Aún recuerda cuando dos grupos de narcotraficantes convirtieron la comunidad de Buen Jardín de Callarú en un campo de batalla. “Yo era apu de la comunidad, estaba haciendo una reunión con el profesor y otras autoridades, y a las 8 de la mañana hemos escuchado que venían unos botes por aquí en cantidad, una chalupa, venían disparando, haciendo tiros. Y el otro grupo, los que estaban en el bote, subieron a la comunidad y comenzaron a correr armados, hacia esa casa de allá y los otros disparaban”. Eso ocurrió en el 2014, un año antes de que llegará la segunda campaña de erradicación de coca a esta comunidad loretana situada en la provincia de Mariscal Ramón Castilla, distrito de Yavarí. Le preguntamos a Pablo si teme que la violencia vuelva a su comunidad y responde que sí.

Las amenazas son una sombra que persigue a este grupo de monitores ambientales. Son vistos como una piedra en el zapato para quienes viven del narcotráfico. A veces son también ese muro que impide que los cultivos ilícitos sigan avanzando. Pasa en Buen Jardín, pero también en otras comunidades tikunas como Nueva Galilea y Cushillococha. Las plantaciones de hoja de coca se han recuperado tras la última intervención del Estado, la resiembra es una realidad y en este escenario surge una pregunta: ¿Qué es lo que está en juego cuando quieres cuidar el bosque?

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“Decía que nos iba a matar”

Viajar a comienzos de año a las comunidades indígenas del Bajo Amazonas, en la triple frontera con Leticia y Tabatinga, ciudades de Colombia y Brasil, te obliga a desplazarte todo el tiempo en ‘peque peques’, esas pequeñas embarcaciones rústicas que navegan a diario la cuenca amazónica. Las lluvias elevan el nivel de los ríos, nuevas cochas aparecen y es el mejor momento del año para conocer los bosques inundables de la Amazonía peruana.

Para llegar a la casa de Pablo García tuvimos que navegar, sin exagerar, por las calles de la comunidad. Los parantes de su casa estaban hundidos bajo el agua y de un salto desembarcamos en mitad de la escalera. Pablo nos esperaba listo para salir a patrullar. Unas botas de jebe altas, un jean gastado, un estuche de celular colgando del cinturón, un pequeño bolso negro que lleva cruzado de lado a lado —como si se esmerara en que nada le reste movilidad— y ese entusiasmo pegajoso que contagia a su entorno.



Un recorrido por la comunidad tikuna de Buen Jardín de Callarú, inundada tras la llegada de la temporada de lluvias. Video: Alexa Vélez.

Quizá por ese optimismo y la valentía para encarar los temporales, los habitantes de Buen Jardín lo hicieron apu de la comunidad en el período anterior. Hoy el cargo está en manos de otro tikuna pero Pablo García, desde el puesto de secretario que ocupa ahora, se involucra en todas las decisiones y tareas de Buen Jardín. El respeto y la atención con la que lo escuchan, es el de una autoridad que sigue aún vigente.

Lo primero que hizo al vernos fue contarnos que habían detectado, hacía dos días, un nuevo parche de deforestación: 30 hectáreas de las 1771 que posee la comunidad, sembradas con cultivos ilegales.

“Eso no había y ahora todito está cocal, nosotros no sembramos coca casi. Es territorio de Buen Jardín”, indica Pablo.

La deforestación no pasa más desapercibida para Pablo ni para los otros monitores. Hoy conocen muy bien los límites de su territorio y no solo porque lo patrullan, sino porque lo vieron por primera vez en un mapa satelital. Cada día, con sus celulares y una aplicación que les permite recibir las alertas, salen a revisar potenciales incursiones en sus bosques.

Esa mañana nos guiaron hacia uno de los parches que más les preocupa. La embarcación avanzaba lentamente por un caño, sorteando los árboles, los troncos, atravesando los rayos de luz que penetraban suavemente a través del dosel del bosque. Seis personas a bordo de un ‘peque peque’ navegando por la selva inundable de la comunidad.

