A pesar de llamar a las autoridades actuales de la Dirección de Recursos Naturales de Formosa no pudimos tener su versión. Pero los habitantes de la zona tienen un punto: lo ocurrido en las últimas semanas viola por lo pronto la norma que ordena la citada audiencia pública previa a cualquier desmonte.

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Una historia de fincas desmontadas

 

La tarea de las topadoras en las actuales circunstancias tal vez resulte indignante, aunque en ningún caso puede considerarse sorprendente. En el Gran Chaco argentino, la deforestación es un goteo que cae de manera constante sobre los bosques nativos y ni siquiera respeta las zonas que la Ley de Bosques sancionada en 2007 establece como espacios protegidos. El segundo pulmón más importante del continente concentra el 80 por ciento de la pérdida de ecosistemas originales en el país, unas 5 millones de hectáreas en las dos décadas del siglo XXI, según se desprende de sucesivos informes del Ministerio de Medio Ambiente de la Nación.

Que el pasado 20 de mayo la agencia espacial norteamericana NASA haya elegido dos fotografías de la región —una de diciembre de 2000 y otra de diciembre de 2019— como “imagen del día” da una pauta de la magnitud del desastre. Centradas en un área del Chaco salteño, las fotos permiten observar con claridad el alcance de la devastación.


En el caso específico de Formosa, 99 522 hectáreas de monte han sido barridas por las máquinas en los últimos cuatro años. Las restantes provincias que componen la ecorregión tampoco se quedan atrás.

Apenas unos días antes de lo sucedido en La Fidelidad, el 13 de marzo, en la vecina Chaco las autoridades paralizaron tres desmontes ilegales que se estaban efectuando en diferentes sectores del oeste de la provincia. Entre todos sumaban una superficie de 185 hectáreas.

No es necesario retroceder mucho en el tiempo para encontrar el siguiente antecedente. En los últimos días de enero, la organización ambientalista Greenpeace Argentina fotografió desde el aire la labor de deforestación en seis fincas del Chaco. “La idea no solo es denunciar sino también alertar al gobierno local para que actúe si es necesario”, subrayaba en ese momento Hernán Giardini, coordinador de la campaña de bosques de la organización.

Las autoridades chaqueñas confirmaron que en una de las seis localizaciones —algunas de ellas, próximas al Parque Nacional Copo y al Parque Natural Provincial Loro Hablador—, perteneciente a Daniel Cussigh Danta y ubicada en el Departamento de Almirante Brown, se estaba deforestando sin permiso y por ello se había dado inicio al procedimiento de infracción respectivo.

En los cinco casos restantes, a pesar de que las organizaciones medioambientales demandaron una sanción inmediata, las autoridades señalaron que contaban con las autorizaciones necesarias. El área afectada, también allí, se convertirá en terreno agrícola o se destinará a la producción ganadera.

Hacia el oeste, en Salta, entre septiembre y octubre del año pasado, las imágenes satelitales descubrieron el desmonte de dos fincas de 300 y 530 hectáreas respectivamente en los distritos de Anta y General San Martín. “Estaban autorizados”, aseguró Silvina Borelli, Jefa del Programa de Control y Fiscalización del Ministerio de Producción y Desarrollo Sustentable salteño.

El período de cuarentena obligatoria dictado por el Gobierno nacional debido a la pandemia de Covid-19 no ha mejorado esta situación. El último informe emitido por la organización Greenpeace indica que en el primer mes de aislamiento fueron deforestadas 6565 hectáreas en todo el Gran Chaco, la mitad de ellas en la provincia de Santiago del Estero.

“Existe en las provincias un entramado de poder —económico, político y judicial— que dificulta cualquier tipo de aplicación legal y facilita los desmontes”, explica Matías Mastrángelo, biólogo investigador del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) y experto conocedor de los intereses que se esconden en la intimidad de los bosques chaqueños.

La realidad cotidiana coincide con su diagnóstico. La tala del Gran Chaco, empujada por las ambiciones de los sectores productivos que pretenden ganar terreno para las actividades agrícolas y ganaderas —tal como sucede en la Amazonía— ha disminuido en los últimos años, pero está muy lejos de detenerse.

