Han pasado dos meses desde que el derrame fue reportado y el olor a petróleo aún se deja sentir en la quebrada, allí donde una barrera color naranja trataba de contener semanas atrás el avance de una mancha negra. Las familias entonces trataban de reunir el agua de la lluvia para atender sus necesidades, pues salvo por una entrega inmediatamente después del incidente, Petroperú no les había hecho llegar agua embotellada, aduciendo que no es su política cuando se reporta un daño deliberado al oleoducto. A pesar de la declaración de emergencia sanitaria en el distrito, ninguna entidad del estado llevó agua a Nuevo Progreso.

“Siempre traíamos agua de la quebrada para cocinar y para lavar”, cuenta Yolanda Ukunchan Chayuk, una mujer de 58 años que vive en la comunidad desde antes de la construcción del oleoducto. Hoy confiesa, sin embargo, que no pueden recolectar las plantas comestibles y medicinales que crecen al borde del riachuelo, y que tiene miedo de comer pescado de la zona.

“Siento como si estuviera en una cárcel”, dice. “A pesar de que somos vecinos del oleoducto, no hemos sido atendidos.”

El derrame en Nuevo Progreso del 18 de junio fue uno de los tres registrados en los últimos meses cerca de Saramiriza, y uno de los más recientes en una serie de al menos 20 reportados desde junio de 2014 en el tramo amazónico del oleoducto norperuano, el mismo que transporta petróleo desde el norte de la Amazonía peruana a través de las montañas de los Andes hasta la costa del Pacífico.

La tubería, que tiene más de cuarenta años, forma parte de un conflicto complejo que combina asuntos relacionados con el medio ambiente, la economía y los territorios indígenas. Cada vez que ocurre un derrame, independientemente de la causa, salen a relucir las disparidades extremas entre los millones de dólares en ingresos petroleros bombeados de la región nororiental de Loreto, en las últimas cuatro décadas, y la vulneración de los derechos de las comunidades indígenas en cuyos territorios fue levantada esta industria.

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Las demandas

 

Mientras los habitantes de Nuevo Progreso esperaban la llegada del helicóptero que transportaba a los funcionarios del Estado y representantes de la compañía, Sabino Escalante Suyu, el apu o presidente de la comunidad, enumeraba en una pizarra cada uno de los puntos que debían ser atendidos durante las negociaciones.

La palabra agua encabezaba la lista. Su fuente de suministro ha quedado inutilizable y esto los obliga a caminar al menos 20 minutos, por los senderos del bosque, para llegar al arroyo más próximo y volver a casa con pesados recipientes de agua, una tarea que generalmente recae en las mujeres y niños.

La segunda demanda: comida. Los pobladores que suelen atrapar los peces del arroyo saben que ahora necesitan un reemplazo, pues temen que la base de su dieta esté contaminada.

Los siguientes temas que apuntaba en la pizarra eran atención médica y educación, necesidades básicas que deberían ser atendidas por el Estado sin que exista un derrame de por medio.

Escalante esperaba también que los residentes de Nuevo Progreso fueran contratados para limpiar el petróleo vertido.

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Primeras imágenes del derrame de petróleo en Nuevo Progreso. Foto: Romel Babilonia.

Estas exigencias forman parte de un descontento mayor que viene de años atrás, que alcanza a otras localidades y que persiste. Los derrames de petróleo les ofrecen a las comunidades la oportunidad de estar frente a frente con representantes del gobierno y presentar sus demandas directamente.

La protesta que condujo a la toma de la Estación de Bombeo Nº 5 de Petroperú, entre el 6 y el 20 de julio, arrastraba por lo tanto demandas de 2016, las mismas que plantearon las organizaciones indígenas cuando bloquearon el río Marañón.

Los pedidos de entonces incluían una inspección externa de la tubería deteriorada, el reemplazo de la infraestructura, la remediación tras 40 años de contaminación por petróleo en el Amazonas, una compensación por los daños causados, una ley de monitoreo ambiental y la conformación de una “comisión de la verdad” para investigar los impactos de décadas de operaciones petroleras mal reguladas en comunidades locales.

En los últimos dos años y medio, los líderes indígenas han estado negociando una serie de demandas con el gobierno, entre ellas el desembolso de USD 3 millones para financiar un plan de desarrollo “pospetróleo” en Loreto, y una nueva ley de petróleo y gas que podría distribuir los ingresos de manera más equitativa entre las comunidades locales.

