- Desde 2020, más de 40 mujeres kichwas se organizaron para defender su territorio y expulsar a la minería en la Amazonía ecuatoriana, así nació Yuturi Warmi, la primera guardia indígena liderada por mujeres en la región.
- María José Andrade Cerda, una de las lideresas de Yuturi Warmi, explica que las mujeres indígenas han tenido una visión más integral de la defensa del territorio, pues sus ejes de trabajo no sólo incluyen la vigilancia física de la tierra, sino también aspectos como la cultura, la ancestralidad, la lengua, la educación y la salud.
Las hormigas yuturi son pacíficas hasta que su territorio se ve amenazado. La especie, también conocida como “conga”, es considerada una guerrera por la cultura indígena kichwa, pues se sabe que no permiten que nadie entre a su casa sin permiso. Lo mismo sucedió con las mujeres de Serena, comunidad indígena ubicada a orillas del río Jatunyacu, en el Alto Río Napo, en la Amazonía ecuatoriana.
Su intención era estar juntas para trabajar y generar ingresos económicos para sus familias a través de las artesanías, pero cuando su territorio fue amenazado por la minería, salieron a defenderlo. Hoy son la primera guardia indígena liderada por mujeres kichwas en Ecuador, con más de 40 integrantes organizadas contra toda forma de intromisión en su territorio, la contaminación de sus ríos y la destrucción de la selva.
Se llaman Yuturi Warmi: mujeres conga-hormigas. “Nosotras estamos organizándonos en contra del ataque sistemático que estamos viviendo con la minería ilegal, porque todas las formas de minería en la provincia de Napo, dentro de nuestro territorio, son ilegales”, asegura María José Andrade Cerda.
Majo, como también la llaman, tiene 28 años y es una de las lideresas más jóvenes de Yuturi Warmi. Mongabay Latam conversó con ella sobre sus formas de organizarse, los retos que enfrentan como mujeres y su visión sobre la defensa del territorio.
—¿Qué ha cambiado en la vida y el territorio de Serena a partir de la llegada de las mineras?
—Desde que llegaron las mineras, hemos perdido la paz. Hemos perdido la noción de estar tranquilos en el territorio. Ahora estamos en constante vigilancia de que los mineros, los operarios y los agentes de la empresa minera no lleguen y traten de conversar con el presidente, con las familias o con otros dirigentes. Además, hay una especie de desconexión con las otras comunidades: se nos ve mal porque nosotras estamos defendiendo el territorio y no queremos minería, cuando otras unidades dentro del margen del río Jatunyacu ya han sucumbido a las mineras. La conexión, la solidaridad entre pueblos, se ha perdido. Eso es lo que nos duele.
La vida, como tal, ha cambiado. Hemos estado siempre vigilantes, viendo nuestras espaldas; hay mayores intereses en nuestra comunidad y en nuestro territorio ancestral, porque representa un foco de resistencia.
En cuanto al territorio, entendiéndolo en el aspecto físico, no ha habido mucho cambio. Sin embargo, lo que he podido escuchar, desde las comunidades río abajo, es que los supays —los espíritus de la selva— están moviéndose, no están tranquilos. A Atacapi, que es la boa de siete cabezas, se le ha visto por ahí, en la comunidad de Shandia, cuando no subía tanto. Las comunidades dicen que las boas grandes están subiendo, porque la profundidad del río no es la que necesitan. Decimos que las boas suben porque el agua está caliente, porque se siente diferente por las operaciones mineras, por todo lo que desfogan, por la contaminación. Todo eso altera también la forma de vida de los espíritus del agua. Eso nos afecta en nuestra manera de sentirnos en el territorio.
Más abajo, en el río, también podemos ver cambios de color en el agua. Los niños y todos los que utilizamos el agua y nos bañamos en el río sentimos esa diferencia, no se siente igual. Es una cuestión que nosotros, como pueblo que ha vivido cerca del río, sabemos e interpretamos. Cuando hay contaminación, nosotros sentimos, no solo en nuestro aspecto físico, en la piel, sino de una manera espiritual.
