El proyecto periodístico Tierra de resistentes —en el que participaron Mongabay Latam y GK—  levantó una base de datos de amenazas, asesinatos, ataques, desapariciones, desplazamientos forzados y acosos judiciales que sufrieron en los últimos diez años los líderes ambientales en Perú, Ecuador, Colombia, Brasil, Bolivia, Guatemala y México. Sumaron 1179 hechos victimizantes contra hombres y mujeres, y 177 contra comunidades u organizaciones. En Ecuador, el tipo de violencia más frecuente fue, precisamente, el acoso judicial. Dos años y medio después de que acabó el gobierno de Correa, algunos acusados recuerdan con amargura esos momentos de persecución; otros, hace apenas un año lograron transitar sin temor a que los detengan por un delito que no cometieron.

Durante el gobierno de Rafael Correa, las razones más comunes de protesta indígena fueron la defensa al territorio y el rechazo a la extracción minera y petrolera. El economista, ecologista, y expresidente de la Asamblea Constituyente durante el régimen de Correa, Alberto Acosta, reconoce que todo extractivismo demanda violencia. Explica que, además de los daños irreversibles a la naturaleza, instalar un campamento minero o un campo petrolero implica un desplazamiento forzado de una población. “Eso ya es violento”, señala.

Claudio Washikiat, dirigente de Territorio de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), y la dirigente indígena de la provincia de Morona Santiago, Rosa Fernanda Tuits, fueron dos de los 98 acusados durante el conflicto de Nankints, el segundo caso con más detenciones después del paro nacional de 2015. Este, reventó cuando en 2016, Explorcobres S.A. —una minera con capitales chinos—  llegó a ocupar el territorio ancestral shuar Nankints para instalar el campamento minero La Esperanza, causando un violento enfrentamiento entre los Shuar y policías y militares.

En los enfrentamientos , un policía murió. Un contingente de militares y policías llegó entonces hasta las poblaciones shuar donde, suponían, se escondían quienes le habían disparado al agente. La cuadrilla acampó en la parroquia de San Carlos Limón y caminó hasta las comunidades de San Pedro y Tsum Tsuim. Rosa Fernanda Tuits, de San Pedro,  cuenta que los policías rompieron las puertas de sus vecinos, entraron violentamente a las casas desbaratándolo todo, revolviendo entre las pocas pertenencias, en busca de armas o indicios de los culpables, obligando a muchos habitantes a huir de su pueblo aterrorizados.

Rosa Fernanda Tuits fue acusada —junto con otras 49 personas— de asesinar al policía José Mejía.

Según Tuits, cuando murió el uniformado, ella no estaba en el campamento donde quedaba Nankints. “Yo ese rato estaba caminando hacia Tsun Tsuim porque los niños estaban asustados por los disparos y en medio camino los militares me tomaron fotos y me grabaron. Yo les dije que se vayan porque los niños tenían miedo”.

 

Tuits no sabe qué evidencia utilizaron los policías para inculparla, pero pocos días después, a las seis de la mañana, la detuvieron y la llevaron hasta la ciudad más cercana, Gualaquiza, para que declarara. Ese día, cuenta Tuits, la abogada que le habían asignado de la Defensoría Pública le dijo que su caso era complicado al tratarse de asesinato. “Se me bajaron las lágrimas, ‘yo tengo mis hijos, no he hecho nada’, le dije a la abogada”. Para demostrar su inocencia, durante tres meses, todos los miércoles, Tuits se tuvo que presentar al Centro de detención provisional de Gualaquiza.

Para hacerlo, debía recorrer más de sesenta kilómetros. Caminaba una hora, tomaba una tarabita de cinco minutos, se subía a un bus precario conocido como ranchera durante una hora y media más y luego tomaba un bus que tardaba hasta tres horas en llegar a la ciudad. Ese recorrido lo hizo al menos 12 veces en el 2016. “Gasté en pasajes, comida, dejé a mis hijos botados en San Pedro”, dice Rosa Fernanda Tuits. Las otras 49 personas acusadas del asesinato —todas habitantes de comunidades shuar que subsisten, en su mayoría, de la ganadería y agricultura— vivieron situaciones similares.

La Fiscalía archivó finalmente el caso en contra de Tuits al no  encontrar suficientes pruebas y ella no presentó ninguna denuncia en contra de quienes la habían perseguido. “ Me dijeron que haga pero no tenía dinero. Quería reclamar. Yo sí gasté, pasajes, comida, y mis hijos quedaron botados”, se queja Tuits.

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Delitos con dedicatoria

Además de asesinato, el resto de delitos que les fueron imputados a quienes resistieron fueron intimidación, incitación a la discordia entre ciudadanos, robo, ataque o resistencia, abigeato, receptación, daño al bien ajeno, hurto y tenencia de armas.

Pero antes, ya existían casos de acoso judicial. En 2013, las dirigentes indígenas Patricia Gualinga, Nema Grefa y Margot Escobar, entre otras, fueron acusadas de terrorismo y sabotaje. Las mujeres amazónicas habían protestado en las afueras del Ministerio de Hidrocarburos donde se negociaba la undécima ronda petrolera. “Había injerencia directa desde el Ejecutivo hacia el poder judicial e incluso hacia la Fiscalía”, recuerda Patricio Meza. Según él, la fórmula parecía sencilla: cada vez que un ciudadano se quejaba públicamente de alguna decisión del gobierno, “había una sabatina [el programa semanal de rendición de cuentas de Correa] donde decía tal persona, tal día, es un majadero, malcriado… y caía todo el peso de la Ley. El lunes llegaba la citación y comenzaba el proceso”.

