- Charles Brewer Carías completó su primera expedición al sur de Venezuela en 1961, cuando se adentró al alto Erebato a estudiar a la etnia Yekuana.
- Desde ese primer viaje no ha perdido el contacto con la región más biodiversa de Venezuela y el resultado de más de 240 viajes es considerado un legado ambiental para el país.
- Ha publicado 21 libros y trabajado con más de 250 científicos renombrados alrededor del mundo.
- Unas 29 especies de plantas y animales y un género de bromelias (Brewcaria) llevan su nombre.
“Yo no soy un aventurero, soy un explorador”, corrige gentilmente Charles Brewer Carías cuando se le pregunta sobre la aventura más determinante de esa bitácora ininterrumpida en la que se ha tornado su vida, la misma que lo convirtió en uno de los naturalistas más constantes y controversiales de la Venezuela contemporánea.
Piensa unos instantes, pero le cuesta seleccionar una sola experiencia de un catálogo con más de 240 expediciones efectivas a lo largo de 72 años.
Brewer Carías nació en Caracas el 10 de septiembre de 1938, ha sido odontólogo, ministro, padre y So’to (hombre, en lengua Yekuana) a la vez. A sus 87 años sigue activo, investigando y escribiendo, principalmente desde su casa, pero también llevando su mensaje a través de conferencias y simposios a los que lo invitan como participante estelar.
En la vida de Brewer Carías no hay una única experiencia determinante para escoger sino un mosaico de andanzas irrepetibles para mostrar. Su obra no es un trending topic sino un legado inmortalizado en la vigencia.
Brewer Carías opina sobre el sur de Venezuela. No es la primera vez. Lo hizo en 1990, cuando el presidente Carlos Andrés Pérez le solicitó asesoría expresa sobre la situación del pueblo Yanomami del Alto Orinoco y la cuenca del Casiquiare, a lo que Brewer Carías respondió proponiendo la creación de la primera Reserva de Biósfera de Venezuela ante la Unesco: la Reserva de Biósfera Alto Orinoco-Casiquiare, que se haría realidad un año después.
Brewer Carías conocía como pocos a la etnia Yanomami y su entorno. En 1968 dio inicio a un programa de investigación en toda la región del Alto Orinoco y el Brazo Casiquiare, especialmente alrededor del río Siapa. Este programa fue apoyado por el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) y la Universidad de Michigan. El objetivo era diagnosticar la genética de la etnia ancestral Yanomami a partir del estudio de sus dentaduras. El estudio significó un gran aporte etnográfico y antropológico para el país.

Los devenires de una vida dedicada a la exploración por los lugares más remotos de Venezuela hicieron de Brewer Carías una referencia obligatoria para muchos de los temas ambientales del país, especialmente en la Amazonia, la Guayana venezolana y de Canaima, uno de los parques nacionales del país, donde se encuentra el Macizo Chimantá, por ejemplo, salvaguarda el sistema de cuevas de cuarcita más grande del mundo.
Aquellas cuevas fueron exploradas y documentadas por primera vez el 29 de marzo de 2004. Pero en Canaima también está el Aprada-tepui, lugar muy rico en cuanto a especies endémicas (que no están en ningún otro lugar del mundo), como la rana Anomaloglossus breweri, y en cuanto a relictos arqueológicos, los pictogramas ancestrales descubiertos en la base de dicho tepuy en 2006.
¿Qué tienen en común las cuevas del Chimantá, la rana rarísima del Aprada y los pictogramas de su base? Todos fueron documentados por primera vez por Brewer Carías.


“En 1960, cuando me adentré en las selvas de la cuenca alta del río Caura, allá donde nace el río Erebato, entre los estados Bolívar y Amazonas, yo era un muchacho muy estudiado que creía saber muchas cosas”, afirma en diálogo con Mongabay Latam. “Me había titulado de odontólogo en la Universidad Central de Venezuela y había tenido un paso importante por las carreras de Biología y Letras, en la misma casa de estudios. Mi expedición tenía como finalidad integrarme en la etnia de los Makiritare (Yekuana). Navegué durante un mes hasta llegar al poblado ancestral y, al tener el primer contacto, decidí quedarme a vivir con ellos. Me vestí igual que ellos. O me desvestí, mejor dicho”.

