- En San José del Guaviare, uno de los municipios más deforestados de Colombia, una antigua finca ganadera se convirtió en un laboratorio de sostenibilidad.
- La familia Zapata Sánchez ha sembrado más de 14 000 árboles y apuesta por la economía verde.
- La Reserva Natural Ñupana es una reserva de la sociedad civil y también es un refugio para animales víctimas de tráfico ilegal.
Estoy de pie al lado de un árbol de caucho por primera vez en mi vida. Uno entre los 390 000 millones de árboles de distintas especies que existen en la Amazonía. Calculo que mide alrededor de veinte metros porque no le llego ni a la primera rama, pero 15 Lauras, una sobre otra, tal vez alcanzarían la copa del árbol. Lo que sí puedo hacer es abrazarlo hasta juntar mis dedos al otro lado. En los costados tiene marcas de cuchilla y trepa por toda su corteza el musgo.
Basta con un corte poco profundo en esa corteza para que el látex brote como sangre blanca. En idioma quechua, caucho significa “madera que llora”. El botánico William Roxburgh lo bautizó como Ficus elastica pero muy pocos se aprenden ese nombre. Mejor seguir llamándolo caucho. O siringa. O árbol gomero.
Este árbol de caucho se encuentra en la Reserva Ñupana, un centro de rehabilitación de fauna silvestre de 56 hectáreas, ubicado en la vereda Aguabonita, una zona rural del municipio de San José del Guaviare. Otros cauchos tan portentosos como él forman una fila que se pierde de vista entre malezas y otros 14 000 árboles, entre abarcos y palmas como el cumare.
Ñupana es una isla verde rodeada de extensos potreros para ganado. Una isla que se resiste a entrar en las estadísticas de uno de los municipios más deforestados de Colombia. De 2002 a 2023, San José del Guaviare experimentó una pérdida significativa de 193 000 hectáreas de bosque natural, lo que significa que el 75 % de su área forestal desapareció.
Históricamente, la Amazonía ha sido testigo del 65% de la deforestación en Colombia, concentrándose principalmente en cuatro departamentos: Guaviare, Meta, Caquetá y Putumayo. Una de las principales causas de esta deforestación es la ganadería.
La primera que recibe a los visitantes de Ñupana por estos días es Roma, una zorra que descansa frente a la casa. Da vueltas con la cabeza ligeramente inclinada. Desarrolló vértigo tras sufrir el ataque de un depredador. Este es su nuevo hogar al lado de la familia Zapata Sánchez, de Héctor, Dora y sus hijos, Felipe y Samantha dedicados a conservar los bosques y acoger a la fauna silvestre víctima de maltrato y tráfico ilegal.
La puerta de la casa es de madera castaña. En cada rincón hay macetas rebosantes de plantas, sobresalen los tapetes adornados con patrones coloridos, aquí y allá unas sillas de playa y dando forma a toda la construcción unos ventanales inmensos que mantienen la conexión visual con la selva alrededor. El comedor: dos bancas sin respaldo y una mesa de madera envejecida.
Ante el grupo de estudiantes de la Javeriana que ese día los visita, Héctor toma la vocería y saca un mapa para ilustrar la evolución de la hacienda desde 1997. Explica que la antigua hacienda Santa Mónica, ahora conocida como Reserva Natural Ñupana, en aquellos primeros años era apenas un sueño marcado por la promesa de tierras fértiles y la ilusión de una vida ganadera próspera.
“Comenzamos con el sueño del ganado. Inseminación, tractor, establo, pasto de corte… Todo por el ganado”, recuerda Héctor esbozando una sonrisa. “Pero pronto nos dimos cuenta de lo difícil que era. No hay descanso en este negocio”.
Las divisiones de cercas eléctricas intentaron en vano contener el ganado y proteger la tierra, pero la lucha contra la topografía y el clima era ardua. “La capacidad del suelo era limitada. En invierno, los pastos se llenaban de agua, empeorando con el pisoteo de los animales”, explica. En el mapa de la finca se distinguen las zonas verdes que representan los pequeños bosques remanentes, testigos silenciosos de la intervención humana.
