Bote ilegal de la minería del oro en Perú. Foto cortesía de Katy Ashe.
En el asiento de atrás de una motocicleta que no funciona muy bien recorro velozmente kilómetros de un sendero sinuoso que atraviesa el denso bosque tropical húmedo de la Amazonía; no hay un sólo instante en que el conductor tenga más de unos cuantos metros de visión del sendero. Miríadas de criaturas bizarras yacen camufladas en las densas parras y el exuberante follaje; bandadas de loros sobrevuelan en coloridos arco iris; un perezoso de tres dedos cubierto de musgo se balancea de una rama voladiza; al fondo se escucha el ruido sordo incesante de una tropa de monos rojos aulladores; hormigas cortadoras de hojas forman miles de carreteras que se arrastran por el suelo del bosque. Inclusive el aire húmedo y caliente se siente vivo.
De un momento al otro el bosque se acaba. Un aire seco y polvoriento me quema las fosas nasales. El candente sol ecuatorial, ya sin el filtro de las capas de dosel vegetal de monte bajo, nos abate con toda su potencia. Estamos en una vasta expansión de desierto arenoso, la línea de arboles apenas visible al otro lado. La cicatriz de deforestación se extiende por kilómetros hacia el horizonte.
Se desenvuelve una escena apocalíptica. Enormes cráteres lodosos se explayan por doquier en el arenoso terreno, llenos de aparejos mineros improvisados. Mineros auríferos ilegales de ropa harapienta se hallan parados al lado de motores desvencijados que absorben lodo terroso a través de largas mangueras. Sus rostros están cubiertos de aceite de motor y tierra, y se mantienen en pie fatigados por días de dieciocho horas. Grupos de hombres vocean desde las fosas cuando paso, confundiéndome con una nueva prostituta para el campamento.
Esta es la escena por la que atravieso cada mañana de paso a las zonas de minería ilegal del oro en Madre de Dios, Perú. Como graduada de ingeniería medioambiental de la Universidad de Stanford vine a esta región del alto Amazonas para estudiar los niveles de mercurio en la población humana. Estas minas ilegales usan mercurio para extraer el polvo de oro que se halla en el lodo, en manchas y guijarros diminutos.
Cada año se libera unas 40 toneladas de mercurio en esta región. La perjudicial toxina se abre paso a la comida, al agua y al aire que sostiene la diversidad de pueblos y animales que se encuentran aquí. Toca toda forma de vida en esta cuenca; envenenando inclusive a quienes no toman parte en la industria minera y a gente que ni siquiera vive cerca a la zona de minería. Estaba decidida a determinar el alcance del envenenamiento por mercurio que provoca una actividad minera en dramático aumento.
Ubicado en la Cuenca Amazónica occidental, este sitio es uno de los más biodiversos del planeta. Alberga algunos de los trechos menos estropeados de la selva amazónica y es santuario vibrante de especies que, desafortunadamente, han ido desapareciendo precipitadamente en los últimos años conforme la minería artesanal del oro se convierte en una industria en auge. Sólo el año pasado el precio del oro en el mercado mundial se duplicó, fustigado por el miedo que cundió durante la crisis económica en el mundo.
Los precios récord del oro han llevado a un auge en la minería aurífera ilegal en Perú, que emplea a 100.000 personas en el país y que está valorada en $640 millones por año. Una población migrante pobre, típicamente de las tierras altas peruanas, acude en tropel, especialmente a esta región de la selva amazónica; aproximadamente 300 personas arriban a la región cada día, casi todas en busca de trabajo en la minería del oro. El gobierno confirma que a la fecha la minería ha destruido más de 500.000 hectáreas de bosque tropical lluvioso en Madre de Dios pero los grupos ecologistas en el terreno aseguran que la cifra real es tres veces mayor. La cantidad exacta es difícil de determinar pues la tasa de deforestación se ha triplicado en los últimos tres años.
Las zonas mineras son el Lejano Oeste en su peor expresión posible. Avenidas tortuosas de barriadas que parecen no tener fin se extienden por el centro de las zonas mineras; llenas de moradas improvisadas, prostíbulos, restaurantes y clubes nocturnos, todo construido con lonas negras y azules. Ciudades erigidas casi de un día al otro y, por la mañana, los residentes han destruido sin más ni más uno de los ecosistemas más biodiversos en el planeta.
La devastación inmediata es obvia: bosque talado y quemado, canales de río con pilas de escombros, canales por los cuales miles de toneladas de suelo amazónico son lavados en ráfagas de mangueras con agua a alta presión.
Los borrachos caminan a traspiés por los principales corredores a toda hora del día. Las mujeres se sientan a las puertas de los prostíbulos en sillas plásticas de jardín, promocionando holgazanamente sus respectivas carpas. Los infantes chapotean en los charcos de minería contaminados de mercurio mientras los niños se lanzan objetos metálicos corroídos. Agarro el aro de hierro serrado y corroído de un niño pequeño, sólo para que su madre me reprenda por robarle su juguete.
