Aún no se tocan a profundidad las historias ni de toda la plata que se ha movido en el proyecto y exactamente en manos de quién ha quedado, ni de la casi extinta comunidad indígena que después de salir afectada está ejerciendo su derecho a la consulta previa.

En la práctica, ese derecho colectivo de las minorías étnicas a la consulta libre e informada no será previo -como manda la Constitución-, sino posterior porque su territorio ancestral ya quedó sepultado bajo 2.720 millones de metros cúbicos de agua en un embalse.

Dos rostros que evidencian el contraste de la fuerza. El elefante y la hormiga. Goliat y un David más. Los dueños de muchos contratos entregados en la poderosa región paisa colombiana y los últimos Nutabe: los hijos del río Cauca.

Un río al que ellos llaman “papá mono”.

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¿Quién no quisiera un padre así? Un papá así. El padre mono. El papá mono. El papá que lo da todo. Mono por su color chocolate con leche.

Cada mañana, el río Cauca viajaba desde su nacimiento en las alturas del páramo de Sotará, entre los departamentos de Cauca y Huila, 1.076 kilómetros por las cordilleras Central y Occidental de los Andes hasta el corregimiento de Orobajo, del municipio de Sabanalarga, en Antioquia, para dar sustento a sus hijos.

Oro y pescado. Pescado y oro. Pescado a las 4 de la mañana, cuando hombres y mujeres en grupos de 10 o 15 se arrimaban a la playa del caserío con sus anzuelos y atarrayas. Y también después de las 10, cuando los más animosos ese día decidían continuar la jornada en balsas artesanales -dos troncos amarrados con cabuya- que tomaban rumbo al vecino Ituango.

Oro siempre. Incluso en verano, con el caudal disminuido. De hecho, mucho más en esas condiciones, en las que recoger y lavar la arena para sacar el metal se hace menos complicado.

El papá mono fue la despensa diaria de los indígenas Nutabe desde que hay registro de su existencia: en las expediciones españolas de la década de 1540, que dieron origen al actual territorio antioqueño.

Siempre pescadores y barequeros. Barequeros, que es como se les dice a quienes extraen oro de los ríos artesanalmente, generalmente con bateas circulares de madera. Siempre a la vera de su padre achocolatado.

Con vocación trashumante por toda el área del llamado cañón del Cauca, en donde el río desciende unos 800 metros para serpentear más estrecho entre las montañas; establecidos principalmente en Orobajo y sus alrededores, la zona más aislada del pueblo de Sabanalarga.

Antes y después de la jornada de río todos los días, el tinto donde el vecino. ¿Cuántos gramos pesó hoy? Estuvo buena la pesca. Mañana bajamos más lejos.

Dependiendo de la necesidad de cada quien, de vez en cuando un viaje en mula hasta Sabanalarga o Ituango para vender oro y hacer mercado de arroz, papa, fríjol, leche, aceite, elementos para el aseo.

Entre ocho y diez horas yendo y, según la carga de la mula, eso y algo más para regresar a Orobajo, que tenía tres calles, casas construidas con guadua, barro y techos de zinc; una escuelita rural, una cancha en la que se jugaba sobre todo microfútbol, un cementerio, tubería de alcantarillado con agua sin tratar que bajaba de la montaña y un trapiche comunitario para sacar panela.

35 familias, 140 personas, vivían permanentemente allí.

Algunas tenían cultivos de yuca o plátano. Y gallinas y pavos. Cazaban guaguas, cusumbos y conejos.

Antes y después de comer el pescado de todos los días, a las hamacas. ¿Qué se dice? No me ha devuelto la mula. Juguemos un partidito (de microfútbol, con alguna vereda vecina probablemente).

Más o menos cada ocho días, baile. Con cerveza y chicha y vallenato, reguetón, salsas, rancheras.

Pero los verbos rectores de la vida entonces eran, sobre todo, estos tres: pescar, barequear y descansar.

