- Colombia alberga casi 2000 aves en el Aviario más importante de Suramérica. Un refugio en el que 165 especies distintas tienen una segunda oportunidad para vivir, después de escapar de las manos de traficantes ilegales.
- En lo que va del 2018 las autoridades colombianas han logrado rescatar 3868 aves. Este negocio ilegal se convirtió en el tercer renglón de las economías ilícitas en el país.
En la Isla de Barú, a 50 minutos de Cartagena de Indias, la ciudad turística más importante de Colombia y reconocida por sus murallas, se encuentra un lugar que guarda los colores y los sonidos de la biodiversidad. Un sitio de siete hectáreas donde su fauna recrea, en cuestión de dos horas, los paisajes más recónditos y de difícil acceso de este país. El estrés del día se olvida, no se escuchan las bocinas de los carros ni los gritos de las personas que recorren las calles vendiendo cosas. Solo se oye el canto intenso de las casi 2000 aves que allí habitan y que conforman, desde hace dos años y medio, el Aviario más grande de Suramérica.
El recorrido empieza junto con la inmersión. Durante la caminata se atraviesan tres ecosistemas, con 21 exhibiciones, en los que se siente un calor intenso que disminuye por momentos con el rocío del agua que cae de algunas cascadas. La selva húmeda tropical del departamento de Chocó y la Amazonía es la primera parada: una jaula inmensa a la que ingresan los turistas para ver unas 60 especies de aves, entre ellas el paujil piquiazul (Crax alberti), endémico de Colombia y que está en peligro crítico de extinción; el gallito de roca (Rupicola peruvianus), las tangaras (Tangara guttata, Tangara heinei y Tangara cyanoptera) y el pichi bandeado (Pteroglossus torquatus).
“La idea es que sean espacios muy grandes y que las personas tengan que encontrarlos. Aquí se pierde el sentido del encerramiento”, cuenta Martín Pescador Vieira, mientras señala al Martín pescador (Alcedo atthis), un ave con la que, curiosamente, comparte el mismo nombre. Él es hijo de Rafael Vieira y Silvana Obregón, las personas que vieron en su pasión por las aves la oportunidad perfecta para protegerlas. Fueron ellos quienes se arriesgaron desde hace más de 12 años a crear, junto con un par de amigos, el proyecto privado más ambicioso que buscaba mostrarle al mundo la biodiversidad del país y cuidar esa avifauna que está en algún grado de amenaza, como le ocurre a casi el 80 % de las 165 especies que se concentran en el Aviario Nacional.
Al final de la selva húmeda tropical, en otra inmensa jaula, se encuentra el águila arpía (Harpia harpyja), una de las aves rapaces más poderosas del mundo y de las principales depredadoras en este ecosistema. Ni siquiera el encierro puede ocultar su naturaleza. Se pasea imponente, altiva y segura. Es una de las cuatro que están en cautiverio en el país, las otras tres están en la ciudad costera de Barranquilla y en una reserva del municipio de Cota, en el departamento de Cundinamarca, en el interior de Colombia. Terminaron en encierro después de perder su territorio, una situación que avanza de manera acelerada. Según el último Libro Rojo de Aves de Colombia, del Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, esta especie ha perdido históricamente el 26,4 % de su hábitat y se estima que su población a nivel nacional es inferior a los 10 000 individuos. Por esta razón, dice Martín, es tan importante protegerla y lograr su reproducción.
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Rescatadas del maltrato
Pero no es la única especie que sufre. El veterinario Jonnathan Lugo, que trabaja desde hace año y medio en el Aviario Nacional, cuenta que casi el 80 % de las aves han sido rescatadas y la mayoría llegan por medio de las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR) ─las autoridades ambientales en diferentes regiones de Colombia─, que hacen operaciones junto con la Policía y las Fuerzas Militares para combatir el tráfico de fauna. Este lugar es como un santuario en el que las aves tienen una segunda oportunidad de vida.
“Nos han entregado loros con el pelaje tinturado y las uñas quemadas. Las lechuzas (Tyto alba) y los búhos (Bubo bubo) también han llegado en muy mal estado, sobre todo con las alas y las garras fracturadas. En una ocasión recibí una lechuza con una infección muy grave. Se le había fracturado un ala, la tenía podrida y llena de gusanos. Al final no la pudimos salvar”, cuenta Jonnathan. Para la zootecnista del Aviario, Laura Saavedra, los casos de las lechuzas son los más dolorosos, pues en esta región de Colombia se asocia a estos animales con brujería y esoterismo, y es así como terminan apedreados, golpeados y hasta con tiros de balas en sus pequeños cuerpos.
Y es que, aunque el sueño de todos es poder dejar a las aves en completa libertad, esto no es posible con esas especies estigmatizadas, con las que están en algún grado de amenaza y tienen poca población o las que sencillamente ya no sobrevivirían en su hábitat natural. “Muchas no se pueden liberar porque las cazarían. Es uno de los peligros a los que se ven expuestas. Nosotros intentamos educar a las personas, pero es un proceso que toma mucho tiempo”, explica Martín.
