El bosque de mayor concentración de esta especie patagónica se enfrenta, en las últimas décadas, a los impactos del cambio climático, las erupciones volcánicas y el avance de especies exóticas.
Cerca de 900 ejemplares jóvenes, sin embargo, han sido plantados en los últimos tres años para rejuvenecer el Parque. Los indicadores de sobrevivencia superan el 90 %.
Entre arrayanes, Aldana Calamari confirmó su vocación. En 2001, a 1500 kilómetros de su Santa Fe natal, empezaba su carrera como guardaparques. Durante dos años el Parque Nacional Los Arrayanes (península de Quetrihué, Neuquén) fue su hogar. Conoce el lugar como pocos. Por ello, la sola posibilidad de que hoy este espacio natural pueda recuperar las especies que perdió la entusiasma.
Calamari recuerda que a inicios del siglo, cuando empezó a conocer cada rincón del Parque, el ecosistema lucía muy distinto. “En aquellos años, narra, la realidad del parque era otra. Estaba mucho más sano. Hoy sufre un deterioro ambiental. Se evidencian muchos claros”.
Después de recorrer y trabajar en diversas áreas protegidas, el destino la trajo de vuelta a los bosques andino-patagónicos. Hoy, precisamente, desde el Área Forestal del vecino Parque Nacional Nahuel Huapi, colabora para un proyecto que tiene como meta reforestar el parque de Arrayanes, el lugar que conserva el recuerdo de sus inicios como guardaparques.
Esta zona del sur argentino es la de mayor densidad de arrayanes en el mundo. Foto: Administración de Parques Nacionales.
En la última década el deterioro del bosque se hizo evidente. Copas enteras de arrayanes (Luma apiculata) se secaron y las zonas áridas empezaron a multiplicarse. Las principales razones de esta degradación vienen de la misma naturaleza. Se registraron veranos muy secos, altas temperaturas y lluvias muy escasas, un cóctel que generó un serio estrés hídrico. Los termómetros empezaron a marcar cifras por encima de los 30 grados, inesperadas para una zona austral.
“Es notable como en un breve lapso de años, cuenta Calamari, ha cambiado el clima. Los veranos no suelen ser lluviosos, pero sí están decayendo las precipitaciones. Antes pasaban unos días y llovía. Ahora hay veranos donde puede transcurrir un mes sin que caiga ni una gota”.
Atrás parecen haber quedado también los otoños pasados por agua. Las copiosas lluvias de mayo y junio que producían una elevación notoria en el nivel de los lagos y que beneficiaban a los arrayanes con una mayor cercanía a las fuentes hídricas. Sin embargo, parece que esta vez la regular nevada del último invierno trae mejores pronósticos para los meses inmediatos. La nieve acumulada en los cerros próximos se irá derritiendo de forma paulatina y abasteciendo de agua al bosque. “A diferencia de las lluvias que producen crecientes bruscas, lo bueno de la nieve es que da agua progresivamente”, anota la especialista.
A los efectos del cambio climático hay que sumarle eventos inesperados como la erupción en el 2011 del volcán Puyehue, situado en la zona fronteriza entre Chile y Argentina. Un gran segmento del parque quedó cubierto por cenizas volcánicas. Un paisaje desolador. La posterior exposición al sol produjo una importante radiación que afectó a muchos árboles. La longevidad de los ejemplares, en promedio unos 220 años, no fue un buen aliado para soportar todos estos embates.
Tampoco lo fueron las autoridades y algunas de sus políticas forestales que, en la primera mitad del siglo XX, promovieron la plantación de especies exóticas como el pino y el arce blanco para poblar las áreas verdes. Es decir, para cuando se produjo la erupción, el parque ya había perdido algunas de sus especies nativas tras ser reemplazadas por especies foráneas. Aldana Calamari agrega un ingrediente más a esta mezcla de eventualidades y malas decisiones. “En 2004 se hizo un nuevo sendero con una estructura metálica elevada para no pisar las raíces [de los arrayanes]. Aun así, estimo que un poco de estrés causó en las plantas, porque si uno se aleja del circuito tablonado, los ejemplares están más saludables”, reflexiona.
La afluencia turística es significativa en los parques. Cerca de un millón de personas acude anualmente a esta zona de la Patagonia buscando conectarse con la naturaleza. La masa de turistas no solo proviene de Argentina y países vecinos. Es habitual ver grupos de excursionistas asiáticos, estadounidenses o europeos que llegan atraídos por las impresionantes postales con las que se publicita el bosque.
