En verdad, la mayor parte de los registros, avistajes y estudios de nidificación y comportamiento del águila del Chaco se hallan en el oeste de La Pampa y el sureste de Mendoza, muy lejos del corazón de lo que se suele considerar Gran Chaco, aunque para Hernán Casañas, director ejecutivo de la organización Aves Argentinas, esto es relativo: “La región de monte, los contrafuertes de la cordillera andina y el espinal que rodea las praderas de la llanura pampeana también pueden considerarse geográficamente como ambientes chaqueños. Las provincias de La Pampa, San Luis y Mendoza, donde se ha visto la mayor cantidad de coronadas, están comprendidas en esa área, y entonces no resulta inapropiado llamarla del Chaco”. En efecto, el manto vegetal de estas áreas representan una continuidad del que se encuentra en las zonas áridas de la región chaqueña.

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Empezar a apreciarla a través de la dieta

¿Cuánto se sabe en realidad de esta misteriosa rapaz? Con absoluta certeza, no demasiado, “aunque muchísimo más que cuando empezamos, en 2001”, aclara José Sarasola, doctor en Ecología, director del CECARA, investigador del CONICET y verdadero artífice del proyecto que busca salvar de la extinción a la especie. “Arrancamos desde cero, a ciegas, sin saber ni siquiera qué comía”, rememora quien se apasiona al relatar todo lo que pudo adelantarse en estas dos décadas de trabajo.

La dieta del águila coronada no es un tema menor. Durante décadas, los habitantes del monte vivieron convencidos de que la especie se alimentaba de corderos y chivos, lo cual generaba una mirada de desprecio y promovía las persecución y los disparos para abatirla. “No puede decirse que no fuese verdad”, explica el doctor Sarasola, y agrega: “Durante el siglo XIX, en La Pampa y parte de la provincia de Buenos Aires el ganado era mayoritariamente lanar, pero además se practicaba la ganadería extensiva, los animales estaban sueltos. Es fácil pensar que las águilas podían aprovechar el nacimiento de un cordero que no pesa más de un kilo para llevárselo a su nido, tal como relatan aún hoy las personas mayores”.

La solución al problema llegó de la mano de las cámaras trampa, allá por 2012. “Pudimos ver qué presas le llevaban los padres al pichón, y de 600 que identificamos ninguna era ganado doméstico. Enseñar esas imágenes logró que fuese cambiando la percepción del águila entre la gente y nos ayuda en el proyecto de conservación porque enfrentarse al sector productivo siempre resulta más complicado”, sentencia Sarasola.

Belén, una hembra que había recibido un disparo en una pata, durante su rehabilitación en el Ecoparque de Buenos Aires. Fue liberada tiempo después en Catamarca. Foto: Andrés Capdevielle.

Las observaciones permitieron descifrar el verdadero menú de esta cazadora de hábitos crespusculares, tal como lo refleja Juan José Maceda en uno de los pocos estudios científicos publicados sobre el tema. Allí enumera al piche llorón (Chaetophractus vellerosus), un armadillo de unos 600 gramos de peso, como la presa más frecuente, junto a aves más pequeñas, zorrinos, comadrejas, víboras y culebras, ofidios y tortugas. También carroña, aunque de manera menos frecuente.

A partir de estas evidencias demostrables y mediante charlas en colegios y con los productores y dueños de los campos se consiguió disminuir de manera drástica la pérdida de ejemplares de águilas del Chaco por culpa de las escopetas. “Desde 2016 no tenemos constancia de muertes por disparos en La Pampa”, afirma Diego Gallego. “El problema actual es la actividad cinegética de caza mayor que hay en la zona, porque llega mucha gente armada que no es del lugar, y a veces, para calibrar la mira o ver de qué bicho se trata, le disparan a una coronada”, aporta Sarasola. La organización CECARA, junto a las autoridades locales, están ultimando detalles para colocar cartelería preventiva en las carreteras de la región advirtiendo de la presencia de Buteogallus coronatus y solicitando el cuidado necesario para no abatirlas.

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Muchos más accidentes que nacimientos

Equilibrar el número anual de accidentes con el de nacimientos de ejemplares es sin duda el gran desafío al que se enfrentan el águila y sus defensores. “La tasa de reproducción es muy lenta, y la de mortalidad en etapas juveniles, demasiado alta”, indica José Sarasola, antes de subrayar que “si no trabajamos seriamente, hablamos de una especie condenada a la extinción”.

En este punto, la reducción y fragmentación del hábitat debido a la eliminación de áreas de monte es uno de los factores a tomar en cuenta. “Si tiene menos lugares donde nidificar, tiene menos opciones de reproducirse”, sintetiza Sarasola. La región ecológica conocida como espinal o el bosque de caldén (Prosopis caldenia) todavía cubren amplias superficies en La Pampa, “pero la especie tendría que estar también presente en el sur de Córdoba y Santa Fe, cuyos ambientes han sido altamente modificados”, añade el científico. El ejemplo de Santa Fe es muy concreto: el área de distribución del águila se retrajo en más de un 30 por ciento, porcentaje equivalente a la disminución del ecosistema del espinal en el último siglo.

