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Peligro en la Sierra de Perijá

 

Cuatro ambientalistas entrevistados para este reportaje confirmaron los riesgos que corren cuando ejercen su labor y lo que ha pasado después de las muertes de los líderes indígenas Sabino Romero y Freddy Menare. Uno de ellos es Lusby Portillo, antiguo profesor de la Universidad del Zulia y representante de la Sociedad Homo Et Natura —ONG que colabora por medio de la investigación, preservación, defensa y promoción de las culturas indígenas de la Sierra de Perijá y la Cuenca del Lago de Maracaibo— quien relata las dificultades por las que ha atravesado para reportar la lucha de los indígenas yukpas por sus tierras en la Sierra de Perijá y denunciar los intentos del Estado por explotar minas de carbón en territorios que ancestralmente pertenecen a esa etnia.

“En los ochenta, cuando comencé, el gobierno decía que yo era un guerrillero peruano y que era de Sendero Luminoso —organización terrorista autora de múltiples asesinatos y atentados en el Perú—. […]Durante el gobierno de [Hugo] Chávez me dijeron que era paramilitar porque yo sigo cuestionando el modelo ambiental y las políticas ambientales, indígenas y fronterizas […] Uno queda como aislado, estoy criminalizado por el gobierno. Es muy difícil vivir así y luchar es todavía más difícil”, asegura el activista, quien para continuar con su labor se ha valido de una red de informantes que le alertan cuando en sus territorios hay crímenes ambientales.

Portillo fue uno de los ambientalistas que siguió de cerca la lucha de Sabino Romero, el líder yukpa que recibió al menos 20 amenazas de muerte y fue finalmente asesinado en febrero de 2013 a manos de un sicario. Iba junto a su esposa, Lucía Martínez, de camino a las elecciones de cacique mayor en la parroquia Libertad del municipio Machiques, en el occidental Estado de Zulia, cuando un par de motorizados se detuvieron junto a él y le dispararon varias veces mientras pasaba por la comunidad de El Tukuko. Él murió y su pareja resultó herida.

Aunque el autor material del suceso, Ángel ‘Manguera’ Romero Bracho, fue condenado a 30 años de prisión en 2015, los presuntos autores intelectuales siguen libres y no hay ninguna investigación abierta contra ellos. Las evidencias apuntan a que se trata de ganaderos de Machiques con quienes el líder yukpa había mantenido enfrentamientos armados en medio de la pelea por los territorios que pertenecían a su etnia y que nunca fueron demarcados.

“‘Manguera’ era empleado de los ganaderos, su guardaespaldas, trabajaba con la Guardia Nacional en acciones encubiertas”, asegura Portillo, quien recuerda que, antes del asesinato, Sabino Romero participó en la ocupación de la Hacienda Medellín —que hacía parte de una de las zonas que los yukpa aseguraban que les pertenecía y no estaba demarcada— donde se concentraron alrededor de 200 dueños de fincas junto con hombres armados. Al final de la tarde, estos intentaron avanzar contra los yukpas y los indígenas respondieron con sus escopetas. Hubo una balacera con varios heridos. “Ese día le declararon la muerte a Sabino y contrataron a los sicarios para que lo mataran”, apunta el defensor ambiental.

El informe anual de la organización Programa Venezolano de Educación – Acción en Derechos Humanos (Provea) de 2013, cita el caso del indígena asesinado y reseña que el gobierno siempre estuvo en su contra.

“Sabino había sufrido una constante criminalización por parte de las autoridades debido a su movilización en defensa de los derechos del pueblo yukpa. Sufrió privación de libertad durante 18 meses y era permanentemente hostigado por funcionarios policiales […] La cruda realidad es que a Sabino lo mataron por oponerse a la demarcación de las tierras por parcelas”, se lee en el documento.

Portillo cuenta que Lucía Martínez, la esposa de Sabino Romero, ha seguido al frente de las protestas y exigencias de su pueblo, lo mismo que Sabinito, el hijo mayor de la pareja. Siguen expuestos a amenazas. El defensor ambiental afirma que, al menos, se logró que el gobierno desistiera de la idea de explotar carbón en la Sierra de Perijá.

