Las comunidades de la nacionalidad amazónica del Ecuador han ganado juicios con la evidencia que recolectan con GPS y drones, evitando que sus territorios milenarios sean invadidos y mostrando los efectos que en ellos tienen las industrias extractivas.
(Este artículo es una colaboración periodística entre Mongabay Latam y GK de Ecuador)
En los territorios invadidos de la nacionalidad Siekopai, en la provincia de Sucumbíos, el dron comparte el cielo con un águila imperturbable: está muy concentrada en cazar a una de las aves carroñeras de la zona. El dron vuela a más de 300 metros de altura y puede desplazarse hasta 3000 metros en vuelo horizontal. La pequeña nave no tripulada es guiada a control remoto por John Piaguaje, un siekopaia de 26 años. “Nunca he chocado el dron, soy un buen conductor”, dice, mientras ve en la pantalla de un celular el recorrido del aparato con el que recolecta evidencias de la invasión de sus tierras.
Siekopai —también conocida como Secoya o gente de varios colores, por su ropa— es una de las once nacionalidades amazónicas del Ecuador. Viven en las riberas del río Aguarico, en la provincia de Sucumbíos, en el norte limítrofe con el Putumayo colombiano. Los 670 siekopai que hay en el Ecuador hablan aún paicoca y pueblan seis comunidades: Secoya, Seguaya, Bellavista, Guailla, Secoya Eno y San Pablo. Esta última es la sede principal de la nacionalidad. Esas tierras, ancestralmente suyas, están amenazadas por la explotación petrolera y por la incursión en su territorio de gente que se considera colona de tierras baldías, pero que los Siekopai llama invasores.
La historia en 1 minuto. Video: Mongabay Latam.
Sucede desde 2002. La nacionalidad Siekopai tiene casi 40 000 hectáreas a su nombre —39 414,5 exactamente, dice Piaguaje. De estas, 191 han sido invadidas. Humberto Piaguaje, dirigente de Justicia y Derecho de la nacionalidad Siekopai, dice que las primeras invasiones —en las que llegaron 15 familias— estaban lideradas por dos hombres, Pedro Pastuña y Freddy Morocho. Justificaron su intrusión argumentando carencias: “dijeron que no tenían tierras”.
Los Siekopai les mostraron los documentos legales que demostraban que los legítimos dueños eran ellos. En algún momento los indígenas pidieron la asistencia de la policía y los militares para desalojarlos. Dos o tres veces repitieron la evicción. Dos o tres veces regresaron los ‘colonos’. Diecisiete años después, los Siekopai todavía no logran que las invasiones paren. Las 15 familias que llegaron en 2002, crecieron a ser 22, y son los socios de la Asociación Bonanza de Pañayacu. Son, también, los demandados del juicio de invasión iniciado en su contra por la nacionalidad Siekopai, que han recurrido a GPS, cámaras trampa y drones para recolectar evidencia de una verdad para ellos evidente: la tierra es suya desde siempre.
Los monitores aprendieron a manejar los drones y las herramientas en las clases de la Universidad San Francisco en Lago Agrio. Fotografía de José María León para Mongabay Latam.
Algunos de los acusados de invadir las tierras Siekopai vienen de los cantones circundantes como Shushufindi y Cuyabeno; incluso del otro lado de la frontera, desde el Putumayo colombiano. Para los Siekopai son invasores, transgresores; ellos los definen como ‘colonos’. Algunos de los primeros invasores vendieron la tierra engañando a sus compradores. Leonel Piaguaje, presidente de la comunidad de San Pablo e hijo de Humberto, explica que algunos invasores se fueron y vendieron los terrenos a otros diciendo que incluso tenían escrituras. “Vino la perito para hacer la inspección, empezamos a tomar los datos y ahí empezó el juicio”, dice Piaguaje.
Los Siekopai dicen que decidir enjuiciar a los colonos no fue fácil. Piaguaje explica que por cuatro o cinco años no hicieron más que informar a las autoridades lo que pasaba. Pero en 2007, los colonos los demandaron, “dijeron que nosotros los estábamos hostigando por estar en un territorio baldío del que ellos se habían posesionado”, recuerda Piaguaje.
