- ¿Existen salidas o soluciones para mitigar el efecto de los desastres?
- ¿Qué pasa con los ecosistemas luego de que se terminan las inundaciones?
Aproximadamente a las 10 de la mañana, de este día de febrero caluroso, Nicanor Dueñas, de 82 resistentes años, se acerca a nosotros, nos cuenta que en su barrio se están organizando, y que están atentos a la crecida de las aguas vecinas. A pocos metros, el río Rímac literalmente brama, trae un torrente barroso incontenible y, por momentos, hace retumbar la tierra. Una garza de color marrón de pronto vuela, asustada, al notar nuestra fisgona presencia.
Estamos en la asociación de vivienda María Parado de Bellido, ubicado en el distrito de Chosica, a 43 kilómetros de Lima, y si uno mira para todos lados, y agudiza el ojo ecológico, puede concluir que este es uno de los epicentros de la vulnerabilidad: está a escasísima distancia de un curso de agua (una calle está apenas a unos 5 metros de la ribera), las casas han sido construidas sin previsión (hay pisos uno sobre otro, como formando un pastel en algún caso) y se encuentra rodeado de quebradas.
Dónde te pones
Hasta mitad de febrero, a consecuencia de las lluvias y crecidas, había por lo menos una decena de personas fallecidas, más de 45 000 damnificados, 70 mil viviendas afectadas, cerca de 13 puentes caídos y más de 300 kilómetros de carreteras destruidas en todo el país. Los datos son del Centro de Operaciones de Emergencia Nacional (COEN), y es imposible tener más precisiones, porque prácticamente no hay día en que no ocurra algún evento natural extremo (ver recuadro con los nombres adecuados).
Muy cerca, en la zona de la Carretera Central que sale de la capital hacia la sierra, un ‘huaico’ (deslizamiento de lodo) cortó la vía el martes 21 de febrero. En María Parado Bellido, tres semanas atrás, se vino el agua por una quebrada, y en parte pudo ser aguantada con unos costales que me muestra don Nicanor. De Chiclayo, al norte de Perú, ni se diga: se inundó ya hace varias semanas, se secó en parte, se volvió a inundar y los drenajes no funcionaron; en Piura, ciudad ubicada a tres horas de Chiclayo, siguen soportando lluvias ingentes que golpean calles y pueblos.
La incursión por el valle de Chosica permite entender, en parte, el origen de las cosas. Como me comenta Abel Cisneros, de la ONG Soluciones Prácticas, es una población enclavada en el fondo de un valle, pero además “rodeada de cárcavas”. Estas últimas son esa suerte de zanjas formadas por las corrientes de agua cuando se erosiona el suelo, que uno ve cuando echa una mirada a los cerros vecinos; son como surcos que van bajando, hasta converger en uno central, más grande, que sigue discurriendo hacia la parte baja de los cerros.
Aparentemente, son inofensivos. Pero no es así, en modo alguno. Cuando comienza a llover, de forma inusual, como ahora está ocurriendo, esas líneas secas se cargan de agua, comienzan a activar las quebradas y, de pronto, el lodo se viene por donde supuestamente solo había tierra.
Eso ocurrió en varias zonas de Chosica, como María Parado de Bellido, y en otro asentamiento, denominado 9 de octubre, ubicado cerca al vecino distrito de Ricardo Palma. “Esa zona es de microcuencas”, comenta Pedro Ferradas, otro especialista de Soluciones Prácticas y acaso uno de los principales expertos en desastres en el Perú.
Por lo mismo, asentarse allí, al fondo del valle, es ponerse en medio de la tormenta y, por añadidura, desconocer de modo supremo la racionalidad prehispánica, que evitaba colocarse en esas laderas peligrosas. Los habitantes de la Ciudad Sagrada de Caral, ubicada a unos 150 kilómetros al norte de Lima, nunca, jamás, se ubicaron cerca de las riberas.