Por eso cuando la reunión programada para el 27 y 28 de junio con altos funcionarios del gobierno no se concretó,  las organizaciones no tardaron en convocar una protesta el 5 de julio que se levantó el 20, cuando el gobierno aceptó emitir un decreto que ordenaba evaluar las necesidades de las comunidades para “cerrar la brecha” en los servicios en Loreto.Los líderes de las Comunidades Indígenas Afectadas por la Actividad Petrolera firmaron un nuevo acuerdo con el gobierno el 6 de agosto.

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La vida en las comunidades

 

El oleoducto fue una maravilla de la ingeniería cuando se construyó en la década del setenta, casi veinte años antes de que Perú comenzara a implementar regulaciones ambientales modernas. Pero se ha deteriorado con el paso del tiempo y las agencias de fiscalización peruanas han denunciado a Petroperú por no mantener adecuadamente esta infraestructura.

Más allá de estos problemas, los millones de dólares generados por la industria petrolera en la región nororiental de Loreto contrastan con el hecho de que se trata de una de las zonas más pobres del Perú.

La mayoría de los habitantes de las comunidades cercanas a las concesiones petroleras y distribuidas a lo largo de la ruta del oleoducto son indígenas. Sus casas de madera con techos de paja o de lata están sostenidas por pilotes, para mantener las tablas del piso por encima del agua durante la temporada de lluvias.

Y aunque el oleoducto que cruza sus tierras transporta petróleo a los generadores de energía, la mayoría de las comunidades carece de electricidad y solo algunas familias cuentan con pequeños generadores que funcionan a gasolina.

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Uchichiangos. Zona de uno de los derrames del Oleoducto Nor Peruano. Foto: OEFA.

Las principales fuentes de agua para beber y cocinar son arroyos, ríos o lagos. Estudios realizados por la Autoridad Nacional de Agua, Dirección General de Salud Ambiental y otras entidades del estado han encontrado que el agua de la mayoría de esas fuentes no es apta para el consumo humano, debido a la presencia en niveles mayores a los permitidos de ciertos minerales o la contaminación por bacterias.

Las protestas en las áreas de explotación de petróleo de Loreto se registran desde principios de la década de 2000, a medida que las organizaciones fueron aprendiendo sobre los riesgos ambientales y de salud, y sobre los derechos indígenas consagrados en la legislación peruana y los tratados internacionales.

Estas protestas además están relacionadas con “la desigualdad que ha primado en la utilización de los beneficios de la explotación de los recursos vinculados al petróleo”, dice Deborah Delgado, profesora de sociología de la Pontificia Universidad Católica del Perú en Lima, que estudia los impactos de los derrames de petróleo en comunidades a lo largo del río Marañón.

Cuando piden una mejor educación y atención médica, junto con trabajos o algún tipo de actividades generadoras de ingresos, los pobladores exigen ser tratados como ciudadanos de pleno derecho, dice Delgado.

Un poblador kukama de Cuninico muestra los estragos del derrame en el ecosistema que lo rodea. Foto: Copyright © Daniel Martínez-Quintanilla.
Un poblador kukama de Cuninico muestra los estragos del derrame en el ecosistema que lo rodea. Foto: Copyright © Daniel Martínez-Quintanilla.

“Uno quiere tener autonomía y servicios básicos”, dice ella. “Es su derecho”.

Los derrames de petróleo han generado una industria local de limpieza de las áreas afectadas que ofrece empleos que pagan mucho más por la mano de obra no calificada que los trabajos que, generalmente, está disponibles en las comunidades indígenas situadas a lo largo de la ruta del oleoducto. Sin embargo esta bonanza es pasajera, pues cuando el trabajo termina los pobladores se quedan con las consecuencias: los daños ambientales, las preocupaciones sobre la salud, la incertidumbre de si los peces son seguros para comer y el conocimiento de que sus fuentes de agua tradicionales, principalmente de agua superficial, no son aptas para el consumo humano.

“Estamos ante una situación muy injusta que afecta a estas personas”, dice Alicia Abanto, quien dirige el área de medio ambiente, servicios públicos y pueblos indígenas en la Oficina de Defensoría del Pueblo del gobierno de Perú. Y agrega que ha habido una “profunda desatención por parte del Estado peruano hacia las comunidades nativas más alejadas del país, que además están en la zona del oleoducto”.

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Lo que arrastran los derrames 

 

En la mañana del 23 de julio, Escalante y los residentes de Nuevo Progreso, junto con representantes de la oficina del fiscal, Petroperú, el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) y el Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (Osinergmin) realizaron una caminata de media hora hasta el sitio de la ruptura del oleoducto.

A los trabajadores les tomó varias horas usar cuatro cabrestantes o winches para sacar la tubería del lodo y remover el sello temporal. Una vez que se limpió la superficie, las marcas de una sierra quedaron expuestas.