En el mundo del cual vengo, cuando un termómetro de mercurio se rompe en un aula de secundaria se evacúa el aula y, durante toda la tarde, gente en traje de protección química la limpian exhaustivamente. Este niño vive en un mundo en el que el mercurio suele verse como un laxante aceptable –en esencia lo que hace el increíble peso del mercurio es empujar hacia afuera todo lo que está en el tracto digestivo.
El mercurio se ha usado en la minería del oro desde los tiempos de los Incas pero lo que ahora se está liberando es devastador. Lastimosamente, en los campamentos mineros poco se sabe del modo apropiado de usar el mercurio. Sostienen el mercurio en sus manos desnudas y mezclan el tóxico metal en baldes de tierra con sus pies desnudos. Una vez que han recuperado la mezcla de mercurio y oro de la tierra, la calientan en una sartén sobre el fuego para separar el mercurio del oro, haciendo que tome forma de vapor, algo increíblemente peligroso de aspirar. Las supersticiones locales llevan a rechazar las tecnologías de reciclaje del mercurio. El hecho de que la minería que se hace de esta forma sea una actividad ilegal hace casi imposible intervenir con programas educativos.
La encuesta de salud que usé para entrevistar a cientos de personas que viven en las zonas mineras contiene cinco preguntas simples que sólo requieren responder con una palabra pero usualmente dieron pie a historias de vida.
Un hombre de mediana edad de aspecto extenuado se sentó en la sala de espera del consultorio médico. Su cara estaba cubierta del polvo de tan de los campamentos mineros y sus manos estaban agrietadas por muchas horas de trabajo con maquinaria pesada. Sus oscuras ojeras sugerían que acababa de salir del turno de la noche. Cuando me acerqué a él para preguntarle si le importaría participar en mi estudio sobre la contaminación con mercurio, me dirigió una lacónica sonrisa a medias. Parecía desanimado pero se sentía obligado por compasión. Le hice las preguntas usuales, ” ¿Cuántos años tiene? ¿Dónde vive?”
Me detuvo cuando estaba a la mitad de mi interrogatorio, “su próxima pregunta es con cuánta frecuencia como pescado,” interpuso mientras me asía del brazo y me miraba a los ojos. Estaba en lo correcto. Pronto estaba desenmarañando la larga historia de cómo había acabado en los campamentos mineros. El sabía lo que iba a preguntar porque era catedrático de estudios medioambientales en las tierras altas. En un curso solía enseñar a sus estudiantes la naturaleza ecológicamente destructiva de la minería artesanal. Sin embargo, cuando se recortó el presupuesto en su institución fue despedido junto a otros muchos catedráticos.
Comenzó rogando le disculpase. Explicó que había buscado un trabajo serio por años antes de recurrir a la minería pero eventualmente siguió la promesa de seguridad financiera, por lo menos temporalmente. “Tiene que entender,” suplicó, “No quedaba nada que pudiera hacer.” Desesperadamente traté de contener sus disculpas.
La gente que entrevisté solía pedirme disculpas o ayuda. Las mujeres me rogaban que les trajese medicinas para sus hijas/os. Las prostitutas, generalmente más jóvenes que yo, exigían saber por qué debían confiar en mí, una extraña, después de todo lo que les había pasado.
“¿Les gustaría participar en mi estudio?” pregunté a un grupo de doce jovencitas sentadas a la puerta de una carpa burdel bastante grande. Todas estallaron en carcajadas y en comentarios a causa de mi acento. “¿Eres de los Estados Unidos?” me preguntó una de ellas. “Sí,” repliqué y repetí la pregunta—¿les gustaría participar en mi estudio? Todas tenían menos de dieciocho años de edad, lo que las hacía muy jóvenes para participar en mi estudio.
El contraste era abrumador. Las directrices de mi investigación me prohibían incorporarlas a mi estudio para proteger a menores de edad. Mas, aquí estaban, compartiendo un sino de prostitución. Estaban decepcionadas de no poder ayudarme y me exigieron quedarme y conversar con ellas por un rato.
Las muchachas acabaron en un campamento después de enterarse que había un restaurante buscando meseras y dispuesto a pagar grandes sumas de dinero. Como amigas de las tierras altas se montaron de inmediato en un bus y bajaron juntas hasta la selva. Lo que encontraron no fue lo que estaban esperando: los restaurantes del campamento minero servían alimento sólo por unas cuantas horas al día—el resto del tiempo eran las muchachas mismas las que estaban en el menú. Literalmente al final del camino y sin dinero para volver a casa, las niñas pronto se vieron enganchadas en la prostitución.
“Estamos hacienda mucho dinero,” dijo una niña mientras con vergüenza se miraba los zapatos. Otra dijo inesperadamente, “no significa que nos vayamos a quedar aquí más de un mes.” Las otras niñas se hicieron eco y estuvieron de acuerdo sin mucha convicción. La enormidad de su situación pesaba en sus expresiones cuando se quedaron calladas, en contraste con el flujo burbujeante de las preguntas que me estaban haciendo sobre mis músicos favoritos. Todas garabatearon sus direcciones electrónicas en una hoja de papel de cuaderno y, mientras me alejaba, me pidieron que me mantuviese en contacto.
