La hembra de Hispaniolan solenodon sujetada por Nicolás Corona en la República Dominicana. Está esperando que le den de comer con un collar radiolocalizador. Foto de: Tiffany Roufs.
Así que, aquí estoy, corriendo por un bosque de noche a más de 3.000 quilómetros de casa. Este bosque –seco, sólido y lo suficiente espinoso como para perder sangre− está solo unos quilómetros al norte de un pueblo rural en la zona oeste de la República Dominicana, en la frontera con Haití. Estoy siguiendo (o intentando seguirle el ritmo) a un cazador y guía local mientras buscamos a uno de los mamíferos más extraños del mundo. Es un animal del que pocos han oído hablar, por no mencionar la poca gente que lo ha visto; la mayoría de dominicanos ni siquiera reconocen su nombre o su fotografía. Sin embargo, yo llevo obsesionado con él seis años: se llama “solenodonte”, para ser más exactos solenodonte de La Española o, según su nombre científico (bastante apropiado), Solenodon paradoxus.
Hay un descuidado camino amarillento en el bosque, pero no lo usamos. En lugar de eso, mi guía –una versión dominicana de Indiana Jones− se sumerge rápidamente en el bosque, moviéndose como un fantasma entre las ramas, vides y espinas; subiendo y bajando de las superficies rocosas; entrando y saliendo de los desfiladeros. Yo no me muevo como este hombre, Nicolás Corona, me choco, me tropiezo, me hago arañazos y me caigo durante todo el paseo por el bosque. Cuando Nicolás salta un desfiladero o simplemente baila sobre un árbol caído, yo me caigo en el desfiladero y tengo que gatear para salir. Cuando él encuentra un camino entre masas de zarzas, yo me quedo atrapado. Una vez, he estado tan atrapado que con cada paso que daba me enganchaba en otra vid que no podía apartar, me atrapaba la pierna, me atrapaba el pecho… Soy un bufón al lado de un habitante del Olimpo.
Solenodonte al que se ha puesto un collar de radiofrecuencia y se ha liberado. Foto de: Tiffany Roufs. |
A pesar de sus peligros, el bosque seco que estamos atravesando es inesperadamente cautivador. Una planta verde, que no es césped, más bien parecida a un trébol, conocida como hierba de agua, tapiza el suelo durante esta época del año. Árboles bajos y serpenteantes se enroscan a nuestro alrededor. Grandes rocas sobresalen de la tierra y a veces una suma de ellas crea una mini montaña. Hay caracoles con caparazones de colores preciosos y con forma de caracola colgando de los árboles. De vez en cuando, oímos un zumbido cuando un pájaro perchado emprende en vuelo cerca de nosotros, asustado por el sonido de dos hombres que corren por su casa. El bosque es casi para hobbits, como si estuviera hecho de cosas pequeñas. Uno puede imaginarse las tradicionales hadas y elfos, criaturas traviesas, viviendo aquí. Ese es el motivo por el que parece el lugar adecuado para el extraño y enigmático solenodonte con su cara de teleñeco.
En griego, solenodonte significa “diente acanalado”. Se le dio este nombre porque tiene surcos en los dientes por los que inyecta veneno, de forma bastante parecida a como lo hacen las serpientes; es el único mamífero del mundo que puede hacer esto. Aunque ni siquiera eso es lo más fascinante de una criatura que muchos confunden con una rata grande. No, esto es lo mejor: el solenodonte es diferente de todos los otros mamíferos que existían hace 76 millones de años. Esto significa, que mientras los dinosaurios como el Tyrannosaurus Rex y el Tricerátops deambulaban por Norteamérica, el solenodonte ya había creado su propio nicho evolutivo y sobrevivió a cataclismos, invasiones y destrucción para seguir paseando por los bosques de la caribeña isla de La Española (donde estoy hoy) y Cuba hasta hoy en día, relativamente sin cambios. No es un roedor, sino que pertenece a un orden de mamíferos (Soricomorpha) que incluye a las musarañas y topos, pero es lo suficientemente único para tener su propia familia de mamíferos: los Solenodontidae.
