(Este reportaje de Infoamazonía es parte del Especial Tierra de Resistentes que puede ser visitado aquí)
En Rondonia los indígenas se encuentran cercados. No se trata de una metáfora. Abra un mapa de Brasil y ubique el estado al noreste de Bolivia: décadas de deforestación convirtieron a las tierras indígenas en las últimas manchas verdes en el territorio.
En ellas nacen los ríos que recorren todo el estado. Allí están los bosques que sirven de morada para varias etnias reducidas a un centenar de sobrevivientes.
Actualmente, estas tierras son codiciadas por su madera, su minería, su “valor de mercado”. En este cerco no solo la naturaleza es amedrentada, las comunidades indígenas están acorraladas.
La apropiación de tierras a través de documentos falsos (conocida en Brasil como ‘grilagem’) y el robo de madera son los crímenes que sirven para dividir las tierras indígenas. En los territorios de los indígenas uru-eu-wau-wau existen ataques desde varios frentes.
Como si viéramos un documental sobre hordas de bárbaros asaltando Roma, en un viaje a Rondonia —estado brasileño que limita al norte con Amazonas, el este con Mato Grosso y al sur con Bolivia— fuimos testigos de invasiones constantes y de amenazas a indígenas.
Imagine el juego: el tablero se llama Rondonia y el objetivo es colocar las piezas dentro de las últimas islas verdes y bosques. Las piezas son los invasores de tierras, los madereros. Ellos avanzan. Tienen el apoyo de los políticos locales, de muchos en la Cámara y el Senado. Los funcionarios públicos y representantes de la sociedad civil intentan impedir las invasiones, pero también se encuentran amenazados.
Los Karipuna y Uru-eu-wau-wau aún así luchan. Hace décadas resisten pero ahora es diferente. Con el nuevo presidente, Jair Bolsonaro, la guerra contra los territorios indígenas ya fue declarada.
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El cacique consternado
En septiembre del año pasado, André desapareció. Salía a cazar en la selva con sus familiares cuando decidió constatar por cuenta propia la presencia de invasores en la tierra Karipuna. Pero no regresó.
Con el conocimiento de la entrada de madereros al territorio indígena, pensaron lo peor: el cacique se había encontrado con invasores. Jefe de la aldea Panorama, la única restante del pueblo karipuna, André ya había sufrido las amenazas por denunciar la extracción ilegal de madera y la invasión de tierras indígenas.
Durante varios días, sus primos lo buscaron en los matorrales que bordean el río Jaci Paraná. Regresaron a casa en la noche sin novedades. La mamá del cacique, Katsiká, una señora siempre conversadora y sonriente, quedó desconsolada. Su otro hijo, Adriano, también un líder dentro de los Karipuna, hacía tres meses había denunciado en la sede de Naciones Unidas, en Nueva York, el riesgo inminente de un ataque a los indígenas.
Al final de la tarde del tercer día, André fue encontrado. Estaba tambaleante en un barranco del río después de haber andado dentro de la selva por 72 horas, sin ningún alimento. Lo que había pasado fue un caso de desorientación. El paisaje de árboles caídos confundió al cacique, que no encontró el camino por donde había venido. Preocupado por un encuentro cara a cara con los madereros, hizo innumerables desvíos intentando llegar a casa.
Cuando André nos recibió en febrero en la aldea Panorama, nos contó sin mucho drama el episodio. Para ser un hombre de 26 años, el cacique lleva un semblante serio, no muy sonriente. La responsabilidad de ser el jefe de la aldea parece pesar. “Yo ya no tengo paz interior”, contó. Las amenazas comenzaron exactamente cuando él se volvió cacique, hace apenas un año. “Pensé en desistir, irme ya de aquí. Pero pensé en mi mamá y en mi familia”.
En los días de nuestra visita al territorio karipuna, salimos con André a una larga caminata para verificar si había nuevas deforestaciones dentro de la reserva. La jornada de ocho kilómetros en medio de la selva cerrada fue poco a poco resultando en unos pequeños espacios vacíos con marcaciones de árboles, antiguos campamentos de invasores.
Encontramos a la orilla de un río mudas de café sembradas hacía poco. La última vez que André anduvo por allí había sido en septiembre. Cruzamos el riachuelo y empezamos a caminar en una senda abierta por los invasores. Tras pocos kilómetros recorridos, escuchamos un sonido intermitente de una máquina. Parecía una motosierra. La tensión se instaló y aún sin saber a qué distancia estábamos de los posibles madereros, cambiamos nuestra comunicación a señas para no hacer ruido.
