En esa tierra nació Julián. Él y sus compañeros en la defensa del bosque heredaron una lucha que comenzaron sus padres años atrás. Desde 1934, los indígenas de Coloradas de la Virgen reclaman sin éxito el reconocimiento de su territorio ancestral.

En 1953, cuando ya habían fallecido varios de los primeros indígenas que impulsaron el reconocimiento de sus tierras, el gobierno mexicano registró la parte más boscosa como un ejido. El resto, sobre todo la zona de barrancas, se quedó como una comunidad agraria.

En 1992 se realizó una asamblea para depurar la lista de ejidatarios, porque muchos habían fallecido. Julián y otros habitantes de Coloradas denunciaron que durante esa asamblea se presentaron varias irregularidades: los acuerdos fueron avalados con firmas y “huellas digitales” de indígenas que para esa fecha ya estaban muertos. Y se incluyó a 78 nuevos miembros del ejido, la mayoría no indígenas, entre ellos Artemio Fontes Lugo, sus familiares y trabajadores.

Artemio Fontes Lugo se instaló en Coloradas de la Virgen en la década de los 70. “Llegó con su familia, huyendo por un homicidio —cuentan los más ancianos de la comunidad— La gente de ese tiempo lo dejó quedarse… Después ya no se quisieron ir. Comenzaron a sembrar amapola y marihuana y a talar”.

Los indígenas denunciaron los abusos de la familia Fontes, pero eso poco importó a las autoridades ambientales mexicanas que, en abril de 2007, otorgaron al ejido —bajo el control de Artemio Fontes Lugo— permisos de aprovechamiento forestal para explotar el bosque de Coloradas de la Virgen.

Fue entonces cuando indígenas rarámuri y ódami, asesorados por la organización Alianza Sierra Madre, decidieron emprender una lucha legal para solicitar la cancelación de los permisos de aprovechamiento forestal y para el reconocimiento de su derecho al territorio que han ocupado por generaciones.

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Amapola, en lugar de árboles

Chihuahua, en la zona norte de México, es el estado con una de las superficies forestales más importantes del país: 16.5 millones de hectáreas, de las cuales 7.6 millones son bosques de coníferas y selva baja caducifolia, ecosistemas que se concentran en las montañas, barrancos y valles que dan forma a la Tarahumara.

En los manantiales que hay en esta sierra surge y se capta buena parte del agua que se dispersa por la zona semidesértica de Chihuahua y que nutre a muchas zonas agrícolas de Sinaloa, señala el investigador Salvador Anta Fonseca, del Consejo Civil Mexicano para la Silvicultura Sostenible.

 

 

También es una de las regiones con más daño en su cobertura arbórea. De 2001 a 2017, perdió 19,100 hectáreas, según la iniciativa de monitoreo Global Forest Watch. Los años en los que se registraron las mayores afectaciones fueron 2012 (casi 4,500 hectáreas) y 2017 (cerca de 2,000 hectáreas).

Guadalupe y Calvo, donde se ubica Coloradas de la Virgen, es uno de los municipios con más pérdida de árboles: de 2001 a 2017, por lo menos, 3014 hectáreas registraron esta situación, según datos de Global Forest Watch. Los años más críticos fueron 2011, 2016 y 2017.

Quienes crecieron en Coloradas de la Virgen recuerdan que el desmonte comenzó más fuerte desde los ochenta para acá. Desde entonces, llega gente de afuera de la comunidad, elige el lugar que les gusta para sembrar marihuana y amapola y empieza a tumbar. A veces le prenden fuego al lugar arrasado. La mayoría de las veces sacan la madera en rollo y la venden en aserraderos de la ciudad de Parral.

Eso que sucedía sólo en algunas comunidades comenzó a extenderse por varias regiones de la Tarahumara, sobre todo a partir de 2008, cuando el gobierno federal del entonces presidente Felipe Calderón emprendió lo que llamaron la “guerra” contra el narcotráfico. A partir de ese momento, la región serrana de Chihuahua se convirtió en zona de disputa para diferentes grupos que, además de buscar el control en la siembra de amapola, también se han dedicado a despojar a las comunidades de su territorio y recursos naturales.

En 1996 se tenían identificados cinco municipios de la sierra en donde se sembraba droga. Hoy el número llega a 20, según el informe Diagnóstico y Propuestas sobre la violencia en la Sierra Tarahumara que la asociación civil Consultoría Técnica Comunitaria (Contec) publicó en 2018.