De acuerdo con el cineasta Carlos Azpúrua, autor de la película “Sabino Vive”, los familiares de Romero están acorralados y cercados, sin cabida alguna en los medios de comunicación. “Han sido invisibilizados y en esa lucha de los indígenas que habitan en Perijá, territorio compartido con Colombia, los yukpa han sido terriblemente martirizados por los intereses de los ganaderos de Machiques, culpables de la muerte de Sabino, quienes están asociados a grupos que defienden la propiedad privada en esa zona”, asegura.

Azpúrua asegura que Sabino es un gran héroe que “resiste la percepción y la actitud de un modelo de desarrollo que ha sido absolutamente irrespetuoso con los pueblos ancestrales. Los yukpas han sido hostigados”.

La Organización de Mujeres Indígenas Yukpa de la Sierra de Perijá, Oripanto Oayapo Tuonde, condenó en noviembre de 2018 la criminalización de los familiares de Romero, ganaderos de Machiques los señalaron como responsables de robar y traficar ilegalmente ganado hacia Colombia. En un comunicado, el grupo indicó que Lucía Martínez recibió un mensaje, a través de una llamada anónima a su hijo, en el que le advertían que sicarios la buscaban para matarla.

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Más problemas y poca protección

 

Los delitos ambientales en la zona no han cesado y las voces que los reportan siguen siendo escasas. Hoy, las amenazas para el ecosistema y quienes lo defienden son múltiples.

En 2014, organizaciones ambientales denunciaron que en la Sierra de Perijá habían sido deforestadas al menos 2000 hectáreas para el cultivo de malanga, tubérculo usado para la elaboración de aperitivos fritos. La fertilidad de esas tierras ha hecho que muchos intenten apoderarse de ellas. Este territorio es “considerado uno de los centros endémicos y refugios paleoecológicos de mayor importancia para el conocimiento de la historia natural de los ecosistemas del norte de América del Sur”, señala el informe “Una mano a la naturaleza”, de Provita, una ONG encargada de desarrollar soluciones socioambientales innovadoras para conservar la naturaleza. También destaca que son tierras dentro de la región biogeográfica con mayor deforestación del país en los últimos 30 años.

La ganadería también ha dejado secuelas. La investigadora del Departamento de Educación Ambiental del Instituto para el Control y la Conservación de la Cuenca del Lago de Maracaibo (Iclam), Clara Acosta de Áñez, explica en una nota de la organización Azul Ambientalistas que la actividad ha desequilibrado y desplazado a las culturas indígenas. “Las tierras que antes pertenecían a las tribus autóctonas yukpa y barí, han sido despojadas por grandes comerciantes aprovechándose de la vulnerabilidad de las etnias. Ahora muchos indígenas que viven en las zonas más altas y de mayor dificultad para la siembra han tenido que sucumbir ante el latifundio y trabajar para los nuevos dueños de la región”, indica.

Lusby Portillo asegura que la zona de Perijá es de alta delincuencia y está tomada por grupos armados colombianos. “Los más jóvenes se van a trabajar como raspadores de coca y hay una zona que le llaman Sinaloa por la cantidad de sembradíos de droga que tiene. Hay hasta pistas de aterrizaje que los militares destruyen pero que, en dos noches, las reconstruyen completas. También hay tráfico de ganado por los lados de los ríos Negro, Codazzi, Cachirí”, indica.

Un joven yukpa de la comunidad indígena de Tukuko corrobora las denuncias de Portillo relacionadas con el tráfico de drogas. Él mismo fue raspador de coca a finales de 2017 en los sembradíos que se extienden por la zona de Catatumbo, en la frontera con Colombia. Comenta que lo hizo para poder ahorrar y pagarse sus estudios en Maracaibo, la capital del Estado. Sus tres hermanos permanecen en el oficio.

En Venezuela, el derecho a un ambiente sano no es considerado como un derecho humano fundamental, así lo señala a Mongabay Latam Maritza Da Silva, directora de Derecho Ambiental y Políticas de la organización Vitalis. Da Silva subraya que, aunque la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999 presentó un “abanico de esperanzas” para los defensores del medio ambiente, al darle una perspectiva constitucional al tema e incluir artículos que contemplaban este derecho y las responsabilidades del Estado en torno a este, nada cambió.