Miles de imágenes subidas a las redes por los asombrados visitantes lo confirman. Los arrayanes, de tronco color canela con manchas irregulares y flores blancas, corteza fría y frágil al tacto, resultan la mejor escenografía para cualquier foto de perfil.
Algunos excursionistas llegan para legitimar una leyenda esparcida a lo largo de los años: la majestuosidad del Parque de Arrayanes habría sido el disparador para que Walt Disney piense en Bambi, el ciervo más famoso de Hollywood. Si bien es cierto que el creador de Mickey Mouse pasó una temporada en Argentina, algunas fechas no cierran con el estreno del personaje. De cualquier modo, el mito quedó tan instalado que una de las principales atracciones del bosque es una pintoresca cabaña de madera rodeada de vegetación. En la Casita Disney (no podía tener otro nombre) funciona una confitería.
Pero la necesidad de proteger el parque trasciende hoy la intención de satisfacer a los visitantes.
Estos árboles alcanzan dimensiones y edades únicas. Árboles de 20 metros de altura, con más de un metro de diámetro, que superan los 500 años de vida habitan estos parajes. “El desarrollo de esta especie no se da así en ningún otro lugar”, anota Aldana Calamari.
Y por ello los especialistas del parque nacional emprendieron hace una década un proyecto que busca revitalizar el bosque respetando los patrones genéticos. Fue un trabajo que requirió de mucha paciencia. Los resultados obtenidos, sin embargo, marcan un horizonte esperanzador para la expectativa de vida de la especie.
Hasta 1971, la península de Quetrihué formaba parte del Parque Nacional Nahuel Huapi (el más antiguo en Argentina). Tras una serie de evaluaciones, se consideró necesario darle autonomía a la sección donde era predominante la presencia de una especie. Los arrayanes, árboles de la familia de las mirtáceas, requerían manejos y atenciones particulares.
Adolfo Moretti, coordinador del Área Forestal del Parque Nahuel Huapi, explica que este cuidado especial se convirtió en una urgencia cuando cayeron en cuenta que cerca del 25 % de la zona de arrayanes presentaba marcas de sequedad. Las condiciones climáticas adversas y la expansión de las especies exóticas habían dejado su huella. Esto fue lo que los empujó a buscar una solución inmediata. “No podíamos esperar más tiempo”, precisa.
En el 2009 pusieron en marcha un proyecto para traer de vuelta a la especie, sobre todo a los lugares que la vieron partir hace unos años. Empezaron por elaborar un inventario del bosque. Luego concentraron las tareas de recuperación en las 14 hectáreas donde históricamente se desarrollan mejor los arrayanes. Es en esta área, próxima a Villa La Angostura, donde los árboles antes alcanzaron dimensiones excepcionales. En cada hectárea, Moretti estima que en condiciones óptimas podría haber más de 500 ejemplares.
El equipo forestal junto con especialistas del INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria) recorrió el área para identificar los mejores individuos. Se encontraron 20 buenos productores de semillas, se priorizó que el acceso a ellos fuera fácil y que sean dignos representantes de la variedad genética del lugar. “De ellos extrajimos las semillas para sembrar los ejemplares que luego serían reinyectados”, dice Moretti.
El vivero de Isla Victoria, que hoy lleva como nombre Ing. Alberto Suero, fue una de las instituciones fundacionales dedicadas a la labor forestal en la Patagonia Argentina. A principios de 1920 fungió como el primer vivero nacional, cuando aún ni siquiera existía la figura de los parques. Entrada la década del setenta, el laboratorio forestal quedó paralizado, hasta que en el presente siglo fue reactivado por entusiastas profesionales como Moretti. Hoy, la Isla Victoria es el primer hogar de miles de plantines que serán usados en diversas campañas de reforestación de la región.
“Es el centro de conservación genética de los bosques andino-patagónicos. Se trabaja ahí para que cuando haya una situación de incendio, degradación, daño, tengamos la capacidad de rehabilitarlo con especies nativas”, puntualiza Moretti.
Nadie conoce mejor el vivero que Gabriela Valenzuela, quien trabaja desde hace siete años como responsable de ese espacio. Diariamente riega y controla el crecimiento de los plantines de las diversas especies nativas que se producen ahí. Ciprés de la Cordillera, Ñire, Maqui, son algunas de ellas. Destaca algunas particularidades en el cuidado del arrayán.
“Es una planta de humedad, por lo que hay que mantener un riego frecuente. También hay que tener en cuenta que está acostumbrada a la sombra. Tratamos de adaptar ambientes acordes”, anota.