Su historia no es rara. Se estima que 1.200 niñas entre los 12 y los 17 son, usualmente a la fuerza, reclutadas para prostitución infantil. Al menos un tercio de las prostitutas en el campamento son menores de edad. Si las otras mujeres en los campamentos mineros son una indicación, las niñas se quedarán ahí mucho más tiempo del que se imaginan. Una vez en los campamentos, es extremadamente difícil escapar. Los mineros les avisan a los proxenetas si las prostitutas tratan de escapar y guardias portando armas protegen los únicos senderos que salen de los campamentos a través de la densa jungla. Aunque los proxenetas no retienen a las mujeres contra su voluntad, muchas mujeres no tienen recursos para escapar.
Cuando preguntaba a las mujeres en el negocio de la prostitución por cuánto tiempo habían estado en el campamento minero, solían sorprenderse del tiempo que había pasado. Una mujer exclamó, “¿dos años?… ¿¡He estado aquí dos años!?” antes de empezar una larga sarta de maldiciones, halándose horrorizada el cabello.
Esa era la respuesta habitual que escuchaba tanto de mineros como de prostitutas después de que me decían cuánto tiempo habían estado en los campamentos. “Jamás pensé quedarme aquí tanto tiempo,” dijo un minero después de informarme que había estado en el campamento por un año y medio. El tiempo en las eternas fosas de arena ya no es más que un vago lapso de días monótonamente largos, con 24 horas de motores quejumbrosos de minería como telón de fondo.
En promedio, un minero sólo se queda dos años en los campamentos; tiempo suficiente para ahorrar un poco de dinero para regresar a su pueblo y comenzar un pequeño negocio o volver a la escuela. Generalmente me hablaban de sueños bastante modestos. “Quiero un pequeño restaurante,” explicó un minero de veintitantos años, “basta un lugar pequeño; no necesito algo elegante… un lugar seguro en donde pueda tener una familia.” Mucha gente hablaba nostálgicamente de su pueblo en las montañas, en donde la vida era más simple y menos peligrosa en casi todo aspecto.
Mi investigación llegó en la mitad de un feroz debate político. Tuve suerte de lograr entrar a los campamentos mineros ilegales, de lograr pasar los guardias armados y las entradas encadenadas para impedir el ingreso de quienes no eran mineros. Me enteré que habían disparado a todos los demás investigadores y periodistas que trataron de hacer lo mismo. La única diferencia fue que me hice amiga de una persona jovial de la localidad a quien se quería mucho en los campamentos porque daba recomendaciones gratuitas a las mujeres embarazadas y a los mineros enfermos.
En la plaza de Puerto Maldonado, capital de Madre de Dios, la gente grita a todo pulmón a través de megáfonos. Las tribus indígenas locales se aparecen para gritar, “estamos siendo envenenados; se están apropiando de nuestra tierra.” Los mineros llegan al día siguiente para refutar con violencia, “Entonces ¿por qué el mercurio no me hace daño a mí?” o “Necesitamos los trabajos para sobrevivir.” Una constante competencia de gritos que se hace cada vez más fútil se esparce por la región. Es improbable que la lucha entre puntos de vista tan disímiles lleve a soluciones pero desnuda la creciente desesperación y el sufrimiento que están en el corazón del problema.
¿Quién tiene la culpa de esta catástrofe? Los propios mineros han sido el blanco más popular y más conveniente hasta ahora. Desafortunadamente, esta posición también ha mostrado ser la menos efectiva.
En 2010, el ministro peruano del Medio Ambiente colocó severas restricciones a la minería en esta región. Esto llevó a un enfoque desacertado de permisos más estrictos y a que las tropas militares peruanas intentaran sacar a los mineros a la fuerza. Sin embargo, aun si se lograra expulsar a algunos mineros, miles siguen en camino desde las tierras altas para ocupar sus lugares. Un estudio reciente muestra que la deforestación en esta área está aumentando con mayor rapidez que antes.
Mientras haya mercurio disponible a un precio suficientemente bajo, la gente encontrará la forma de trabajar en minería. El oro trae suficiente dinero y la gente en las tierras altas es lo bastante pobre para mantener esta industria en auge, sea o no ilegal. Mas, si los suministros de pobreza y codicia son inagotables, el suministro de mercurio no tiene por qué serlo.
Perú importa casi todo el mercurio que se usa en el país, unas 280 toneladas en 2010, y más del 95 por ciento de eso va directamente a la minería artesanal. Eso hace que sea una canilla de fácil acceso que el gobierno nacional podría elegir cerrar pero aun si Perú adopta una política efectiva que detenga en seco la minería ilegal del oro ¿qué pasará con más de 30.000 mineros del oro a los que se estará volviendo a dejar a su suerte?
No hay una respuesta simple a este problema. Aun así, en el camino a una solución práctica, una cosa es devastadoramente clara, la era de acusaciones y de blancos fáciles necesita llegar a su fin.
Vista aérea de las cicatrices que dejan las minas de oro en la Amazonía peruana. Foto por: Rhett A. Butler.