Y ese no es el único riesgo. El comisario Henry Pérez, jefe de la oficina de planeación de la Dirección de Protección de la Policía Nacional, le aseguró a Mongabay que el tráfico de fauna se ha convertido en el tercer renglón de la economía ilegal, después de la droga y el ‘mercado negro’ de las armas. Hasta agosto de este año, explica el uniformado, recuperaron más de 3860 aves de las manos de los traficantes. Según dice, las más afectadas fueron los canarios (Sicalis flaveola), los loros (Psittacoidea), las guacamayas (Ara) y el perico real (Amazona ochrocephala).
“Lo más probable es que al finalizar el 2018 la cifra alcance los 5000 o 6000 individuos. (…) Es un negocio en el que no se lucran los campesinos que las capturan, solo los traficantes. A los primeros les pagan 50 000 pesos (16 dólares) o 100 000 pesos (33 dólares) por extraer una guacamaya de su hábitat, mientras que el traficante la vende en el exterior en cuatro o cinco millones de pesos (1620 dólares)”, lamenta. Y agrega que los lugares colombianos que más preocupan por el tráfico de la avifauna son las ciudades de Santa Marta y Medellín, el departamento de La Guajira y la región del Urabá, una zona del país en la que confluyen los departamentos de Chocó, Córdoba, Antioquia y la región del Tapón del Darién, en la frontera con Panamá.
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Un hogar al que siempre regresan
El segundo gran ecosistema del Aviario es el Litoral y se reconoce por sus amplios manglares. Allí, la mayoría de las aves están libres, como los pisingos (Dendrocygna autumnalis) y las garzas nocturnas (Nycticorax nycticorax), que llegan para reproducirse. “Lo bonito de esta estación es que a veces encuentras muchas aves y luego hay pocas. Vuelven porque quieren, porque se sienten seguras, porque saben que acá no les pasará nada malo. El año pasado había por lo menos 300 o 400 nidos de garzas nocturnas que vinieron a tener sus polluelos”, explica Martín Pescador.
Por esta zona también se pasea el garzón soldado (Jabiru mycteria), una cigüeña macho muy territorial a la que le queda difícil convivir con dos hembras de esta misma especie que tiene el Aviario y que deben estar en un entorno diferente. Más adelante aparecen los flamencos (Phoenicopterus ruber), que en casi siete años pasaron de ser menos de 20 a unos 145. Jonnathan asegura que el éxito para lograr la reproducción fue brindarles sustrato de tierra húmeda y construirles algunos nidos, “así se estimularon y empezaron a hacerlos ellos mismos. Esto además se acompañó de una dieta balanceada”, añade.
Luego de esta estación se vislumbran, entre otros, las cigüeñuelas (Himantopus himantopus), el pato cuchara (Anas clypeata), los ibis escarlatas (Eudocimus ruber), la espátula rosada (Platalea ajaja), el búho rayado (Pseudoscops clamator), el búho de anteojos (Pulsatrix perspicillata), el garzón migratorio (Ardea herodias), la garza real (Ardea alba), y los ibis blancos (Eudocimus albus), que este año se reprodujeron y tuvieron 16 pichones.
A medida que se avanza en el recorrido por el aviario, el calor de Barú se torna más intenso. El terreno se vuelve árido y le da la bienvenida al desierto. Como música de fondo se escucha el canto melódico de los turpiales (Icterus icterus) y los cardenales (Cardinalis cardinalis). Más tarde aparecen los alcaravanes (Burhinus oedicnemus), los pericos y los pájaros carpinteros (Picidae). El veterinario Jonnathan Lugo dice que uno de los momentos más tristes de su trabajo en el Aviario fue cuando recibió una entrega de 35 pericos, dos de ellos llegaron muertos y otros cuatro no lograron sobrevivir y fallecieron al poco tiempo. “A los demás los alimentamos con sonda durante un mes y se pudieron salvar”, cuenta.
Apenas termina el desierto aparece un ambiente especial: el del cóndor de los andes (Vultur gryphus), el ave emblema de Colombia, que pese a estar plasmada en el escudo y ser orgullo patrio, está en peligro crítico por la pérdida de su hábitat. De acuerdo con el Instituto Humboldt, se estima que la población de cóndores alcanza tímidamente los 130 individuos en el país, distribuidos entre la Sierra Nevada de Santa Marta, la Serranía del Perijá, el Páramo de Cáchira, el Macizo de Santurbán, el Páramo del Almorzadero y la Sierra Nevada del Cocuy.
“El cóndor es un animal carroñero, solo come animal muerto, pero muchos campesinos piensan que son los cóndores los que acaban con el ganado y por eso los asesinan. (…) Para salvarlos se requiere educación y conservar su territorio”, explica Martín Pescador Vieira. Este tema también lo aborda el Instituto Humboldt, que asegura, en su libro Rojo de las Aves, que las medidas de conservación no solo deben incluir la protección y reintroducción de la especie, sino también la recuperación del hábitat, sobre todo en un momento en que la deforestación ha llegado a su punto más alto. Solo el año pasado, según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (conocido como Ideam), en Colombia se deforestaron más de 219 973 hectáreas de bosque.