Para no enfrentarse físicamente y evitar una matanza, según Leonel Piaguaje, los siekopai prefirieron una batalla legal. Le pidieron ayuda a Pablo Fajardo, abogado de la Unión de Afectados por Texaco (UDAPT). La corte provincial de Sucumbíos le dio la razón a los Siekopai: el caso en contra de ellos fue desestimado. Fue entonces que los Siekopai los demandaron por posicionamiento de tierras privadas para que las desalojen de una vez por todas. Fajardo explica que el juicio ya ha sido ganado en las dos primeras instancias —la primera en el Juzgado Segundo de lo Civil y lo Mercantil de Shushufindi y la segunda en Unidad Judicial de Sucumbíos. Ahora, el caso está en la Corte Nacional de Justicia. Todavía no han recibido una respuesta del máximo tribunal judicial del Ecuador, pero los Siekopai son optimistas.
John Piaguaje trabaja como monitor seis días al mes, empezó hace dos años y hasta ahora no ha chocado ningún dron. Fotografía de José María León para Mongabay Latam.
Creen que es difícil que la Corte Nacional diga que no es verdad que existe una invasión. Según Fajardo “hay un grupo de personas que de forma ilegal se apropiaron de un terreno que es ancestralmente de dominio indígena”.
La tecnología ha jugado un rol fundamental en esa convicción. Hacer monitoreos de los territorios en las comunidades indígenas de Sucumbíos y Orellana no es nuevo. Pero el uso de herramientas tecnológicas, como drones y GPS, sí. Wilmer Lucitante, de la nacionalidad Cofán del Ecuador, coordina el proyecto de monitoreo ambiental de la Unión de Afectados por Texaco —que incluye, entre varios casos, el de invasión de tierras de los Siekopai. El monitoreo se había hecho durante años con cámaras básicas y desde el suelo. “Faltaban equipos y capacitación técnica”, dice Lucitante. La consiguieron hace tres años y medio, cuando comenzó formalmente el proyecto de monitoreo coordinado con la ayuda de la Universidad San Francisco de Quito y con financiamiento de la organización no gubernamental danesa IBIS.
El plan era usar drones, GPS, teléfonos inteligentes, y programas de manejo de bases de datos para organizar y sistematizar la información obtenida. Uno de los programas que utilizan es Global Forest Watch, un software de detección satelital de deforestación. El sistema facilita el trabajo porque “desde la oficina vemos dónde están las alertas y acudimos hacia allá”, dice Lucitante. Lo que encuentran, lo anotan. Después de registrar las evidencias se hacen informes, un proceso que “es bastante académico porque estamos siendo guiados por la Universidad San Francisco, pero nuestros monitores están capacitados para manejar eso”, explica el coordinador del proyecto.
Hay doce monitores oficiales: cuatro mujeres y ocho hombres de entre 17 y 45 años están trabajando en parejas por sector. Es un grupo intercultural: siekopais, secoyas, cofanes, kichwas, shuar y mestizos colaboran en la vigilancia. Hay muchos otros monitores, no oficiales, a los que llaman defensores o guardaparques. Ellos contribuyen al monitoreo de la deforestación. Son personas que conocen del tema y ayudan mucho a mantenerlos informados sobre la pérdida de bosque.
Pero solo los 12 monitores que están dentro del proyecto se capacitan para el manejo de la tecnología y los programas académicos para llenar los formularios de recolección de datos y también reciben dinero para salir a monitorear. “No podemos cubrirlos a todos porque el proyecto es bastante pequeño”, dice Lucitante. “La idea es que en unos dos o tres años tengamos el doble o triple de monitores ambientales”.
En el juicio por invasión, usar la tecnología les ha permitido ver satelitalmente dónde están los invasores, cuánto y cómo se ha deforestado el área cercana a las cuencas de los ríos, qué tipo de cultivos han sido introducidos ilegalmente, entre otras cosas. El daño causado a los territorios ancestrales de los Siekopai es palpable. “Hay estas imágenes que dicen ‘Mira aquí está su casa, y usted está usando esta parte del bosque para hacer este tipo de cultivo’. No puedes decirme eso no es verdad”, explica Fajardo. La evidencia gráfica obtenida con drones ayuda mucho: sin ellos, la dimensión de la invasión es difícil de ver.
Cuando el caso empezó, no existía el monitoreo tecnológico del territorio. Fajardo le pidió a Donald Moncayo, dirigente de la UDAPT, que lo ayudara a recolectar evidencia. Moncayo tomó coordenadas con el GPS y voló los primeros drones. Gracias a esas herramientas se delimitó el mapa del territorio Siekopai. “Sin esa tecnología no puedes tener un testigo valioso”, explica Moncayo. “Un testigo valioso es una fotografía, es un punto de GPS que te puede determinar o identificar el tipo de daño que existe ahí”, dice.