“El Estado no creció con la Constitución. Los derechos ambientales se plasmaron pero no se desarrollaron en las instituciones encargadas de velar por ellos, no se consideraron en el quehacer diario […] ni siquiera desde la perspectiva jurídica del Tribunal Supremo de Justicia porque había que reivindicarlos y tutelarlos como un bien jurídico”, enfatiza.

Da Silva agrega que la Fiscalía General de Venezuela solo oficia denuncias relacionadas con el medio ambiente cuando en el caso hay una perspectiva penal. “Ese panorama dificulta que haya un marco legal que pueda proteger a los defensores ambientales”, indica.

Pese a que en marzo del año pasado se publicó el “Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe”, conocido como el Acuerdo de Escazú, que establece la creación de garantías de un “entorno seguro y propicio” para los activistas, así como para su protección, Venezuela no figura entre los firmantes. El país tampoco asistió a ninguna de las reuniones que se convocaron cuando se redactó.

Mongabay Latam llamó en repetidas ocasiones al Ministerio de Ecosocialismo de Venezuela —anteriormente Ministerio de Ambiente— , pero no fue posible  establecer comunicación. Así mismo, se entregó una solicitud formal de información, pero hasta el momento de publicación de este reportaje todavía no se ha recibido respuesta.

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Silencio en las minas

 

En los estados de Amazonas y Bolívar, los activistas ambientales se deben mover con cuidado. La minería no solo está presente dentro del Arco Minero del Orinoco, con sus casi 112 000 kilómetros cuadrados de extensión, sino que ha rebasado esos límites para instalarse en espacios que están identificados como parques nacionales —Yapacana, Canaima, Parima-Tapirapecó— y monumentos naturales —Tepuyes, Serranía Tapirapecó— que el Estado debe proteger. Denunciar lo que allí sucede es un riesgo mayor.

Luis Bello, abogado y director operativo del Grupo de Trabajo Socioambiental de la Amazonía (Wataniba), confirma que, al menos en Amazonas, “todas las presiones están vinculadas con la minería ilegal”. En ese Estado, por cierto, el extractivismo está prohibido desde 1989 por el decreto presidencial 269. No existe ninguna concesión minera otorgada por el gobierno en esa zona.

La complejidad de la situación en Amazonas radica en que la explotación de oro se ha diversificado tanto que, para encontrarlo, los mineros se han valido de distintas técnicas para extender sus búsquedas en todos los municipios. “No solo es en tierra, como en el parque nacional Yapacana, y en los lechos de ríos que son afluentes del Orinoco, sino que hay otro tipo de minería que es el dragado del río a través de balsas chupadoras. Eso sucede en el río Atabapo, limítrofe con Colombia y el río Guainía. Hay balsas chupadoras que hace más de 10 años operan de manera cíclica dragando el río para buscar oro y causando graves problemas ambientales”, señala.

Los efectos de estas “embarcaciones” que buscan oro en el Amazonas van más allá de la contaminación de las aguas. Se suman la desviación del curso de los ríos, la afectación de la fauna y el deterioro de ecosistemas acuáticos, revela Bello.

“Hay un impacto muy fuerte a nivel de las aguas. Luego, todos los impactos socioculturales y sanitarios. Hemos observado, porque hacemos un seguimiento del problema, que hay un crecimiento de la actividad minera en todo Amazonas entre los últimos 5 u 8 años y se ha agravado en los últimos dos”, enfatiza.

Uno de los más feroces críticos de la actividad minera en Amazonas fue el líder indígena Freddy Menare, fundador y director de la Organización Indígena Piaroa Unidos del Sipapo (Oipus), quien fue asesinado el 13 de mayo de 2016 mientras atravesaba la avenida Orinoco de Puerto Ayacucho, capital del Estado, alrededor de las 20:00 horas. Los denunciantes señalaron que unos sicarios le habían disparado por la espalda. La bala le llegó al corazón.

Más de tres años han pasado desde el homicidio y todavía no se ha dado con el culpable. Una fuente en Puerto Ayacucho, que pidió la protección de su nombre, explica que la muerte de Menare ocurrió en medio de una ola de asesinatos de presuntos delincuentes. Rowinson León, exsecretario de Política y Asuntos Fronterizos en la Gobernación de Amazonas, llevó el conteo de las víctimas, que subió de 38 en 2014 a 214 en 2016, el año en que murió Menare. Las cifras fueron publicadas en una investigación de Armando.info.