 

 

Las sospechas por casos de vandalismo y la avalancha de derrames en 2016 ya habían impulsado a Petroperú a implementar una nueva política de contratación para las labores de limpieza. Los trabajadores de la comunidad afectada, por ejemplo, no pueden ser contratados para evitar crear un incentivo perverso, y Petroperú no proporciona alimentos ni agua, dejando al gobierno cualquier acción al respecto.

Sin embargo, a pesar de que el Poder Ejecutivo decretó un estado de emergencia en cinco localidades en la provincia de Datem del Marañón, las autoridades regionales y locales no entregaron agua a Nuevo Progreso ni a Nueva Jerusalén. Escalante lamenta que toda su comunidad esté siendo castigada por las acciones de vándalos no identificados.

“Nunca hemos causado y nunca causaremos” daños a la propiedad del gobierno, dijo.

Aunque hay pruebas contundentes de que varios derrames se deben al vandalismo, dice Abanto, en la mayoría de los casos los autores no han sido identificados. Sin embargo, los funcionarios tienden a mirar con recelo a la comunidad local, violando el derecho a la presunción de inocencia, dice.

“Estos crímenes no se investigan adecuadamente porque es muy complejo, pero estos crímenes tampoco se evitan”, indica.

Las agencias gubernamentales, precisa, necesitan un plan integral para proteger la infraestructura petrolera y prevenir estos casos.

 

 

El derrame en Nuevo Progreso es uno de los tres registrados cerca de Saramiriza, los cuales a su vez son los últimos de una serie que comenzó en junio de 2014 con una fuga en Cuninico, una comunidad Kukama del bajo Marañón. Precisamente los acontecimientos ocurridos en Cuninico marcaron un punto de inflexión tanto en la visibilidad de los derrames de petróleo a lo largo del oleoducto como en la forma como se manejan en el Perú.

El incidente en Cuninico, según Osinergmin, se produjo por un problema de corrosión en la tubería. Petroperú contrató en ese momento a hombres locales para que se metieran en el agua mezclada con crudo para buscar el punto de ruptura, pero no les proporcionaron equipo de protección.

Las imágenes que difundieron algunos medios de comunicación mostraron a hombres con la ropa empapada en petróleo. También se reportó que al menos uno de los trabajadores era un menor de edad. Esto llevó a la renuncia de la junta directiva de Petroperú, y la compañía se vio en la necesidad de contratar a empresas calificadas para los trabajos de limpieza. Esas compañías a su vez subcontrataron a empresas locales que emplearon, igualmente, a residentes de la zona. El salario diario que se pagó en Cuninico bordeaba los USD 20, muy por encima de los USD 3 a 4 que antes se cobraba por trabajos eventuales de agricultura o de otro tipo.

Día Mundial del Agua: Vista aérea de la Comunidad Nativa de Cuninico en Loreto. Foto: Copyright © Amnistía Internacional.
Vista aérea de la Comunidad Nativa de Cuninico en Loreto. Foto: Copyright © Amnistía Internacional.

Un derrame se reportó unos meses después, en San Pedro, comunidad que limita con Cuninico. Los gerentes de Petroperú dijeron que la tubería había sido cortada deliberadamente, insinuando que los trabajos de limpieza creaban un incentivo perverso para el vandalismo.

Una nueva ronda de derrames empezó en enero de 2016, cuando un movimiento de tierra en una colina cercana al pueblo de Chiriaco causó una ruptura del oleoducto y la filtración de petróleo. Un mes después ocurrió otro derrame en la comunidad Wampis de Mayuriaga, que fue causado por la corrosión o abrasión de la tubería. En los dos casos, el salario para los trabajadores aumentó a cerca de USD 45 diarios. Siguió otro, en la comunidad de Barranca, provocado por un movimiento de la tierra, y luego uno en una quebrada próxima a la ciudad de Nieva causado, según la empresa, por un corte.

A partir de agosto del 2016, hubo una serie de ocho derrames en el primer tramo del oleoducto, en el valle del bajo Río Marañón, que según Petroperú fueron producto de cortes hechos deliberadamente. En un momento, los derrames parecían moverse de una comunidad a otra río arriba y, según Petroperú y Osinergmin, en todos estos casos la tubería fue cortada intencionalmente.

Petroperú presentó denuncias formales ante la fiscalía contra sospechosos “desconocidos”, y esta abrió investigaciones. Algunas de ellas han sido archivadas, mientras que otras permanecen activas.

