- Los señores del caucho abandonaron la región de Madre de Dios en Perú, volvió a ser un bosque y después inmigrantes pobres andinos la transformaron en busca de fortuna.
- La carrera por el oro y otros recursos sacaron a muchos de la pobreza y pasaron a la clase media, pero a un alto coste: ríos contaminados y tala indiscriminada de árboles.
- Hace dos años, el gobierno federal aprobó leyes nuevas y envió al ejército con el fin de prohibir la minería ilegal, lo cual causó un gran rencor en la gente.
Un minero va por la esquina de la calle Cusco con sus amigos, poco después de medianoche, pasándose una botella de ron y una botella de Coca-Cola. Es alto para ser peruano, un joven fanfarrón de Cusco con una especie de noblesse oblige de macho alfa. Ha vuelto después de ocho años como minero de oro en la Amazonia peruana, cerca de la frontera con Bolivia y Brasil.
Se llama Tomás. «Trabajo duro, míster», dice.
En el tipo de minería que ejercía, los mineros talan el bosque y cavan hoyos hondos en el suelo. Están en los hoyos durante horas, con agua marrón hasta los tobillos, la cintura o el cuello, succionando el barro bajo sus pies con mangueras para filtrarlo en busca de oro.
«Consumíamos cocaína para poder continuar. Pero…» y da un pequeño silbido, «yo ganaba 1200 soles [unos 400$/335€] al día, algunos días. Me compré mi casita aquí».
¿Y por qué se fue? Sonríe. «Tuvimos algunos problemas con la informalidad». Al igual que muchos mineros en la región de Madre de Dios, habían estado trabajando fuera de la zona minera autorizada. Así que en 2012, el ejército vino y le echaron a él y a sus amigos. Pero Tomás estaba feliz con la vida. Había vuelto para vivir en su casita y estudiar para ser cocinero. Dijo que podría vivir bien en Cusco. Estaba cansado de la minería.
Durante los últimos 40 años, el auge en la minería y la explotación forestal en Madre de Dios ha provocado daños medioambientales terribles: dejando fétidos paisajes donde antes había selvas vírgenes, además de ríos contaminados llenos de toneladas de mercurio. Por otro lado, la minería da a la gente la oportunidad de mejorar considerablemente sus vidas, ya que les permite hacerse con algo de capital o sembrar las semillas de una carrera profesional para ellos o para sus hijos.
Esa es la sorprendente verdad de la tragedia ecológica en Madre de Dios. Mucha gente pobre ha conseguido tener vidas de clase media para ellos y sus familias gracias a décadas de un trabajo que destruye el medio ambiente.
Los inmigrantes de Madre de Dios
La experiencia de Tomás es muy común entre los jóvenes de las tierras altas. Durante al menos un siglo, los pobres inmigrantes que hablan quechua han viajado desde las montañas altas de Cusco y Puno, en el sur de Perú, hasta la selva de Madre de Dios para talar, minar o cultivar. Dejan tras de sí un mundo de vientos helados y pequeños huertos a cambio de una selva con riqueza natural y tierras libres para ocupar.
«Querían algo mejor para nosotros que fuera posible en las montañas», afirma Víctor Sambrano, de 70 años, hablando de sus padres, que migraron a una granja fuera de Puerto Maldonado en los años veinte. «Eran completamente autosuficientes. Vinieron sin nada, sólo con los planes que tenían en la cabeza y se hicieron una vida». Despejaron la selva; construyeron la casa donde nació Víctor; plantaron yuca y arroz; levantaron un castillo. Y con el dinero de los árboles y las cosechas, enviaron a Víctor y a sus hermanos a la escuela.
Los padres de Sambrano vinieron a Madre de Dios, la cual estaba despoblada debido a las brutales conquistas de los señores del caucho. Es decir, como la gente se había ido, había tierra y recursos a disposición de cualquiera. Un inmigrante podía literalmente, si tenía suerte, ganas y sabía cómo, ir a la selva y convertirla en capital: leños, oro, árboles de caucho y tierras de cultivo. En una sociedad que aún es bastante racista y estratificada; donde el poder y la riqueza se concentran en un pequeño número de familias, para los pobres era una oportunidad demasiado buena como para dejarla pasar.
Nadie sabe cuántos vinieron: las cifras oficiales muestran un aumento de la población en la provincia de 110.000 a 134.000 habitantes en más de diez años. Pero con tantos inmigrantes sin registrar, podrían ser muchos más. Se calcula más de 150.000 habitantes. Esto quiere decir que de cada dos personas que vivían de la selva hace diez años, ahora son tres. Se estima que 30.000 son mineros.