Media hora después desembarcamos, caminamos 10 minutos, hasta que el verde claro de las hojas de coca empezó a envolvernos. Pablo sacó sus lentes de lectura y junto a Camila Flores, Miguel Rivera y Enoc Chanchari empezaron a identificar el punto. El GPS indicaba que estábamos a pocos metros del parche pero el agua se convirtió en un obstáculo. Los monitores sacaron un drone, que han aprendido a usar con la ayuda de Rainforest Foundation —fundación estadounidense que los ha capacitado en el uso de esta y otras tecnologías— y lo encendieron para mostrar el desbosque.

El drone se elevó sobre las copas de los árboles y de pronto apareció en la pantalla del celular un cuadrante totalmente pelado. Los palos tirados en el suelo contrastaban con la vegetación abundante de la zona y con los sembríos de cacao de la comunidad. Una isla de tierra en medio de un verde intenso. Calculan que han perdido 300 metros cuadrados más de bosque.



Parches de deforestación detectados dentro del territorio de la comunidad de Buen Jardín. Video: Rainforest Foundation.

Cuando recibieron la primera alerta, a mediados de 2018, fueron de inmediato a investigar el área.

“Nos hemos ido hasta donde estaba el lindero y encontramos a un invasor que vive en Bellavista”, narra Pablo García. Cuenta que lo encararon, que le dijeron que traerían a las autoridades, pero el invasor “no paraba de amenazarnos, decía que nos iba a matar”.

Como no se movía de su territorio y las amenazas continuaban, Pablo García y Jorge Guerrero, el apu de Buen Jardín, fueron a conversar con el apu de la comunidad tikuna de Bellavista de Callarú, cuyo territorio colinda con el suyo.

“Nosotros no queremos que ustedes se metan más a nuestro territorio y deterioren nuestro monte. Ya hasta ahí, párale. Si tienen esa chacra, cultívale esa chacrita, pero ya no me estés rompiendo monte. Nuestro territorio se va a volver pampa”, señala Pablo que le dijeron al apu de Bellavista y que este aceptó frenar el problema.

Pero Pablo volvió a Buen Jardín con muy pocas esperanzas, sobre todo porque antes de entrar a la reunión lo amenazaron de nuevo.

“Sabes qué, Pablo, ahorita te van a agarrar, te van a amarrar y te van a dar tu bruta paliza. Yo le digo: ¿Por qué me van a agarrar y dar mi bruta paliza? ¿Acaso yo estoy metiéndome en el territorio de ustedes? Yo no me estoy metiendo, pero ustedes sí se han metido y nosotros tenemos que ver ese problema”. Así recuerda Pablo García esa escena que permanece fresca en su memoria.

Tampoco olvida las últimas palabras que le dijeron antes de entrar a la reunión: “Vamos a colgarlos”.

Los habitantes de Buen Jardín no se cansan de repetir, casi como un mantra, que en Bellavista el narcotráfico sigue presente.

Cuando en el 2014, el Proyecto Especial Corah —a cargo de la erradicación de cultivos ilícitos en todo el territorio peruano—entró a operar en la provincia de Mariscal Ramón Castilla, en el Bajo Amazonas, erradicó una extensión de 1816 hectáreas de coca. Ese año no llegaron a Bellavista de Callarú. Pero un año más tarde, en el 2015, la intervención fue mucho más grande y se eliminaron 13 805 hectáreas de coca en la provincia y solo en Bellavista 1426 hectáreas distribuidas en 795 parcelas. Las campañas de 2014 y 2015, según el último informe de monitoreo de cultivos de coca de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), redujeron los cultivos ilícitos en el Bajo Amazonas a 370 hectáreas, pero en el 2017 se registró una resiembra e incremento importantes que bordean hoy las 1823. A esta cifra hay que sumarle, además, las plantaciones de coca del último año.