Una comisión del Congreso de la República establecida para investigar los derrames tampoco logró identificar a los autores, pero en el informe final, emitido en noviembre de 2017, señaló que se requería de una mayor investigación en algunos puntos específicos.

Parte de las acciones de limpieza del derrame era ubicar barras de contención en las salidas de las quebradas para evitar que el crudo entre al río Marañón. Foto: Copyright © Amnistía Internacional – Kat Goicochea.

La comisión descubrió, por ejemplo, que se crearon varias compañías para atender las labores de limpieza, algunas con muy poco capital o experiencia. Algunas de estas empresas facturaron millones de dólares por esos trabajos, especialmente durante 2016.

Según el informe, además, algunas tenían vínculos con el personal de Petroperú. Las conclusiones sugerían la posibilidad de colusión en la contratación, y hasta la existencia de una “organización criminal” que controlaba la adjudicación de los contratos de limpieza dentro de Petroperú. Por eso en las conclusiones se instaba a realizar una mayor investigación.

Según Beatriz Alva Hart, gerente corporativa de gestión social y comunicaciones de Petroperú, planean iniciar una investigación interna.

Esto se suma, según la funcionaria, a las medidas tomadas en 2018 en el valle del bajo río Marañón con el objetivo de frenar “el vandalismo”. No solo se decidió no contratar para el trabajo de limpieza a gente de la misma comunidad donde sucede el derrame, según Alva Hart, sino que también empezaron a pagarle a habitantes locales para patrullar la ruta del oleoducto y mantenerlo libre de vegetación.

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La vida después de un derrame

 

Meses o años después de haber sufrido derrames de petróleo, las comunidades viven con las secuelas ambientales, sociales y económicas. En muchas de ellas todavía hay restos de petróleo en los sedimentos debajo del oleoducto, y si estos se remueven con un palo o cae una lluvia fuerte aparece el brillo característico del crudo.

Los trabajos de limpieza, mientras duran, crean una suerte de bonanza económica local que permite a las familias construir nuevas viviendas o expandir las estructuras existentes. Sin embargo, este escenario genera también una inflación local que se hace evidente cuando los trabajos desaparecen y los precios no vuelven a caer al nivel previo al auge, dice Delgado.

Y entonces las preocupaciones se agudizan. Las personas se preguntan si los peces son seguros para comer y si ellos o sus hijos sufrirán efectos a largo plazo en la salud por los derrames. Además, suman nuevas tareas a su rutina como colocar recipientes para recoger la escorrentía del techo durante las lluvias, aunque esta agua es insuficiente para las necesidades de una familia.

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Cubos que captan agua de lluvia, la única fuente segura de agua para beber y cocinar desde que hubiera un derrame de petróleo en el pueblo indígena Kukama, de Cuninico, en 2014. Foto: © Barbara Fraser.

Cuando sucede un nuevo derrame, como en el caso de Nuevo Progreso, las comunidades a veces no permiten que Petroperú inicie los trabajos de limpieza hasta que se instale una mesa de diálogo. Es una de las pocas formas que tienen las comunidades para sentarse frente a frente con representantes del gobierno para presentar sus necesidades e intentar conseguir servicios u otros beneficios.

Las comunidades y organizaciones ven en las negociaciones, consultas y protestas una oportunidad para presionar por los derechos económicos, sociales y culturales, dice Roger Merino, profesor de política pública de la Universidad del Pacífico en Lima.

“Estas demandas a menudo se enmarcan como ambientales, por razones estratégicas, pero sobre todo están enraizadas en el derecho al territorio y la autodeterminación”, indica.

En una región como Loreto, donde la llegada de las compañías petroleras siguió el camino de una larga historia de abuso de los pueblos indígenas por los barones del caucho, los comerciantes de carne de caza y pieles, los madereros y otros buscadores de fortuna, los disturbios actuales también reflejan un deseo de alejarse de las relaciones económicas que se remontan a la época colonial, dice Delgado.

La legislación más reciente, incluida una ley que exige se consulte a las comunidades indígenas sobre las decisiones del gobierno o los proyectos de desarrollo que las afectan, es un paso para reducir ese legado colonial. Aunque no sean perfectos los procesos, representan un avance, según Delgado.

“Si bien Petroperú tiene una herencia colonial fuerte, puede aprender” de las agencias gubernamentales que, a través de tales procesos, intentan establecer relaciones más equitativas con las comunidades, dice Delgado.

“El Estado puede hacerlo. Puede salir de esta herencia”.

Imagen central: Una mujer camina camino sobre palos para cruza una quebrada en el camino que une las comunidades de Nuevo Progreso y Nueva Jerusalén. Foto: © Barbara Fraser.

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