El contacto de la familia con el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (SINCHI), una entidad encargada de realizar, coordinar y difundir investigaciones de la Amazonía colombiana, marcó un punto de inflexión en la historia de la finca. Dora, quien se había graduado como ingeniera agroforestal, fue contratada por el Sinchi y comenzó a trabajar en procesos de reconversión forestal y en la implementación de proyectos productivos sostenibles en todo el departamento. “Aprendí mucho sobre enriquecimientos forestales y el manejo de las semillas de plantas nativas”, dice ella.
De hecho, el SINCHI está implementando un modelo de restauración ecológica en San José del Guaviare, en colaboración con la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico (CDA) y el Ministerio de Ambiente. El proyecto involucra a más de 165 familias en la restauración de ecosistemas críticos, como sabanas y bosques inundables, y busca mejorar la conectividad ecológica y promover un desarrollo rural sostenible.
Esas ideas y procesos que ayudaba a impulsar como funcionaria del Sinchi comenzaron también a germinar en su propia cabeza y en la de Héctor, hasta que decidieron hacerlos realidad en su propia finca. “Comenzamos a sembrar árboles y vimos su bondad”, dice Héctor. Los animales regresaron a la finca. El suelo se enriqueció. El microclima de la hacienda cambió. La familia entera encontró una nueva forma de vivir en la selva.
Ñupana y sus 14 000 árboles
En 2008 la Finca Santa Mónica se transformó en la Reserva Natural Ñupana. Todo lo que fue potrero, ahora se está regenerando. De las 54 hectáreas de finca, 42 se reconvirtieron de potreros a vegetación nativa. “Nos convertimos en una reserva de la sociedad civil”, explica Héctor. “Fue una decisión audaz, pero sabíamos que era lo correcto”. El ganado fue retirado hace más de diez años, y la reserva se convirtió en un faro de conservación en la región.
Ñupana es una palabra en lengua Cubea que significa remanso de paz. “Es un centro de rehabilitación de fauna y un santuario para la vida silvestre”. Aunque el camino hacia la conservación ha sido desafiante, Héctor y su familia están comprometidos con el lugar. “Mis cenizas estarán aquí”, declara. “Este es mi hogar y mi vida”.
Una de las primeras decisiones fue dejar de rociar herbicidas. Así, poco a poco,
comenzaron a volver las gramíneas. Lo que antes era un patio, transformado por las vacas en una tierra desgastada, comenzó a revivir. También se asomó el musgo indicando una evolución estructural del suelo. Es uno de los mejores indicadores del proceso de curación que atraviesa este lugar. “Vamos sanando”, dice Héctor.
También se excavaron profundos agujeros y se aplicó cal para equilibrar el pH del suelo y se sembraron árboles de mayor porte. Son más de 14 000 árboles. Casi todos los sembró Héctor con sus propias manos: “Yo le digo a mis hijos que ellos ya no necesitan sembrar. Si algo es sentarse a esperar a que ellos crezcan”.
Crecieron abarcos, un árbol de tronco recto y robusto, con una corteza gruesa de color grisáceo que estuvo al borde de la extinción en Colombia. “Este árbol mostró un buen desarrollo en la región por el clima. Cuando plantamos abarcos en los enriquecimientos forestales, se generaron muchas semillas y formaron su propio rodal, su propia familia”, explica Dora. Crecieron las palmas de cumare con su tronco leñoso lleno de púas, las mismas que proveen de fibras a los indígenas para tejer hamacas y semillas para instrumentos que usan en bailes. A los monos les encantan esas semillas.
Antes el suelo era árido y seco, con muy poca agua disponible, comenta Dora y agrega que “apenas había señales de vida; ni siquiera encontrábamos lombrices”. Poco a poco la tierra colorada y seca comenzó a cubrirse de materia orgánica.
