- La extinción de los mastodontes sudamericanos en Chile, hace más de 10 000 años, interrumpió un proceso clave de dispersión de semillas de plantas nativas que actualmente enfrentan el peligro de extinguirse.
- Un nuevo estudio confirmó que esta interacción entre megafauna y vegetación habría sido determinante en la conformación de paisajes y biodiversidad en regiones como el centro de Chile.
- A diferencia de los trópicos, donde tapires y primates siguen dispersando frutos grandes, en Chile no existe un reemplazo funcional para los gonfoterios, lo que agrava el riesgo de extinción de árboles con frutos megafaunales en la zona central.
- La investigación destaca que comprender las antiguas relaciones entre fauna y flora permite diseñar estrategias de conservación más efectivas para proteger la biodiversidad.
Los mastodontes sudamericanos, conocidos como gonfoterios, desaparecieron de Chile hace más de 10 000 años, pero las consecuencias de su extinción aún se sienten en los ecosistemas actuales. Una investigación reciente reveló que estos grandes herbívoros se alimentaban de frutos de gran tamaño pertenecientes a especies vegetales nativas que aún existen, como la palma chilena (Jubaea chilensis) y el queule (Gomortega keule). Su rol fue clave en la dispersión de las semillas en sus rutas hacia otras regiones y, con su desaparición, este proceso ecológico fundamental se interrumpió.
Actualmente, sin dispersores naturales que puedan reemplazarlos, estas plantas enfrentan un futuro cada vez más incierto, sobreviviendo en relictos aislados y amenazadas por el riesgo de extinguirse.
“Nuestro estudio es un buen recordatorio de que la extinción no es solo algo del pasado lejano”, dice Andrea Loayza, investigadora del Instituto de Ecología y Biodiversidad (IEB) y coautora del estudio. “Los efectos de estas extinciones siguen moldeando los ecosistemas actuales. Muchas plantas que coevolucionaron con la megafauna aún existen, pero están enfrentando dificultades. Entonces, al entender esas relaciones antiguas, podemos proteger mejor la biodiversidad en el presente”.
El artículo publicado en la revista Nature Ecology and Evolution fue realizado por el equipo liderado por Erwin González, paleontólogo de la Universidad de O’Higgins, junto a los investigadores Claudio Latorre, Ricardo Segovia y Loayza, todos integrantes del IEB. El equipo investigó restos fósiles recolectados en un gradiente de 1500 kilómetros, desde Los Vilos hasta Chiloé, incluyendo el sitio del antiguo Lago de Tagua Tagua, en la Región de O’Higgins. A través del análisis de isótopos estables de oxígeno, el microdesgaste dental y el estudio del sarro fósil, los resultados confirmaron que los mastodontes habitaban ambientes boscosos y tenían una dieta variada que incluía frutos carnosos.
En Mongabay Latam conversamos con Loayza, doctora en biología y especialista en ecología de plantas, frugivoría y dispersión de semillas, sobre los hallazgos más relevantes de la investigación.

—¿Cómo surgió la idea de explorar la relación de los mastodontes con la dispersión de semillas?
—El autor principal, el paleontólogo Erwin González, encontró evidencia de que los gonfoterios consumían frutos. Es la primera evidencia real paleontológica sólida de consumo de frutos por una especie de megafauna que se extinguió en el Pleistoceno. El estudio tiene que ver con la hipótesis de “anacronismos neotropicales” —propuesta en 1982 por el biólogo Daniel Janzen y el paleoecólogo Paul Martin—, sobre los frutos megafaunales. Estos son frutos muy grandes y que no tiene sentido que existan en la actualidad porque no hay nada que se los pueda comer y dispersar las semillas. Siempre se asumió que estos eran dispersados por megafauna, pero no había ninguna evidencia.
La única era que se asumía que la megafauna era herbívora por la morfología de sus dientes. Pero necesitábamos evidencia real no solo de que comían frutos, sino de que el hecho de que ya no estuviera esa megafauna aumentaba el riesgo de extinción de las plantas que dispersaban. Eso era muy importante, sobre todo, en contextos como el chileno, en el que no hay otros dispersores. En México o Bolivia, hay tapires, monos y otros animales que no son tan grandes, pero que de alguna forma pueden suplir el rol.