Las herramientas tecnológicas han reforzado su punto: la invasión es un problema real. Donald Moncayo dice que el GPS es también un testigo a futuro, “si yo no estoy, en ese momento, pueden coger las coordenadas y buscarlo”. La selva cambia, los ríos crecen y se secan, los árboles cambian de colores y eso puede confundir al ojo humano. Pero si la localización está basada en las coordenadas que ya se tiene como evidencia es imposible perderse.
Donald Moncayo, dirigente de la Unión de Afectados por Chevron-Texaco (UDAPT). Fotografía de José María León para Mongabay Latam.
La organización que promueve los derechos indígenas y el cuidado del medio ambiente, Amazon Frontlines, acompaña proyectos de monitoreo en otras partes de la Amazonía ecuatoriana. María Espinosa trabaja para esta organización y dice que, para ellos, la tecnología ha sido útil “en la medida en que nos ha ayudado a registrar riesgos y amenazas que se ciernen sobre los territorios indígenas especialmente derivadas o de proyectos extractivos o de situaciones adyacentes a esos proyectos”. Espinosa menciona como ejemplo la colonización y las implicaciones de que terceros no indígenas ingresen a los territorios. “Evidentemente toda esa información se vuelve útil para fundamentar los recursos legales y al mismo tiempo es una información muy útil para poder mostrar a las autoridades en este caso judiciales tanto los impactos como aquello que se pretende proteger”, opina.
Conocer el rol que juega la evidencia recabada con la tecnología para las investigaciones de los fiscales en casos ambientales en el Ecuador es complicado. En el país no existen fiscalías —ni fiscales— especializados en el tema o que vean únicamente los “delitos contra el ambiente y la naturaleza o Pacha Mama” dentro del Código Penal. Los 17 delitos de este grupo se tratan en tres tipos de fiscalías especializadas distintas: de Personas y Garantías; Delincuencia Organizada, Transnacional e Internacional; y Soluciones Rápidas. Y son los jueces penales quienes terminan tratando los delitos ambientales junto a una variedad delitos de otra naturaleza. En algunos casos incluso son los jueces constitucionales quienes deben ver estos casos, cuando el proceso se abre con el pedido de una acción de protección, como en el caso de los Cofán de Sinangoe. Y esto impide hacer una comparación entre un antes y un después —de la tecnología— en las investigaciones.
Cuando el territorio Siekopai no es invadido por forasteros, es perforado por las petroleras. La selva del norte ecuatoriano está llena de pozos petroleros que salen de la tierra como si fueran alfileres rojos. La zona está atravesada por uno de los dos grandes sistemas de transporte de petróleo de este país: el Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE). El SOTE, una tubería de 26 pulgadas de diámetro, recorre casi 500 kilómetros de la selva a la costa del Ecuador transportando el crudo del 85,71 % de los 28 campos petroleros en producción del país. Lo ha hecho por 47 años, 24 horas al día, 365 días.
En Lago Agrio, donde nace su línea principal, el SOTE es parte del paisaje. En el camino hacia el pequeño cantón de Shushufindi otros tubos transportan, además de crudo, gas y agua. Aunque en algunas zonas los tubos son subterráneos, la mayoría va sobre la superficie.
La nacionalidad Siekopai ha creído siempre en “vivir dignamente, gozar de la naturaleza, gozar de la biodiversidad, disfrutar de las aguas naturales, comidas naturales. Eso es la vida armónica de los pueblos indígenas. La naturaleza necesita del hombre y el hombre de la naturaleza”, dice el dirigente Humberto Piaguaje.
Después de la llegada de las empresas petroleras, hace medio siglo, miles de colonos llegaron a poblar las tierras que, según el Estado y los forasteros, no eran de nadie pero que en realidad le habían pertenecido desde siempre a los pueblos indígenas. La llegada de los colonos cambió la forma en la que vivían los Siekopai. “Ya no hay animales, ya no hay cacería. Bueno, hay peces, pero están contaminados”, explica Humberto Piaguaje.
Desde hace unos años, la amenaza ha crecido. No solo para los siekopai, sino también para waoranis y cofanes: ya no es solo el petróleo y la invasión, sino la palma africana, un monocultivo que está arrasando con la fertilidad de las tierras de Sucumbíos.
Ante las amenazas crecientes, los jóvenes indígenas decidieron organizarse: no podían quedarse inmóviles si a su alrededor se estaban talando bosques y acaparando sus tierras. Recurrieron a la justicia para salvaguardar —y en algunos casos, recuperar— lo que es legítimamente suyo. Y usaron herramientas y programas tecnológicos para recolectar evidencias que refuercen sus argumentos ante la justicia.