“La mayor concentración del cultivo se ha encontrado en las localidades de San José de Cochiquinas, Alto Monte, San Pablo, Cushillococha, Bellavista y Erene”, detalla el informe de Unodc. Según la agencia de Naciones Unidas, la producción de coca estaría “articulada” al mercado colombiano por dos factores: “la ausencia de secaderos” en esta zona de Perú, lo que hace suponer que la hoja de coca se procesa en “verde” (como se acostumbra en Colombia) y la cercanía a la frontera colombiana.Esto coincide con lo señalado por fuentes policiales destacadas en la zona. Estas señalaron, en una conversación con Mongabay Latam, que son ciudadanos colombianos los que inyectan dinero en las comunidades peruanas del ‘Trapecio Amazónico’ para que siembren coca y luego comprarles la totalidad de su cosecha.Pablo García y el apu Jorge Guerrero sostienen que en Bellavista los ven como informantes del servicio de inteligencia, de la división de narcóticos, a pesar que les han explicado y más de una vez que no reportan a la policía, que solo están interesados en cuidar su bosque.

Por amenazas como esta y por los antecedentes de Bellavista, Pablo García está convencido de que en el espacio recién deforestado pronto aparecerán cultivos de coca.



Actividades de patrullaje en la comunidad de Buen Jardín. Video: Alexa Vélez.

Buscamos al apu de Bellavista, Teodoro Ayde Lozano, para preguntarle sobre estas acusaciones. “Nosotros hemos solicitado una ampliación de territorio. Luego de esa ampliación, en realidad es Buen Jardín quien estará invadiendo el terreno de Bellavista”, respondió.

“Lo que denuncia Buen Jardín es que en esa zona están sembrando coca”, le contamos. “Nada, solo yuca, nada más”, responde tajante el apu. “Aquí no pasa nada, la gente trabaja bien”, continúa. La entrevista se realiza dentro de su casa y él no deja de mirar constantemente hacia la calle. Durante los 30 minutos de la conversación, pasaron por lo menos tres ciudadanos colombianos, saludándolo.  “Antes sí había problemas, pero ahora todo está tranquilo”, finaliza.

Las coordenadas, sin embargo, no mienten: ese bosque le pertenece a Buen Jardín de Callarú.

La llegada de un fiscal

A fines de 2018, el apu de Buen Jardín recibió una visita inesperada en la comunidad. Un grupo de colombianos quería conversar con él.

-Había muchos colombianos que me decían: ¡Ya pues apu, te doy tanto, consigue terreno! Eso fue en el mes de octubre de 2018.

-¿Lo asustó?

-Sí, por eso tampoco he aceptado. No les he aceptado para que hagan la destrucción y siembren coca. Me querían dar plata. No, les he dicho.

Hartos de las presiones y amenazas, los habitantes de Buen Jardín tomaron una decisión: llevarle la evidencia reunida a un fiscal (punto georreferenciado, fotografías y videos). El presidente de la Organización Regional de los Pueblos Indígenas del Oriente (Orpio) los ayudó a canalizar su denuncia, la misma que llegó a las manos de Alberto Yusen Caraza, fiscal provincial de la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental (FEMA) de Loreto.

El fiscal Caraza llegó a Buen Jardín de Callarú a comienzos de febrero de este año, acompañado por miembros de la policía nacional. No encontraron al invasor en el lugar, pero recorrieron el bosque y registraron imágenes de la deforestación con la ayuda de un drone. En una entrevista con Mongabay Latam, el fiscal de la FEMA de Loreto dijo que detectaron también “una zona de peligro a 200 metros, por la presencia de cultivos de coca”.

 

 

Tras confirmar la deforestación y reconocer la presencia de cultivos ilícitos, el fiscal ambiental habló de la seguridad en la zona.

“En la zona hay un problema de seguridad personal, es una zona cocalera que siempre está resguardada por gente armada”, señaló Caraza, quien agregó que no es la única denuncia de este tipo que han recibido este año.

Los habitantes de Buen Jardín no saben qué más hacer y ahora, además, tienen que lidiar con las 30 hectáreas de coca que han aparecido recién en su territorio.

“Están talando hasta ahora. Yo no sé cómo lo vamos a solucionar, tendré que ir con el apu a conversar, con los de Bellavista, para que ya no estén avanzando más por aquí”, cuenta Pablo García, quien sabe muy bien que con cada visita pone en riesgo su vida.