—¿Cómo iniciaste en la defensa del territorio? ¿La llegada de la minería te llevó a dedicar una parte de tu vida a esto?
—Yo me hubiera dedicado, la verdad, a hacer cualquier otra cosa. He sido una de las pocas que he salido a estudiar afuera. Aunque siempre he estado involucrada en estos temas, yo pensé que en mi territorio jamás iba a suceder: como somos olvidados, como estamos lejos y abandonados, creemos que no seremos tocados por ninguna industria extractiva o por los deseos capitalistas del Estado y de las empresas.
Sin embargo, en febrero del 2020, nuestro territorio —la cuenca del río Jatunyacu, en el Alto Río Napo— había sido concesionado a una empresa minera. Eso me impactó un montón, porque yo tenía que decidir si seguía la carrera profesional que llevaba —en relaciones internacionales e inclinada hacia los negocios— o volver a mi territorio sin trabajo, sin nada, a defender mi tierra y mi casa. ¿Cuál fue la opción? Ya no tenía más, solamente regresar a mi comunidad.
—¿A partir de ese momento nace la guardia indígena liderada por mujeres? ¿Cómo empezaron a organizarse?
—En 2016 empezamos, con otro joven de la comunidad, a pensar que había que generar una fuente de empoderamiento para las mujeres en la Amazonía. Leo Cerda empieza con el proyecto Hakhu, que es el bordado de artesanías y su venta en plataformas en línea. Las mujeres nos reuníamos muy seguido: un taller por aquí, para recordar cómo se tejía antes; otro taller por acá, para conversar sobre los diseños; otro taller por allá, para juntar todas las piezas que se habían diseñado. Empezamos con un grupo de siete o nueve mujeres, luego empezó a expandirse un poquito más. Ahora mismo, la Asociación de Artesanas son 14.
Yo decía que era un grupo muy empoderado, porque tenía independencia económica, pero independencia en el pensamiento también. Teníamos la facilidad de generar recursos, fuentes económicas para el hogar y de no depender de que los hombres vayan a hacer minería o que estemos a sol y sombra sacando plátano, yuca y los demás productos de la zona. Sino que, en un día —bien sentadas— terminamos un collar, unos aretes y los vendemos por el mismo precio que nos sale trabajar todo un día esforzándonos tanto. Eso empezó a generar un cambio en las mentes de las mujeres. Decíamos: “¿para qué ir a la minería, para qué ir a compañías petroleras, si nosotras mismas tenemos las fuentes económicas?”.
Cuando se notificó esto [la concesión minera en el territorio, en 2020], se estaba haciendo un taller audiovisual con jóvenes de la Amazonía del Ecuador. Estos jóvenes, junto con las mujeres, salieron a marchar, a decir: “¿Cómo es posible que, después de tanto tiempo de olvido, ahora quieran venir a meterse en nuestros territorios a hacer minería? No vamos a permitir nada de esto”. Fueron las mujeres las que sembraron la semilla.
Después de eso, las demás mujeres de la comunidad y zonas cercanas dijeron que tampoco lo podían permitir: “Estamos con ustedes, compañeras, hermanas”, decían. Y empezaron a juntarse. Ahora somos alrededor de 30 mujeres activas permanentemente, pero con nuestras hermanas y compañeras que están dentro y fuera del territorio, somos más de 40. Lo bonito de esto, es que ahora también los hombres se suman a nosotras. Ha sido una batalla muy, muy difícil para romper todavía esa idea machista de que estamos un poco locas, pero ahora el apoyo, en verdad, es de corazón. Saben que estamos protegiendo el territorio, no solo para nosotras, sino para todos.
—¿Qué hace diferente a Yuturi Warmi de otras guardias indígenas para la defensa del territorio y la naturaleza? ¿Cómo es su forma de trabajar?