Si hablamos en términos evolutivos, el solenodonte es uno de los mamíferos más antiguos de la Tierra; su forma actual no es muy diferente de la que el T-Rex habría ignorado despreocupadamente hace 76 millones de años. Aún así, el T-Rex desapareció, y de alguna manera este pequeño mamífero –esta maravilla venenosa de hocico largo− se las arregló para resistir al asteroide que venció a los dinosaurios, a la separación de Norte América, a la desviación de las islas del Caribe, a la llegada de los primeros humanos conocidos como Taino, a la invasión de Colón y a la posterior transformación de la isla. No es de extrañar que se haya llamado a este pequeño animal “el último sobreviviente”.
Además del veneno, el solenodonte también hace gala de un hueso articulado en la punta de la nariz (llamado “os trompa”) que es completamente único en el reino animal. Este hueso permite que el largo y delgado hocico del solenodonte se mueva con destreza cuando empuja la tierra para buscar insectos, arácnidos y larvas. Es interesante observar que el alquimí (Soledonon cubanus) no dispone de este hueso, es una característica del solenodonte La Española. También se ha sugerido que los solenodontes emplean sus extraños sonidos de chasquidos y silbidos como ecolocación para atrapar a sus presas en la oscuridad.
Un caracol arcoíris (Liguus virgineus) de bonitos colores en un árbol del bosque tropical de la República Dominicana. Foto de: Tiffany Roufs.
Nicolás se detiene de repente y enciende un cigarrillo. El brillo anaranjado ilumina su perfil momentáneamente: barba desaliñada, unos cuarenta años, ojos mágicos y brillantes, y un gorro a lo Che Guevara. En este momento, tengo la extraña sensación de estar en una película sobre Vietnam, con solo el estallido de la nicotina que arde para delinear el oscuro bosque tropical.
“Espérame aquí. Yo voy. Volveré a por ti”, dice Nicolás, y antes de que pueda contestar ya está corriendo. Al poco rato ya no puedo ver la luz de la linterna de su cabeza. A pesar de estar solo en un bosque de noche, no estoy demasiado preocupado; quizás sea la adrenalina o quizás es que confío en que Nicolás no me va a perder. Intento encontrar la manera de instalarme, pero solo hay sotobosque y por algún motivo no me quiero sentar, me preocupa dañarlo. Me agacho y espero en la oscuridad –apago la linterna. No estoy aburrido, escucho el bosque, observo las estrellas y oigo como la música que viene del pueblo más cercano, Pedernales, retumba débilmente a solo unos quilómetros. Pasan unos minutos y Nicolás vuelve.
Empezamos a avanzar juntos de nuevo. En un momento determinado, Nicolás se detiene y apunta con la luz justo delante de donde está.
“Iguana”, dice. “Hoy”. Pasa su mano por encima de la hierba de agua y a la vez hace un sonido silbante. Yo no veo mucha diferencia, pero claramente Nicolás sabe que una iguana ha pasado por aquí no hace mucho. “Era grande”, añade.
Lo que es más importante para nuestra tarea es que Nicolás sabe cuánto tiempo ha pasado desde la noche que un solenodonte ha hurgado en la tierra. “Estas son de hace una semana”, me dice. De nuevo, sin aliento. “Esta noche”.
El barrancolí picogrueso (Todus subulatus) también se encuentra en los bosques del solenodonte. Como el solenodonte, esta especie es endémica de La Española. Foto de: Tiffany Roufs.
Luego se detiene, escucha, se mueve un poco, se detiene de nuevo y escucha. Lo hace unas cuantas veces. Encontrar solenodontes no es fácil. Son animales nocturnos, del tamaño de un conejo y se esconden fácilmente en el sotobosque; la búsqueda es prácticamente infructuosa. Sin embargo, Nicolás, y otros miembros del equipo, pueden oír a los solenodontes moverse entre los restos de hojas secas y la escaza maleza si se acercan lo suficiente. Si llueve, la búsqueda se cancela porque las pisadas del solenodonte no suenan en la tierra húmeda.
De repente, Nicolás se transforma en una ráfaga de acción. Se lanza al matorral escarbando con las manos y dando patadas para avanzar. Lo veo intentar atrapar uno –de noche, en el sotobosque profundo y con las manos desnudas− y tengo que decir que no me sorprende verlo volver con las manos vacías, pero aun así, estoy decepcionado.
“Dos”, dice. Después de soltar maldiciones en español, me explica, “se han escapado”.