Ese documento también señala que en la Tarahumara dejó de sembrarse marihuana a partir de 2012 —cuando se legalizó su consumo en algunos territorios de Estados Unidos—, pero aumentó el cultivo de amapola. En México, la superficie de cultivo de amapola pasó de 25,200 a 30,600 hectáreas de 2016 a 2017, de acuerdo con el monitoreo realizado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc) y el gobierno mexicano.

Ese reporte señala que la zona conocida como “El Triángulo Dorado”, y donde comparten territorio los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua (el sur de la sierra Tarahumara), está entre las principales productoras de amapola en el país.

El médico tradicional —quien ha recibido amenazas y por ello pide que no se publique su nombre— explica cómo su comunidad comenzó a resentir la pérdida de su bosque:
—Antes de que empezaran a talar todos los años había buena agua, había mucha nieve, había una vida para nosotros: una buena cosecha, llovía mucho, no se secaban los arroyos. Si se acaba la madera se secan los manantiales que hay en el campo. Se acaban hasta el animal que es silvestre. Todo se acaba. Y si hay madera, todo vive.

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Alimentar los manantiales

Las mujeres rarámuris se reúnen en la escuela de Bahuinocachi para hablar de lo que han padecido en los últimos meses. Para llegar aquí, algunas caminaron poco más de media hora. En su trayecto pasaron por los restos de lo era parte de su bosque. Ahora sólo quedan ramas desperdigadas y tocones aferrados aún a la tierra.

Sólo las mujeres —con sus cabezas cubiertas con paliacates y sus cuerpos arropados con rebozos— asistieron a esta reunión. Los hombres se fueron a trabajar al campo o se quedaron en sus casas. Son ellas las que se atreven a contar. Lo hacen en orden, sin arrebatarse la palabra:

—Los primeros talamontes llegaron a esta región del municipio de Bocoyna en febrero de 2018. Talaban durante el día, pero también en la noche. Lo hicieron durante meses. De poco sirvieron las piedras que se colocaron en los caminos para cerrarles el paso o las denuncias que se hicieron ante las autoridades ambientales, estatales o federales. Los inspectores y los policías que llegaron a ir al lugar sólo recorrían algunas áreas, pero no entraban a la zona más afectada.

 

 

Fue hasta el 26 de octubre de 2018 —cuando ya se habían talado 5000 árboles, en un área de 226 hectáreas— que al lugar arribaron funcionarios federales y estatales, entre ellos el gobernador del estado, Javier Corral.

Prometieron una estrategia para combatir la tala ilegal en la Tarahumara. No pasaron ni quince días cuando los talamontes regresaron.

Las mujeres de Bahuinocachi hablan quedito, como si surruraran un secreto:

—Ahora que regresaron a cortar, pues ya están tirando todo. Todo lo están dejando bien pelón.
—Y nosotros sin poder hacer nada, porque ellos andan armados.
—Ahorita ya destruyeron todo. ¡Y, ahora, para que vuelva a crecer!
—Van a pasar 20 o 30 años para que los chiquitos sean pinos grandes, con buena semilla. Nosotros ya estuvimos plantando pinos, pero a ver si crecen, porque no hay pinos grandes que los protejan del frío. Les pega el hielo y así se secan más fácil.

Las mujeres recuerdan lo que sus padres les decían: “los árboles que están cerca de los mantiales no se deben tumbar, porque al hacerlo ‘se va el agua’ ”. De sus abuelos aprendieron un ritual “más antiguo”: alimentan a los manantiales con pinole (harina tradicional elaborada con maíz) y con tortilla. Y cuando lo hacen, platican con el agua que nace en ese lugar.

—Le decimos que no se vaya. Le damos de comer para que tenga fuerza y no se vaya de ahí. Para que sigamos teniendo vida nosotros, toda nuestra familia y también los animales. Todo eso le platica uno al manantial.


Cuando se les pregunta a las mujeres si en rarámuri hay una palabra para nombrar a los cerros o montañas que ya se quedaron sin árboles, ellas se miran unas a otras, hablan en su idioma y después de un rato explican que a esos lugares les llaman “cerro pelón: un lugar donde ya no hay nada”.

Antes de que las mujeres de Bahuinocachi denunciaran lo que pasaba en sus tierras, otras zonas del municipio de Bocoyna ya habían sufrido la tala ilegal e incendios provocados.