Las coronadas alcanzan su edad reproductiva a partir de los cuatro años, cada pareja pone un único huevo en cada ciclo reproductivo (una vez al año), y esto no siempre ocurre. De hecho, el primer estudio profundo sobre el águila del Chaco, publicado por Maximiliano Galmes en 2007, indicaba que el éxito era de solo un 57,89 por ciento. Pero además, se calcula que apenas el 30 por ciento de los pichones alcanza esa etapa. La mayoría muere antes, ya sea por imprevistos durante la incubación —depredación de otras especies (pumas y gatos monteses, sobre todo), muerte prematura de los padres, incendios, tormentas que afecten el nido o infertilidad del huevo—, o por cualquiera de los accidentes ya descritos una vez que dejan la morada natal.

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Una especie muy difícil de estudiar

En los primeros meses de 2020, una tormenta de verano partió la rama del caldén (Prosopis caldenia) donde crecía Ñankul, pichón nacido poco tiempo antes. El nido cayó al suelo, pero Ñankul logró sobrevivir. Como ocurre en estos casos, fue un paisano del lugar quien dio la voz de aviso; entonces se puso en marcha un operativo de emergencia. Miembros del CECARA con Diego Gallego a la cabeza acudieron al lugar, montaron un palet de madera sobre las ramas del árbol que habían quedado enteras, reconstruyeron el nido sobre él y volvieron a ubicar al pichón a la espera de que sus padres no lo hubiesen abandonado. “Y ocurrió”, cuenta el biólogo vasco, “volvieron y continuaron con la crianza”.

En la Reserva Natural Telteca, en Mendoza, ocurrió un hecho semejante. Los guardaparques advirtieron la muerte de un pichón en un nido, y dos días más tarde hallaron otro en el suelo. “Decidimos a toda velocidad ponerle el transmisor al que se había caído y subirlo al nido del pichón muerto”, relata Andrés Capdevielle, “no había registro de adopción en esa especie, pero la pareja que había perdido su cría adoptó al nuevo pichón, que sobrevivió y pudo volar”.

Trepado a la copa de un algarrobo de la Reserva Ñancuñán conocido como “30 Palos”, Andrés Capdevielle procede al anillado de un pichón. Foto: Hugo Asensio.

Estas historias —la de Ñankul dio lugar a un cortometraje premiado en el Festival Latinoamericano de Naturaleza 2020— que demuestran la fragilidad de la especie sirven para ampliar los conocimientos sobre ella y, al mismo tiempo, evidencian las dificultades de las tareas de conservación, porque en muchos casos depende de la buena voluntad de colaboradores espontáneos, y porque exigen ocuparse de manera individual de cada ejemplar monitoreado.

Ni siquiera dar con esos nidos es tarea sencilla —“Alguien tiene que avisarte”, resume el director del CECARA—, pero mucho menos lo es controlar la dinámica de ocupación de los mismos que siguen las parejas de águilas coronadas. “Cada una tiene más de un nido en áreas de 4 o 5 kilómetros”, subraya Sarasola, “hay algunos que pueden parecer abandonados durante años y de pronto vuelven sus viejos dueños o son aprovechados por ejemplares jóvenes. Una temporada podemos monitorear 14 nidos ocupados y a la siguiente, solo 9. A veces resulta muy frustrante”. Diego Gallego completa la información: “Tenemos entre 25 y 30 territorios reproductivos identificados, y aunque muchos de ellos nunca volvieron a ser usados igual los visitamos todos los años”.

Aun con todos los inconvenientes, la investigación de la especie conoció un cambio trascendental en 2012, con la incorporación de los transmisores satelitales que permiten conocer la situación de las aves durante tiempos prolongados. Hasta entonces todo era más “artesanal”, a través de capturas, anillados y estudios genéticos. “La realidad es que antes nunca volvíamos a ver a un ejemplar anillado. Hoy es diferente”, acepta Sarasola, máximo experto en estas rapaces y ganador en 2019 del Óscar Verde otorgado por la Whitley Foundation por su trabajo con el águila del Chaco.

Todos los datos de registro de un ejemplar se hallan en los anillos que rodean sus patas. Aun así el seguimiento es difícil: pueden pasar años sin que se lo vuelva a ver. Foto: Andrés Capdevielle.

Diego Gallego es el encargado de procesar la información que brindan los GPS de la decena de animales actualmente marcados. Los datos de los últimos años permiten saber que las parejas adultas son bastante estables y guardan cierta fidelidad por los territorios de nidificación; o que se mueven en un espacio de entre 50 y 100 kilómetros cuadrados durante la época reproductiva pero pueden alejarse mucho más en los restantes meses del año.