Después de la decepción, Nicolás me dirige de nuevo a la carretera donde el equipo ha aparcado. Allí mi mujer, nuestro conductor y Rosalind Kennerley, la líder de esta aventura, esperan al lado del coche. Kennerley estudia al solenodonte para su tesis doctoral en la Universidad de Reading, y yo no estaría aquí de no ser por su trabajo de campo. Ella y sus asistentes de campo, que incluyen a Nicolás, su hijo y su primo (todo queda en familia), hacen esto –y con esto quiero decir intentar atrapar solenodontes− cada pocas noches. Kennerley les pone collares de radiofrecuencia a los que han atrapado para poder seguir sus movimientos.
En el coche les pongo al día sobre nuestro progreso y mi mujer me da una botella de agua que se me había olvidado llevarme. Mientras hablamos, me quita tantas espinas como puede de la camisa. El esfuerzo es bastante inútil porque después de un par de minutos, Nicolás me hace una señal con la mano y nos dirigimos de nuevo al bosque. En el camino, apunta con su linterna a todas las tarántulas que vemos; para enseñarme cuántas hay o simplemente para no pisarlas. Tras esto estamos de nuevo en el refugio de árboles, donde no es tan fácil ver las tarántulas. Luego empezamos el baile otra vez: correr, escarbar, atravesar árboles e intentar encontrar nuestro premio prehistórico.
Ahora me doy cuenta de que soy completamente innecesario en esta caza. No hay nada que pueda hacer en absoluto para ayudar a Nicolás a seguir, encontrar y poner sus manos en un solenodonte. No soy más que un observador durante el camino y, probablemente, sea un obstáculo bastante grande: my respiración y mis pasos hacen mucho más ruido que los suyos. Aunque es un pensamiento bastante obvio, me ha costado un poco darme cuenta. Probablemente quisiera creer que podía proporcionar algo de ayuda, algún servicio. Este pensamiento también me permite dejar de presionarme, apresurarme por el bosque tras Nicolás sin preocuparme por si encontramos al mítico solenodonte que me ha hecho viajar tan lejos; simplemente no está en mis manos.
Tarántula al borde de la carretera. Foto de: Tiffany Roufs.
Me comporto de forma casi irreflexiva, tan solo hurgando, adentrándome, empujando y agachándome mientras el tiempo pasa sin que lo sepa. ¿Cuándo rato llevamos haciendo esto? ¿Veinte minutos? ¿Tres horas? ¿Cuánto rato más? ¿No deberíamos dejarlo por hoy y esperar tener mejor suerte mañana?
Nos detenemos; él apunta su linterna a un par de marcas de nariz en la tierra que me resultan bastante familiares a estas alturas, casi triviales en las últimas horas. “Anoche”, dice. Entonces hace una pausa. “No, no, no, esta noche. Esta noche”. Con eso la larga, sudorosa e hipnótica caza toma una intensidad repentina que me levanta el ánimo. Nicolás me dice que espere y avanza unos pasos hacia delante, enfocando con la linterna en distintos puntos, escuchando al parecer con unos oídos que pueden identificar sonidos que yo no he oído nunca. De repente está adentrándose en unos arbustos espinosos y gritando “Aquí. Aquí. Aquí”. En estos momentos no sé si quiere que haga algo. De todos modos, ¿qué puedo hacer? Pero grita con tal insistencia que me veo adentrándome en las zarzas con torpeza, esperando que, quizás por casualidad, mis tropezones hagan que un solenodonte asustado llegue a sus manos.
Luego, de repente, se oyen los alegres sonidos –en español, en inglés o en una extraña combinación de ambos− del éxito. Nicolás sale de las zarzas, en las que al final estaba prácticamente tumbado, con algo en la mano. Me esfuerzo por acercarme con la linterna apuntándole y entonces lo veo, tal como me imaginaba: una criatura parecida a una rata grande, de color anaranjado, con los ojos pequeños y brillantes, y una nariz magníficamente experta. En dos palabras: solenodon paradoxus, o solenodonte La Española.
“Aquí”, dice Nicolás sosteniendo al solenodonte –el superviviente antediluviano, el mamífero que caminaba bajo los pies de los dinosaurios−, listo para ofrecérmelo.
“No, no, no”, digo. “Está bien, no necesito sujetarlo”.
