La implementación de la norma legal es motivo de discusiones permanentes y cada sector implicado esgrime sus propios argumentos. Luciano Olivares, subsecretario de Desarrollo Forestal de la provincia del Chaco, asume su rol de voz institucional: “Se nos reclama permanentemente a las provincias, pero no existe el mismo volumen de reclamo para que los legisladores nacionales incluyan dentro de los presupuestos anuales los fondos que según la ley deberían girarse para prevenir y controlar los desmontes (deforestación)”. Los dueños de campos con los que habló Mongabay Latam, por otro lado, cuyos bosques están calificados en zona roja (prohibición total de deforestación) o amarilla (con actividad productiva limitada a ciertas condiciones) denuncian que los fondos que compensen su esfuerzo de conservación nunca llegan.

La Constitución nacional faculta a las provincias a regular las normas nacionales dentro de sus jurisdicciones, lo cual permite que cada cual la haga cumplir a su modo.

“En algún momento había que frenar lo que estaba ocurriendo porque se hicieron muchos desastres, antes pero también después de la sanción de la ley, pero creo que los extremos no son buenos. No se trata de no tocar nada, debe haber alternativas productivas a medio camino”, señala Pablo Poncio, ingeniero agrónomo de La Media Legua, una finca ganadera cercana a Juan José Castelli (Chaco).

 

 

 

Alejandro Aldazábal, secretario de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la provincia de Salta, entiende sin embargo que el fondo del problema es otro: “La gente no tiene conciencia sobre el daño que produce. Si están autorizados se apuran a desmontar por miedo a que después se lo prohiban. Hay que cambiar la forma de pensar, que se entienda el rédito ambiental que brinda conservar los recursos del bosque. Desmontar ‘por las dudas’ no genera trabajo ni producto, no le sirve ni al ambiente ni a nadie”.

El citado informe del Ministerio de Ambiente indica que entre 2010 y 2017 se deforestaron 2,1 millones de hectáreas para destinarlas a la producción agropecuaria. Sin embargo, 1,1 millones de hectáreas fueron abandonadas en el mismo período. “Esto demuestra que el modelo productivo que promueve los desmontes puede ser rentable por un tiempo pero carece de sostenibilidad”, concluye Cabandié.


El Ministerio impulsa cambios ambiciosos: prohibir totalmente la deforestación, modificar el monto y la forma de distribuir los fondos asignados a provincias y particulares para estimular la conservación de los bosques, y reconocer a campesinos y pueblos originarios como destinatarios directos de parte de los mismos. Desde los sectores ambientalistas se cree que es una medida arriesgada. “En 2007, cuando se estaba regulando la ley, se dio el pico de deforestación porque muchos propietarios se adelantaron a deforestar a gran escala”, recuerda Matías Mastrángelo, doctor en Biología por la Universidad de Mar del Plata e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). “Aquello se dio cuando no existía normativa regulatoria. Hoy es distinto: la Ley de Bosques está vigente”, opina el ministro Cabandié.

La labor incesante de topadoras y motosierras ha trastocado completamente el paisaje. Mempo Giardinelli, escritor y conocido periodista chaqueño, lo narra desde su propia experiencia: “Cada vez que voy al Impenetrable [nombre histórico que recibe el monte chaqueño] me desespera cruzarme con los camiones que vienen del interior del bosque cargando rollizos de quebracho y algarrobo. Uno ve monte a los dos costados del camino, pero son líneas de árboles de 80 o 100 metros de ancho. A partir de ahí han limpiado todo”, se lamenta quien desde la Fundación que lleva su nombre apoya las acciones que intentan frenar la devastación.

Donde crecían los espinillos del Chaco seco hoy brotan pasturas megatérmicas resistentes a temperaturas de 50 grados centígrados que alimentan el ganado vacuno. Hacia el sur, donde las condiciones climáticas son menos duras, se extienden inmensos campos de soja o maíz.