“Aquí no podemos hablar abiertamente lo que es la mafia, no podemos hablar. Si nos vamos a denunciar a la policía, la misma policía te vende. ¿En qué forma? Van a avisarle a ellos. Tú te vas a hacer una compra por Tabatinga (Brasil), por allá, y te desaparecen”, confiesa con resignación Pablo.

En Bellavista, lejos del miedo que infunde en los habitantes de Buen Jardín, se respira un aire de impunidad. En el pequeño puerto de este centro poblado se observan lanchas de gran motor aparqueadas, restaurantes, bodegas y comercios muy bien surtidos, como en ninguna otra de las comunidades tikuna del área. Los testimonios que pudimos recoger señalan que todos los días llegan colombianos y peruanos de distintas partes para trabajar como ‘raspachines’, como se les conoce a los que realizan la cosecha de la hoja de coca, o para operar en los laboratorios de procesamiento instalados dentro de la comunidad, lejos del núcleo del centro poblado.



Galería de imágenes: Un recorrido por Buen Jardín de Callarú.

Los pocos indígenas que viven aún en Bellavista prefieren no contradecir el estilo de vida del resto de los pobladores, porque muchos de esos colombianos y peruanos se han quedado a vivir en la comunidad. “La población está creciendo, hay extranjeros que vienen a vivir aquí y que se quedan con los mismos tikunas”, cuenta Leonel Ayde, teniente alcalde de este lugar.

El paso de la erradicación por aquí tuvo el mismo camino que en el resto del ‘Trapecio Amazónico’, ya que luego de la intervención del Corah y ante el fracaso de los cultivos alternativos, la resiembra de la hoja de coca escaló. “Por aquí la mayoría de la gente se dedica a eso porque no hay otra alternativa”, cuenta Leonel. Se refiere a los indígenas. “Sembramos la coca para sobrevivir, porque si esperamos el resultado del cacao, ¿hasta cuándo?”, dice.

Solicitamos una entrevista con la Policía Nacional del Perú, a través de su Dirección de Comunicación e Imagen Institucional, para conocer cómo controlan la violencia y las actividades ilegales en esta zona de frontera, pero hasta el cierre de esta publicación no recibimos respuesta alguna.

Para Tom Bewick, director para Perú del proyecto Rainforest Foundation, que ha equipado con tecnología a 36 comunidades indígenas de Loreto —entre ellas Buen Jardín —, los monitores ambientales que viven en la zona son vulnerables por la labor que realizan para conservar sus bosques.

“Lo importante para nosotros es que el Estado implemente acciones para proteger a los defensores ambientales indígenas que se ponen al frente para proteger sus bosques”, señala.

Bewick explica que por el trabajo que realizan, que choca con los intereses de los actores ilegales de la zona, los monitores son vistos como un peligro. Por eso resalta la necesidad de llevar un registro de las amenazas y de reunir más evidencia para entregársela a las autoridades. “Creo que van a recibir más amenazas porque están trabajando para cuidar, para conservar su territorio”, concluye.

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“A los sapos, los matamos”

Isaac Witancor y Leidi Valentín patrullan cada tres días su territorio guiados por las alertas de deforestación que reciben en sus celulares. Los dos viven en la comunidad tikuna de Nueva Galilea y tienen que enfrentar un reto enorme: conservar más de 2787 hectáreas de bosque.

Entre 2001 y 2017, según los reportes de Rainforest Foundation, la comunidad perdió más de 682 hectáreas de bosque por la incursión de invasores para desmontar la selva.

Isaac recuerda que hace seis meses, durante uno de sus monitoreos, se toparon con un grupo de colombianos tumbando los árboles de Nueva Galilea. “Tumbaron e hicieron una finca de cacao, plátano y sobre todo puro ilícito”, dijo el joven monitor de 23 años, quien asegura que diez personas, entre hombres y mujeres, andan rondando todo el tiempo el territorio de la comunidad.

