilícita de minerales. 177 estuvieron relacionadas con oro y 48 se ejecutaron en Suárez y Buenos Aires. El 10 de febrero de este año la CRC, la Policía, el Ejército y la Fiscalía incautaron dos retroexcavadoras que trabajaban en el río Teta.
La resistencia contra esta actividad también ha venido de parte de las comunidades negras. Arturo Cáceres* cuenta que ante la magnitud del fenómeno, en 2010 decidieron crear la Guardia Cimarrona: una suerte de ejército sin armas que, a la manera de la Guardia Indígena colombiana, se encarga desde entonces de ejercer la autoridad en los territorios colectivos del norte del Cauca.
Cáceres confiesa que decidieron organizarse y actuar por su cuenta ante la profunda desconfianza que les generan las instituciones del Estado. De hecho, recuerda las ocasiones en las que denunciaron con coordenadas exactas la presencia de estas máquinas sin obtener respuesta de las autoridades, o las veces que ellos mismos han incautado estos aparatos y se los han entregado a la Fuerza Pública para luego verlos nuevamente destruyendo sus territorios.
“En vista de esa permisividad, en octubre pasado decidimos quemar dos retroexcavadoras que estaban en el río Mazamorrero, en Buenos Aires. Y eso es lo que seguiremos haciendo aunque signifique más riesgos y amenazas para nosotros”, asegura.
En el camino que conduce de Santander de Quilichao a Buenos Aires, una patrulla de la Policía está haciendo un retén de rutina. Tras preguntarle cómo está actualmente el tema de la minería ilegal y criminal, uno de los agentes dice que justo acaban de ver cuatro máquinas trabajando en el río Teta. Que ellos pasaron el reporte a los superiores, pero que no pueden hacer nada hasta que reciban una orden de la comandancia.
“Por ahora no ha llegado esa orden, ¿quién sabe cómo estará la situación económica allá arriba?”, se pregunta irónicamente el patrullero.
Ramírez, director de la Corporación Ambiental del Cauca, reconoce que el problema no se atendió a tiempo, pero defiende su gestión diciendo que ahora se ve una mayor articulación institucional que se nota en acciones como la del pasado 10 de febrero en Buenos Aires. Cáceres admite que la minería criminal ya no se realiza en las mismas dimensiones de años anteriores, cuando se podían ver filas de 20 y 30 máquinas revolcando los lechos de los ríos de la región. Sin embargo, advierte que van a estar alerta porque en cualquier momento pueden regresar con más furor que antes.
Mientras tanto, el uso de mercurio en las minas ilegales sigue su ritmo desaforado. Ramírez no brindó información sobre las acciones de la corporación para controlar la contaminación que genera este metal, pero Nadia Paya, asesora jurídica de la alcaldía de Suárez, entrega una pista clave para entender por qué la lucha contra el mercurio es, por ahora, estéril.
“La Ley 1658 de 2013 dice que desde el próximo año el mercurio estará prohibido para la minería. Eso significa que en este momento su uso es legal, y mientras eso no cambie, nosotros no podemos ir a confiscarles ese material a los mineros”, explica.
Por el lado de las comunidades, la mayor reticencia ante los intentos por cambiar esta situación parece estar al interior de ellas mismas.
La investigadora Irene Vélez cuenta que en noviembre del año pasado hicieron la socialización de los hallazgos obtenidos en su investigación con los habitantes de Suárez. Dice que los mineros entraron en un estado de negación, no aceptaron los resultados y tomaron una actitud defensiva advirtiendo que si querían parar esa actividad tendrían que sacarlos del pueblo.
Marcia Fernández confirma la hostilidad de algunos mineros ante las denuncias por los impactos de su actividad. De hecho, ella tiene un esquema de seguridad luego de que en 2014, junto con otras 130 mujeres de la región, marchara hasta Bogotá para exigir atención del gobierno nacional frente a la problemática de la minería y el mercurio en su territorio.
Según Fernández, el propio ministro del interior, Juan Fernando Cristo, firmó varios compromisos para resolver sus demandas. Pero dos años después ninguno de estos se ha cumplido. A través de correo electrónico, la oficina de prensa de Cristo dice que el Ministerio de Minas es el “despacho competente” para hablar de ese tema. En esa última entidad, a su vez, responden que los temas de minería ilegal se tratan exclusivamente con el Ministerio de Defensa. En conclusión, ningún ente del gobierno responde.
A pesar de los escoltas y el carro blindado que le asignaron, Fernández no ha podido retornar de manera permanente a Suárez. Cada vez que ha intentado regresar se ha devuelto tras la advertencia de que incluso por encima de sus cuidadores le van a disparar. Como ella, Mosquera, Cáceres y otros líderes de la región tienen medidas de protección por cuenta de las amenazas recibidas a causa de su resistencia contra la minería ilegal y criminal.
Juan Mosquera confiesa que la situación es muy compleja porque la minería ancestral que se practicó hasta la llegada del mercurio hace parte de un pasado al que los negros no están dispuestos a regresar. Y no solo por la imposibilidad de sacar a los paisas, pues muchos de ellos ya emparentaron con algunas personas de la comunidad, sino porque esa visión empresarial de la minería ya está interiorizada en la mayoría de los antiguos mineros tradicionales.
No obstante, el costo ambiental y social ya no tiene vuelta atrás.
“Personalmente conozco mujeres que han sufrido problemas en su piel, abortos y que han tenido hijos con malformaciones. Eso lo sé porque me lo han contado, pero hay muchos casos ocultos y que la gente tiene temor de denunciar por las amenazas. Esto hay que sacarlo a la luz pública, sino la salud de la gente empeorará cada día más”, asegura Mosquera.
Fernández, por su parte, dice que ella es consciente de que la gente no va a renunciar fácilmente al mercurio porque es la única manera de sacarle el máximo provecho a la minería. Pero cree que es posible convencerlos con el discurso de que la plata no sirve para nada sin salud y sin medio ambiente.
“No se trata de que dejen de hacer minería, pero es que no pueden meterse en la cabeza hacerla de esa forma irracional que nos trajeron los paisas. Nuestros ancestros nos heredaron este territorio hace 400 años y nosotros no podemos ser tan irresponsables de acabarlo en menos de 30”, dice.
A juzgar por la desidia de las instituciones y la soledad de los que resisten, resulta comprensible la resignación de las víctimas del mercurio ante un destino que, efectivamente, parece irremediable.
Notas:
(* )nombres cambiados por seguridad de las fuentes.
Foto de portada: Daniel Reina / Revista Semana Sostenible.