En julio de 2017, comunidades y ejidos indígenas de los municipios de Bocoyna, Carichí y Guachochi, así como organizaciones civiles, solicitaron a las autoridades federales y estatales replantear la política forestal y “ponerle un alto a la devastación de los bosques de la Sierra Tarahumara”. Y recordaron lo que muchas comunidades han denunciado: grupos ligados al crimen organizado talan, y después incendian, grandes extensiones.

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El control de la madera

En algún tiempo cerca de 480 familias rarámuri vivían en una comunidad llamada El Manzano, en el municipio de Urique. Hoy el número de habitantes es incierto.

El Manzano comenzó a cambiar cuando se hizo cada vez más común mirar a hombres armados que no eran de la comunidad.

Antes —cuentan quienes vivían ahí— eran pocas las familias dedicadas a la siembra de marihuana y amapola; ellas podían vender su cosecha al mejor postor. Por un kilo de goma de opio, por ejemplo, llegaban a recibir hasta 15 000 pesos (780 dólares). Los “de afuera” llegaban, compraban y se iban.

Pero a partir de 2011, “los de afuera” se quedaban y obligaban a que la gente sembrara, pero también a que sólo les vendieran a ellos. El pago por un kilo de goma de opio disminuyó hasta llegar a 3000 pesos (156 dólares).

Los mismos hombres que controlaban la siembra de amapola “reclutaban” a jóvenes de la comunidad: los subían a sus camionetas, los mantenían secuestrados algunos días, los amenazaban y obligaban a “trabajar” como sicarios. Si alguien se negaba, lo mataban. Así lo hicieron con Benjamín Sánchez, lo asesinaron el 27 de febrero de 2015.

La familia de Benjamín fue forzada a desplazarse del Manzano. Les siguieron otras familias. Lo mismo vivieron habitantes de, por lo menos, diez comunidades del Ejido Rocoroyvo, en el municipio de Urique, de acuerdo con testimonios de personas desplazadas que, por seguridad, piden no publicar su nombre y que ahora, incluso, tienen medidas cautelares otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

El desplazamiento de la población aumentó cuando el grupo que controla la zona decidió imponer sus propias reglas: los ejidatarios sólo les pueden vender a ellos sus troncos. Los ejidos que se niegan a hacerlo, no pueden comercializar su madera.

A otros ejidos —han documentado las organizaciones, entre ellas Contec— les exigen los documentos oficiales y con ellos “legalizan” la tala ilegal.

En la publicación Diagnóstico y Propuestas sobre la violencia en la Sierra Tarahumara se señala que en la zona existe “un control de la actividad forestal por parte del crimen organizado, control que va desde el robo de guías (documentos para certificar que un árbol se taló en forma legal), corta ilegal y legal, transporte y comercialización, o incluso una veda regional por oponerse a vender a los criminales”.

En el informe de Contec también se resalta que las autoridades ambientales federales otorgan permisos de aprovechamiento forestal en zonas habitadas por comunidades indígenas, sin realizar una consulta previa a esta población, como lo marca la legislación internacional y nacional.

Ejemplo de ello son los casos de Coloradas de la Virgen, Choréachi y Bosque de San Elías Repechique, los cuales han tenido que exigir en tribunales que se cancelen esos permisos.

“La explotación forestal —se remarca en el informe de Contec— no ha significado beneficio alguno para las comunidades indígenas, que no tienen voz ni voto en las asambleas ejidales, aunque vivan dentro de los ejidos y propiedades privadas”.

Ese mismo documento señala que “el uso intensivo del bosque, por los aprovechamientos forestales legales e ilegales, ha impactado seriamente las condiciones de vida de las comunidades indígenas, tanto en el uso doméstico del bosque, como en las condiciones ambientales que afectan a los manantiales en que tradicionalmente se han abastecido de agua”.

—La madera (árboles) significa mucho para el territorio, porque es lo que mantiene la estabilidad de las aguas. El agua que cae de las nubes se filtra y ahí dura el agua. De otra manera, cuando se derriba la madera sin responsabilidad se hace un desastre, se quema el bosque. Llegan las aguas y se lleva todo, ya no hay dónde se detenga, dónde se filtre. Se va el agua. —dice José Trinidad Baldenegro, cuyo padre y hermano fueron asesinados por defender esa estabilidad ambiental.

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Tierra, agua e indiferencia

Mesa Blanca, El Cable y Mesa de las Espuelas, comunidades del municipio de Madera y habitadas por indígenas o’oba (también conocidos como pimas), fueron de las primeras en vivir lo que después se propagó por la Tarahumara: a partir de 2008 esas comunidades comenzaron a quedarse sin indígenas, después de que grupos ligados al narcotráfico incrementaron la violencia en su contra.