La cercanía y buen acondicionamiento convirtieron al vivero en el lugar indicado para trabajar las semillas de arrayanes. La siembra en los almácigos se da cada año en julio y para noviembre se tiene las primeras germinaciones. Se esperó que los plantines alcancen 8 cm de altura para trasladarlos a macetas.
Hasta aquí los pasos se realizaron dentro del invernadero. Después de un año y medio se hizo la rustificación al exterior de la isla Victoria. Ahí se debió esperar la adaptación de los ejemplares al ambiente. Al llegar al metro de altura, los pequeños arrayanes fueron llevados a su lugar de origen. Todo este proceso puede tomar entre 5 y 7 años debido al lento crecimiento de la especie.
El momento de la plantación supone un reto para el personal comprometido con el proyecto. Junto con el equipo del Área Forestal del Parque Nahuel Huapi, trabajan voluntarios, personal de la Intendencia y miembros de Prefectura Naval. Una treintena de personas ejecuta la labor. Debido a la ubicación insular del vivero, trasladar los plantines jóvenes involucra una gran logística y desplazamiento de mano de obra.
Aldana Calamari describe cada paso de esta operación. “El vivero está en el área central de la isla. Para llevar los plantines al puerto lo hacemos con tractor o camioneta. Solemos llevarlos sin macetas, con raíz desnuda, para que la movilización se torne menos pesada. Prefectura nos apoya con el viaje en lanchas hasta el puerto de Quetrihué, donde está el bosque de los Arrayanes”.
Previamente se identifican los lugares donde serán plantados los nuevos ejemplares. Se priorizan los terrenos más golpeados por la sequedad y el crecimiento de las plantas exóticas. Eso sí, se trata de repartir proporcionalmente entre las 14 hectáreas del bosque. “Buscamos cubrir toda la superficie para ir generando una masa joven que rejuvenezca el tramado”, explica Moretti.
El paso de los plantines de la Isla a la Península de Quetrihué implica un importante despliegue físico. Debido al reducido personal del Parque Nacional, el rol de los voluntarios cobra mayor relevancia. Para Diana Padilla, médico y voluntaria de este programa, resulta estimulante contribuir a la reanimación del bosque. “Podría hacer una comparación con la medicina, cuando en un trasplante entre donante y paciente se ve pasar la vida de un lado a otro. Aquí se da algo similar, dando vida al parque con ejemplares que uno cuidó”.
Son necesarios tres días para completar cada traslado debido a la cantidad de ejemplares. Cientos de plantines deben ser cuidadosamente removidos de la isla para ir a su hogar final. Toda ayuda es valiosa. Así lo siente Diana, quien sumó a su hija Constanza, de 7 años, a las campañas. “Son jornadas donde una queda exhausta, pero con esos dolores de espalda que te llenan de felicidad. Pequeñas manos como las de mi hija suman fuerzas. Yo le digo a ella que también ya es parte de la historia del Parque”.
Las plantaciones empezaron en 2016 y a la fecha van más de 860 ejemplares devueltos al parque. La última se realizó a principios de noviembre. Se tiene previsto continuar la plantación en mayo, cuando empieza la época húmeda, siempre respetando la altura aproximada de un metro para ser movilizados desde el vivero. Y la buena noticia es que los monitoreos realizados a los primeros árboles que se insertaron indican que se han adaptado muy bien a su nuevo hogar. “Los índices de supervivencia están muy buenos, por encima del 95 %. Estamos extremadamente satisfechos. Las plantas son de muy buena calidad, muy bien producidas y cuidadas en el vivero”, anota Moretti.
Los plantines son transportados en lanchas desde el vivero de la Isla Victoria a la península de Quetrihué. Foto: Aldana Calamari.
En invierno, los arrayanes jóvenes soportaron sin problemas temperaturas de hasta siete grados bajo cero. Aunque los especialistas aclaran que la verdadera prueba de fuego se dio en el primer verano. “La mayor amenaza para un árbol joven es que sufra un estrés hídrico en ese momento. Si sobrevive al primer verano, la planta asegura su vida, porque luego se adapta al sistema. Había cierto temor por los veranos secos, por ello también realizamos riegos individuales para asegurar la supervivencia”, agrega el ingeniero forestal.