Se presume que los victimarios fueron los “Pata e’ goma”, apodo que les dieron a los integrantes de la guerrilla colombiana del Ejército de Liberación Nacional (ELN) que se instalaron en el Estado y que se identifican por sus botas de hule.

“Probablemente eso quede impune. Lo pudieron haber mandado a matar grupos que andaban incómodos con sus posiciones y denuncias con respecto al tema de la minería y las zonas donde tenía incidencia la organización de él. Aprovechan una cosa para hacer ver otra. Como el hecho pasó en esas circunstancias [la ola de muertes], lo asocian más a delincuencia. El gobierno no investiga y las organizaciones indígenas hicieron pronunciamientos pero después se olvidaron de eso”, apunta la fuente.

Oipus, la organización en la que Menare se desempeñaba como secretario, continúa hoy con la defensa de las tierras ancestrales de los piaroas. Sin embargo, el temor reina en la zona. Otra fuente, que pidió la reserva de su nombre debido a las constantes amenazas que se presentan en la región donde opera Oipus, asegura que la minería continúa desbordada. “Mientras estemos calmados, no nos amenazan”, dice.

Aun así, reclama que ninguna institución pública haya respondido sobre el homicidio del activista y también recalca que, en los últimos años, la explotación de los yacimientos auríferos “no ha hecho otra cosa que crecer”.

Además de esto, Luis Bello revela que diversas ONG de la región como la suya, la Organización Yabarana del Parucito (Oiyapam) y la Organización Ye´kuana del Alto Ventuari (Kuyunu) han recibido amenazas por sus denuncias contra la minería ilegal. Sin embargo, eso no ha amilanado la actuación de Wataniba, grupo que él dirige, en la labor de monitoreo constante y vigilancia en la zona debido a los impactos ambientales y socioculturales de la minería.

La Defensoría del Pueblo del estado Amazonas elaboró en 2003, ante el incremento de la minería, un informe en el que detalló sus efectos negativos sobre los ecosistemas selváticos altamente frágiles de Amazonas. Entre los hallazgos mencionó el grave “desvío de los cauces naturales de los ríos, alteración de la topografía, sedimentación de los cursos de agua, aceleración del proceso erosivo de los suelos, acumulación de desechos sólidos no biodegradables, alteración y deterioro del paisaje natural y emigración de la fauna de sus hábitats naturales”. La crisis venezolana no ha permitido que muchas de estas informaciones se actualicen, pero quienes viven y trabajan en la zona aseguran que el problema es cada vez peor.

“Está pendiente el desarrollo de algún programa de defensión de los activistas o comunidades indígenas que son amenazados, atropellados”, resalta Luis Bello.

Kape Kape, una asociación civil cuyo objetivo es la defensa y protección de los pueblos indígenas, tampoco ha dejado de hacer el trabajo. Simeón Rojas, su representante en Amazonas, cuenta que aunque en los dos años que ha laborado en la defensa del ambiente no ha sido amedrentado, siempre está expuesto a ello.

“Es un riesgo permanente, uno no sabe cuándo le va a tocar. Uno debe hacer el trabajo y no se puede esconder. Uno trata de conversar con las autoridades aunque tienen recelo de las asociaciones ambientales y las ONG de derechos humanos, pero, por encima de eso, se debe conservar cierto puente de comunicación. En el momento en el que uno resulte incómodo, no puede hacer nada sino afrontar la situación”, explica.

Pese al tesón, hay algo que lo desconsuela. Afirma que la trascendencia del trabajo de los ambientalistas en Venezuela es mínima porque ninguna institución del Estado está interesada en atender temas tan preocupantes como la minería ilegal en Amazonas, que avanza cada día destruyendo ecosistemas y desplazando a más indígenas.

“Los activistas somos como una voz en el desierto: levantamos informes, denuncias, y la máxima instancia en donde nos han atendido es en la Defensoría del Pueblo, que tiene una actuación muy limitada. El resto no presta atención ni toma cartas en el asunto. En la Asamblea Nacional se entregó también un informe para dejar constancia del trabajo que realizamos y encontramos en estos Estados […] Uno quisiera que se comprendiera el trabajo y que realmente tuviera efecto”, concluye.

*Imagen principal: Las comunidades yukpa fueron desplazadas hacia partes alta de la Sierra de Perijá. Foto: Hernando Vergara.

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