 

 

Algunas familias optaron por prestar sus terrenos para la siembra de amapola, pero poco a poco los han ido despojando de su tierra, cuando no acceden a trabajar para esos grupos, cuenta uno de los líderes que se encuentra desplazado y pidió el anonimato para proteger su vida.

Los indígenas o’oba, explica el antropólogo Horacio Almanza, migraban de sus comunidades desde 2004, pero lo hacían por la falta de agua, como sucedió en el caso de la comunidad Las Espuelas.

Otras comunidades o’oba de los municipios de Madera y Temósachic también han denunciado, con diversas autoridades, la contaminación del río Tutuaca y otras fuentes de agua por la actividad de la Mina Dolores, que pertenece a la empresa canadiense Pan American Silver Corp. , y comenzó sus operaciones en 2009 para extraer oro y plata.

Los warijíos, otro de los grupos indígenas que habitan la Tarahumara, también han sufrido el despojo. El 29 de marzo de 2011, a la comunidad de Jicamórachi, en el municipio de Uruachi, llegaron hombres que vestían uniforme tipo militar, dispararon por todos lados, quemaron casas y vehículos. Las familias huyeron al monte. Fue hasta diez días después que el Ejército acudió al lugar y se instaló en la escuela primaria.

De las 122 familias mestizas y warijíos que vivían en Jicamórachi, sólo se quedaron cerca de 40.

Se le conoce como Guasachoque, pero también como Correcoyote. Es una comunidad rarámuri del municipio de Guadalupe y Calvo; de ahí era originario Irineo Meza. Lo mataron el 4 de diciembre de 2014. Tenía 23 años. Él denunció los despojos de tierras en su comunidad y se oponía a la apertura de minas en la región.

El Tule y Portugal, comunidad del municipio de Guadalupe y Calvo, también se ha ido quedando sin gente. En octubre de 2018 asesinaron ahí a otro líder indígena: Joaquín Díaz Morales, de 74 años y jefe de la brigada contra incendios. Antes ya habían matado al comisariado ejidal Crescencio Díaz Vargas y amenazado a los pobladores que decidieron demandar a una familia de caciques locales por despojo de tierras.

—Le mandan mensajes a uno, que si no quiere problemas, que se vaya… Usted no se puede quejar con la policía, con la judicial, con los guachos (militares), no hay apoyo. No hay confianza. No se la creen a uno —dice uno de los desplazados de El Tule y Portugal.
Palabras similares se escuchan de los desplazados ódami de la comunidad de Cordón de la Cruz, en Coloradas de la Virgen. Ellos señalan a los hermanos Cornelio y Aurelio Alderete Arciniega como responsables de las amenazas y el despojo de sus tierras.

—Quieren apropiarse de 3500 hectáreas; tierras en donde la comunidad pastoreaba su ganado, ahora ya no permiten que se ingrese ahí. Son tierras que quieren para la amapola. Existen alrededor de 20 denuncias, pero sólo una ha sido judicializada —cuenta José Ángel, integrante de una de las familias ódami desplazadas.



En estás imágenes: Escuela de Jicamorachi, donde se instaló el Ejército; Las huellas de la violencia que se miran por los caminos de la Tarahumara; Las familias desplazadas que ahora viven en lugares como Baborigame; Una de las asambleas en Choreachi y la familia de Julián Carrillo que espera regresar a su tierra.

Puerto Gallego, en el municipio de Urique, está entre las localidades que conforman el corredor turístico en la Tarahumara. También es la ruta para el trasiego de droga. De esa comunidad era Fabián Carrillo, líder ráramuri. Tenía poco más de cuarenta años cuando dejó su casa en Puerto Gallego; hombres armados lo amenazaron. Querían sus tierras. Salió de su comunidad, pero no abandonó la defensa del territorio.

—Los hombres del gobierno no hacen nada. Desde septiembre (de 2014) fue más duro, porque llegaron queriendo quitar terrenos. Todavía hay invasiones, a muchos los tienen obligados a sembrar droga —contaba Fabián en 2016.

Fabián llevaba un registro de todos los gobernadores indígenas rarámuri, así como de la problemática que enfrentaban por las amenazas contra el bosque. Buscaba insistente —aún en el exilio— que sus denuncias fueran escuchadas en los juzgados y en la Coordinación Estatal de la Tarahumara.