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Rampas para evitar ahogamientos

El mayor conocimiento sobre la suerte que corre cada individuo facilita la generación de ideas para intentar un descenso en la mortalidad de las águilas coronadas. Por ejemplo, la instalación de rampas de rescate en los llamados tanques australianos. Estas estructuras circulares para almacenamiento de agua que abundan en las zonas rurales de todo el país suelen ser una trampa mortal para las aves. “Solo en La Pampa, donde existen 25 000 de esos tanques, se calcula que se ahogan 250 000 aves al año”, apunta José Sarasola.

“Las coronadas son rapaces de gran tamaño, de alrededor de 1,85 metros de envergadura y algo más de 3 kilos de peso. Mojadas, las alas llegan a duplicar su peso lo que les impide salir del agua, hasta que se agotan y se ahogan”, acota Diego Gallego. Las rampas, muy económicas y sencillas de instalar, constan de una malla de un metro cuadrado de alambre maleable colocado en el borde del tanque. “En un principio las pensamos como posibilidad para que las aves que se cayeran pudieran salir. Sin embargo, lo que hacen es usarlas como una escalera para bajar a tomar agua sin miedo a caerse”, señala Sarasola. Lo concreto es que se ha comprobado que el artilugio reduce en un 50 por ciento la cantidad de ahogamientos.

Evitar que las aves se electrocuten al posarse sobre los postes de electricidad es el otro reto. La tarea está centrada en lograr que las empresas realicen ciertos cambios de diseño en dichas estructuras, tan comunes en las áreas de campo, para impedir que las grandes alas del águila coronada toquen al mismo tiempo dos cables conductores de fases diferentes (aunque si el poste contiene algún elemento metálico que hace descarga a tierra basta con que toque uno solo).

En Mendoza, por ejemplo, la empresa Edeste aceptó reemplazar los pararrayos metálicos de los postes por descargadores de sobretensión que protegen la línea sin descargar a tierra. “Fue un trabajo conjunto del gobierno provincial, la Fundación Caburé-í, Ecoparque y la gente de Edeste sobre 1500 kilómetros de tendido eléctrico. Hemos logrado liberar de esta amenaza a unos 5 millones de hectáreas de monte”, relata Andrés Capdevielle, y anuncia que se intentará repetir la tarea en las otras áreas de distribución de la especie.

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Un área de distribución todavía indefinida

Justamente, determinar con mayor exactitud dónde hay águilas coronadas es el siguiente paso que se plantean los investigadores del CECARA. Hasta el momento, la mayoría de los avistajes y de los nidos monitoreados se encuentran en La Pampa. El resto se reparte entre las cercanas provincias de Mendoza y San Luis, pero ahora existen posibilidades de localizar con exactitud algunas parejas que ocuparían áreas chaqueñas (lo cual daría más sentido a la denominación “oficial” de la especie).

“Si la pandemia lo permite, en junio nos iremos a recorrer el oeste de Santa Fe y el este de Santiago del Estero, en los bajos submeridionales del Gran Chaco”, se entusiasma Diego Gallego, ganador de una beca de la Rufford Foundation que permitirá financiar el proyecto. “La idea es hacer un trabajo desde cero en esa zona, con las charlas en escuelas y con productores y asociaciones rurales para dar a conocer la especie”, comenta el joven biólogo bilbaíno. Después será el tiempo de buscar los nidos, monitorearlos, anillar e instalarles los transmisores a los pichones que pudieran nacer; y también de poner rampas de rescate en los sitios donde sean necesarias.

Aumentar el conocimiento del águila en las zonas donde habita se considera clave para su supervivencia. El trabajo en las escuelas rurales locales persigue esa meta. Foto: Tomás Cuesta.

La misión de salvar al águila del Chaco no será fácil. Su pérdida, sin dudas, sería un golpe muy duro para la biodiversidad en las zonas donde habita. “Es un depredador tope y tiene una función tan importante como el yaguareté o los grandes carnívoros, que si son arrancados de las cadenas alimenticias crean desequilibrios importantes”, analiza Hernán Casañas, director ejecutivo de Aves Argentina.

Un monumento resalta la importancia del Buteogallus coronatus en la plaza principal de la ciudad de Santa Rosa, pero aun así el águila coronada o del Chaco continúa siendo una gran desconocida, incluso para buena parte de la ciencia. La realidad es que casi todas las circunstancias le juegan en contra, pero hasta ahora ha logrado resistir. Por suerte, desde hace 20 años también tiene quien la ayude.

Imagen principal: Como si estuviera posando, un águila mira fijamente la cámara del fotógrafo. La vista es uno de los sentidos más desarrollados de las especies cazadoras. Foto: Tomás Cuesta. 

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