 

 

“Vienen y se instalan ahí, arman un campamento y ahí están trabajando. Nosotros nos vamos a avisar, para que no toquen más el monte virgen, y hacemos ese trabajo para que no haya más invasores”, explica preocupado.

Leidi Valentín, la única monitora mujer de la comunidad, también lamenta la pérdida del bosque, pero sobre todo porque es testigo de cómo las aves, sajinos, huanganas y sachavacas se han ido alejando de la comunidad. Esos gritos que tanto disfruta de los animales, solo puede oírlos ahora cuando se interna en sus tareas de patrullaje en el monte.

Al igual que su compañero, Leidi ha detectado cultivos ilegales en su territorio.

– ¿Qué es lo que están sembrando?

-Ellos lo que están sembrando es coca.

-¿No es peligroso?

-Nosotros vamos a ese punto pero no están ahí, están lejos de la finca. Ahorita se escuchan rumores de que nosotros damos información, ellos amenazados nos tienen. A mis compañeros sí les dijeron que ellos son ‘sapos’ —soplón o delator— que cualquier rato nos puede pasar algo, que eso no está bien porque nosotros damos información.

Ser un monitor ambiental en una zona golpeada por el narcotráfico te vuelve vulnerable. Pero para esta joven de 19 años, obsesionada con cuidar los bosques de Nueva Galilea, el peligro no la amilana.

Tampoco a Darwin Isuiza, el mayor de todos los monitores ambientales de Nueva Galilea, quien es consciente de los peligros que enfrentan durante los patrullajes.

“Ahí está la dificultad que estoy analizando, a veces dicen que uno está ‘sapo’, eres un sapo porque tienes el GPS, porque podemos pasar la voz. Así me están diciendo”, cuenta Darwin, quien evalúa hoy la posibilidad abandonar su trabajo de monitor. “Me pueden hacer algo ahí”.

Los habitantes de la comunidad tikuna de Nueva Galilea se mueven, inevitablemente, en un territorio gris. Si bien tienen claro que quieren conservar sus bosques y que les gustaría vivir de una economía legal, hasta ahora no han encontrado un mercado estable para el cacao que producen. No tienen a dónde llevarlo y no tienen un comprador, sin tomar en cuenta que una buena parte termina pudriéndose, como aseguran, porque el Estado solo los ayudo a manejar los cultivos.



Galería de imágenes: Patrullaje en la comunidad de Nueva Galilea. Fotos: Alexa Vélez.

Eso los obliga, como lo cuentan las autoridades de la comunidad, a trabajar por lo menos dos veces al mes como ‘raspachines’ de hoja de coca. En una aparente paradoja, luego invierten parte del dinero que ganan en sus cultivos de cacao.

Lo primero que nos dice Artemio cuando le preguntamos por sus cultivos de cacao es: “Nosotros nos sentimos en crisis”. Por seguridad no quiere revelar más detalles de su identidad, pero nos cuenta que está harto de que el Estado los obligue a cuidar su cacao, que los llenen de abono y que no les den ayuda alguna para sobrevivir. “Necesitamos dinero para sacar el cacao y para hacerlo tenemos que trabajar en la coca”, confiesa apenado.

Esta es la ironía de la realidad que les toca vivir: para mantener sus plantaciones de cacao, tienen que ir a ‘raspar’ a las de coca.

Aunque Nueva Galilea trata de mantener a los invasores y los cultivos ilegales fuera de su territorio, en los últimos años sienten que están perdiendo la batalla y, en el camino, arriesgando sus vidas.

Edinson Ney es el teniente gobernador de la comunidad, es colombiano y llegó hace más de diez años tras casarse con una mujer tikuna de Nueva Galilea. Durante el tiempo que lleva ahí, confiesa que ha visto muchas cosas: desde la erradicación hasta el auge del narcotráfico.

Hoy narra lo difícil que es enfrentarse a quienes invaden sus bosques.

