- Dos personas fueron detenidas dentro de la concesión ecoturística Tres Chimbadas, que le pertenece a la comunidad nativa Ese’eja de Infierno, en el departamento de Madre de Dios.
- Si bien existe un proceso judicial en marcha contra estos dos taladores, la comunidad señala que el problema persiste.
Parecía un mensaje enviado por los espíritus del bosque. El miércoles 14 de marzo pasado, sobre las 10 de la mañana, un pequeño aparato colocado en un árbol de castaña detectó un sonido familiar, mandó la señal a un satélite y de inmediato este transmitió esta onda sonora a una computadora ubicada en el local de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA) de Puerto Maldonado. Sin perder tiempo, el ingeniero José Vargas llamó por teléfono a Ruhiler Aguirre, un dirigente de la etnia Ese’eja, y comenzó la búsqueda.
“Tuvimos que pasar cochas, quebradas y caños (parte de una cocha) para llegar”, cuenta Edith Durand, otra dirigente nativa que formó parte del grupo que, junto con la fiscal ambiental Milagros Coaquira, dos policías y un representante de la Dirección Regional Forestal y de Fauna Silvestre, fueron tras el zumbido sospechoso. Por fin, siguiendo las señales del ‘guardián del bosque’ (como llaman al aparato que funciona con energía solar) y sus propios sentidos, llegaron a la escena del crimen.
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Viejas incursiones, nuevos problemas
Dos hombres, uno mayor y otro joven, talaban ejemplares de moena (Nectandra longifolia) y tornillo (Cedrelinga cateaneformis), dos especies maderables preciosas, cuando fueron rodeados por dos grupos integrados por indígenas y autoridades. Viéndose descubiertos, los taladores ilegales solo atinaron a confesar que estaban allí desde el lunes 12 de marzo y que trabajaban para René Estrella Moroco, un agricultor que desde hace años ingresa constantemente a esa zona. Se trata de la concesión ecoturística Tres Chimbadas, otorgada en el 2006 por el Estado a los Ese’eja.
La policía procedió a detenerlos y comprobó que Luis Cabanillas Loja (65) y César Lenin Cabanillas Isla (37) eran padre e hijo. Cuatro días después, el 18 de marzo, el juez ambiental Edward Iván Barrios Flores dictó prisión preventiva por seis meses para el segundo de ellos, en tanto que el otro quedó con comparecencia restringida. A quien sindican como su promotor, Estrella, ahora también está involucrado en el proceso judicial. El pasado dos de julio rindió su manifestación ante la fiscal Coaquira y argumentó que sólo ordenó que cortaran un árbol “para el arreglo de su casa”.
La concesión abarca 1600 hectáreas y está junto al territorio legal de la Comunidad Nativa de Infierno (CNI), perteneciente a esta misma etnia. Este pueblo Ese’eja tuvo contacto con los incas Sinchi Roca y Yahuar Huaca; con los españoles, a partir del siglo XV; con los misioneros dominicos, desde comienzos del siglo XX; con los migrantes en épocas más recientes; y ahora con madereros que parecen no tener compasión de los bosques, de la dispendiosa biodiversidad, de las tradiciones de estos recios hombres amazónicos.
Los Ese’eja, además, son indígenas bastante organizados y han acoplado parte de la modernidad a su modo de vida original. Su comunidad, oficialmente, tiene 9071 hectáreas, está situada a 19 km. de Puerto Maldonado y alberga a unos 600 habitantes, de los que, según ellos mismos, un 20 % son solo de la etnia primigenia. Los demás provienen de matrimonios mixtos, con colonos o miembros de otras etnias, pero todos acogen, mayoritariamente, la cosmovisión de los abuelos, de los espíritus del bosque.
Entre ellos Edóksiana, una deidad acaso emparentada con el aparatito detector de taladores ilegales, pues también se le considera ‘guardián del bosque’. Eddy Mishaja, otro dirigente Ese’eja, lo explica mientras recorremos una suerte de museo donde se cuenta de dónde vinieron ellos y por qué están asentados aquí. “Vivían en el cielo –dice uno de los carteles- haciendo todo lo que se hace para vivir y ser felices. Un día empezaron a hilar el hilo del Mahii para hacer una soga gruesa. Cuando la soga estuvo lista, comenzaron a bajar por las cabeceras de los ríos Bawaaja o Tambopata (…)”
Desde entonces han tenido que sortear amenazas varias, como las de los conquistadores o caucheros, y hoy enfrentan a madereros como los que encontraron ese día lluvioso cortando sus árboles vitales, que forman parte de un ecosistema poco impactado, donde uno de los lugares centrales es el lago Tres Chimbadas, que acoge al menos a una familia de lobos de río (Pteronura brasiliensis). Allí, en ese hogar natural de plantas y animales, cayó el hacha de los leñadores sin ley, y no solo una vez. Son cerca de 15 hectáreas las que han sido deforestadas por acción de la tala ilegal.