—Cuando nosotras nos declaramos como guardia indígena, hubo un poco de escepticismo, porque nos decían que las mujeres no podemos hacer guardianía. La guardia indígena en Ecuador y, sobre todo, en Sudamérica, se ha visto como una figura de hombres que salen armados. Lo que nosotras hicimos fue una retrospectiva de lo que pensábamos que tiene que ser una guardia. Si los hombres no iban a hacer lo que deberían de haber hecho —reunirse, organizarse y expulsar a las mineras—, pues nosotras sí lo íbamos a hacer.
Lo diferente es que vemos con mucha más amplitud y tratamos de enfocarnos en muchas de las pequeñas cosas que también son importantes para la defensa del territorio. Tenemos seis ejes de trabajo. El primero es la guardianía y defensa territorial. Segundo, nuestro enfoque de artesanías, porque de ahí nacimos, de ahí somos. Tercero, el factor de educación, porque también estamos promoviendo que los chicos y las mujeres de la comunidad se eduquen en el ámbito intercultural y bilingüe. Cuarto, que no se pierda la medicina ancestral; como nosotras empezamos nuestra lucha en pandemia, esa medicina fue nuestra salvadora. Quinto, queremos enfocarnos en hacer un turismo diferente, un turismo de resistencia, donde se note cuáles son los impactos del mal llamado “desarrollo ecoturístico”, cuando no se toma en cuenta a las comunidades indígenas. Y el último es, en general, la cultura, la tradición y toda la ancestralidad que tenemos como pueblo kichwa.
Abarcamos todo esto. Fue un poco difícil tratar de separarlo, porque si no tenemos estos enfoques, no podemos hacer la defensa territorial. Si se pierde nuestra lengua, si se pierden nuestras prácticas ancestrales, no vamos a tener ninguna guardia indígena, no vamos a tener un territorio en armonía. Todo esto es importante para ser conscientes de que no solo un aspecto tiene que ser subsanado para proteger el territorio. Sí es importante lo físico, porque queremos expulsar a las mineras de nuestro territorio, pero también internamente, con lo que nos representa como espíritu, nuestra cultura y nuestra razón de ser.
—¿Consideras que hubo machismo en torno a la guardia de mujeres? ¿A qué retos se han enfrentado?
—Es tanto el escepticismo, pero es por la estructura patriarcal de nuestra sociedad. Así sean indígenas o no. Al principio del proyecto, los hombres nos botaban las muyus [semillas] que usábamos para las artesanías y nos escondían las agujas para tejer. Nos decían: “Esto no vale, mejor anda a la chacra a trabajar”. Una vez que se dieron cuenta de que la alternativa económica generaba en serio, ellos mismos ayudaron a recoger y separar las semillas para hacer las artesanías. Empezó a haber una aceptación paulatina, pero fue una aceptación de corazón, porque se ve el cambio.
A diferencia, en la ciudad, también hay estructuras organizativas indígenas que nos decían: “Estas mujeres locas; nada más estarán un rato apoyando, pero luego se han de olvidar”. Eso era lo que escuchábamos: “Ellas estarán un ratito gritando, pero se tienen que regresar a las chacras, a cocinar o a cuidar a sus hijos y sus maridos, porque las van a engañar”. Las mujeres decían que no importa. Lo que hagan los maridos es su responsabilidad, pero nosotras necesitamos conservar el territorio para nuestros hijos y nuestros nietos. Eso nos motivó a seguir.
Estábamos unidas todas. Salíamos a las marchas, a protestar y a apoyar a nuestras compañeras mujeres que también estaban siendo víctimas de violencia política en la ciudad. Empezó a haber un reconocimiento de nosotras, porque éramos fuertes, empezamos a salir incluso a ciudades cercanas, a marchar en solidaridad con nuestras hermanas sáparas. Siempre dando protección y un apoyo sororo —que es una palabra que recién se está entendiendo acá—, entre hermanas que se necesitan. Si ellas pierden la lucha, nosotras también. Si nosotras perdemos la nuestra, ellas también se van a sentir más vulnerables.