Lo amenazaron varias veces, pero él entendió la manera de actuar de los delincuentes, su forma de organizarse, y eso le permitió recorrer la sierra esquivando a quienes no querían que hablara. Falleció, como consecuencia de la tuberculosis, a finales de septiembre de 2017.

En Guapalayna —una región tropical del municipio de Urique—, los indígenas han sido obligados a desplazarse, porque en esa zona no sólo los despojan de sus tierras, también les quitan el control de sus aguajes: si quieren utilizar esa agua, les cobran una cuota.

En casi toda la Tarahumara, las comunidades conocen el nombre e historia de los caciques o líderes de los grupos de narcotráfico que los amenazan y que los despojan de sus tierras. Varios de esos nombres han sido denunciados con autoridades de todos los niveles. Ninguno ha sido juzgado.

Isela González, directora de Alianza Sierra Madre, señala que se ha sembrado el terror para ir deshabitando el territorio de los cuerpos, “porque los cuerpos son lo que dan fuerza a ese territorio”. La intención, insiste, es “dejar ese territorio desierto de esos cuerpos que nacieron ahí, de esos cuerpos que siempre han vivido ahí, que han sido formados como rarámuri y que han mantenido, a pesar de todas las adversidades, la cultura rarámuri”.

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Resistencia serrana

Los indígenas de la Tarahumara forjan su resistencia física desde que son pequeños: caminan durante horas y horas por la sierra —entre barrancos y pendientes— para llegar a una comunidad, para visitar a un familiar, para pastorear a las chivas, para ir a la escuela (cuando hay maestros) o para tener acceso a un médico. Para denunciar el despojo de sus árboles y de su territorio también han caminado un largo trecho. Desde hace varios años han realizado caravanas en Chihuahua y fuera del estado.

Una de esas caravanas llegó a la Ciudad de México. Fue en julio de 2014 cuando 35 gobernadores tradicionales de comunidades indígenas expusieron a senadores de la República los problemas de saqueo que viven en la sierra.

 

 

En esa reunión, incluso, señalaron a Artemio Fontes Lugo como uno de los responsables de las amenazas y autor intelectual de los asesinatos de autoridades tradicionales de Coloradas de la Virgen.

Ese señalamiento quedó registrado en el documento que, el 15 de marzo de 2016, realizó un grupo de senadores para exhortar al poder ejecutivo federal a que realizara acciones para atender la problemática y violencia en la Sierra Tarahumara.

En ese documento también se menciona el caso de Cirilo Portillo Torres, ódami asesinado el 14 de marzo de 1992. Él había sido comisario de la policía tradicional y secretario de bienes comunales de Coloradas de la Virgen.

—A Cirilo lo mataron porque no quiso trabajar con Artemio Fontes en sacar la madera, por eso lo mandan matar —cuenta un ex gobernador indígena de Coloradas de la Virgen, quien ha recibido varias amenazas por defender el territorio y los árboles de su comunidad, por lo que él y su familia, así como muchos de sus compañeros de lucha, están ahora desplazados.

Quienes han sido desplazados de Coloradas de la Virgen, así como de otras comunidades de la Tarahumara, están dispersos en la ciudad de Chihuahua, Baborigame, Guachochi, Parral y Cuauhtémoc. Laboran en huertas o en la pizca. Otros tratan de encontrar trabajo en la construcción o de sobrevivir entre el asfalto que los ahoga.

—Allá, en el rancho, podíamos sembrar maíz, frijol. Con poquito que siembre uno, ya podía comer. Acá no. Nuestras costumbres, nuestras fiestas tampoco ya las podemos hacer como eran antes. Quisiéramos regresar, pero cómo le hacemos si quemaron la casa, se robaron los animales y esos hombres siguen allá —dice una de las mujeres que están desplazadas en Baborigame. Sus dos hijas, de 23 y 26 años, ya saben lo que es la viudez.

Para este reportaje se solicitaron entrevistas con el gobernador de Chihuahua, Javier Corral, y con el subsecretario de derechos humanos del gobierno federal, Alejandro Encinas. Las solicitudes se realizaron, por lo menos, en dos ocasiones con los encargados de prensa, quienes respondieron que no había espacio en la agenda de los funcionarios.

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Acompañar la defensa

Entre enero de 2009 y diciembre de 2018 mataron a, por lo menos, 15 defensores de bosques y territorios en la Sierra Tarahumara, de acuerdo con los casos recopilados en la base de datos de este proyecto. Esos casos se conocieron, muchas de las veces, por la denuncia de organizaciones civiles.