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Sierra devoradora
En un local comunal de la CNI, mientras se escucha el dulce rumor de algunos pájaros, Ruhiler Aguirre, el presidente de la misma, me cuenta algo crucial: ‘Infierno’ es la comunidad que les fue asignada por el Estado, pero en realidad su territorio ancestral es más grande. “Incluyendo el lago Tres Chimbadas”, explica. Por toda esa zona, todavía cazan, pescan y ahora llevan turistas para que caminen, conozcan a los lobos de río y observen las aves. Y hasta piensan montar en un futuro un nuevo ecolodge.
Como el que ya tienen y es denominado Baawaja Expeditions. De allí la gravedad de la incursión de las motosierras clandestinas en la concesión ecoturística. Sienten su ruido desde hace tiempo, al punto que lo ocurrido el 14 de marzo, en medio del barro y las trochas, es la tercera acción de los Ese’eja, junto con las autoridades, para detener a estos madereros ilegales. Que parecen tener toda una estrategia para tomar el territorio.
En febrero pasado, la misma fiscal Coaquira condujo otra intervención. En esa oportunidad, los taladores encontrados in fraganti fueron cinco, pero no pudieron ser detenidos porque no había presencia de la Policía Ecológica. Solo se les tomó las huellas a tres de ellos, se incautó tres motosierras y se inmovilizó más de 29 000 pies tablares de madera (madera ya cortada), según informó entonces el portal Actualidad Ambiental. Aún así, la sangría boscosa no se detuvo.
Semanas después se detectó otra incursión, pero la intervención no llegó a buen puerto porque el fiscal de turno, según los testigos presentes, no quiso internarse en la selva debido a las dificultades que esta ofrecía por la temporada de lluvias. Fue recién en marzo cuando, finalmente, con todas las alertas encendidas, se logró incautar y detener a dos taladores ilegales. Fue como si Edóksiana, que es generoso pero también cruel, hubiera intervenido indignado.
Según Rodolfo Mancilla, abogado de la SPDA, “el sistema de detección de tala ilegal funcionó” y sirvió para encontrar en flagrancia a los infractores, algo que, hasta ese momento, bloqueaba el proceso judicial porque los magistrados requerían, para llevarlo adelante, que eso se produjera. Por fin ocurrió y ahora la causa avanza. Debe resolverse en septiembre, tal como lo explicó a Mongabay Latam la propia fiscal Coaquira, que luce determinada a no detenerse hasta que se sancione a los ejecutores y al promotor.
La pena para los taladores ilegales sería, siguiendo los varios incisos del artículo 310 del Código Penal, de entre 5 a 8 años. Pero Coaquira sostiene que podría irse hasta los 10 años de cárcel efectiva. “No es posible que estén destruyendo los bosques”, afirma en medio de la soledad nocturna de su oficina en Puerto Maldonado. Para ella, que vive convencida de que no hay forma de que estos infractores sean absueltos, los fiscales ambientales “no deben ser de escritorio, sino de campo”. Tienen que meterse al monte.
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La sombra de la deforestación
¿Hay algún argumento que ampare a Estrella y sus taladores? De acuerdo con Mancilla, ninguno, pues lo único que este ha levantado para defenderse son “constancias de posesión” (de un fundo llamado ‘Elsita’) que datan de fines de los años 90, cuando no existían ni el Ministerio del Ambiente, ni la Dirección Regional Forestal y de Fauna Silvestre (la que otorgó la concesión a los Ese’eja) y, por último, no había regionalización. “No hay modo –agrega- de que esa constancia tenga más validez que la concesión ecoturística otorgada por el Estado a los Ese’eja”.
Mancilla sostiene que “en las concesiones de ecoturismo no se puede realizar cambio de uso por agricultura o extraer madera”. El propósito de las mismas es “la recreación, el turismo, las actividades educativas y de educación”, no el aprovechamiento forestal. Más aún en un departamento como Madre de Dios, que tiene más de la mitad de su territorio en calidad de área protegida y miles de heridas ambientales, propiciadas no solo por la tala ilegal sino, también, por la minería aurífera indiscriminada.
Un informe presentado a fines de 2017 por el Proyecto de Monitoreo de la Amazonía Andina (MAAP por su sigla en inglés) reportó que la deforestación en Madre de Dios ese año bordeó las 20 000 hectáreas, la tasa más elevada desde el año 2000. La disparada, ciertamente, se ha debido a la minería ilegal que actúa en sectores como La Pampa o los alrededores del río Malinowski, donde se meten dragas y mercurio sin compasión, luego de tumbar bosque. Pero este, este pequeño paraíso llamado Tres Chimbadas, también sufre ahora este mal.