No saberlo implica desconocer el impacto habitual de los fenómenos naturales en los ecosistemas, como recuerda Ferradas. Es poblar zonas vulnerables, incluso peligrosísimas, como Cashahuacra, ya ubicada en la provincia de Huarochirí en el departamento de lima, donde incluso hay un terreno lotizado en el borde mismo de la quebrada, como si nunca fuera a pasar nada. O como si no importara que algo ya pasó.
De hecho, una vecina de Nicanor cuenta que ya tiene 60 años en el lugar y que “en ese tiempo esto (las crecidas) ya pasó unas tres veces”. La memoria de la octogenaria alcanza para eso, pero no está consolidada en la cultura de prevención. O en cuáles son las interacciones entre los seres vivos, el clima, las características físicas y geográficas del lugar. Hasta los alcaldes fertilizan la tragedia cuando ponen infraestructura en zonas vulnerables.
Sobre cómo no luchar contra la naturaleza
En Cashahuacra, una quebrada grande, por donde ya ha venido el agua más de una vez (las huellas de ello se pueden ver en el fondo de la misma), Cisneros me explica algunas de las alternativas, sostenibles, para evitar mayores problemas. “Se puede reforestar en la parte media –sostiene–, mediante terrazas puestas en las cárcavas (de los cerros) que alimentan el cauce principal”. La idea, esencial, es limitar la escorrentía, ese fenómeno por el cual el agua corre y corre sin parar.
Si se pone una barrera con plantas estas harán lo que saben hacer, aparte de oxigenar el ecosistema: funcionar como esponjas que chupan el agua y hacer más estable el suelo. Cuando se venga la tormenta, la lluvia desatada, las humildes especies arbóreas “retrasarán el flujo y retienen parte del agua”, como apunta Cisneros. Eso se puede hacer, en Chosica y en otras partes; en varias zonas incluso la ausencia de cubierta vegetal ha sido parte del problema.
En el valle medio pelado del Rímac es más difícil, pues como explica Ferradas no hay mucha vegetación en la parte alta que amortigüe la caída de agua estacional, y más bien hay cerros con piedras. Aún así, la naturaleza provee, no abandona ni ataca, si uno la sabe entender. Hay algunas especies que sí pueden crecer en laderas rocosas como las chosicanas. Por ejemplo, el molle, la tipa, el jacarandá, hasta el algarrobo, que podría ser una novedad en el valle limeño (Rímac).
Cisneros añade que también sirven los arbustos rastreros como las buganvilias, toda planta en realidad que tenga “raíces delgadas y muy largas, que sobreviva con las aguas de las lluvias estacionales y que cuando estas escaseen sus hojas pueden condensar la niebla matutina”. Cumplirían una tarea crucial cuando las lluvias arrecien. Los árboles frutales como la pera, la ciruela y la manzana serían otros aliados en esta tarea posible.
A todo esto se le puede llamar, según los especialistas de Soluciones Prácticas, “ingeniería verde”. No es nuevo, ya se ha hecho. En Quirio, una quebrada también ubicada en Chosica, donde en 1987 (durante un Fenómeno El Niño) una avalancha causó cerca de 120 muertos, la ONG Prevención de Desastres (PREDES) ensayó esta estrategia, cuando Ferradas era el director. Con esto se puede controlar en parte la activación de las siempre riesgosas cárcavas.
La existencia de un tejido social vigoroso es fundamental para que esto funcione. Si no es así, como alerta Cisneros, no se mantendrían los árboles o se robarían los frutales. O, peor aún: podría haber invasiones en las zonas reforestadas. Si, en cambio, hay una organización responsable, dispuesta a involucrarse en el proyecto, como en su momento ocurrió en Quirio, la estrategia funcionará. Allí, los riesgos han disminuido por la reforestación y por las barreras dinámicas puestas por el Estado.
Estas amortiguan las piedras grandes y dejan correr el agua, o el lodo, pero con menos fuerza de modo que la situación se hace manejable. Así, la reforestación y el uso más inteligente del suelo es una forma de contener los desastres a nivel nacional, que en realidad son sociales, y no ‘naturales’, como ya se debería asumir y como sostienen los especialistas consultados por Mongabay Latam.