—¿Cómo funciona la estructura organizativa de Yuturi Warmi? ¿Qué actividades realizan?
—Es un poco como la estructura que hemos adoptado de las demás organizaciones indígenas, pero tenemos a nuestra presidenta. Ella es una mujer muy fuerte: se llama Elsa Cerda. Decimos que es nuestra comandanta, porque es la líder de todo el grupo y es quien está al frente de toda esta lucha. Somos una guardia un poco distinta a las tradicionales, porque somos también una asociación.
Dentro de Yuturi Warmi no solo nos dedicamos a la defensa territorial de manera física, haciendo recorridos por el territorio y haciendo tácticas de protección. Sí lo hacemos, pero también tenemos otra visión, porque somos mujeres, porque somos madres e hijas. Sentimos y nos organizamos de maneras distintas a las que lo hacen los hombres. Nosotras no nos quedamos ahí nada más, sino que hacemos también reuniones para compartir, hacemos reencuentros para recordar cómo se hacían tradicionalmente los platos y los vasos kichwas, con barro y no con productos de otro lado. Para ello, tenemos una secretaria y también una tesorera que administra los fondos con los que cualquier organización se maneja. Tenemos esas estructuras. Yo, por mi parte, soy la coordinadora de todas las actividades que están haciéndose dentro y fuera del territorio.
—Como guardia de mujeres, ¿qué han logrado frente al tema minero en su territorio?
—Yuturi Warmi sabe que la lucha antiminera es una lucha colectiva, que no se logra solo dentro de la comunidad, con la organización de las mujeres, sino también con un trabajo en conjunto con las organizaciones indígenas a las cuales pertenecemos —en este caso, FOIN (Federación de Organizaciones Indígenas del Napo)— y también con los colectivos de las ciudades que han estado muy atentos y activos con todo lo que se hace.
En conjunto hemos logrado, al menos, dos hitos importantes. El 14 de febrero del 2022, se hizo un operativo para quitar e incautar la maquinaria que estaba en el sector de Yutzupino. Fueron más de 150 máquinas retroexcavadoras que se sacaron y también se logró que salieran los mineros del sector. Otro hito importante es que la corte provincial, cuando interpusimos una demanda colectiva, dictó una sentencia parcialmente favorable, donde reconoce la vulneración de los derechos de la naturaleza. Sin embargo, fue una pérdida cuando no se reconocieron los derechos de los pueblos indígenas. Pero dentro de esta misma sentencia parcialmente aprobada, recientemente se logró también que la Corte dictamine que se tiene que cumplir la restauración y reparación del sector dañado. Sin embargo, eso no ha ocurrido. Lo único que logramos a través de la sentencia es que se destituyó a los ministros competentes que no hicieron todo el proceso de restauración.
Estamos en búsqueda de la expulsión. Es constante, es a diario. Los mineros ilegales —que todos lo son—, pero los que están operando actualmente, están ahí siempre y hemos estado divulgando a través de redes sociales, enviando informes a las autoridades para que los saquen. Es un proceso conseguir la expulsión total de las mineras, es un proceso que se da de a poco, día a día.
—¿Han encontrado escucha en el Estado ecuatoriano?
—La única manera directa con la que hemos encontrado una respuesta del Estado ha sido en las Cortes. Esa es la única respuesta que nos han dado. Nos han dicho que ellos no están haciendo minería, que es culpa de los mineros ilegales, pero nada más se han excusado. La relación que hemos mantenido con el gobierno ha sido muy tensa. Primero, porque las autoridades que representan al Estado, en este caso, quienes están legislando, son los asambleístas. Ellos también se han visto envueltos en escándalos de corrupción. Cuando se incautaron las máquinas, se dio a conocer que muchas de las autoridades locales, como alcaldes, poseían maquinaria dentro de los sitios de minería ilegal. La relación es muy tensa con los asambleístas, también se les ha relacionado con redes de concesiones mineras que han sido aprobadas de manera irregular. A los pueblos indígenas jamás nos consultaron.