Una activa industria forestal agrega su importante cuota de deforestación anual, no siempre dentro de los límites legales. “Ni los aborígenes ni los criollos tienen la fuerza o el poder para resistir la presión y frenar la destrucción. Venden la madera —o la regalan— porque no pueden enfrentarse a los intereses empresariales”, se lamenta Jorge Collet, integrante de la Junta Unida de Misiones, entidad defensora de los derechos de los pueblos originarios.

Ni siquiera el Covid-19 ha logrado disminuir el avance de las topadoras. Desde las anchas pistas abiertas en marzo en el sector formoseño de la finca La Fidelidad, frente al Parque Nacional El Impenetrable, hasta el desmonte de un centenar de hectáreas en un bosque situado en Miraflores (Chaco) en zona amarilla e incluido en el corredor biológico del Chaco seco a finales de septiembre, la deforestación nunca entró en cuarentena.

Gran Chaco argentino deforestación

Desde el 16 de marzo hemos detectado 190 desmontes ilegales, iniciamos 158 expedientes de infracción, hemos impuesto multas, realizado denuncias penales y secuestrado topadoras”, se defiende Luciano Olivares mientras expone los datos de la Subsecretaría de Recursos Naturales de la Provincia del Chaco. Por su parte, Alejandro Aldazábal informa que: “La mayoría de los desmontes que se efectuaron en este período fueron en zona verde, y a los 36 no autorizados que pudimos detectar les iniciamos sumario”. En cambio, en Santiago del Estero las intervenciones contra quienes talaron unas 7500 hectáreas fueron muy limitadas. La más notable fue en julio, y sirvió para detener la deforestación en una finca de 1000 hectáreas en la localidad de Quimilí.

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Los otros enemigos del Gran Chaco

Los agroquímicos completan la “tormenta perfecta”. El vuelo de los aviones fumigadores que esparcen millones de litros/kilos anuales de glifosato y demás agrotóxicos sobre los campos sembrados con semillas transgénicas se convirtió en las últimas décadas en el decorado habitual de la ecorregión. “Su presencia es abrumadora y genera gravísimos problemas ambientales y sociales”, sentencia Giardinelli.

De acuerdo a lo que se desprende de los datos de la FAO, Argentina posee el récord de ser el país del mundo con mayor consumo anual de glifosato por habitante. Las consecuencias son múltiples: contaminación de aguas y suelos, pero también daños en la salud de quienes habitan en torno a los campos fumigados. “La incidencia de cáncer y de lesiones neurológicas en niños de zonas rodeadas por campos de soja es tan alta como indiscutible”, sentencia la doctora María del Carmen Seveso, médico legista y miembro de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados.

El resultado final de la transformación es la alteración de todos los componentes ecosistémicos. Diferentes especialistas avalan el desgaste de los suelos. Un estudio encabezado por el biólogo e ingeniero agrónomo Esteban Jobbágy indica que: “El reemplazo masivo de bosques secos como los del Chaco por cultivos de secano (…) provoca ascensos graduales en el nivel freático y una fuerte movilización de sales disueltas, lo que afecta la fertilidad de los suelos cuando esos niveles y dichas sales alcanzan la superficie”. El profesor Raúl Montenegro, doctor en Biología Evolutiva y Premio Nobel Alternativo en 2004, hace hincapié en la “destrucción de las fábricas naturales de suelo. Los cultivos generan suelos irrelevantes. En cambio, con las semillas que exportamos, se van en los barcos toneladas de nutrientes que no se reponen”. A su vez,  Julieta Rojas, ingeniera agrónoma en la estación Sáenz Peña del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (Chaco), añade: “Un bosque es un reservorio de carbono. Al convertirse en campo de cultivo, se emite a la atmósfera y colabora con el cambio climático”.

Sin embargo, son los seres vivos —plantas, animales y humanos— los que más sufren la transformación del monte en pradera agroganadera. “Nuestro grado de vulnerabilidad ambiental es el más fuerte de toda la historia, va reduciéndose más cada día y resulta imposible medir ni cuantitativa ni cualitativamente la biodiversidad que perdemos, pero la sociedad no lo ve como un tema clave”, se lamenta el profesor Montenegro.