La situación del cóndor preocupa tanto que la mayor parte de los esfuerzos del Aviario se concentran en conseguir su reproducción. Desde hace más de un año el macho y la hembra están solos en este espacio para intentar que procreen. Antes de tomar esta medida, en este lugar estaban además otras aves rapaces como el águila de páramo (Geranoaetus melanoleucus) y el rey gallinazo (Sarcoramphus papa).
El trabajo por salvar las especies y educar a la población transcurre lentamente, pero de manera mancomunada. Luis Eduardo Pérez, profesional especializado de la Corporación Autónoma Regional del Canal del Dique, conocida como Cardique ─y que tiene jurisdicción al norte del departamento de Bolívar, donde se encuentra Cartagena─ asegura que con los operativos que han hecho contra el tráfico de fauna se ha ido desincentivando la tenencia de especies silvestres. “Esto se muestra en las cifras: más o menos entre un 20 o 30 % de los animales que nos llegan son entregas voluntarias. Eso antes no ocurría”, dice.
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Una pasión que se hereda
Desde que Martín Pescador Vieira tiene conciencia ha estado rodeado de aves. Cuando tenía dos años ya veía cómo su padre llevaba palomas mensajeras y gallos a un pequeño terreno que tenía en El Palmar, en las Islas del Rosario ─un diminuto archipiélago que es parte de la zona insular de Cartagena de Indias─. Ese sitio no solo era el lugar de descanso de la familia Vieira Obregón, sino también el lugar donde Rafael Vieira empezó a canalizar su pasión por las aves.
“Ese lugar se llenó poco a poco de especies exóticas que llevaban los amigos de mi papá. Lo hacían por diferentes razones, porque las encontraban heridas o porque sencillamente no las querían tener más en sus casas. Entonces, si algún conocido se encontraba, por ejemplo, una fregata (fregata) con el ala partida, la entregaba a mis padres para que la recuperaran. Si se podía liberar, se liberaba. Si no podía volar, se quedaba con nosotros. Y así fue como empezó esto”, cuenta el joven de 24 años, quien asegura que su padre estudió taxidermia en Londres, pero su interés siempre se ha centrado en los animales vivos.
En un solo parpadeo, este proyecto que empezó como un hobbie, se convirtió en una iniciativa de cuatro amigos a los que se les ocurrió crear un lugar que reuniera gran parte de la biodiversidad de aves del país. En ese sitio, que no superaba una hectárea, se empezó a gestar lo que es hoy el Aviario más grande de Suramérica. Iniciarlo no fue fácil y desde 2006 empezaron a trabajar en su construcción. De una hectárea pasaron a siete y decidieron que la Isla de Barú era la mejor opción. Tardaron 10 años en este proceso, hasta que en febrero de 2016 abrieron puertas al público.
“Era un proyecto privado que requería de gran inversión de capital y de tiempo, así que optamos por trabajarlo con calma”, cuenta Alba Lucía Gómez, gerente del Aviario y una de las fundadoras de ese mágico lugar que espera tener algún día 34 exhibiciones y una clínica veterinaria especializada en aves. Gómez subraya que actualmente son solo 24 personas las que trabajan en todo el Aviario, pero que ponen todo el empeño en recuperar las aves que llegan en graves condiciones de salud y que, sobre todo, trabajan por lograr la conservación y la reproducción de especies en riesgo como el cóndor de los andes, el paujil piquiazul y el águila arpía.
Los sueños con el Aviario no se detienen. Eso lo demuestra Martín, que el año pasado terminó de estudiar arquitectura en la Universidad de Los Andes de Bogotá y regresó a su tierra para seguir trabajando por las aves, mientras que su padre se dedica por completo al Oceanario de las Islas del Rosario, sitio que también fundó y en el que busca la exhibición, protección y reproducción de la fauna y la flora marina del Caribe colombiano. “El próximo año mi meta será adquirir experiencia y aplicar lo que aprenda en la segunda parte de la construcción del Aviario”, cuenta.
Y mientras Martín visualiza su vida alrededor del cuidado de estas aves, el recorrido por el Aviario aún no termina. Cuando se piensa que ya se ha visto todo, un equipo conformado por los cuidadores, el veterinario y la zootecnista deslumbran presentando el show de ‘Aves al vuelo’, en el que 32 de las especies que habitan en este lugar salen frente al público para mostrar lo alto que pueden llegar con sus alas. En esos casi 30 minutos de espectáculo los trabajadores aprovechan para enseñar a los visitantes sobre la importancia de cada una de ellas.
Al finalizar la exhibición y continuar el camino, aparece el lago de aves migratorias, especies libres que buscan solo un lugar en el cual se puedan sentir seguras. El Aviario Nacional termina en ese lago y con un escaparate enorme al que llegan las guacamayas y los loros en busca de comida. También están libres, pero no se van porque allí encontraron un hogar.
El recorrido finaliza con un elogio a la libertad. Una libertad anhelada por cientos de especies de aves que solo necesitan un territorio donde vivir, un hogar que el humano no destruya, en el que puedan habitar sin miedo y sin cadenas que detengan su vuelo.