La memoria perdida
“La sociedad ha perdido la memoria”, afirma Juan Jesús Torres Guevara, experto de larga data en zonas áridas de la Universidad Nacional Agraria “La Molina”. Para él, como para otros científicos, lo que está ocurriendo no es solamente una tragedia. Aunque no sea por el momento muy visible, los eventos extremos que ahora estamos presenciando tienen una parte luminosa, regenerativa, que se pierde de vista cuando únicamente se pone el foco en los desastres.
“Desde Piura ya me dicen que están esperando que cesen las lluvias, hacia marzo o abril, para ver cómo se aprovecha lo ocurrido”, expresa, con una serenidad que parece contrastar con la alarma reinante. Es un punto de vista que tiene sustento y raíces. Cada vez que hay un Niño o, como parece ocurrir en este caso, un Niño Costero que ha intensificado las lluvias, los ecosistemas se regeneran de una manera dispendiosa.
Según Torres, aparecen tomates y calabazas silvestres, la tierra se hace increíblemente fértil y alienta el cultivo de plantas nativas, como los frijoles o las yucas; simultáneamente, aparecen animales en cantidad, a veces en forma de plagas (insectos o ratas), o en la figura del aumento ostensible de la población de algunas especies. Más venados, más pumas (sus depredadores), más aves, migratorias o endémicas. Más biodiversidad, como si la tierra se reinventara.
Más algarrobos, por citar un caso emblemático. De acuerdo a Torres, la sucesiva ocurrencia del Fenómeno El Niño, en los 88-87 y 98-99, disparó las hectáreas de esta especie, tan apreciada por los piuranos por los productos que ofrece (la algarrobina, entre otros). “La gente del norte sabe todo esto –enfatiza- y, por eso, se prepara. Sería interesante que a nivel de políticas públicas se tuviera eso más en cuenta”. Porque los fenómenos de este tiempo tienen su parte aprovechable.
En Ica, donde las lluvias han arreciado (no por el calentamiento del mar, sino por el pase de nubes desde la parte alta hacia la costa), la napa freática se ha cargado, haciendo que haya agua en territorios donde la escasez hasta genera tensiones sociales. En el norte en general, sí se ha producido un calentamiento del mar, de hasta 5 grados, lo que ha producido el alejamiento de algunas especies de peces, pero la aparición o abundancia de otras, como el perico.
Torres explica a su vez que, a pesar de que no lo parezca, la gente del desierto sabe que las lluvias vienen de cuando en cuando; es consciente de que no son absolutamente ausentes. Una prueba de ello es la disposición del pueblo de Belisario, ubicado en el desierto de Sechura. Aunque está ubicado cerca al río Cascajal, que suele permanecer seco, las viviendas han sido construidas siempre en los montículos de arena, nunca en hondonadas, de tal manera que, si viene la crecida, las casas sobreviven.
Cambiar el eco-chip
Todo lo que ha ocurrido en estas últimas semanas, en suma, puede ser extraordinario, pero no es tan anormal. Ni siquiera se podría afirmar de forma rotunda que es una consecuencia directa del calentamiento global, como se comienza a decir, a falta de alguna explicación más sustentable.
Eduardo Durand, ex director de Cambio Climático del Ministerio del Ambiente (MINAM), lo sabe y lo entiende. Las actuales autoridades de este sector siguen trabajando en eso.
“Hay un fenómeno de teleconexión climática, y se comienza a observar alteraciones en el régimen climático global, pero a la vez la propia gente aumenta su vulnerabilidad”, comenta. En la selva, donde también se han presentado desastres a consecuencia de las lluvias, hay poblaciones que están más a merced del crecimiento de las aguas. Por lo general, son ciudades que no tienen un origen prehispánico, o que surgieron por el comercio, como Requena.
Durand afirma que los pobladores originarios, las distintas etnias de la Amazonía, saben dónde situarse. “Jamás –dice- se ponen al borde del río, y siempre construyen sus casas en un alto, porque saben que el agua buscará su curso. Los ríos selváticos, por si fuera poco, cambian de curso cada cierto tiempo, de modo que las ciudades o poblaciones que no toman en cuenta ese decurso natural de las cosas son las que suelen tener más problemas con las lluvias.