Todo eso casi siempre en pantaloneta y sin camisa ni zapatos, en el caso de los hombres. Con el vientecito que corre por el cañón del Cauca como caricia permanente en la cara.

Con este vientecito…

Un suspiro.

Nosotros no necesitábamos cuenta en el banco: nuestro cajero era nuestro papá, que nos daba con nosotros sólo meter la mano. El río siempre ha sido todo para nosotros.

Abelardo David Chanci, Guardia Mayor Nutabe, vuelve a suspirar y entrecierra los ojos, mientras me cuenta parte de esta historia.



Abelardo David Chanci, guardia mayor Nutabe. Video: La Silla Vacía.

Vamos cruzando en un ferri, junto a otras 27 personas, un bus, un taxi y varias motos, sobre el embalse de Hidroituango -la central construida para obtener energía por fuerza hidráulica-, que a destiempo comenzó a llenarse el 28 de abril de 2018, tras la primera emergencia que se registró en la construcción.

Fue el día en que esa megaobra del país, que hasta el momento se levantaba sin mucho ruido alrededor, empezó a contarse como una espiral descendente en modo efecto dominó.

La empresa de servicios públicos domiciliarios EPM (Empresas Públicas de Medellín -la capital de Antioquia y segunda ciudad de Colombia-), que lidera el proyecto, se ha referido desde entonces al asunto como “la contingencia”, que arrancó así:

Uno de los túneles auxiliares usados para desviar el río Cauca, y permitir los trabajos en seco en la presa, se taponó por derrumbe en la roca, en varias ocasiones y a lo largo de varios días, amenazando con desbordar agua y materiales por encima del muro del embalse que no estaba listo.

Es decir, amenazando con causar una de las avalanchas del apocalipsis.

 

 

Imagínense el miedo: los 2.720 millones de metros cúbicos de agua del embalse, que abarca 3.800 hectáreas y tiene una longitud de 70 kilómetros, derramándose con la violencia de su peso por encima de una presa sin terminar proyectada en 225 metros de altura (29 más que la Torre Colpatria de Bogotá, durante muchos años el edifico más alto de Colombia) y 20 millones de metros cúbicos de volumen, rumbo a las comunidades ribereñas de tres departamentos.

Imagínense el miedo durante un mes seguido: eso duraron cayendo con rapidez inesperada las fichas del dominó aquellos primeros días de emergencia, una con cada mala noticia:

Dos derrumbes más en el mismo túnel auxiliar, que terminó totalmente tapado.

La decisión de EPM de inundar la caverna subterránea (llamada casa de máquinas) que es el corazón del proyecto, pues ahí deben funcionar las turbinas que generan la energía; para evitar el desbordamiento del embalse.

Una creciente súbita aguas abajo, tras la evacuación por casa de máquinas, que dejó 600 damnificados.

La declaración de situación de calamidad pública que hizo la Gobernación de Antioquia.

Una obstrucción en la casa de máquinas, que impidió temporalmente la salida del agua que se estaba evacuando.

La orden de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres de prender una alerta de evacuación en pueblos de Antioquia, Sucre, Córdoba y Bolívar, afectados por las crecientes del Cauca.

Un nuevo derrumbe, en la parte alta de la montaña, que obligó a cerrar una vía, y una alerta de movimiento en la roca, que produjo la evacuación de obreros en la presa.

Casi 24 mil personas en albergues temporalmente.

La virgen María Auxiliadora que un ciudadano regaló a EPM para que vigilara las obras, mientras los trabajadores terminaban el muro contra el tiempo.

Así. Noticia tras noticia, ficha tras ficha, se fue moviendo entre abril y mayo de 2018 -los meses que marcaron el quiebre- el dominó Hidroituango, sin que un año después ninguna autoridad asegure que el riesgo de avalancha está descartado en un 100 por ciento.

Sobre el ferri que es propiedad del proyecto y fue bautizado como ‘La Tranquilidad’, Abelardo David Chanci, con sus 43 años, ojos monos como el río y piel bronce, lanza con sencillez su sentencia compleja: “Se metieron con la naturaleza y hoy la naturaleza les está cobrando”.