Rápidamente, conoció una cultura muy distinta a la que imaginaba antes de llegar a ese lugar. “Lo que encontré fue una comunidad Caribe, cuya lengua tenía una cantidad de vocales que no existen en el castellano. Empecé a vivir entre ellos, como uno más, y aprendí la lengua escuchándola, pues ésta no se puede escribir. Me costó, pero ese fue el menor de los inconvenientes que tuve”, asegura.
“No pasó mucho tiempo hasta que percibí una especie de carga inversa entre los mayores de esa tribu. Lo interpreté como un acto de resentimiento por parte de ellos hacia mí. Yo venía de estudiar tres carreras y de titularme en una con honores. Me creía superior y me costó muchísimo entender que el único individuo atrasado culturalmente en ese lugar era yo”.
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—¿Atrasado? ¿De qué manera?
—Ciertamente. Mi cultura era inferior a la que aquella tribu había amasado durante miles de años. Ellos tenían algo muchísimo más coherente. Una manera de convivir, de sentir, de hablar y de funcionar como comunidad que nosotros, los blancos criollos occidentales, no tenemos. Por ejemplo, ellos distinguen las cosas que se compran de las que se producen. Las primeras no te pertenecen, son cosas ajenas al ser. Lo elaborado, en cambio, tiene un valor espiritual agregado. Eso también me costó entenderlo.
—¿Cómo lo entendió?
—Cuando conocí a Gervasio, uno de los líderes de la tribu. En ese punto yo ya dominaba la lengua Yekuana perfectamente. El hombre me dijo algo así: “Tú que crees saber tantas cosas, dime: ¿cómo puedo hacer una olla de aluminio?”. Yo le señalé el suelo y le dije que había suficiente bauxita y que, con dos baterías con voltaje suficiente podíamos obtener aluminio. Él insistió en que le describiera el procedimiento exacto para fabricar la olla, pero yo no tenía la respuesta. Me hizo otra pregunta: “¿Cómo puedo hacer una lata para conservar sardinas?”. Le expliqué que era necesario crear un ambiente de calor y otro de vacío dentro de la lata, pero admití no saber soldar el recipiente ni rellenarlo con las sardinas. Me hizo un par de preguntas más y dejó en evidencia mi ignorancia. Después de eso, me mantuve callado unos momentos, entonces me dijo: “Tú no sabes hacer un recipiente para cocinar, no sabes conservar tus alimentos, tampoco sabes sembrar ni hacer una cama. Para nosotros, tú eres un niño, y de ahora en adelante vas a convivir y a trabajar con ellos hasta que crezcas”.
Aquello me descompuso, pues era el insulto más grande que había recibido en toda mi vida, pero supe que Gervasio tenía absoluta razón. Yo aún no era un hombre entre ellos. Estaba lejos de serlo. Todas mis cosas eran compradas, no poseía nada de hechura propia. No era más que un visitante. Entonces empecé desde cero y, aunque fue un proceso prolongado, me hice hombre. Me convertí en uno de ellos. Me hice un So’to, que significa ‘hombre’ en lengua Yekuana.
—Seguramente es difícil escoger una, pero, si tuviera que hacerlo, ¿cuál considera la aventura más determinante de su vida?
—En mi vida no hay aventuras, pues no soy aventurero, soy explorador. En ninguna expedición me fui al garete, desconociendo lo que me pudiese pasar. Nunca me expuse a situaciones de peligro, aunque a mi lado hayan muerto varias personas. Nunca fui un aventurero.

—Permítame, entonces, cambiar el término “aventura” por “exploración”
—Tiene usted razón cuando dice que es difícil escoger una sola. Puedo mencionar el descubrimiento de las simas [cavidades en el suelo de gran profundidad, semejantes a una caverna] del Sarisariñama con el respectivo registro que hicimos de las especies que allí se encontraban y que dimos a conocer al mundo, o el descubrimiento de las cuevas del cerro Autana y el descenso kilométrico a través de ellas. ¿O será acaso mi exploración más importante el descubrimiento de una caverna que lleva mi nombre en la cumbre del Chimantá? La cueva resultó ser la más grande del mundo en cuarcita y, por lejos, la más grande de Venezuela. O, quizás, mi encuentro con el rey Carlos III del Reino Unido para explicarle cómo reforestar la Amazonía. ¿Qué es lo más trascendental? ¿Cómo saberlo? ¿Acaso es mi experiencia como Ministro de la Juventud durante el gobierno del presidente Luis Herrera Campins lo más importante que hice? ¿O la educación que le di a mis hijos? No puedo escoger una sola cosa sino construir un mosaico de ellas. Cada hito fue importante en su tiempo y lo seguirá siendo en la medida en que el país y el mundo les dé vigencia.

—¿Cómo se mantiene vigente en un mundo de tendencias tan cambiantes y voraginosas?
—Quizás sea gracias al ímpetu de producir y divulgar cosas que todavía no se saben. Por ejemplo, en este momento estoy escribiendo sobre las eliánforas de algunos tepuyes. Unas plantas carnívoras que están en las cumbres de esas formaciones geológicas milenarias y que todavía no han sido clasificadas taxonómicamente. Algunos de los mejores investigadores del mundo me han pedido trabajos sobre esas plantas. Para mí es una enorme satisfacción que, sin yo ser botánico, ecólogo o geógrafo, los expertos consideren mi voz y le den tribuna a la comunicación de mis conocimientos.

—Esa es una buena noticia, sobre todo después del incendio ocurrido en su casa hace cuatro años, que arrasó con información y material inédito de mucho valor científico…
—Medio millón de diapositivas con información que no estaba respaldada, fotografías no digitalizadas aún y más de 5000 libros rarísimos, muy poco conocidos, se perdieron. Todo se quemó. Se perdió para siempre. Bueno, casi todo. Pude rescatar algunas cosas y, gracias a personas muy valiosas he podido curarlas y publicarlas.
—Y una de esas publicaciones es su último libro, llamado «Canaima: Camino hacia El Dorado». ¿De qué trata el libro?
—De las diferencias entre las tres Canaimas que existen. De la ciudad de Manoa y del hombre Dorado. De cómo Walter Raleigh secuestró a Antonio de Berrío por esos lares para sacarle información estratégica. Explico el valor tangible e intangible de Canaima desde la visión occidental y desde la cosmovisión ancestral.