“Hay un factor más –añade el especialista- y es la deforestación en la parte alta de la Amazonía”. Las continuas migraciones hacia las partes altas amazónicas, a la llamada ‘montaña’, han impactado los ecosistemas, y han ocasionado que, como en la costa, la escorrentía se pronuncie debido a la falta de cobertura vegetal. El Bosque de Alto Mayo, en San Martín, es un caso tristemente señero: fue invadido por sembradores de café y cacao que iban quemando el bosque.
Cuando no hay esponja vegetal, la escorrentía se hace más fuerte, los deslaves se hacen más posibles, y la vulnerabilidad aumenta de manera ostensible. Más aún si el clima se ha vuelto cada vez más impredecible, como ocurre hoy.
“La población no debe situarse en la várzea”, insiste Durand. Es decir en las zonas inundables, que se sabe que se llenarán de agua, como ocurre en la Reserva Nacional Pacaya Samiria. Cuando la cultura se ha alterado, las ocupaciones dislocadas se producen, y los consecuentes desastres también. No hay forma de prevenirlo si la propia sociedad no sabe que vive en ecosistemas donde hay crecidas, épocas secas, bajantes. Donde hay interacciones que hay que respetar inteligentemente.
No esperar más
El Rímac sigue bramando en María Parado de Bellido, el pueblo ubicado en sus riberas. Unos carteles puestos por Soluciones Prácticas señalan rutas de evacuación, llaman a fomentar una mejor cultura preventiva. Pero cuando se miran los cerros se tiene la clara impresión de que Chosica está en una trampa rodeada de cárcavas, de quebradas chicas y grandes. “Tiene que haber un profundo cambio en los ciudadanos y los funcionarios públicos”, sugiere Cisneros.
Es así aunque siempre se puede y se debe hacer algunas cosas: reforestar, ubicarse en suelos menos riesgosos, nunca en el fondo de los valles, y menos cerca de quebradas. Ver los fenómenos naturales no como un castigo, sino como lo que son: manifestaciones esperables de la Tierra, que aunque ahora esté alterada sigue moviéndose. Los desastres vendrán con más fuerza si no se piensa en la prevención, o en la simple lógica eco-lógica de las cosas.
Las rocas por su nombre
Se ha hecho común que, cuando ocurren los desastres, proliferen lugares comunes, clichés, formas de llamar a los fenómenos que no siempre son afortunados. Algunas precisiones:
– La palabra ‘huaico’ (o ‘wayku’), que proviene del quechua, en rigor alude a una quebrada, por donde puede venir agua o lodo.
– Lo que habitualmente llamamos huaico en realidad es una ‘lloclla’ o ‘lluqlla’, que es ya el corrimiento de tierra, barro o agua a causa de las lluvias.
– Una ‘inundación’ es el fenómeno por el cual sube el nivel de un río, u otro cuerpo de agua, e ingresa a campos de cultivos, pueblos o ciudades.
– La palabra ‘aluvión’ suele aludir a una gran avalancha de lodo y piedras. La palabra ‘alud’ se utiliza más cuando el fenómeno se asocia a la nieve.
– La ‘riada’ se produce cuando, por acción de la crecida de un torrente, las aguas comienzan a correr por un poblado, como ha ocurrido en la zona de Chosica.
– La acción por la cual las sociedades deben prever la ocurrencia, habitual o pronunciada, de fenómenos naturales, se denomina ‘gestión del riesgo’.
– ‘Eventos extremos’ son los fenómenos naturales que salen de lo habitual, como una lluvia torrencial, un terremoto fuerte, un tsunami o un huracán intensos.
– Y, por supuesto, es incorrecto –aunque se use mucho- hablar de ‘desastres naturales’. Los desastres son sociales y se agudizan por la vulnerabilidad.
Fuente: Soluciones Prácticas, ingeniero Julio Escobar, Real Academia de la Lengua.