“Sí, por la cola”, dice, le brilla la cara con el reciente éxito. El solenodonte está colgando bocabajo mientras Nicolás lo sujeta por la cola. Los investigadores siempre sostienen a los solenodontes por la cola para evitar que les muerdan, pero también porque parece que en esta posición el animal está mucho más tranquilo, se agita y se sacude un poco, pero no hace ruido y es relativamente dócil, más desconcertado que nadie. No parece que sufra ningún dolor o que tenga miedo –no como cuando se lo agarra por la cabeza o el cuerpo− obviamente la cola tiene menos nervios.
“Tengo que ponerlo aquí”. Con la mano vacía levanta la bolsa de tela.
Solenodonte en una bolsa –literalmente. Foto de: Tiffany Roufs. |
Probablemente todavía se me ve perplejo, pero él me convence, “Está bien, está bien. Por la cola y estará bien”.
Así que me veo haciendo algo que había jurado que no haría: agarrar un solenodonte. Una cosa es querer ver al animal en la naturaleza y otra muy diferente tenerlo en las manos− nunca he hecho un curso de cómo sujetar solenodontes.
Ella –porque resulta que es una hembra− pesa mucho más de lo que me imaginaba y se retuerce cuando la sostengo por la cola.
Nicolás abre la bolsa y tras unos movimientos, consigue cerrar la bolsa alrededor del solenodonte. Lo suelto y en un segundo él ha cerrado la bolsa. Estamos listos para volver con el grupo, que probablemente habrá oído nuestros gritos de alegría, cuando Nicolás se pone la mano en el cinturón.
“¿Tu machete?” Le digo.
“Sí, sí”. No está; debe de haberlo perdido en alguna parte entre las zarzas. “Voy a mirar”, dice, y me da el solenodonte en la bolsa. Cuando se adentra en el oscuro bosque, con solo la luz de su linterna indicando de vez en cuando que no ha desaparecido, estoy allí de pie pensando tontamente: “Estoy sujetando un solenodonte en una bolsa. Estoy sujetando un solenodonte en una bolsa. Estoy sujetando un solenodonte en una bolsa”. Años de obsesión, meses de planificación, miles de quilómetros por tierra y mar, me han dirigido a este momento único.
Serpentea unas cuantas veces; puedo oír y ver el contorno de sus zarpas con forma de hoz mientras intentan excavar en la bolsa de tela como lo harían, con más éxito, en la tierra. Todavía estoy esperando estupefacto –aunque me he preguntado varias veces si no sería mejor que Nicolás abandonara la búsqueda del machete, ¿cuánto cuesta un machete? ¿Quizás tiene valor personal?− cuando él vuelve con el machete en la mano. Más tarde descubro que ha usado el mismo machete durante años y que nunca lo deja atrás. Ahora está gritando al equipo en la carreta, que se ha estado preguntado qué pasaba debido al silencio repentino.
Sí, tenemos un solenodonte. Sí, estamos de camino. Solo tenía que coger mi machete. Me imagino que sus palabras dicen algo así, ya que tiene el machete en una mano y el solenodonte en la bolsa en la otra y está abriendo camino por la zona más rápida para que lleguemos a la carretera.
El asistente de campo, Yimell Corona, echando un vistazo. Foto de: Tiffany Roufs. |
Cuando lo hacemos, todo el mundo parece aliviado e incluso en un ambiente festivo. Ros ya ha abierto su kit y está rebuscando entre las herramientas. Esperamos a que lo monte todo mientras Nicolás explica la historia de la captura en español. Dejamos al solenodonte dentro de la bolsa hasta que todo está listo.
Cuando ya está listo, Nicolás, su hijo y su primo retiran la bolsa con cuidado. La sostienen por la cola, de nuevo, ella escarba en la tierra.
“Hembra”, dice Ros. “Se le pueden ver las mamillas ahí, en la parte de abajo del cuerpo”.
Es bonita: ojos profundos, de un negro punzante; pelo marrón oscuro que pasa al naranja del atardecer en la cara y las patas delanteras, y una mancha rubia, que es característica suya, en la parte derecha de la cabeza; orejas diminutas, largas zarpas en forma de hoz; y una nariz larga y garrapatosa completan a este encantador y pequeño duende. Está llena de las mismas semillitas verdes que tengo por todas partes. Incluso dejando de lado mi parcialidad, los solenodontes son adorables.