La citada Ley de Bosques se aplica de manera dispar, debido a que su implementación, fiscalización y las consecuentes sanciones que pudieran caber dependen de las administraciones provinciales, “y en ellas campa la corrupción”, denuncia Micaela Camino, también bióloga e integrante de la plataforma Somos Monte.

Juan Cabandié, nuevo ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible, sorprendió con una frase en una entrevista del 15 de mayo con el medio argentino Red/Acción. “Evidentemente hay cosas a modificar en la ley [de bosques] porque podría decir que la ley está avalando la deforestación. Donde no hay ordenamiento territorial no es ilegal y donde hay categoría 3 (zonas permitidas para la actividad productiva) tampoco es ilegal, pero son cuencas forestales importantes de nativos.”, dijo, en una sentencia que puede suscitar debate pero que encierra una verdad: el monte sigue perdiendo hectáreas. “Si una ley nacional dice una cosa, otra ley provincial no puede decir otra. Por eso todo lo que ocurre en los bosques del Chaco es ilegal”, enfatiza Camino. “Las provincias no se sienten incentivadas a cumplir lo que dice la ley y sucumben ante las presiones de los poderes locales”, concluye Mastrángelo.

De ese modo, se registran periódicamente hechos que no siguen los pasos reglamentarios. En las zonas verdes, donde está permitida la actividad productiva, por ejemplo, no se cumplen siempre las normas de audiencias previas con participación de los habitantes del lugar y los estudios de impacto ambiental suelen ser papel mojado: “Se copian de un expediente a otro, cambiando solo los datos de las fincas”, afirma Mastrángelo. En las áreas amarillas, muchas veces no se respetan las superficies de monte nativo que la ley establece que deben quedar en pie para iniciar cualquier tipo de producción. Por fin, las áreas protegidas, o zonas rojas, quedan a salvo de la tala indiscriminada, pero lentamente van convirtiéndose en islas boscosas en medio de un mar de cultivos o pasturas para el ganado con las graves consecuencias que trae para la biodiversidad.

Mongabay Latam pudo entrevistar para esta publicación a funcionarios de la Subsecretaría de Desarrollo Forestal del Chaco, la Secretaría de Ambiente de Salta y la Dirección de Recursos Naturales de Formosa, sin embargo no logró ponerse en contacto con la Subsecretaría de Medio Ambiente de Santiago del Estero debido al aislamiento obligatorio decretado por el Gobierno argentino por la pandemia del Covid-19.

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La frontera agrícola-ganadera seguirá en expansión

 

El Gran Chaco argentino padece una amplia variedad de males, pero la deforestación es considerada la madre de todas las desgracias. Sus consecuencias van desde el fraccionamiento de hábitats hasta la acción directa contra las características naturales del suelo; de las alteraciones en las dinámicas hídricas y climáticas al derrumbe social y económico de los habitantes del monte. Y los hechos indican que este panorama no cambiará y que la frontera agrícola-ganadera seguirá expandiéndose.

En los primeros días de este año, Jorge Capitanich, gobernador del Chaco, anunció el Plan Ganadero 2020-2030. La meta es ampliar significativamente las áreas de pasturas para incrementar en unas 700 000 las cabezas de ganado bovino en la provincia. “Esto ocurrirá, nos guste o no. Lo que debemos intentar es mejorar la relación entre lo que dice la Ley de Bosques y el sector privado, para que la explotación productiva sea lo más sustentable posible”, afirma de manera categórica Alejandro Brown, presidente de la Fundación ProYungas.

El establecimiento “La Media Legua” se encuentra a pocos kilómetros de la localidad de Juan José Castelli, camino al Parque Nacional El Impenetrable. Sus 3350 hectáreas pertenecen a la familia Poncio, y las organizaciones conservacionistas suelen señalarla como ejemplo de esa práctica sustentable que pregona Brown.