—¿Qué aprendizajes te ha dejado el trabajo en colectividad?
—Lo que siempre llevo en la mente es lo que mi abuela me enseñó. Lo ratifico en el día a día con mis hermanas: todo lo que hacemos, todo lo que somos y lo que seremos es por la comunidad y por el territorio de donde venimos.
Cuando se habla en espacios internacionales, no es solo mi voz, como Majo Andrade, sino la voz de las niñas que están en la comunidad, de las jóvenes que me están brindando su apoyo, de las madres y abuelas que me dieron su sabiduría y también de las ancestras, de los ancestros, que confían en que sigamos defendiendo el territorio que ellos dejaron como herencia para nosotros. Ellos querían que viviéramos ahí, ellos vieron en su futuro que creceríamos ahí. Todas esas voces, toda esa fuerza que nosotros sentimos —su fuerza—, siempre nos acompaña.
—¿Qué relación hay entre las integrantes más jóvenes y las mayores en la guardia?
—En 2021, falleció una de las abuelitas más fuertes de la asociación. Hasta ahora, nos acordamos de ella y nunca la vamos a olvidar. Ella puso la vara muy alta para nosotras. Nos enseñó que tenemos que estar listas con nuestra lanza, muy cerca de nosotras, además de la shigra [bolsa tejida] y una cuya [cuenco] para salir a donde sea. Cuando falleció, fue un golpe muy duro porque nos sentíamos devastadas, porque era un pilar para nosotras. Sin embargo, sentíamos que ella estaba ahí, en todo momento: en las marchas, en los gritos y en los cantos de lucha y de resistencia que le enseñó a su hija. La abuelita se llamaba Rita Tapuy.
Nosotras creemos mucho en nuestras abuelitas. Serena se fundó con cuatro grandes familias y por eso todos somos muy primos, muy hermanos. Todos somos una familia. Actualmente, nuestras abuelitas son muy pocas: tenemos tres sabias que todavía están con vida en la comunidad. Las respetamos mucho, las escuchamos, siempre estamos atentas a ellas. Sobre todo, porque son las que están guardando el lenguaje —dos de ellas no quieren hablar español y solo hablan kichwa— y, aunque mi propia abuela falleció hace ya varios años, lo que nos enseñan todas de ellas es que tenemos que respetar a nuestros abuelos y quererlos a todos como si fueran propios.
La relación que hemos tenido entre todas ha sido de apoyo, de comunicación, de poder hablar. Nos alentamos mutuamente. Las mujeres jóvenes entendemos que gracias a toda la sabiduría que tienen nuestras ancestras, nuestras abuelas, podemos seguir compartiendo. Estamos muy interesadas en aprender las prácticas y tradiciones ancestrales. Nosotras nos sentimos orgullosas de pertenecer a nuestro pueblo, de decirles a nuestras madres que ya no tengan vergüenza, que no nos escondamos por el hecho de ser indígenas. Ha sido un ejercicio de apoyo y también considerando todas las situaciones que pasamos en el hogar. Para nosotras, esa conexión, esa remembranza de que tenemos que estar unidas, surge de esa necesidad de estar en conjunto: jóvenes, niñas, madres, abuelas.
—¿Qué aprendizaje colectivo ha quedado para las mujeres con esta forma de organizarse?