El mundo al que entraron los inmigrantes andinos está marcado por la explotación laboral, la violencia, las drogas y el alcoholismo, pero también por la oportunidad.
Hasta la década de los noventa, era normal que los jefes tuvieran a sus trabajadores en un sistema de esclavitud por deudas. Les hacían trabajar sin cobrar hasta que amortizasen su paso desde las montañas, además de los gastos de manutención. Los jóvenes iban de las tierras altas a las bajas, sólo para descubrir que les habían engañado para vivir como esclavos virtuales o prostitutas. (Hoy en día Madre de Dios tiene más casos de trata de personas que el resto de Perú junto.)
Muchos mineros independientes no estaban acostumbrados a tener tanto dinero y caían en la adición. «Trabajaba sólo para beber», dice Humberto Umasi, que creció en los campos mineros de Madre de Dios y pasó su juventud como minero. Él calcula que en los siete años de trabajo, vio a veinte de sus amigos morir en las minas.
Pero Umasi salió de la minería y se puso a ofrecer servicios a mineros, como taxista primero y luego como comerciante. Y así empezó a construirse una vida de clase media. Actualmente es el dueño de una tienda en un asentamiento minero en el río Malinowski; también tiene casa propia en la ciudad.
Al igual que en el siglo XIX los irlandeses se fueron a Nueva York y los chinos a California, atraídos por el sueño americano, él ve en su tienda la oportunidad de dar a sus hijas la vida que él nunca ha tenido: un crecimiento estable y de clase media seguido de la universidad, lejos de ríos contaminados.
No es el único: el asentamiento minero donde vive está lleno de gente con la misma determinación y sueños. Es habitual conocer mineros que han abandonados los estudios, pero que tienen hijos en la escuela estudiando ingeniería ambiental, enfermería o derecho.
El precio del progreso
El coste medioambiental de este progreso humano ha sido enorme.
«Cuando era niño, era un paraíso», afirma Víctor Sambrano, señalando los alrededores de la pequeña cabaña donde vive fuera de Puerto. «Podías ir al bosque y coger la comida del árbol». Pero cuando volvió a Madre de Dios a principios de los ochenta, tras dos décadas en la Marina, encontró un mundo distinto. Su familia había vendido el terreno a ganaderos, que lo talaron y plantaron cultivos forrajeros que empobrecieron el suelo. En una foto amarillenta de aquellos tiempos, Sambrano está en las tierras de su familia, arremangado y con expresión de determinación. El césped bajo sus pies es débil; la tierra está a un paso de su muerte ecológica.
Y entonces aparece el oro. En la región conocida como La Pampa, apartada de la nueva carretera al oeste de Puerto Maldonado, los mineros como Tomás, el niño de Cusco, talan los bosques, convierten los ríos en fango y bombean la tierra con máquinas para filtrarla y conseguir polvo de oro. Cuando acaban, sólo queda un páramo tóxico de cráteres llenos de agua subterránea contaminada. Los mineros han vertido unas 40 toneladas de mercurio, es decir unos 6 millones de dosis letales, en los ríos de la región.
En ríos como el Malinowski, según el ministro de Medio Ambiente de Perú, se ha desenterrado materia orgánica en descomposición del fondo del río debido al bombeo de los mineros. Eso ha convertido las que una vez fueron aguas claras y cristalinas, en aguas anóxicas de color marrón chocolate.
«Matan los ríos», declara Humberto Cordero, el jefe del equipo del ministerio en Madre de Dios. Y hay otros costes. Hay una isla en el río Tambopata cerca de Puerto Maldonado llamada Isla de los Monos. Ahora hay pocos monos. Mineros hambrientos cazaron y se comieron a la mayoría. La carne de los animales salvajes era y todavía es popular en la región.
Así pues en los últimos cuatro años, el gobierno nacional ha aplicado mano dura: ha aprobado nuevas leyes forestales que establecen la minería en los ríos como un delito, así como las tecnologías de minería más invasivas. Asaltan los campos de los que siguen trabajando en la minería conforme han hecho siempre y destruyen su equipo.
“Un acto de guerra”
En Puerto, estas intervenciones se consideran casi un “acto de guerra”, en palabras del economista Hernando de Soto.