Las especies en diferentes niveles de peligro de extinción se acumulan en la ecorregión. Empezando por el yaguareté o jaguar (Panthera onca), del cual apenas quedarían unos veinte ejemplares, según los cálculos de la doctora Verónica Quiroga, doctora en Biología y posiblemente una de las personas que más conoce al auténtico emblema de la región. La aparición de un macho adulto en el Parque Nacional El Impenetrable en septiembre de 2019 fue celebrado como un gran acontecimiento. Qaramta, como se le ha llamado, quedó anclado al área protegida gracias a la decisión de llevar una hembra desde una reserva a 500 kilómetros de distancia y dejarla como señuelo en un recinto cerrado a la espera de un próximo apareamiento.



Primero con sigilo, luego con un gesto que parece querer cavar un túnel bajo la malla, Qaramta demuestra su deseo de acercarse a la hembra. Crédito: Fundación Rewilding Argentina.

Sin enemigos naturales pero percibido como un peligro ancestral por los pobladores locales, Qaramta recorre el parque y su entorno con el riesgo de ser sorprendido por un disparo de escopetas. Otro problema, en toda la ecorregión, pero especialmente en la Argentina, es la cacería. Hay especies con muy alto valor ecológico, como el yaguareté o el tatú carreta que están siendo diezmadas por este motivo. La caza es una práctica cultural en el Gran Chaco y acecha a casi todos los habitantes del bosque. Osos hormigueros, tapires, pecaríes o tatúes carreta viven expuestos al encuentro casual con quienes los buscan como diversión de fin de semana o, en menor medida, como fuente de alimento. “Cada vez hay más caminos que penetran hacia el interior del bosque”, explica Verónica Quiroga: “Esto es muy bueno para los pobladores locales, pero también facilita el acceso a la gente de las ciudades, y tiene un impacto muy alto sobre la fauna silvestre”.

De todos modos, la principal amenaza de la fauna chaqueña no son las balas sino la fragmentación del hábitat. “El problema principal de todas las áreas protegidas es el aislamiento, sobre todo para los grandes mamíferos, que precisan de mucha superficie territorial para resguardar poblaciones viables y saludables”, resume Verónica Quiroga. Apenas el 4,17 por ciento del Gran Chaco argentino se encuentra bajo algún tipo de protección ambiental; la escasa conectividad entre esos espacios complica aún más su función.

 

 

 

 

La creación de corredores biológicos, un viejo proyecto que durante años solo tuvo presencia en los papeles, comienza a hacerse realidad. En las provincias del Chaco y Santiago del Estero, dos de esos corredores se hallan en fase de ejecución, superando las dificultades para ponerlos en marcha, y solo la pandemia ha retrasado su puesta en funcionamiento. “La mayor parte de las tierras son privadas, pertenecientes a productores ganaderos o a comunidades campesinas o aborígenes”, aclara Paula Soneira, actual subsecretaria de Ambiente y Biodiversidad de Chaco y coordinadora del programa, y agrega: “El cien por ciento del recorrido en la provincia de Chaco atraviesa zonas amarillas y rojas. En Santiago hay porciones rojas, amarillas y algunas amarillas con restricciones”.

“Los corredores son una herramienta magnífica”, sostiene Montenegro. “Hay que mantener la mayor biodiversidad y la mayor conexión posibles, porque es el mecanismo que nos permitirá sobrevivir”, aconseja el profesor cordobés.

En el Gran Chaco argentino su deseo choca permanentemente con la realidad. Los parques nacionales y provinciales también se ven afectados por los frecuentes incendios, como los ocurridos en agosto en los parques nacionales Chaco (donde ardieron 4000 hectáreas de pastizales) y El Impenetrable, que sufrió efectos menos dañinos.