 

 

Es febrero de 2019.

Otra ficha del dominó de noticias de Hidroituango cae por estos días:

Para evitar el posible colapso de la inundada casa de máquinas, EPM decidió cerrar antes de lo previsto la última compuerta que permite que a esa caverna entre el agua, que ahora deberá -como debió suceder desde el principio- ir al embalse y pasar por un vertedero junto a la presa que ya está terminada para luego retomar el recorrido del río.

El problema es que no está lloviendo lo suficiente aún. El agua del embalse tardará tres días en subir lo necesario hasta alcanzar el vertedero. Y, en consecuencia, el caudal disminuirá río abajo hasta convertir temporalmente al Cauca en un hilito.

Efectivamente, en esos tres días el Cauca pasó por momentos de 650 a 40 metros cúbicos o menos por segundo. Según la propia EPM, que entonces reportó haber contratado mil personas para rescatar especies, 85.248 peces murieron tras esa disminución del río. Brigitte Baptiste, ecóloga y directora del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, escribió al respecto que la discusión sobre los impactos de esa catástrofe “requerirá un trabajo sereno de años”.

Abelardo y yo nos trasladamos desde un puerto llamado Brujas hasta otro conocido como El Bombillo. 20 minutos de recorrido. Luego seguiremos por tierra una hora larga más hasta Ituango, el municipio del que toma su nombre la central.

Venimos de Medellín. Cinco horas de carretera en dirección al norte antioqueño hasta puerto Brujas. Hace unos minutos pasamos por uno de los dos campamentos en los que viven los trabajadores del proyecto.

Uno se llama Tacuí y el otro Cuní, como las fincas en donde los levantaron. En uno viven 2.500 personas y en el otro unas cuatro mil, entre empleados de EPM, de la empresa que hizo los diseños (Integral S.A.), de la que tiene a cargo la interventoría (Ingetec) y del consorcio que se ganó el contrato para hacer las obras principales (CCC). (El consorcio CCC está integrado por las colombianas Coninsa Ramón H y Conconcreto y la brasilera Camargo Correa, una de las multinacionales investigadas dentro del escándalo de corrupción Lava Jato, y cuyos exdirectivos reconocieron haber participado en pagos de sobornos por obras públicas en Brasil, aunque sobre Colombia han dicho que “no hay nada”).

Cuentan con oficinas y alojamientos en varios bloques de edificios de color blanco. Un centro de monitoreo permanente. Auditorio, salas de juntas, restaurantes. Biblioteca. Gimnasio. Piscina.

Abelardo los conoce por dentro, como mucha de la gente de la zona que alguna vez ha trabajado o prestado algún servicio a Hidroituango.

Abelardo les trabajó muchas veces con su lancha. Una de motor que hace siete años le dieron unos pequeños mineros a cambio de oro del barequeo. Se llamaba ‘La Consentida’. Transportó ingenieros y otros empleados. Y, cuando se desató la contingencia, sirvió para rescatar algunos animales de las orillas -como perros y culebras- en riesgo por las crecientes súbitas.

En Orobajo solían usarla como ambulancia cuando se presentaba algún enfermo de gravedad.

Pero Abelardo no nació en Orobajo, me aclara él mismo poco antes de bajar del ferri. Yo vivía y formé familia en Orobajo, pero nací en playa de Iracal, una playita del Cauca, con 11 hermanos, y vendí pescado desde los 15 años entre Ituango y Sabanalarga.

Le decían “El Indio”. Ahí llegó el indio con el pescado. Y también “Cañonero”, como a todos los que viven en el cañón del río.

Ya no vive en el cañón del río. Luego de que Orobajo quedara sumergido por el embalse, se mudó junto a su esposa y tres hijos a Bello, un municipio del área metropolitana del Valle de Aburrá, vecino a Medellín. Es decir, a cinco horas del papá mono y en plena ciudad.