«Es una muestra de que el gobierno es esclavo del fundamentalismo medioambiental», asegura el minero José Carlos Bustamante. «Es como lo que ocurre con el fundamentalismo religioso; la gente deja que sus creencias no les dejen ver qué está pasando en realidad».
Bustamante es el director de DREM, el organismo gubernamental que supervisa la energía y la minería en la región de Madre de Dios. Forma parte de un partido político que consiguió el poder en 2014 con una marea de mineros enfadados sobre la nueva regulación medioambiental. Decían que prohibían su sustento. Bustamante es un hombre fornido y empático, el cual empezó el tema de la regulación medioambiental. Es un hombre difícil de hacerle cambiar de idea. «También me encanta la naturaleza», afirma Bustamante. «Me gusta ver la selva. Pero la gente pasa hambre. ¿Qué van a comer?»
«Si Norteamérica no quiere que talemos los árboles porque quiere confiscar el carbón, vale», continúa. «Pero tiene que pagarnos y el dinero debe ir a los bolsillos de la gente que se ganaría su dinero con la minería o la tala». De no ser así, necesitamos esos recursos».
«Al ilegalizar un comercio que ha sacado a muchos de la pobreza, el gobierno ha provocado una oleada de desprecio hacia el ecologismo», afirma Ludwing Bernal, un activista de la organización por los derechos humanos Bartolomé de las Casas, que trabaja en los campamentos mineros. «La gente siente que las ONG que han venido, como la World Wildlife Foundation, no van a dejarles trabajar [a los pobres], no van a permitirles dar sustento a sus familias». «[Los lugareños] sienten que la gente que les está poniendo normas no entiende cómo viven».
Fue difícil contrastar esta opinión, porque en los últimos dos años se ha vuelto más peligroso para los extranjeros entrar en la región, debido a que el gobierno nacional ha empezado a atacar los campamentos de mineros de La Pampa con la intención de detener la minería ilegal de oro.
En 2013, cuando Bernal intentó traer un fotógrafo holandés a Huepetuhe, la comunidad donde trabajaba, una multitud de mineros gritando les rodearon y les amenazaron con lincharles. «Resultó que el gobierno había destruido algunas máquinas [mineras] recientemente y pensaron que éramos espías», dice Bernal. Al final, la policía nacional les rescató.
Huepetuhe, una ciudad próspera del Amazonas con medio siglo de antigüedad, quebró por las recientes medidas del gobierno sobre minería ilegal de oro. Se calcula que unos 22.000 residentes abandonaron la ciudad en 2014, dejando sólo 3.000 habitantes.
Pero los inmigrantes siguen viniendo. Siguen apretujándose en La Pampa. Siguen yendo en masa a los bosques que hay sin vigilancia a lo largo de la carretera. Y siguen invadiendo las tierras de granjeros que vinieron a la región en oleadas de inmigración anteriores.
Sembrando conflictos
Víctor Sambrano, el exmarine que creció en la selva, ahora lidera el comité directivo de la Reserva Natural de Tambopata, el parque nacional fundado en 1990 para proteger la selva de los mineros y los leñadores. Esta alejada reserva protege algunos de los hábitats menos afectados del mundo, 274.690 hectáreas (1.060 m2) de diversidad forestal y el hogar de 10.000 especies de plantas, 1.000 especies de mariposas, 600 especies de aves y 200 especies de mamíferos.
Sambrano está muy comprometido con preservar la vida salvaje. Pero también es realista. Sólo hay 500 policías nacionales en todo Madre de Dios. «Aquí hay una ausencia total del estado», declara. «Si al menos hubiera una mínima presencia, las cosas serían diferentes».
Según este punto de vista, cuando el gobierno construyó la carretera a la región, construyeron una gran aspiradora que absorbe a la gente dentro de la selva. Se han ignorado las solicitudes de los sindicatos de Puerto Maldonado sobre obras y proyectos de dinero público que proporcionarían un trabajo estable a los inmigrantes. Como le gusta decir a Sambrano, la empresa de construcción de la carretera cobró mil millones de dólares para construir la carretera y unos 17 millones para mitigar el impacto de la misma. ¿Qué pensaban que iba a ocurrir?
«La gente viene a hacer su vida aquí», dice. «Si no les ayudamos a conseguir eso de otra forma, van a seguir yendo al bosque. El estado no tiene suficiente fuerza para pararles. Todo eso de ilegalizar la minería ha hecho que se expanda la economía ilegal en Madre de Dios. Si la gente quiere trabajar, tiene que quebrantar la ley».