“Nosotros apostamos por la producción silvopastoril”, explica Pablo Poncio, uno de los integrantes de la sociedad, mientras conduce su camioneta por los caminos de tierra. El régimen silvopastoril implica, según dice la ley, dejar en pie 120 árboles por hectárea. “Más o menos la mitad del terreno se destina a la siembra de pasturas para los animales, pero lo hacemos manteniendo buena parte de la cubierta de árboles. Nos parece más rentable que la cría a cielo abierto y creemos que es la manera de poder explotar los recursos en armonía con el medio ambiente”, dice, en tanto va señalando las áreas donde, efectivamente, las vacas y los novillos se refugian del fuerte calor chaqueño.

El predio se ubica en zona amarilla, según el Ordenamiento Territorial de Bosques Nativos de la provincia, lo cual obliga a mantener el monte original en el 50 por ciento del terreno. Poncio detiene el vehículo en el punto exacto donde se dividen ambas áreas y queda muy clara la diferencia: a un lado, la abigarrada vegetación del monte; del otro, un bosque sombrío pero más amable, por el que es posible caminar sin mayores obstáculos. Pablo sostiene que “si pusiéramos cámaras-trampa en el sector silvopastoril veríamos pasar de un lado a otro a los animales que viven en el monte”.

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Un grupo de vacas se protegen del calor bajo los árboles de la explotación “La Media Legua”, una de las que mejor respeta las normas de la producción silvopastoril. Foto: Rodolfo Chisleanschi.

Su caso debería ser la norma, pero resulta casi excepcional. No muy lejos de “La Media Legua” se extiende una amplia plantación de cereal. Cada tanto, un grupo de tres o cuatro árboles corta el horizonte. No hay ganado, no hay sombra, ni mucho menos bosque. El paisaje podría confundirse con otro similar de la fértil llanura pampeana, situada cientos de kilómetros hacia el sur, donde el clima y las condiciones del suelo son bien diferentes. Sin embargo, sus dueños también dicen realizar producción silvopastoril.

“Una vez obtenido el permiso, el procedimiento más común es denunciar que se produjo un incendio espontáneo durante la temporada seca. Después, cuando la mayor parte del monte está quemado se solicita el cambio de uso de suelo. A los grandes productores siempre se los otorgan”, comenta Claudio, vecino de Castelli e hijo de pequeños agricultores que prefiere reservar su apellido.

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Sequías e inundaciones, una combinación letal

 

De uno u otro modo, la deforestación continúa su penetración en todo el Gran Chaco. Muchas de las consecuencias de la devastación padecida están suficientemente estudiadas y abarcan ámbitos muy diversos. Se ha alterado el régimen hídrico, la biodiversidad ha sido duramente golpeada, el cambio climático añade sus granos de arenas y los indígenas y campesinos pierden los territorios en los que se encuentra todo su acervo cultural. “Para ellos equivale a lo que para nosotros sería la destrucción de cualquiera de los grandes museos o bibliotecas del mundo”, ejemplifica la ingeniera agrónoma Ana Álvarez. Otras derivaciones, como la erosión eólica del suelo o la acción contaminante de los agrotóxicos se van descubriendo de manera progresiva.

“Nosotros no somos expertos, pero podemos observar el avance del desmonte que se viene produciendo en los últimos 15 o 20 años”, afirma Daniel Liberatti, habitante del Impenetrable e integrante del Frente Nacional Campesino. Daniel vive con su familia en el interior del monte, a diez kilómetros de Villa Río Bermejito, en el noroeste de la provincia del Chaco, y es testigo presencial de los cambios. “Antes como máximo podía haber seis meses sin lluvia, hoy puede pasar un año y medio sin que caiga una gota, pero cuando llueve, llueve mucho, y si antes el agua se quedaba en las lagunas, ahora la tierra no llega a absorberla”, afirma.

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La presencia de un hombre sirve para apreciar el tamaño del tronco del quebracho colorado que ha sido talado: le cubre más de la mitad del cuerpo. Foto: Ricardo Tiddi.

Los estudios científicos avalan su conocimiento empírico. Un estudio comparativo del Instituto de Tecnología Agropecuaria (INTA) efectuado en 2016 indica que una hectárea con bosque chaqueño en buen estado de conservación puede absorber hasta 300 milímetros de lluvia en una hora; mientras que la misma superficie cubierta con pasturas absorbe 100 milímetros; y otra con soja, tan solo 30 milímetros.