En los primeros 10 años se espera plantar 2500 arrayanes, que le devolverán un rostro lozano al bosque. Aunque esa foto completa podrá tomarse todavía varios años después, debido al lento crecimiento de la especie patagónica. “Debemos pensar en el futuro, no solo en el presente”, dice Moretti. “Tomará tiempo ver el cambio total. Podemos ver el crecimiento inicial de estos renovables, pero ya hechos árboles maduros lo verá la siguiente generación. Es un proyecto a largo plazo”, agrega Calamari.
Los plantines, llamados a revitalizar la estructura boscosa, continúan creciendo al lado de árboles secos, varios de ellos ya muertos. Completar la adaptación al ecosistema les tomará entre 15 y 20 años. Al promediar las cuatro décadas, estarán listos para competir e imponerse a las formaciones actuales.
El monitoreo y visitas de seguimiento son acompañados por el control de las invasiones biológicas de especies exóticas. Principalmente del arce blanco (Acer Pseudoplatanus), concentrado en la punta sur de la Península Quetrihué, muy próximo al bosque de arrayanes.
La llegada del arce se remonta a mediados del siglo XX, cuando los hacendados de una estancia plantaron en la zona diversas especies de origen europeo. Según información de la Secretaría General de Ambiente y Desarrollo Sustentable, inicialmente fueron cuatro ejemplares los plantados en la orilla de la vecina laguna Patagua. Sin embargo, la fácil dispersión de sus semillas hizo que se reproduzcan masivamente y ganen fuerte presencia en el bosque. La zona invadida se extiende por 65 hectáreas, pero la atención está puesta sobre todo en las 7 hectáreas colindantes a los arrayanes. Para Calamari era necesario actuar. “Si no se hacía nada iba seguir afectando a más especies nativas”.
Desde el 2018 se ejecutaron más de diez campañas que incluyeron el desmonte de árboles semilleros y siete quemas controladas de reducción de residuos y propágulos (estructuras que sirven para la reproducción vegetativa, como pueden ser ramas o tallos). “El proyecto comprende 10 años. Pero ya en 2020, cuando estemos en el cuarto año de ejecución, se habrá retirado cerca del 50 % de los semilleros de arce”, anota Calamari.
El arce es una de las principales especies invasoras. Periódicamente se hacen intervenciones para controlar su expansión. Foto: Lucio Azua.
El trabajo también implica el control de la regeneración. Todas estas acciones apuntan a reducir el tamaño poblacional del arce. En paralelo, se van restaurando las zonas intervenidas con ejemplares nativos. Tras la caída de cenizas volcánicas en 2011, en algunas zonas del Parque la regeneración natural de las especies exóticas no prosperó, quedando así claros abiertos. Fue una oportunidad para reverdecer estos espacios con especies originarias. Santiago Quiroga, especialista forestal que trabaja en el proyecto, indica que la revisión del terreno fue clave para organizar el trabajo.
“Se hicieron parcelas circulares. Con ello se buscó repartir equitativamente en el terreno las plantas nativas, copiando la matriz que existía en el lugar originalmente. Tomamos en cuenta la regeneración de nativas que estaba oprimida. Encontramos mucha plantas que se encontraban debajo de las zonas dominadas por el arce”, señala Quiroga.
El vivero de Isla Victoria también cobra valor en esta etapa. Además de los arrayanes, en el centro forestal crecen plantines de otras especies originarias como alerces, araucarias y coihues. Varios de ellos servirán para recuperar el ecosistema en diversas partes de la región patagónica. Por citar un caso colindante y reciente, en Puerto Pampa (Isla Victoria) se viene trabajando la erradicación de una masa forestal de pinos, instalada desde 1943. Ahí también se aplicarán las técnicas de restauración activa con los nuevos ejemplares.
El proyecto de recuperación de los Arrayanes —apoyado por la Secretaría de Ambiente del Gobierno Nacional y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)— forma parte del plan nacional ForestAR 2030, que apunta a poblar con 30 millones de plantas el país.
Mientras tanto, a Adolfo Moretti y Aldana Calamari les gusta repetir que muchas veces la solución a los problemas las tiene la misma naturaleza. Solo era cuestión de darle un empujón. “En cierto modo, demostramos que somos capaces de producir biodiversidad con la misma fuerza de la naturaleza. Lo que estamos haciendo aquí es apoyar ese proceso. Imitamos lo que hace la naturaleza, pero estratégicamente. Haciendo crecer donde más lo necesita el bosque”, concluye Moretti.
*Imagen principal: Los arrayanes aquí pueden alcanzar hasta 20 metros de alto y vivir más de 500 años. Foto: Juan Karlanian.
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