Cuando llegamos al final del sendero, nos encontramos con una gran área deforestada. No había señal visible de actividad. Pero el ruido continuaba. Ya más de cerca, pudimos notar que se trataba de un camión o tractor. Era un skid, una máquina utilizada para deforestar y abrir carreteras, aseguró el cacique.
Eso solo confirmaba lo que él ya sabía: que los madereros estaban abriendo una carretera más para entrar en tierra indígena y que ya se encontraban muy en el centro del territorio de 152 000 hectáreas. Al día siguiente, de regreso a la aldea Panorama, André le contó a su mamá, Katsiká, lo que había visto. Consternada murmuró: “Nuestra tierra nunca fue tan pequeña”.
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El niño cacique y el tío guerrero
Bahira será cacique. Nadie sabe cuando, pero como un pequeño príncipe, su futuro está seguro: ya él fue escogido para comandar la aldea. Hoy su padre Taroba, es el cacique.
Bahira es el más joven de 4 hijos. En la aldea alto Amari, además de su padre, viven su abuela, sus tres hermanas, tíos, tías, primos, primas y un sobrino, Thallison, un bebé de un año que vive colgado cariñosamente de las piernas de los adultos.
Bahira tiene once años y en la aldea es él quien pesca. En el riachuelo de aguas espumosas que bordean las seis casas de madera hay pequeños peces llamados piabas. No solo eso: Bahira pastorea los seis toros que poseen los indígenas. Y todos los días temprano ordeña las vacas para llevar leche a sus familiares.
El futuro cacique va a la escuela, construida dentro de la aldea, al lado de un puesto de salud. Él es el único niño de once años, aunque en otras aldeas de los uru-eu-wau-wau existan otros chicos de su edad, ellos se encuentran a kilómetros de distancia.
Seis aldeas uru-eu-wau-wau están asentadas en un territorio de 1,8 millones de hectáreas. También hay tres aldeas indígenas de la etnia amondawa, además de los tres grupos indígenas que viven en aislamiento.
El amigo más cercano de Bahira parece ser el tío Awapu. A los 28 años, como chico mayor, bromea y provoca al futuro cacique. Pero el tío cambia de tono cuando habla de amenazas: Awapu fue alertado cuando confiscó una moto de un invasor dentro de tierra indígena. Un día escuchó de un propietario vecino al territorio: “No es bueno que pares con estas cosas, eso te va a dar problemas”.
Según el tío Bahira, el consejo que siempre escuchan es “no se metan con los invasores, solo busquen a la policía”. Y de hecho ellos lo hicieron. No son pocos los delegados de la Policía Federal que comparten su número de whatsapp con los líderes indígenas.
Pero de una denuncia a una acción efectiva en contra de los invasores parece haber un largo camino. Los indígenas esperan acciones reales que, sin embargo, tardan en llegar. Por eso, Awapu y otros jóvenes líderes están casi siempre organizando rondas y misiones en áreas históricamente codiciadas por invasores.
En febrero de 2017, junto con su hermano, el cacique Taroba y otros indígenas uru-eu-wau-wau, sorprendió a dos hombres en una cabaña construida en un área recién deforestada, a solo unos kilómetros de la aldea Alto Jamari.
Ellos amarraron a los invasores y les exigieron informaciones sobre quién los había enviado. En el video grabado de ese día, los dos hombres afirman que estaban allá de buena fe, ya que les habían dicho que los “lotes” estaban documentados y podían ser ocupados.
En febrero, cuando visitamos a Alto Jamari, Awapu nos llevó en una nueva ronda al lugar donde hacía dos años encontraron el campamento de ocupantes ilegales, en la parte norte de la tierra protegida. En el sendero, el indígena rápidamente notó rastros de una nueva entrada. Además de los gallos cortados con cuchillo, había botellas de agua, latas de cerveza y galones vacíos de aceite de motosierra.
El camino seguía un nuevo sendero que ya se acercaba al río Floresta, el mismo que atraviesa el pueblo. A la orilla del río, vieron también que, quién quiera que fuese que había entrado allí, había lanzado sal en el lugar donde comen las dantas. Una forma de atraer el mamífero y otra cazar.
De regreso a la aldea, Awapu contó a su familia lo que había visto en su caminata. “Ellos están yendo cada vez más lejos”, señaló, después de mostrar en su celular las fotos del sendero abierto.
Bahira, el futuro cacique, acompañó la conversación a nuestro lado. En silencio.
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El cerco