La fórmula del acoso judicial se describe, casi a la perfección, con el caso de Pepe Acacho. El dirigente shuar, opositor de Rafael Correa, fue acusado del asesinato del profesor Bosco Wisum, quien murió en los enfrentamientos durante la marcha por la Ley del Agua, en Macas, la capital provincia de Morona Santiago. La protesta —que exigía un territorio libre de minería, que se respetara la consulta previa y que no se limitara  el acceso al agua— fue una de las primeras marchas multitudinarias en contra del gobierno de Correa. El proceso de Acacho duró nueve años en los que su delito mutó de sabotaje y terrorismo a terrorismo organizado y finalmente a paralización de servicios públicos. Primero estuvo acusado a 12 años de prisión y luego su condena bajó a 8 meses. Su abogado, Julio César Sarango, dice que Acacho fue injustamente procesado. A mediados de 2019, unos correos electrónicos entre exfuncionarios del gobierno de Rafael Correa, que fueron filtrados y ahora forman parte de una investigación de la Fiscalía, demostraron la afirmación de Sarango: desde la Presidencia hubo intervención en la justicia por el caso de Acacho. Concretamente se intervino en los procesos de apelación y nulidad que presentó su abogado siendo negados.

Para demostrar el modus operandi del Estado, la Conaie y otras organizaciones sociales lanzaron en 2016 la campaña Resistir es mi derecho. Con videos, ilustraciones y fotografías con textos, los indígenas contaban sus historias revelando cómo habían sido perseguidos judicialmente.

“El 15 de agosto de 2015 fui maltratada salvajemente. Me acusan por defender la tierra, el agua y la educación de mi pueblo”, está escrito al lado de una fotografía de Teresa Cango, una mujer del pueblo indígena saraguro, que vive al sur del Ecuador.

“Todos somos inocentes, no nos han encontrado pruebas. Quiero que el juicio termine porque mi familia ha sufrido mucho”, dice al lado de la imagen de Carmen Medina, otra mujer de Saraguro.

El nombre de la campaña hace alusión al artículo 98 de la Constitución ecuatoriana que garantiza el derecho de personas y colectivos a ejercer resistencia. Un derecho que, durante tres años, le fue coartado a 2187 personas.

La estrategia Resistir es mi derecho se reactivó en 2017 cuando Rafael Correa dejó el poder, abriendo paso a otra campaña complementaria: Amnistía Primero. Cuando el nuevo presidente Lenín Moreno asumió la presidencia, en mayo de ese año, dijo que se reuniría con diferentes sectores sociales a dialogar. El movimiento indígena le respondió que antes de sentarse a conversar, exigía la amnistía para 177 personas y el indulto a otras 20 —la mayoría relacionados a las protestas socioambientales que se dieron en el Ecuador desde 2008.

Según Andrés Tapia de la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (Confenaie), Moreno otorgó siete indultos y luego se reunió con los dirigentes. Pero dos años después de esa reunión, Luis Guamán —asesor jurídico de la Conaie— dice que entre el gobierno de Rafael Correa y Lenín Moreno casi no hay diferencia. “No ha cambiado nada porque los procesos de diálogo no avanzaron. El gobierno anterior sí era mucho más violento, este es pacífico, pero en el fondo no ha cambiado, son puras ofertas que no se cumplen”. Según Tapia, luego de esos 7 indultos, solo se dio uno más, el de Pepe Acacho en 2018.

Los dirigentes y manifestantes que accedieron al indulto están libres, pero no contentos con las políticas actuales: la minería a gran escala empezó oficialmente en el país en julio de 2019 y las licitaciones de bloques petroleros no se han detenido.

Mongabay Latam y GK buscaron la versión del actual gobierno de Lenín Moreno. Sin embargo, hasta la publicación de este especial, no hubo respuesta.

Alberto Acosta señala que si bien la represión desde el Estado ha existido por décadas en el Ecuador, “en el gobierno de Correa fue mucho más marcado porque fue tremendamente autoritario”. Según cuenta, quería que desaparecieran todos estos grupos sociales que estaban frenando ese proceso (en el que Correa quería tener el control de las organizaciones sociales) que según él iba a resolver el resto de problemas de la colectividad. “Dicho proceso vino acompañado de la persecución, criminalización y la utilización de la justicia para perseguir a la gente”, dice el mentor y posterior adversario de Correa.

Acosta también recuerda que toda aquella represión era respaldada por violencia mediática cuando llamaba “ecologistas infantiles” y “atrasa pueblos” a quien se oponía a la minería o a la extracción petrolera.

“Hemos perdido demasiado tiempo para el desarrollo, no tenemos más ni un segundo que perder” decía Rafael Correa en 2011. “Los que nos hacen perder tiempo también son esos demagogos: no a la minería, no al petróleo. Nos pasamos discutiendo tonterías. Oigan en Estados Unidos, que vayan con esa tontería, en Japón, los meten al manicomio”.

Nadie llegó al manicomio luego de oponerse a los proyectos del expresidente. En cambio, muchos fueron a parar a centros de detención provisional o a las cárceles por delitos que no habían cometido.

Según Andrés Tapia de la Ecuarunari —la organización que agrupa a las nacionalidades indígenas amazónicas del país—  “la mayoría de los casos fueron cayendo pues no existían pruebas”. Hay algunos, dice, que siguen vigentes pero “sin mayor éxito”. En su opinión, el aparataje que antes invertía tiempo y dinero en perseguirlos y mantener el caso activo —como el caso de Acacho— ya no está concentrado en ese tema.

 

Imagen principal: La dirigente indígena Rosa Tuits interviene en una asamblea del pueblo shuar en febrero de 2019 donde discutían sobre su resistencia a los proyectos mineros. Foto: José María León

 

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