—¿Cómo se comprobó la relación entre esos grandes mamíferos y las especies vegetales que persisten en el centro de Chile?
—La evidencia que surgió no es de una línea, sino de tres. Primero, hay evidencia sobre el patrón de los dientes: cuando comemos cosas, se van rompiendo, se van haciendo pequeños rasguños y puntos según lo que consumimos. Esto genera un patrón [en la dentadura] con los que se puede inferir la dieta. Además, se puede inferir la dieta a partir de dientes y molares de mamíferos modernos, como los elefantes.
Segundo, teníamos evidencia del sarro fósil. Es igual que en nosotros: vamos al dentista y nos hacemos limpiezas porque se acumula sarro en nuestros dientes. Pasa igual en los animales: se acumula sarro que contiene partículas de las cosas que comieron, en este caso, frutos.
La tercera línea tenía que ver con que el Pleistoceno era al final de la era glacial, hace 10 000 u 11 000 años. Entonces, también había que demostrar que estos animales no estaban en la era del hielo, no estaban merodeando en ámbitos glaciares donde no había plantas, sino que al final de la era glacial ya había bosques y ecosistemas que tenían plantas con frutos. Para eso, vimos el agua meteórica —que es igual que cuando se sacan núcleos de hielo en la Antártida para ver la temperatura—, porque la cantidad de isótopos está muy correlacionada con la temperatura del ambiente. Lo que vimos en la mayoría de nuestros especímenes es que efectivamente estaban en ambientes cálidos, parecidos a los actuales.

—¿Qué especies vegetales actuales en Chile identificaron como las más afectadas por la desaparición de los gonfoterios?
—Hicimos un listado de todas las especies megafaunales. En general, todas estas tienen mayor riesgo de extinción y en Chile la mayoría de las especies son endémicas, como la palma chilena y el queule. Casi todas las especies con frutos grandes de Chile están en categoría de conservación o con algún grado de amenaza: en peligro, en peligro crítico o vulnerables.
Hay una que no está enlistada, pero porque es consumida por los humanos: la palta, que se expande porque la han expandido desde épocas precolombinas.

—¿Por qué es particularmente grave en Chile la falta de reemplazo funcional de estos dispersores, en comparación con otras regiones tropicales de América?
—Con la falta de mamíferos que cumplan un servicio de dispersión, lo que sucede es que se interrumpe ese servicio ecológico. La dispersión permite a las plantas alejarse de la planta madre y colonizar nuevos espacios, porque los animales comen, tragan y la tienen en el sistema digestivo mientras se mueven lejos. Pero en Chile no pasa eso. Como no hay ningún animal que pueda hacer eso en el país —lo máximo que tenemos son algunos roedores que se llevan las semillas a 50 metros, que no es nada— esencialmente las semillas quedan debajo de la planta madre.
Las plantas en general no reclutan [no producen nuevos individuos que logren establecerse con éxito en su entorno] debajo de la planta madre porque la tienen a ella como competencia. Ese es un problema. De hecho, casi todas las especies que hemos visto tienen rangos de distribución muy pequeños y por eso son especies que están en peligro crítico o en peligro de extinción, porque son poblaciones muy pequeñas.
Esto se suma a que muchas de estas especies están en el Mediterráneo, que es uno de los ecosistemas con mayor impacto por actividad humana desde hace 500 años, justamente por las condiciones benéficas del clima. Se está destruyendo a una tasa muy rápida y encima las plantas no pueden expandirse. Muchas poblaciones quedan como núcleos o islas.
Por ejemplo, del lúcumo chileno (Pouteria splendens) quedan unas cinco poblaciones, pero muy chicas. Están muy aisladas, fragmentadas y no se pueden conectar, quedan separadas geográficamente y eventualmente separadas genéticamente también porque no hay ninguna conexión. Por un lado, porque no hay animales que las muevan y por otro porque el hábitat, el ecosistema está tan degradado que hay ciudades, carreteras, cultivos, viñedos y olivares, todo entremedio.

—¿Podrían algunas especies herbívoras actuales asumir parcialmente el rol ecológico perdido de los gonfoterios? ¿Hay ensayos o experimentos en esa línea?
—En Chile no. Hay experimentos y nosotros los hemos hecho con roedores, pero no actúan como dispersores sustitutos. El pudú (Pudu puda) —que es un pequeño ciervo— casi no come frutos, entonces lo único que queda en la actualidad son roedores y se acabó la historia.
Sin embargo, lo que hacen los roedores con muchas de estas especies es que colectan el fruto para depredar la semilla, pero la acopian y la entierran en lugares distintos, porque las van escondiendo para épocas donde ya no hay frutos. Y como acopian muchas semillas, cientos durante la época de fructificación, se olvidan de algunas. Esas son las que pueden germinar eventualmente. Pero lo que hemos visto es que las distancias máximas de dispersión son 50 metros, quizás un poco más. Pero aunque sea el doble, 100 metros es muy poco para una planta.
De las cosas más importantes que esto muestra es que cuando se interrumpe un servicio ecológico, tendrá consecuencias sobre las plantas. Esto es relevante sobre todo en el contexto actual de defaunación que se está viendo en muchos países donde sí hay caza ilegal de tapires o monos. Este proceso de defaunación va a hacer que se reduzcan cada vez más los servicios de dispersión.
—¿Esta investigación podría servir, por ejemplo, para impulsar modificaciones que protejan más áreas naturales?
—Hay áreas privadas y se pueden crear más, eso puede pasar, pero crear nuevos parques es más difícil. En este momento la conservación en áreas privadas va a ser importante para las poblaciones remanentes. Por ejemplo, la palma chilena se encuentra en parques nacionales y se encuentra en reservas privadas. Esa está un poco más protegida, pero hay otras especies que no. Por ejemplo, el lúcumo está presente en un área privada protegida, pero las otras poblaciones remanentes no lo están. Ahí depende un poco de la voluntad de la gente.