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Un refugio de animales víctimas de maltrato
Afuera de la casa, rondando cerca de Roma, noto la presencia de un mono capuchino saltando. Se llama Macaco. Llegó a la reserva con una pata rota y, tras una cirugía, se
determinó que lo mejor era amputarla. Macaco se mueve a sus anchas por aquella finca. La cola de los monos capuchinos es más importante que el resto de sus miembros. Con ellas se cuelgan y descuelgan de los árboles. Pero otros animales rescatados por la familia Zapata no gozan de la misma vitalidad y para ellos fue necesario construir algunos recintos que forman un pequeño zoológico a unos metros de la casa principal. “Aquí ni cazamos, ni matamos. Estos son animales que han sido intervenidos y vienen a la reserva a ver si los podemos sanar”.
Fofi, por ejemplo, es un ocelote hembra que lleva poco más de un año en la reserva. “Era de una mujer y comenzó a volarse de la casa y le dijeron a la señora: O le pone juicio o la matamos”. Un puma y un yaguarandí completan la lista de felinos que encontraron refugio en este lugar.
Entre 2020 y 2024, la reserva ha recibido 383 animales, siendo los más comunes loros, zarigüeyas, primates, tortugas y felinos. De estos, 86 han sido liberados.
Para financiar el centro de fauna, todo se basa en el voluntariado. Los ingresos provienen de rifas, venta de camisetas, atención a grupos y recorridos, según comenta Dora. Además, algunas personas apadrinan animales. “En este momento tenemos un padrino que nos ayuda con los pumas, enviándonos carne cada ocho días. También hay supermercados que nos donan frutas y verduras que no logran vender, y con eso nos sostenemos”, explica.
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Apuesta por la bioeconomía
Caminar por Ñupana da la sensación de caminar sobre un colchón natural. Héctor guía el recorrido y va contando una historia tras otra hasta que llegamos a la hilera de árboles de caucho.
“Estos son los árboles de caucho, que en la Amazonía desataron tanta violencia, tanta muerte”, explicó Héctor. Entre 1879 y 1912 murieron más 40.000 indígenas durante La fiebre del caucho. Colonos como el famoso Julio César Arana del Águila aprovecharon el vacío legal y la lejanía para construir una perversa empresa basada en una exclavitud moderna.
En Ñupana, la extracción de ese recurso natural se ha convertido en la promesa de un mejor futuro para la Amazonía. “Ellos tumbaban los árboles o sacaban el látex a machete, cortando por cualquier parte indiscriminadamente”, explicó Héctor mientras rasgaba con una cuchilla afilada la corteza. En segundos, el árbol comenzó a chorrear lágrimas de látex que iban escurriendo por el tronco. El líquido se sentía como pegamento, pero no tan viscoso y se solidificaba al instante.
El cultivo de caucho en la finca es una inversión a largo plazo. Desde que se planta el árbol se necesitan aproximadamente siete años para que comience la etapa de rayado, que es el proceso mediante el cual se extrae el látex. Este puede mantenerse por más de 20 años, con extracciones regulares cada dos días.
Ñupana está asociada con Asoprocaucho, una organización que procesa el látex y asegura su venta. No solo lo comercializan en su forma líquida, sino también como láminas de caucho, y hasta el “ripio”, el sobrante del proceso, tiene valor comercial. Aunque los precios pueden fluctuar, el caucho es una fuente confiable de ingresos. Según los análisis de Asoprocaucho, con tan solo tres hectáreas de caucho en plena producción, una familia puede mantenerse económicamente.
Las plantaciones de caucho tienen un impacto positivo en el ambiente porque contribuyen a la recuperación del suelo, aumentando la cantidad de materia orgánica. Además, se convierten en un hábitat para la fauna local, pues las semillas que caen de los árboles atraen a conejos silvestres, y “bandadas de hasta 40 guacamayos visitan la finca para alimentarse”, dice Dora.
Héctor, jugueteando con el látex entre su índice y su dedo pulgar, se dio la vuelta para regresar a la casa y exclamar convencido de que es posible inventar una nueva economía para la Amazonía, una economía sostenible: “Son los productos no maderables del bosque”.
*Este artículo hace parte de una alianza con el programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Javeriana en Colombia.
**Imagen principal: Héctor Zapata, Dora Sánchez y Samantha Zapata, fundadores de la reserva Ñupana, en San José del Guaviare (Colombia). Foto: Laura María Villarraga Ariza.