Todo el grupo está disfrutando, bromeando y adulándola mientras Ros prepara el equipamiento. El trabajo de investigación debe empezar pronto y entonces los hombres la sostienen con gentiliza, pero con firmeza, por el cuerpo y la cabeza.
“Puede que ahora haya algunos chillidos”, nos advierte Ros.
Y los hay. El animal lanza un chillido increíblemente alto y agudo como el de una banshee mientras Ros y los hombres trabajan sorprendentemente rápido para colocarle el collar de radiofrecuencia en el cuello. El sonido, un llanto penetrante de miedo y rabia, hace que uno se dé cuenta de lo poco que le importa al solenodonte que se le agarre por la cola, al menos en comparación. Escupe veneno al suelo y defeca mientras intenta escaparse, pero entonces se acaba, tiene el collar en el cuello, seguro y en funcionamiento. Han pasado quizás treinta segundos. La sujetan por la cola de nuevo y se calma rápidamente.
Nicolás Corona posa con el solenodonte después de que se le haya puesto el collar. Se destaca el mango de su preciado machete abajo a la derecha. Foto de: Ros Kennerley.
Seguimos a Nicolás, que devuelve a la hembra con el collar acabado de poner al bosque. La deja en el suelo, primero por las patas delanteras y luego la deja ir. Ella se adentra rápidamente en el sotobosque, sube por unas rocas y luego ya no está. Libre de nuevo, pero sus movimientos dirán a Ros algo sobre este ejemplar: ¿cuánto se aleja? ¿Cuántas madrigueras utiliza? ¿Qué parte del bosque usa para buscar comida? Aunque parecen preguntas neutras, son extremadamente importantes para una especie que se enfrenta a la posible extinción y sobre la que los científicos saben muy poco.
Una vez que ha desaparecido, la sensación que queda es casi decepcionante. El animal que había soñado ver durante años, el mamífero del Cretáceo del tamaño de un conejo por el que he volado 3.000 quilómetros, se ha ido tan rápido como llegó, ha vuelto a su vida, con suerte no mucho peor después de su breve y repentina colisión con un grupo de humanos. Ahora nosotros tenemos que volver a nuestras vidas. Ya es más de media noche. Después de atrapar un solenodonte, ya es hora de volver a Pedernales y comer algo –puesto que estoy hambriento− y luego irse a la cama. Mientras duermo –resulta que nada bien−, pienso en ella toda la noche, ese pequeño solenodonte, el superviviente enigmático, esa criatura encantadora que tiene la tenacidad de sobrevivir a numerosos trastornos geológicos y climáticos, y todavía resiste ante la constante huella humana. No puedo evitar soñar con su coraje hasta que el incesante cacareo de un gallo que pide atención al amanecer me despierta.
Postdata: ¿Sobrevivirá el solenodonte al Antropoceno?
El solenodonte. Foto de: Tiffany Roufs.
Aunque el solenodonte sobrevivió al meteorito que mató a los dinosaurios, puede que no lo consiga en el Antropoceno, la era de los humanos. En la actualidad, el solenodonte está catalogado como Especie en Peligro de Extinción en la Lista Roja de la UICN, pero a pesar de que se conoce a estas dos especies (una en La Española y otra, aún en más riesgo de extinción, en Cuba) desde 1830, se les ha dedicado poca investigación científica y se ha prestado incluso menos atención a su conservación− por lo menos hasta estos los últimos años.
En 2009, un grupo de conservacionistas con vistas al futuro lanzó el Programa de los Últimos Sobrevivientes, el primer programa de investigación y conservación centrado en el solenodonte y la jutía (un roedor que vive en los árboles y que parece una cobaya gigante) en La Española. El programa es una asociación entre el Durrell Wildlife Conservation Trust, la Sociedad Ornitológica de la Hispaniola, el programa EDGE, de la Sociedad Zoológica de Londres y Darwin Initiative. que proporciona la financiación, del gobierno del Reino Unido. Sin este programa, yo nunca habría acabado en la República Dominicana persiguiendo solenodontes.