En el emblemático y polémico juicio por daños ambientales contra Chevron por lo que hizo su filial Texaco en el norte de la selva ecuatoriana, la tecnología casi no fue utilizada para recabar evidencia. “Las técnicas que usamos ahí eran otras. Hacíamos videos con cámaras que era posible conseguir, pero desde abajo”, recuerda el abogado Fajardo sobre el caso que se litigó entre 2004 y 2005. “Y para ver la contaminación del suelo usábamos otro tipo de herramientas para determinar si el agua o el río o el agua subterránea está o no está contaminada, si había hidrocarburos y cosas así”, dice.
En los últimos cinco años, sin embargo, se han usado imágenes aéreas para comunicar cómo avanza el caso Texaco. Si bien los demandantes, miembros de la UDAPT, lograron una sentencia en el Ecuador por más de 9000 millones de dólares, para la reparación del daño ambiental que incluye la limpieza de los suelos, la instalación de sistemas de agua y la implementación de sistemas de salud para la zona; ocho años después no han podido cobrar el monto de la reparación en ninguna parte del mundo.
Ahora, con la ayuda de drones y GPS, reúnen evidencias para usarlas en los países donde esperan conseguir que se ejecute el pago ordenado en la sentencia. Porque en Ecuador ya se ganó en las tres instancias legales posibles —el juzgado de Lago Agrio, en la sala provincial de Sucumbíos y en la Corte Nacional de Justicia— y en una cuarta, la Constitucional. Ya no hay más recursos posibles que puedan generarse en cortes ecuatorianas, por eso buscarán hacerlo en otros países. ¿En cuáles? Todavía no pueden decirlo, pero tienen confianza en que las evidencias recolectadas en estos documentos ayudarán a resolver finalmente las décadas de lucha contra la empresa petrolera.
También recurren a drones, GPS y cámaras de alta resolución cuando hay derrames o emergencias. “Desde abajo no puedes ver lo que puedes ver desde arriba y si no puedes verlo no sabes”, continúa Fajardo, “pero si tienes un dron puedes graficarlo fácilmente”.
John Piaguaje es uno de los monitores de la comunidad San Pablo, la sede principal de la nacionalidad Siekopai. Fotografía de José María León para Mongabay Latam.
En las comunidades hay derrames de petróleo con frecuencia, hace menos de un mes hubo un derrame que contaminó uno de los afluentes del Río Aguarico y que todavía no ha sido limpiado en su totalidad. Las imágenes obtenidas con el dron y las coordenadas del GPS ayudan a medir el impacto, comprender las implicaciones —la contaminación de cuencas hídricas, por ejemplo, las personas afectadas y más. Donald Moncayo explica que para monitorear el impacto de la extracción petrolera, los drones son indispensables: permiten ver lo que sucede en los campos petroleros, donde no se puede entrar. Por ejemplo, hay mecheros —que queman gas licuado de petróleo— que aparentemente están apagados, pero en realidad están liberando gas a la atmósfera sin ningún control. Eso es imposible observarlo desde abajo, pero con un dron que vuela a más de 300 metros de altura, sí se puede ver.
La adaptación de las comunidades al uso de la tecnología ha sido un proceso que se ha ido construyendo poco a poco, explica Fajardo. Hace pocos años, los drones eran una novedad y el costo era casi inalcanzable. “Incluso muchos los consideraban juguetes, pero poco a poco te das cuenta de cuánto te puede ayudar”, dice el abogado. “Se trata de cuánto se puede aprovechar estas herramientas para mejorar tu trabajo, hacerlo más técnico, y hacer una mejor defensa de los pueblos indígenas, de su territorio y de su cultura”.
Ganarse la vida en la Amazonía es duro. John Piaguaje es uno de los monitores de la comunidad San Pablo. Tiene dos hijos y dos trabajos. La mayor parte del mes trabaja cortando palma. Seis días al mes —o cuando hay emergencias— trabaja de monitor. Admite que le gusta más hacer el monitoreo, por el que gana 20 dólares diarios. Lleva casi dos años siendo monitor y aprendió a usar los drones y otras herramientas en las clases de la Universidad San Francisco en Lago Agrio. La seguridad de la vigilancia remota es algo que los monitores valoran. “Nosotros no somos guardias, no estamos para ir a pelear, somos vigilantes y somos las personas que evidenciamos lo que está pasando”.
El monitor controla el vuelo del dron a través de una aplicación en un teléfono inteligente. Fotografía de José María León para Mongabay Latam.