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Los guardianes del bosque se van

La vida cotidiana de las familias que habitan el monte, ya sean campesinos criollos o comunidades aborígenes, sufren en carne propia las consecuencias de una situación acuciante. “Económicamente la gente está mejor gracias a los planes sociales que entrega el Estado. Antes había que moverse a caballo y no había modo de comunicar una urgencia. Hoy todos tenemos moto y celular”, comenta Rogelio Soraire. Claro que también hay carencias: “No tenemos asfalto, es imposible salir cuando llueve, y andamos flojos en temas de salud. En la sala de auxilios de donde vivo no hay un médico permanente”.

Sin embargo, el principal problema continúa siendo la propiedad de la tierra. Pese a las luchas y demandas, un alto número de familias sigue sin poseer títulos que las acredite como dueñas de las parcelas que habitan. “A las empresas que compran terrenos desde los años 90 no les importa saber si alguien vive en ellos. Llegan con los títulos y desalojan a las familias”, sintetiza Matías Mastrángelo.

El resultado es el progresivo abandono del bosque. “Los mayores de 50 años quieren quedarse, pero los más chicos se van casi todos. Algunos vuelven, la mayoría no”, se apena Soraire. “Se han cerrado muchas escuelas rurales. La gente se va, igual que las abejas”, señala Mempo Giardinelli. “Cuanto más se expulse a los campesinos compenetrados con su trabajo con el monte y a las comunidades indígenas más grave se vuelve la situación ambiental”, concluye Raúl Montenegro.

Los interrogantes sobre el futuro del Gran Chaco argentino permanecen abiertos. La situación de la economía nacional genera una apremiante necesidad de divisas y la explotación agroganadera siempre ha sido vista como el modo más rápido de obtenerlas. La creación de un Consejo Agroindustrial formado por las principales cámaras de comercio del sector apunta a reforzar la actividad en cuanto el COVID-19 empiece a ser historia. “Se necesita un adecuado ordenamiento ambiental que defina cuáles son las mejores prácticas productivas para el desarrollo social de cada región”, reflexiona Manuel Jaramillo, director general de la Fundación Vida Silvestre.

Alternativas como la agroecología y la agricultura familiar en torno a los pueblos y ciudades se abren paso con lentitud y sin los fondos necesarios. Lo mismo ocurre con el ecoturismo, otra posible fuente de ingresos para que los habitantes del monte no se vean forzados a emigrar a los suburbios urbanos. “Esto es de largo plazo y la gente quiere cosas rápidas, no se engancha con lo de hacer artesanías o preparar comidas”, confiesa Soraire.

Sin embargo, este tipo de iniciativas para cambiar el modelo de producción agroganadera en el país, son las que apoyan las 108 organizaciones civiles que han firmado el Compromiso Gran Chaco Argentino 2030, puesto en marcha en octubre del año pasado. Este año, lamentablemente, la pandemia frenó sus proyectos y actividades, al contrario de lo ocurrido con los planes para aumentar en el futuro las áreas de cultivo o las cabezas de ganado vacuno y porcino en la región.

 

 

 

 

“Ser realista en materia ambiental es ser pesimista”, dice Giardinelli, “es verdad que la sociedad civil ha ido tomando conciencia, la implicación es creciente y se ven cambios positivos, pero me resulta difícil ilusionarme frente a la barbarie”. Muchos comparten su mirada del vaso medio vacío. Tanto como quienes ven en el activismo de los más jóvenes la posibilidad de revertir la situación. “Hay en la región un movimiento ciudadano muy grande contra la deforestación y por la cuestión climática. No descarto que haya una respuesta social importante”, se esperanza Hernán Giardini, coordinador de la campaña de bosques de Greenpeace Argentina.

En el Gran Chaco la pausa que provocó el coronavirus es mucho más que un paréntesis. Es una bisagra, la calma que precede a una batalla que decidirá su supervivencia como el segundo bosque más importante del continente.

Imagen principal: Un oso hormiguero se deja ver en el Gran Chaco argentino. Foto: Greenpeace Argentina.

Diseño y programación de visualizaciones: Rocío Arias Puga y Daniel Gómez Hernández para Mongabay Latam.

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