Uno de los líderes del proyecto Los Últimos Sobrevivientes y experto en la extinción de los mamíferos en el Caribe, Samuel Turvey, afirmó recientemente a mongabay.com que “los solenodontes han pasado mucho tiempo envueltos en el misterio para la comunidad zoológica mundial y muchos exploradores y naturalistas que visitaron La Española en el pasado, los describieron como uno de los mamíferos más escasos del mundo”.
Aun así, todavía no había habido nadie que llevara a cabo estudios sistemáticos sobre las poblaciones de solenodonte, hasta que llegó el proyecto, que realmente reveló buenas noticias para los solenodontes de la República Dominicana.
Los solenodontes están “no tan amenazados como prensábamos cuando empezó el proyecto ‘Los Últimos Sobrevivientes’”, dice José Nuñez-Miño, el director de campo del proyecto. “Los solenodontes se encuentran en muchas más zonas de las que pensábamos […] Si las pruebas que hemos reunido son correctas, esta es una gran oportunidad para asegurar la supervivencia de esta especie, en lugar de devolverla del borde de la extinción, que era una situación mucho más desesperada.”
Ros Kennerley trabaja rápidamente para preparar el collar de radiofrecuencia para ponérselo al solenodonte. Foto de: Tiffany Roufs. |
De todos modos, las amenazas contra el solenodonte están creciendo y multiplicándose. La República Dominicana tiene una red amplia y extensa de áreas protegidas –alrededor de una cuarta parte del país está bajo algún tipo de protección− pero estos parques se están viendo debilitados por las especies invasoras, la deforestación, el desarrollo y las infracciones de los humanos. En el futuro, los descubrimientos de Ros Kennerley serán vitales para descubrir los requisitos necesarios en el hábitat del solenodonte para evitar su extinción.
“Sería de locos caer en la idea de que [los solenodontes] están fuera de peligro”, afirma Nuñez-Miño. “Las pruebas fósiles nos sugieren que algunas de las especies de mamíferos que habitaban en La Española y se han extinguido fueron incluso más comunes que el solenodonte; no sabemos por qué desaparecieron pero creemos que pasó relativamente rápido”.
De hecho, los científicos han descubierto que La Española fue una vez un tesoro de mamíferos, donde había perezosos terrestres, varias jutías (incluso una del tamaño de un oso), ratas arroceras, musarañas grises, un mono e incluso otras especies de solenodonte más pequeñas. Sin embargo, la llegada de los humanos hace unos 6.000 años y la invasión europea, 4.500 años después, conllevaron olas de extinción debido a la destrucción de los bosques, la introducción de especies invasoras y a la desaparición de algunas especies que sirvieron de alimento a otras hasta que se extinguieron. Hoy en día, tan solo sobreviven dos mamíferos nativos de la isla: el Solenodon paradoxus y la Plagiodontia aedium o jutía de La Española, la última de la familia de las jutías en la isla.
Los conservacionistas de Los Últimos Sobrevivientes están decididos a no perder estas dos últimas especies. Sin embargo, estas especies tienen que enfrentarse a 20 millones de personas en la isla –un número que aumenta alrededor de un 1,3% anualmente. Esto ha causado que los bosques que quedan estén en peligro, especialmente en la parte oeste de la República Dominicana, cerca de la frontera con Haití. La situación de pobreza desesperada en Haití –el país más pobre del hemisferio occidental− ha empujado a los inmigrantes a los bosques, protegidos o sin protección, de los alrededores.
Turvey afirma que estos bosques “están bajo una presión severa, en particular debido la tala forestal para la producción de carbón vegetal”.
Ros Kennerley añade que la situación es más complicada de lo que puede parecer en un principio.
“En la República Dominicana, la tala forestal para la producción de carbón, tanto la legal en superficies privadas como la ilegal dentro de los límites de los parques, la llevan a cabo los haitianos, pero tanto haitianos como dominicanos sacan provecho de las actividades”, explica. “El dinero no solo se consigue del propio carbón, sino también de la siembra de cultivos en la tierra después de la quema”.
El asistente de campo, Yimell Corno, sosteniendo el solenodonte por la cola: esta es la posición menos estresante para el animal según los expertos. Foto de Tiffany Roufs. |
Además de por la demanda de carbón vegetal, los bosques se talan también por la agricultura. Por ejemplo, Kennerley apunta al Parque Nacional Sierra de Bahoruco, que sufre la deforestación ilegal para la cultivación y exportación de aguacates.