—¿Cuál es su posición frente a las propuestas de “resurrección” o “de-extinción” de especies extintas como mecanismo de restauración ecológica?
—Yo no estoy particularmente de acuerdo. Los gonfoterios estaban adaptados a condiciones que existían hace 10 000 años atrás: condiciones climáticas, condiciones ecosistémicas y áreas que ya no existen. El ecosistema podría existir todavía, pero va a estar mucho más reducido, no solo por el cambio del clima, sino también por el cambio en uso de tierra. Claramente en 10 000 años han pasado muchas cosas.
Además, este tema de “resurrección” no es netamente así, porque lo que hacen es tomar ADN de especies actuales e insertan fragmentos que encuentran de ADN de especies extintas. No hay una resurrección tal cual en todos los casos, como lo que pasó con el lobo blanco.
Si tú resucitas un gonfoterio, ¿dónde lo pones? Son animales como los elefantes —lo asumimos, porque no sabemos nada de su comportamiento—, que requieren miles de kilómetros porque se van moviendo durante el año. Eso no existe ya, por lo menos en Chile, a excepción del sur donde sí hay áreas extensas de vegetación natural. Pero en la zona de Mediterráneo, en la zona central, no.
Una resurrección puede ser para fines educativos, pero no para insertar estos animales en ecosistemas, porque van a ser animales anacrónicos en ecosistemas a los que ya no pertenecen.

—¿Qué espera para el futuro de estas especies vegetales?
—En muchos casos, lo que está pasando es que son especies como museos, son remanentes con muy poco reclutamiento. Están ahí y se mantienen, pero en realidad son poblaciones que no están creciendo. El tema no es solo por los dispersores, sino también por el clima que está siendo mucho más árido.
El lúcumo, una de las especies anacrónicas, casi no recluta. Produce frutos, pero es una especie que requiere mucha agua para germinar y para los estadíos iniciales de sobrevivencia. Y es una especie longeva también. La mayoría de las especies tienen poblaciones muy viejas, con muy pocos juveniles.
Hay casos un poquito distintos, como el de la palma, que tiene mucho reclutamiento, tiene muchas plántulas y uno ve muchos juveniles chiquititos. Su problema es que ahora está la liebre europea (Lepus europaeus), que se come todas las plántulas y no progresa. Esta es una planta que necesita entre 80 y 120 años para producir la primera floración. Son especies de muy lento crecimiento. Hay registros de individuos que tienen 500 años.
El queule es una planta que se encuentra en remanentes de bosque, generalmente insertos dentro de plantaciones madereras, es decir, quedan pocas poblaciones naturales. Es complicada la situación para estas plantas. Por el momento, lo importante es mantenerlas, pero también mantener las interacciones ecológicas que aún tienen de polinización, dispersión y depredación con roedores.

—Como alguien que ha dedicado su vida a estudiar la ecología de plantas, ¿hay algo que la mantenga con esperanza y con ganas de seguir investigando?
–Es una flora única. En Chile, la experiencia que hemos tenido en distintos ámbitos con la gente es que una vez que conocen a las especies —y es lógico— se involucran más y se dan cuenta de su importancia.
Aquí en el norte hay una planta anacrónica que se llama lucumillo (Myrcianthes coquimbensis), especie con una distribución muy chiquitita, muy restringida y la gente acá se empodera con ella. La están protegiendo en sus casas, se forman comunas vecinales para evitar que corten el lucumillo. Igual con la palma chilena.
Para mí es fundamental que la gente conozca estas especies: si sabes que esta planta solo crece en este lugar en el mundo y en ningún otro, hay un sentido de propiedad. Te identificas, es un patrimonio del lugar donde vives. Al conocer estas plantas, te das cuenta de lo únicas que son, de lo increíble que es que persistan acá, porque han podido sobrevivir en el tiempo.
La pérdida de esta planta es la pérdida global de la especie. Aparte de conocer la planta en sí, también es fundamental conocer la importancia de las interacciones ecológicas. No se trata solo de mantener una planta en tu jardín, sino mantener esta planta en su ecosistema, porque si no es simplemente un adorno.

REFERENCIA
González-Guarda, E., Loayza, A., Segovia, R., Rivals, F., Petermann-Pichincura, A., Ramírez-Pedraza, I., Asevedo, L., Tornero, C., Labarca, R., Latorre, C. (2025) Fossil evidence of proboscidean frugivory and its lasting impact on South American ecosystems. Nature Ecology and Evolution.
Imagen principal: diversidad de mamíferos extintos que habitaron en los alrededores del Antiguo Lago Tagua Tagua, ubicado en la zona central de Chile. Ilustración: cortesía Mauricio Álvarez