—Para los lectores latinoamericanos, ¿cómo definiría a Canaima?
—Canaima es una gran sabana con relictos de una selva que, en el pasado, fue prodigiosa. Una selva que cubría las faldas del Kukenán-tepui y de su hermana, el Monte Roraima. Es un parque nacional, claro, tal vez el más reconocido de Venezuela. Esa gran sabana, que cubre cerca de 30 000 kilómetros cuadrados, es una fotografía del pasado, pues los orígenes planetarios permanecen en el corazón de todos esos gigantes que conforman el Escudo Guayanés.

Pero yo prefiero referirme a Canaima de otra forma.
Podría decir que Canaima es una novela, la que cuenta la historia de Marcos Vargas en la pluma del escritor venezolano Rómulo Gallegos. O podría decir que Canaima es un demonio. Canaima toma la forma de un tigre que ataca a la gente de noche, ataca a todos los indígenas de todas las lenguas de origen Caribe en el norte de Sudamérica. Ese Canaima es un ser mítico para algunos, pero real para quienes lo sufren y lo entienden, que lo viven y lo sienten.
Mi mejor amigo, un makiritare llamado Andrés, murió a manos de Canaima, con una espina clavada en la lengua. Andrés murió angustiado, intentando sacarla, él sufrió un derrame cerebral, pero para la gente fue Canaima quien lo mató. El demonio Canaima.
También podría decir que Canaima es un pequeño lugar apartado, sin vestigios indígenas, que fue bautizado así por un piloto reconocido al que le pareció simpático el nombre que Rómulo Gallegos utilizó para su famosa novela. La ausencia indígena en ese lugar era consecuencia de la presencia de los mawaris, unas entidades místicas muy temidas que viven en las cataratas y las montañas. Por eso, cuando Charlie Baughan y después Harry Gibson llegaron por primera vez a ese lugar, fundaron un destino turístico al que llamaron Canaima, como la novela de Rómulo Gallegos.
Por lo tanto, cuando usted me pregunta por Canaima, yo le preguntaría de vuelta: ¿de cuál de las tres quiere que le hable?
—Canaima ha cambiado. ¿Cómo resulta ese cambio a los ojos de alguien que la ha recorrido por más de 60 años?
—Terrible. El primero de ellos fue el cambio demográfico. La población inicial de la etnia Pemón en Canaima no llegaba a 2000 personas, pero hoy se estima que supera los 30 000 habitantes. Esa población perdió rasgos ancestrales endémicos en la medida que fue incorporando y asimilando costumbres occidentales a través de la incursión de misiones religiosas. Sin embargo, ese es hoy el menor de sus problemas.

La pérdida de sus costumbres ancestrales es proporcional a la incorporación de prácticas ajenas a su estirpe. Los incendios manejados, por ejemplo, se hicieron recurrentes en la etnia y se empezó a quemar por costumbre, por aniversario, por recordar algo, por cacería y por cualquier cosa. Así han ido desapareciendo los bosques que conocí hace 50 ó 60 años.
Pero es que el cambio no es solo en Canaima. Todo el sur ha cambiado. ¿No me cree? Mire las imágenes satelitales. Revise los geoportales, los de SOS Orinoco, por ejemplo, o los de cualquier plataforma tecnológica actual.
No quiero culpar del cambio dramático que ha sufrido esta región a los pemones, pues es un problema mucho más complejo del cual no deseo formar parte, pues involucra a otro tipo de actores.
Si usted hubiera visto la zona como yo la conocí, con los bosques que vi y la fauna que había, lo lamentaría de la misma forma que yo.
—¿Es prudente culpar a alguien?
—No tomo partido en esa apuesta. No me corresponde en este tiempo. No tengo la capacidad, la influencia ni las relaciones para evitar que eso ocurra. ¿Usted puede parar la minería ilegal y los incendios? Yo tampoco. ¿Cómo se puede detener? No sé, creo que la pérdida de bosques de Canaima es un problema de todos, pero no quiero hacerlo un problema mío, pues no tiene sentido que yo me sacrifique en esa hoguera.

—¿Podemos esperar algún otro proyecto suyo próximamente?
—Estoy trabajando en una edición en inglés de «Canaima: Camino hacia El Dorado». Estoy haciendo otro libro que se llamará «La biodiversidad de Venezuela». Otro sobre las plantas medicinales de los yekuana o makiritare en colores y otro sobre las plantas medicinales de los yanomamis, también en colores.
Sigo escribiendo permanentemente para dejar documentadas las cosas que vi en mi tiempo y, en ese hermoso proceso, cuento con la mejor compañía posible: la de mi esposa, Fanny, y la de mis hijos.
Imagen principal: Charles Brewer Carías sobre la cumbre del macizo Chimantá, en 2004. Fotografía del archivo de Charles Brewer Carías