Aun así, Kennerley afirma que “la tierra deja de ser buena para los cultivos bastante rápido, a veces después de tan solo una pocas estaciones de cosecha”.
Incluso donde el hábitat del solenodonte permanece intacto y bien protegido, este mamífero en peligro de extinción todavía se enfrenta a especies que ha conseguido evitar durante más de 60 millones de años. Desde la llegada de los humanos, la isla se ha visto invadida con perros, gatos, mangostas y ratas.
“Como sucede con muchas otras especies antiguas de la isla, los solenodontes evolucionaron originalmente en ausencia de cualquier depredador de mamíferos, por eso la introducción de estas especies por parte de los colonizadores humanos ha sido desastrosa”, explica Turvey, y añade que “los solenodontes parecen estar particularmente amenazados por los perros de granja que se dejan sueltos en los terrenos agrícolas para que maten a las mangostas (otro animal invasor), pero que también matan a las especies nativas”.
Como en muchos países en desarrollo en el mundo, los perros callejeros –que raramente están castrados− están por todas partes en la República Dominicana, causando daños incalculables a la biodiversidad local. Para entender cómo afectan estos canes semi-salvajes, la investigadora Jess Knapp de la Universidad de East Anglia, instaló collares con GPS a perros callejeros de la región y, en la actualidad, está analizando sus movimientos.
Los gatos también son un animal común en el país, pero no parecen plantear una amenaza tan grande al solenodonte como los perros.
Mientras que los investigadores y conservacionistas del programa Los Últimos Sobrevivientes han sido los primeros en documentar el hábitat del solenodonte y sus mayores amenazas, también han hecho un descubrimiento importante: el solenodonte todavía sobrevive más allá de la frontera con Haití, pero solo de forma escasa. En 2007, el equipo descubrió unas delatadoras marcas de nariz de solenodonte y tres solenodontes muertos en los últimos bosques de Haití, incluyendo un solenodonte al que se había comido un granjero.
Nicolás Corona (derecha) y oro asistente de campo, Ramón ‘Moncho’ Espinal (izquierda, con el solenodonte en la mano. Foto de: Rosalind Kennerly. |
“La última población conocida de solenodontes en Haití se encuentra en el Macizo de la Hotte, una región montañosa aislada en el suroeste del país, que contiene uno de los niveles más altos de especies endémicas del mundo”, explica Turvey. “Sin embargo, el macizo está bajo una presión extrema a causa de la extracción de carbón vegetal y solo se conserva una pequeña parte de la cubierta forestal”.
Turvey añade que “la conservación en Haití es un desafío extremadamente difícil, pero también extremadamente importante.”
El solenodonte se encuentra también en un último lugar: Cuba. Allí, una especie única, el alquimí cubano (Solenodon cubanus), apenas sobrevive: está catalogado como una especie en Peligro Crítico de Extinción, ya se dio por extinto una vez, antes de ser redescubierto en los 70. A pesar de ser familia (y de compartir un único género), se considera que el solenodonte La Española y el alquimí cubano están separados por 25 millones de años de evolución, haciéndolos más distantes en el tiempo de lo que lo están los monos del Viejo Mundo como los babuinos y los macacos con los grandes simios como los gorilas, los orangutanes y nosotros.
“Existe una necesidad urgente de conducir un trabajo de campo a gran escala para comprender mejor el estado de estas poblaciones y las amenazas primarias a las que [los alquimíes cubanos] se enfrentan”, afirma Turvey.
Incluso el solenodonte La Española –que ha recibido una breve oleada de atención, que incluye ganarse una plaza en el arca imaginaria de David Attenborough (donde el famoso documentalista elige a las diez especies que salvaría de la extinción)− corre el riesgo de un abandono repentino. El Proyecto de los Últimos Sobrevivientes en la República Dominicana acabó a finales de 2012, culminando con una reunión nacional para discutir la conservación de la especie.
“Uno de los productos finales de el proyecto de los Últimos Sobrevivientes fue una licencia Creative Commons 3.0 para el Plan de Acción de la Especie en la que se involucraron muchos interesados de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales y personas de la sociedad civil”, explica Nuñez-Miño. “Todavía hay proyectos activos que se están llevando a cabo por parte de organizaciones que se han implicado en este proceso”.