Ya no vende pescado. Ni pesca. Ahora vive de ser cotero (como se les dice a los que descargan los camiones con mercancías) en Medellín. O intenta hacerlo. Para poder trabajar, debe llegar a un barrio del centro, famoso por estar plagado de comercio y de negocios de arreglo de partes de carros, a hacer fila a los transportadores a ver si tienen un cupo y le dan el día laboral.

El barrio se llama Corazón de Jesús, pero le dicen Barrio Triste.

Del oro al Barrio Triste.

De comerse un barbudo, un dorado, un bocachico, una sabaleta, cada vez que quisiera, a tener que comprarlo.

Al poco rato de bajar del ferri, Abelardo la muestra. La señala con el dedo. Asoleada. Oxidada, inservible. Estacionada sobre un un pedazo de vía agrietada que el embalse interrumpió: una carretera con aspecto de estar a punto de partirse como galleta. Es La Consentida, su lancha de motor.

 

 

Ya no tiene motor. Y tampoco sirve ni siquiera como canoa. Las láminas de su piso están rotas.

Hace seis meses la tuve que dejar aquí, me quedé sin nada para mandarla a arreglar, el motor lo vendí.

La Consentida bien podría ser el símbolo del drama de los Nutabe, cuyos líderes nos esperan en Ituango, que es en donde ahora vive, disperso, casi todo este pequeño pueblo indígena:

Aporreada, necesitada. Hecha para el río, pero sin poder estar en él.

En algún momento de abandono, alguien cuya identidad Abelardo dice desconocer le pintó en uno de sus costados un grafiti en letras azules y negras:

“Desmonten Hidroituango ya”.

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***

Los Nutabe no existían. Los indios del cañón, los indios de Orobajo. Ahí viene el indio. Todo eso les decían por los caminos y calles de veredas y pueblos vecinos. Pero ellos no existían.

Sabían que eran indios. Se sentían indios. Lo aprendieron de sus mayores que a su vez lo aprendieron de sus mayores. Sabían que creían en las fases de la luna. Que sus madres pilaban el maíz con las mismas piedras y les daban de comer las mismas hierbas. Que tenían una vida colectiva. Pero no existían.

Ni siquiera existieron cuando los mataron.

 

 

Fue en 1998. El 12 de julio. Durante la época -entre mediados de los 90 y 2000- en la que se cometieron más masacres en Colombia.

Los paramilitares, los “mochacabezas”, como se hacían llamar con toda justicia por sus terroríficas prácticas, habían cometido en los años inmediatamente anteriores dos de las matanzas más tristemente recordadas de la zona y del país: las de La Granja (en el 96) y El Aro (en el 97), dos corregimientos del vecino municipio de Ituango.

En ambos casos, las llamadas Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) acusaron a los campesinos de ser supuestos auxiliadores de la guerrilla. Mataron a 22 en total y causaron el desplazamiento de otros 700.

Esas dos masacres son relevantes en la historia de Colombia, además, porque la Corte Interamericana de Derechos Humanos responsabilizó de ambas al Estado colombiano. Porque la Corte Suprema de Justicia del país las declaró como crímenes de lesa humanidad. Y porque por ellas tribunales colombianos han pedido investigar al poderoso ex presidente Álvaro Uribe, quien era en ese momento gobernador de Antioquia.

El horror, pues, acechaba entonces por la región. Y por Colombia. Y llegó a Orobajo, también vestido de paramilitar como en La Granja y El Aro, en domingo por la mañana.

La alerta de que algo ocurriría la prendieron unas vacas al salir corriendo.

El grupo de hombres uniformados y armados irrumpió en el pueblo. En Orobajo y en otra vereda vecina llamada La Aurora. Aseguraron que eran de las Farc, aunque tenían brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el nombre que tomaron en todo el país los paramilitares. Obligaron a la gente a meterse a la escuelita. “Para una reunión”, dijeron. Apenas la gente entró, comenzaron a disparar.

Mataron a cinco. A Bernardito. A Floro. A Luis Ángel. Sandra y Ricardo también murieron, pero ahogados porque en la angustia se tiraron al río, que guarda muchos de los muertos de la barbaridad de la guerra colombiana y que varios movimientos han pedido recuperar.