Los períodos de sequía, efectivamente, han alargado su duración y en contrapartida las inundaciones se han hecho cada vez más violentas. La última se produjo en febrero de este año en el suroeste del Chaco, zona sojera por excelencia. “La maquinaria pesada que se usa en la siembra directa compacta los suelos, se forman panes muy duros que afectan la infiltración del agua de lluvia”, explica Julieta Rojas, ingeniera agrónoma en la estación Sáenz Peña del INTA.

“En la región chaqueña se reprodujo un sistema productivo que no era apto para esa zona”, subraya Álvarez, “la agricultura no puede plantearse igual en la región pampeana, donde las temperaturas son suaves y la humedad es abundante, que en el Chaco, donde hay 40 grados de calor y no caen precipitaciones durante buena parte del año”.

 


 

Los efectos de la aplicación de agroquímicos son el trago final de un cóctel tenebroso. “La norma establece que es obligatorio dejar ‘cortinas’ de árboles en los límites de los campos”, puntualiza la ingeniera Álvarez, “pero en la práctica estos se ven afectados por la aplicación aérea de los agroquímicos y esos árboles mueren entre los 3 y los 5 años de ser plantados”.

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Una catástrofe ambiental y social

La flora, la fauna y las personas son, por supuesto, quienes más sufren los efectos de la deforestación. Daniel Liberatti traza un panorama desolador: “Por la zona de Villa Bermejito, donde vivimos, ya no se ven ñandúes ni quirquinchos, los monos carayá están muriendo porque talaron los algarrobos donde vivían y las plantas de las que se alimentaban están disminuyendo, los pumas están cazando chivos y potrillos porque tienen que refugiarse en las pocas zonas donde no hubo desmonte”. La práctica extinción del yaguareté, nombre que recibe el jaguar en Argentina y símbolo de todo el ecosistema, es la mejor demostración del desastre ambiental que se ha producido.

Cámara trampa registra a un yaguareté adulto macho merodeando dentro del Parque Nacional El Impenetrable. Foto: Proyecto Yaguareté / Conservation Land Trust.

“Sin monte no hay vida”, sentencia sin dudar Sofía Núñez, pobladora de la comunidad índigena qom en Laguna Patos. “Para el campesinado, el monte es la fuente de alimento, de materia prima, de madera, de frutos para alimentar su ganado, de remedios…”, comenta Lucas Giraudo, activo participante en iniciativas relacionadas con la interacción entre el bosque nativo y quienes lo habitan. “Hay gente que no sale del monte más que para alguna fiesta o para ir a un centro de salud. No conocen la vida urbana y se manejan con sus propios códigos, muy distintos a los nuestros”, cuenta Walter González, propietario de un pequeño comercio gastronómico en Villa Río Bermejito que durante varios años vivió en Misión Nueva Pompeya, un polvoriento pueblo situado en las profundidades del Impenetrable.

Desde el punto de vista social, la principal consecuencia es el abandono. “Las posibilidades de subsistencia son cada vez menores”, analiza Ana Álvarez, “la gente es desplazada y arrinconada en reductos de mil o dos mil hectáreas, con pocas opciones para criar sus animales y pasan a depender de las pensiones o asignaciones que reciben del Estado”. Limitadas por alambradas y en numerosos casos con serios problemas de acceso al agua.

Cuando ya no queda otra salida, el destino son los suburbios de pueblos y ciudades, adonde indígenas y campesinos criollos llegan luego de haber perdido sus propiedades, sus costumbres, sus montes y su cultura. Por lo general, les espera una vida dura y una adaptación difícil a un sistema que tiende a marginarlos. La última de las emociones, la más habitual de todas las que produce el interminable y permanente desmonte del Gran Chaco argentino, siempre es la tristeza.

Imagen principal: Greenpeace comprobó el avance de las topadoras en un área protegida que fue recategorizada de manera irregular por el Gobierno de Chaco; la ubicación del desmonte pone en peligro a un Parque Nacional. Foto: Greenpeace.

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