 

 

“Son personas que tienen plata las que han llegado dos a tres años atrás y han agarrado poder aquí. Hoy en día uno va, les dice algo y responden: ‘A los sapos les matamos’. Yo no me animo de ir por allá, ya no me da ganas de ir”, narra Ney, para quien la situación es cada vez más complicada. Unos días antes de esta entrevista —menciona— mataron a alguien en el monte.

“La semana pasada hubo una muerte allá, dentro de Nueva Galilea, entre colombianos. El que mató era nativo, de Bellavista”, indica.

La violencia se ha instalado en sus bosques, allí donde temen hoy ir a patrullar. Una situación de la que quisieran huir, pero a la que se ven obligados a volver para sobrevivir.

“Cuando uno se va, se va una semana completa. Y cuando queremos, toca ir con la mujer, con los hijos, con todo toca ir, porque allá hay desayuno, almuerzo y cena. Y aquí cuando no hay comida, allá dan comida. Yo agarró a mis hijos y los monto al bote, hasta los perros comen allá”, dice sin sentir vergüenza. Edinson cuenta que por la arroba de hoja de coca recolectada les pagan 0.70 centavos de sol (menos de un dólar). Un niño de 11 años puede ganar alrededor de 29 soles diarios (8 USD), una mujer 56 soles (16 USD) y los hombres 105 soles diarios (31 USD).

Deja pasar unos segundos, nos mira a los ojos y agrega: “No hay nada más que dé plata aquí. Usted póngase a pensar, seriamente: si no fuera por coca, desaparecería todas las casas que hay en la zona, lanchas. Si no hubiera coca, no habría nada. El gobierno acá no da nada”.

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Los olvidados de la frontera

Sara, una mujer tikuna que nos pide ocultar su nombre real por seguridad, recuerda con mucha nitidez el día que llegó la erradicación a Cushillococha. Eran las 7 de la mañana y el sonido del altoparlante retumbó en la casa de sus moradores. El mensaje era claro y directo: ha llegado el ejército, hay que enfrentarlos.

“Toda la comunidad se alzó, éramos 300 personas. Niños, jóvenes, adultos, abuelos, todos. Yo no sabía qué iba a pasar, agarré a mi bebe y llegué. Los jóvenes empezaron a enfrentarse con la policía. Llegaron los Corah detrás. No hubo tanto herido, pero mucho enfrentamiento, golpe, intercambio de palabras. Le decíamos que no es justo que nos hagan esas cosas, que nosotros vivimos de eso”, narra Sara, quien recuerda sobre todo los rostros de desesperación de la gente.

Ella, como la mayoría de tikunas de Cushillococha, temía la llegada de la crisis. “¿Por qué nos hacen eso si somos el pueblo más olvidado de todos?”, se preguntaba esta maestra.

Sara recuerda que al año llegó Devida —institución del gobierno a cargo de la estrategia nacional de lucha contra las drogas— y el Pedicp —un proyecto del Ministerio de Agricultura que trabaja en el desarrollo integral de la cuenca del río Putumayo.

 

 

Ambas instituciones, según los entrevistados, propusieron los mismos proyectos a todas las comunidades: sembríos de cacao o de yuca, este último para producir ‘fariña’ (una harina en pequeños granos). Todos recuerdan la intervención de la misma forma: la llegada de los promotores a las comunidades, las capacitaciones, la gran cantidad de abonos que les dejaron y la ausencia de alimentos.

“Lo que pasó con Devida es que ellos trajeron bastante material para trabajar: abonos, bombas, implementación”, explica el teniente gobernador de Nueva Galilea, para quien hasta ahí todo estaba bien. “Lo que ellos no imaginaban —las comunidades— es que alimentos no venían en esa implementación, todo el mundo se enteró que no había comida para trabajar. Entonces en ese momento, todo el mundo entró en crisis”.

Para Pablo García de Buen Jardín, la pobreza en los distritos de frontera es inmensa. Él sobrevive vendiendo sus plátanos, yuca y el cacao que ha aprendido a procesar artesanalmente. Lo muele en casa y arma pequeñas bolas de chocolate que luego vende en Tabatinga. Tiene hoy tres hectáreas de cacao en producción, pero reconoce que no es suficiente.