—La esperanza y la resistencia. Nos vemos y no nos reconocemos en comparación a cómo éramos hace tres años. Antes, jamás hubiéramos salido a hablar en público, a enfrentarnos a los políticos corruptos, a los jueces que nos ven solo como gente loca y que pensaban que no valía nuestro conocimiento tradicional. Tenemos la esperanza de que vamos a seguir resistiendo, porque vamos a seguir teniendo hijos, porque vamos a seguir viviendo en nuestro territorio, porque nos vamos a negar a que nos erradiquen de a poco. Eso es lo que nos queda. Todo sea por nuestras futuras generaciones. El hecho de que nos sigan vulnerando, no nos va a quitar las ganas de seguir viviendo.
—Has estado en encuentros nacionales e internacionales, ¿qué utilidad tiene salir del territorio y llevar un mensaje al exterior de las comunidades, frente a los tomadores de decisiones?
—El valor está en poder compartir con mi comunidad, porque es un proceso de reciprocidad. Yo voy a los encuentros sabiendo que mi familia y que todas las mujeres me respaldan, que no estoy hablando solo por mí, si no por todas nosotras. Y quizás no solo de la comunidad, sino también de otras hermanas y de las alianzas que hemos ido encontrando en el camino.
A la vez, los espacios internacionales son para ver si tocamos puertas, tocamos corazones y, lo que estamos diciendo, es que estamos trabajando internamente, localmente, para que este mundo escuche el verdadero sentido de la vida. El valor que queda, para mí, es seguir replicando las voces de las mujeres que quizás no tuvieron oportunidades como yo las tuve, pero que siguen teniendo el respaldo de todo un pueblo, de toda una comunidad, porque así somos. No todas vamos a poder salir siempre, pero el valor está en cómo coordinamos, cómo devolvemos, cómo nos sentimos en comunidad.
Ahora se está prestando mucha atención a lo que estamos haciendo los pueblos indígenas y quizás nos van a decir que sí nos están tomando en cuenta, pero no es sólo eso. Nos han abierto muchos espacios nacionales e internacionales, pero sigue habiendo este sesgo de decir: “Ustedes no son capaces de generar alternativas por ustedes mismos, alguien siempre tiene que apoyar sus proyectos”. Hay esta figura de “vigilante” o de “observador”, porque no nos dejan a nosotros, como pueblos, seguir gestionando nuestras propias cuestiones.
Ahí es donde me enojo, porque invalidan todo un proceso, toda una cuestión que tiene que ver desde hace dos o tres generaciones. Mis abuelos se partieron trabajando, caminando miles de kilómetros para que sus hijos tuvieran como estudiar, igual que mis padres. Ahora que nosotros, unos pocos jóvenes indígenas, logramos tener nuestros títulos universitarios, nos dicen: “Les vamos a poner un técnico, porque ustedes no pueden administrar”. Eso es muy injusto contra una lucha histórica que hemos emprendido.
Somos muy pocos los jóvenes indígenas que también hablamos una lengua dominante, como español o inglés, en nuestros casos. Yo no aprendí la lengua porque tengo padres que hablan inglés, pero tuve que aprenderla a fuerzas en la universidad. Ha sido una de las plataformas con las que nos estamos haciendo conocer, estamos alzando nuestras voces, porque no queremos que haya terceros hablando por nosotros.
—Para ti, ¿qué significa la palabra “territorio”?
—Territorio, para mí, es la vida misma. No es tanto lo físico que representa el territorio, sino también lo espiritual, la compañía, la gente y el estado de ánimo en el que me encuentro. Cuando estoy en mi territorio, me siento en mi espacio seguro. Territorio es lo que soy yo: mi cuerpo y mi ancestralidad. Mi territorio siempre va conmigo cuando estoy fuera. Lo que yo comí de niña, se ve reflejado en lo que soy ahora. Territorio es no olvidarme de todo lo que soy, de todo lo aprendido, sin importar dónde esté. El territorio puede ser entendido como lo físico pero, para mí, es lo que llevo encima: la vida.
*Imagen principal: Integrantes de Yuturi Warmi, originarias de la comunidad de Serena, en la Amazonía ecuatoriana. Foto: Archivo Yuturi Warmi.
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