Hay otros tantos nombres de defensores que han sido asesinados, pero no están en las estadísticas, “porque suceden en zonas en donde no hay trabajo de organizaciones, ya sea porque son lugares muy apartados, de difícil acceso o porque ocurren en territorios tomados por el narco”, dice una defensora de derechos humanos que pide el anonimato porque sólo así, teniendo un bajo perfil, puede visitar algunas comunidades.

 

 

En Chihuahua, el estado más grande del país, menos de diez organizaciones civiles acompañan a las comunidades en su defensa del ambiente y territorio. Y esas organizaciones —cuyos miembros también han recibido amenazas por su trabajo— no cuentan con personal y recursos suficientes para denunciar y visibilizar lo que pasa en gran parte de la Tarahumara.

Aún así, en oós últimos cinco años, juntos han logrado triunfos jurídicos en su lucha por la defensa del ambiente y el territorio.

En 2017, y después de siete años de un proceso legal que llevó Contec, la Suprema Corte de Justicia reconoció el derecho al territorio ancestral de la comunidad rarámuri de Huitosachi, en el municipio de Urique.

Las tierras ancestrales de esa comunidad —260 hectáreas— están en el área de Barrancas del Cobre, una de las zonas más turísticas de la Tarahumara. Su defensa del territorio en los tribunales se dio, a partir de 2015, cuando una inmobiliaria —cuyo dueño es el empresario Federico Elías Madero— reclamó como suyas esas tierras e intentó sacar del lugar a los rarámuris. No lo logró.
También en el norte de la Tarahumara, la comunidad de Bosques de San Elías Repechique, en el municipio de Bocoyna, consiguió que por su territorio no pasara el gasoducto, por lo que la empresa responsable de su construcción, TransCanada, tuvo que modificar el trazo original para esta obra.

—Estos grandes proyectos —mineros, turísticos o gasoductos— han generado un deterioro muy grande al espacio, la ecología y, sobre todo a las comunidades. Son proyectos de muerte, no de vida, porque responden a intereses particulares, no ha intereses comunitarios —señala el sacerdote jesuita Javier Ávila Aguirre, director de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos (Cosyddhac).

En octubre de 2018, el Tribunal Superior Agrario, con sede en la Ciudad de México, reconoció el derecho que tiene a su territorio ancestral —32 832 hectáreas— y bienes naturales la comunidad rarámuri de Choréachi, ubicada en el Municipio de Guadalupe y Calvo, y que por las amenazas que ha recibido cuenta con medidas provisionales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

—Las comunidades, con sus demandas, están obligando a que se armonicen las leyes nacionales con los estándares internacionales sobre reconocimientos de los pueblos indígenas. Ha costado mucho, pero se ha ido picando piedra para el reconocimiento de los derechos colectivos de las comunidades y hay que seguirle —señala Ernesto Palencia, asesor jurídico de Alianza Sierra Madre.

La comunidad rarámuri de Baquiachi, en el municipio de Carichí, también ganó 32 juicios en contra de caciques ganaderos que los habían despojado de poco más de 7500 hectáreas de su territorio ancestral.

Durante ese proceso judicial, Estela Ángeles Mondragón, directora y abogada de la asociación Bowerasa, recibió varias amenazas, su hija sufrió un intento de asesinato y su pareja, Ernesto Rábago Martínez, fue asesinado el 1 de marzo de 2010.

Eso no detuvo a Estela Ángeles. Ella siguió con la comunidad de Baquiachi. De ellos aprendió una frase que escuchó muchas veces en rarámuri y que ahora dice en español: “Sin territorio, no se tiene nada. No somos nada”.

Isela González, directora de Alianza Sierra Madre, explica que al acompañar a estas comunidades se está defendiendo “un territorio que para ellos es indivisible, bienes naturales que son colectivos, que son los que les dan vida como comunidad, los que reproducen material y simbólicamente su cultura. Sin territorio eso, su cultura, no es posible”.

El antropólogo Horacio Almanza, quien ha investigado estos procesos de defensa, resalta que la lucha ambiental muchas veces se personifica en un líder, “pero detrás de ellos están las comunidades y son ellas las que les dan fuerza a esos defensores que, por lo regular, son autoridades tradicionales que forman de un sistema normativo muy añejo y sólido en la sierra”. Por ello, dice, “las luchas por la defensa del medio ambiente, en la Tarahumara, son colectivas”.

Lee el reportaje completo que forma parte del ESPECIAL Tierra de Resistentes aquí.

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