“Con la plata se hace plata, pero si no hay plata, ¿cómo vas a hacer plata? Vivimos toda la vida en este estado en el que estamos, queremos progresar pero no hay quién nos apoye. Hacemos chacra, hacemos de todo, pero… ¿el comercio?”. Esa es la pregunta que se hacen todos.

 

 

Buscamos a Devida para preguntarles sobre la intervención y sobre cómo tienen planeado atender las necesidades de las comunidades indígenas de los distritos de Ramón Castilla y Yavarí, pero se negaron a dar una entrevista.

El silencio de Devida contrasta con las declaraciones del ministro del Interior, Carlos Morán, quien hace una semana confirmó que se realizarán acciones de interdicción en el Trapecio Amazónico desde este mes hasta octubre. “Vamos a erradicar 6200 hectáreas”, indicó escuetamente en el marco de un conflicto social por el inicio de las erradicación de coca en un poblado al sur del Perú. No obstante, según fuentes en el distrito de Ramón Castilla, la tensión ante la inminente llegada del Corah se ha reactivado, como la que existió cuando llegó por primera vez.

El General PNP Víctor Rucoba, director del Proyecto Especial Corah —que depende del Ministerio del Interior del Perú—, señala a la par de la erradicación debe ingresar Devida, pero los recursos no son suficientes. Tampoco tienen, explica, “la capacidad operativa para hacernos seguimiento [Devida]. Es más difícil”.

La página web de Devida, sin embargo, indica que su estrategia avanza muy bien en al menos 15 comunidades indígenas del Bajo Amazonas. Se anuncia el desarrollo de cadenas de producción de fariña, desarrollo comunal, formación de líderes, fortalecimiento de capacidades, asesoramiento técnico y mucho más. Precisamente figuran las tres comunidades nativas que mencionamos en este reportaje. No obstante, las transformaciones no las notan los habitantes de las comunidades, ni tampoco eran evidentes cuando este medio las visitó.

“Hay personas que están dedicadas al sembrío de cacao y haciendo su ‘yucal’ pero no resulta nada”, menciona Sara. Ella tiene un hermano que luego de la erradicación se dedicó por completo al cacao. Tres hectáreas tiene ahora, pero para Sara “por gusto lo ha hecho. Lo que salió, se pudrió, porque Devida no compra. Ahora ha empezado a sembrar coca nuevamente desde hace un año”.

Lorenzo Vallejos, jefe de asuntos ambientales de Unodc para Perú y Ecuador, precisa que la planificación es la base para un desarrollo alternativo exitoso y la investigación la mejor herramienta para este fin. “Una manera real de cómo hacer retroceder la actividad cocalera es conociendo qué tipo de productos o servicios pueden ser competitivos para migrar de la economía cocalera a una economía lícita, partiendo de estudios de aptitud del suelo o de herramientas como la ZEE (Zonificación Ecológica y Económica), e inclusive mediante la elaboración de planes de negocio”, señala.

 

 

Solo si el Estado ofrece salidas viables y sostenibles, añade, las comunidades pensarán en dejar la coca, incluso arriesgándose a ganar menos. “Saben que bajo una estructura legal, no estarán preocupados pensando en que las autoridades erradicarán sus parcelas haciéndoles perder dinero”.

En Buen Jardín de Callarú, Nueva Galilea y otras comunidades indígenas tikuna, el olvido se ve en los detalles: postas de salud inexistentes y —si las hay— sin medicinas, escuelas con tres profesores que enseñan en un mismo salón cinco grados distintos, servicios básicos que no se atienden, la dependencia de una economía ilícita para sobrevivir a la pobreza, la falta de confianza en las autoridades, el narcotráfico y muchas vidas pendiendo de un hilo. Con todo en contra, sin ver una oportunidad cercana y con las amenazas caminando cerca de ellos, así, un grupo de monitores ambientales insiste en conservar el bosque, esa selva que se rinde cada día frente al sonido de una motosierra para reemplazarla después por cultivos de coca.

 

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