Mataron a Virgilio Antonio Sucerquia, el cacique Virgilio, como le decían; el mayor que fungía como autoridad querida de los Nutabe, que no existían.

 

 

Se desplazaron -como habían tenido que hacerlo ya durante el conflicto bipartidista que hubo en Colombia a mediados del siglo XX- y se dispersaron, a los meses fueron volviendo de a poco en medio del miedo. Todo eso, pero no existían.

No existían al punto que el 14 de febrero de 2008, en referencia al megaproyecto de Hidroituango, el Gobierno colombiano, en cabeza de la Dirección de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior, certificó que no se registraba presencia de comunidades étnicas en el área de embalse de la hidroeléctrica.

Los hijos del papá mono eran invisibles.

Y la certificación era clave para determinar si debía realizarse o no una consulta previa -ese derecho colectivo constitucional que busca proteger y garantizar la participación de las minorías étnicas- antes de que pudiera ponerse la primera piedra de la obra.

Entonces, una veeduría ciudadana (llamada Veeduría Ciudadana por el municipio de Sabanalarga), del pueblo en donde todo el mundo había visto a los Nutabe vendiendo su pescado y su oro, caminando sus calles, le escribió a la Dirección de Asuntos Indígenas ese mismo año 2008.

En el escrito la veeduría recordó a esa comunidad -que también tenía algunos miembros viviendo en el vecino pueblo de Peque- y solicitó para ella el proceso de consulta y concertación frente a la hidroeléctrica, que era aún una iniciativa en arranque.

Asuntos Indígenas contestó en 2011. Tres años después. Tres. Dijo que los Nutabe no estaban registrados ni identificados dentro de los 86 pueblos indígenas del país. Que la veeduría no había enviado “soportes de la existencia de la comunidad Nutabe”, como reza en un documento oficial de la Dirección de Consulta Previa del mismo ministerio. Y que, así las cosas, parecía necesario un proceso para reconocerlos.

Pero para ese momento, Hidroituango ya andaba en firme: los primeros trabajos físicos habían arrancado, contaba con licencia ambiental y EPM acababa de firmar el contrato por el cual quedó a cargo de construir, operar y mantener la central durante 50 años, para luego transferirla a la sociedad dueña del proyecto.

Esa sociedad se llama Sociedad Hidroituango y es del Instituto para el Desarrollo de Antioquia IDEA y de EPM, casi por partes iguales. Tiene de socios minoritarios al departamento de Antioquia, la Financiera Energética Nacional, la Nación, la Central Hidroeléctrica de Caldas y otros accionistas pequeños.

Hidroituango entonces tenía incluso ya parcialmente el censo y la caracterización que la ley exige establecer de las personas y poblaciones afectadas por las obras y que EPM arrancó desde 2006.

Aunque esa caracterización se ha ido ajustando con los años, de acuerdo a los diseños y a la construcción de la central, en la información oficial de EPM consta que desde el principio la vereda Orobajo estuvo considerada como sujeto de medidas de restitución porque el embalse los iba a inundar. ((INSERTAR AQUÍ RESPUESTA ESCRITA QUE ME DIO EPM))

La vereda Orobajo, poblada en su totalidad por los indígenas del cañón del Cauca -los indios del cañón- que localmente cualquiera podía identificar.

Debido al censo, los Nutabe estuvieron conscientes desde muy temprano de que la llegada del progreso en forma de central hidroeléctrica de alguna manera iba a afectar su territorio ancestral.

Fue hasta 2014, no obstante, que empezaron un proceso para organizarse y preguntar cómo y por qué y exigir sus derechos.

Los Nutabe no sabían que tenían derechos.



Testimonio de Eddy Sucerquia, gobernador indígena Nutabe. Video: La Silla Vacía

Lee el reportaje completo que forma parte del ESPECIAL Tierra de Resistentes aquí.

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Artículo publicado por Patricia
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