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El otro lado del bosque
Caminando con Eddy y Edith, por un sendero que se pierde entre los árboles interminables, con dirección a la casa de la familia de uno de nuestros guías, hemos encontrado una serpiente de color amarillento, que reptaba silenciosa por el suelo. “Es inofensiva”, dice Eddy, quien conoce muy bien el bosque y mueve con un palito al animal para no lastimarlo.
En los alrededores, algunas aves danzan sigilosamente entre las ramas de shihuahuacos (Dyptheryx micrantha), lupunas (Ceiba petandra) y otras especies arbóreas. No es la hora en que los pájaros saltan y aparecen con más fuerza, pero este lugar, acogedor a pesar del sofoco que nos envuelve, nos explica por qué los Ese’eja quieren tanto a su bosque y están alarmados por la tala ilegal que comienza a meterse en sus territorios.
Para ellos, el bosque es la vida, en sus diversas formas y usos. Es el territorio de caza, una actividad que todavía practican con flechas y escopetas, y el hogar de numerosas especies de plantas, entre ellas las palmeras, por las que sienten una especial predilección. Según el Ministerio de Cultura, conocen 23 especies de ellas, que pueden usar de 300 maneras distintas. Un aguaje (Mauritia flexuosa) cercano, aparece ante nosotros como el probable testimonio de esa devoción por las palmas diversas.
Los animales también importan, muchísimo. Cantan, andan, merodean y dan nombre a los lugares, como que el austero emprendimiento ecoturístico de Edith que se llama ‘Saona lodge’, que en el idioma nativo quiere decir ‘Anaconda lodge’. Por acá es posible encontrar uno de esos reptiles gigantes, así como primates de las especies coto mono (Alouatta paliata) y pichico (Saguinus sp); también huanganas (Tayassu pecari) y hasta sachavacas (Tapirus terrestres). No es un ecosistema carente de abundancia biológica.
En el 2012, la Asociación para la Investigación para el Desarrollo Integral (AIDER) elaboró un Plan de Acción para la Gestión de la Comunidad Nativa de Infierno. En el mismo, se registra la presencia de especies como la copaiba, muy útil para tratar la gastritis; o el clavo huasca, usado para el reumatismo y, dicen, para la impotencia masculina.
Cada especie que se tumba, por eso, es como un cuchillo que se clava en el corazón de este ecosistema. El shihuahuaco, por ejemplo, una de las especies encontradas en las incautaciones, es el hábitat natural del águila harpía (Harpia harpyja). También de guacamayos de diversas especies, como el Ara macao (guacamayo rojo y azul). Por eso, cada incursión de los taladores ilegales es un crimen contra la ley, pero también un atentado sin atenuantes contra el entorno.
Más aún: para los Ese’eja la tala indiscriminada es una actividad que, desde siglos atrás, les produce distancia. La selva es para ellos el lugar para mitayar (cazar), una práctica que desarrollan desde pequeños con arcos y flechas de pijuayo (Bactris gasipaes), y en décadas más recientes con escopeta. También usan flechas de bambú, a las que llaman Sati. Pocas cosas se desperdician en la vida de este pueblo originario, que sabe aprovechar los árboles, pescar en los ríos, conservar el monte y sin duda respetar a sus antepasados.
Asimismo, los Ese’eja cultivan yucas, camotes, uncuchas (planta arácea comestible). “Combinábamos la pesca, la chacra y el mitayo”, se dice en su museo. Todavía lo hacen, aunque, como cuenta Eddy, cada vez se tienen que ir más lejos para cazar o capturar buenos peces, como la gamitana (Colossoma macroporum). La modernidad la han asumido (varios de ellos hablan inglés, para el ecoturismo); pero también los ha afectado, pues con ella llegan la búsqueda de oro, la tala ilegal, las malditas motosierras.
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Una vida distinta
“Entre nosotros, nadie se hace sumamente rico, y nadie queda totalmente pobre”, me comenta Eddy, mientras observamos una piscigranja montada por la comunidad, en donde habitan varios ejemplares de ‘pacotana’, un pez logrado al cruzar a la gamitana con el paco (Piaractus brachypomus). Las entradas que provienen de Baawaja Expeditions son repartidas entre la comunidad para fines de educación, de alimentación, de asistencia a los más ancianos. “Acá procuramos que nadie se quede solo”, añade.
Lo mismo se hace con lo que proviene de Posada Amazonas, un lodge que manejan conjuntamente con la empresa Rainforest Expedition, de la que son propietarios en un 70%, y que pronto pasaría a su total propiedad. Por todo ello, la incursión de motosierras, con aspiraciones indiscriminadas, es algo que los turba, los subleva. Los Ese’eja están empujando el proceso judicial, que en realidad enfrenta a los madereros ilegales con el Estado, que fue el que les otorgó la concesión, pero que los involucra como habitantes ancestrales de este territorio que no aguanta ni un corte más. Viven siglos acá y no soportan que, en nombre del comercio de madera, se tumben también su cosmovisión y su sustento.