El monitoreo de una sola zona puede tomar casi todo un día. Pero, a veces, cuando tienen suerte, alcanzan a monitorear dos lugares en un solo día. En casos de emergencia —cuando hay derrames petroleros, por ejemplo— el monitoreo se debe hacer cada semana o cuatro veces al mes, no solo una vez al mes, como se suele hacer. Pero eso ya no está incluido en el presupuesto, por lo que a veces pasan hambre porque no tienen dinero para pagar la comida del día de trabajo, explica John.
A John le toma un tiempo calibrar todos los detalles, pero una vez que el dron se eleva y empieza a volar lo maneja con facilidad. Está muy familiarizado con la zona, pues ha vivido ahí toda su vida. Explica que durante el monitoreo con dron ellos quieren ver de cerca lo que está sucediendo. “Subimos con el dron y se pueden ver todas las partes afectadas que a simple vista no se pueden ver”, indica John Piaguaje.
Los monitores van a talleres de actualización de conocimiento y manejo de los dispositivos cada tres meses. Hace dos años eran cada mes, pero ya que no se tienen los recursos para movilizar a todos los monitores de las dos provincias a Lago Agrio donde son las capacitaciones, ahora son cada trimestre. En estas capacitaciones se aprovecha para resolver todas las dudas que han surgido en ese tiempo, actualizar los conocimientos sobre el manejo de las herramientas y aprender cosas nuevas que podrían hacer más fácil el monitoreo ambiental.
Wilmer Lucitante, coordinador el proyecto de monitoreo ambiental de la Unión de Afectados por Texaco, dice que es frecuente que los monitores salgan al campo más de una vez al mes. “Al menos dos hasta tres, por las emergencias de los derrames petroleros”, dice. En esos casos la coordinación del proyecto debe buscar cómo financiar esas salidas. “Nos llaman casi cada semana por lo menos una o dos veces para apoyar con monitoreo porque algo está pasando. Y si realmente no pueden salir ellos hasta donde ocurrió, ahí nos toca salir a nosotros desde acá. Muchas veces ha pasado eso”, dice Lucitante.
En un mundo ideal, habría monitoreos dos veces por semana en cada zona y habría dos monitores en cada una de las 164 comunidades. Pero actualmente solo hay 12 monitores para dos de las provincias más grandes del Ecuador, Sucumbíos y Orellana.
Además de duplicar o triplicar el número de monitores en los próximos tres años, quienes coordinan el monitoreo quieren profundizar en el aprendizaje de nuevos conocimientos. Hasta el momento recogen evidencias y hacen los informes, pero todavía están trabajando en qué hacer con esas evidencias. Mientras tanto, la envían a la Universidad San Francisco de Quito para seguimiento.
En la UDAPT siguen buscando fuentes de financiamiento y que el monitoreo ambiental sea más comunitario. Actualmente es más técnico y académico, dicen, pero necesitan que las comunidades participen. “Y que ellos mismos vean cuándo y cómo lo van a hacer”, dice Wilmer Lucitante. “Que no se sienta que el monitoreo lo realiza la UDAPT, sino que es la comunidad quien lo realiza”.
Las herramientas tecnológicas serán usadas en varios casos en el futuro. Pablo Fajardo dice que están preparando acciones legales contra el Estado por la existencia más de 430 mecheros en la zona. Los mecheros son tubos de varios metros de alto que queman, veinticuatro horas al día y siete días a la semana, gas licuado de petróleo. Las altas temperaturas y el petróleo que se mezcla con el gas durante la quema —y se derrama en los alrededores como lluvia— han causado que los alrededores de los mecheros sean un cementerio de cientos de especies de insectos. Donald Moncayo —de la UDAPT— teme que los mecheros estén emanando contaminantes tóxicos a la atmósfera
Los mecheros son tubos de varios metros de alto que queman gas licuado de petróleo veinticuatro horas al día y siete días a la semana. Fotografía de José María León para Mongabay.
Hay otro posible juicio contra una empresa que incinera residuos tóxicos. “Enviamos el dron cada mes para ver si hay una alteración en el ecosistema”, dice Fajardo. “No podemos entrar por tierra porque es prohibido, pero el dron sí”. Están esperando que la empresa decida si el caso se resuelve en una mediación, o si van a juicio. Mientras tanto, siguen capacitándose en el uso de drones, cámaras trampa y otras herramientas tecnológicas para ver lo que escapa al ojo humano, pero no al anteojo de la tecnología.
*Imagen central: Una vez que el dron se eleva y empieza a volar, John Piaguaje lo maneja con facilidad. Fotografía de José María León para Mongabay Latam.
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