En la década de 1960, la ciudad de Liberia —a 41 kilómetros del Parque Nacional Santa Rosa— tenía cerca de cuatro meses (116 días) donde el termómetro llegaba, al menos, a 32 grados centígrados. En 2017, la cantidad de días en que la zona superó esa temperatura fue de más de seis meses (193 días), según datos del Climate Impact Lab publicados por el New York Times.
Esos dos meses y medio de diferencia, entre lo registrado en 1960 y lo registrado en 2017, cambia el funcionamiento del bosque. Lo peor es que para el año 2050, los modelos climáticos calculan que casi ocho meses del año (241 días) estarán por encima de los 32 grados, aun en un escenario en el que se contienen las emisiones de gases de efecto invernadero.

“El primer problema es el calor. El segundo problema son los cambios en la cantidad de lluvia. Pero el más dañino es la falta de sincronicidad. Yo podía ganar una caja de cerveza si apostaba que la primera lluvia caería el 15 de mayo. Ahora, ni siquiera puedo considerar decir una fecha”, dice Janzen.
A lo que se refiere el investigador es que las especies cuyos patrones anuales se ajustaban bien para aprovechar a otras especies ahora quedan desconectados. Por ejemplo, los científicos explican en su artículo que una polilla regresa de sus migraciones justo cuando un arbusto local (Randia aculeata) bota sus primeros brotes. Este regreso está sincronizado perfectamente para que la polilla ponga sus huevos, proporcionando alimento para las orugas que nacerán ahí. Ahora las hojas brotan erráticamente durante la temporada de lluvias y los avistamientos masivos de estas orugas ya no existen.
Observando cambios
Los investigadores recopilan datos de diferentes fuentes. Por ejemplo, recuerdan que entre las décadas de 1960 y 1990, millones de libélulas migraban desde las zonas secas de ACG hasta las partes altas, donde domina el bosque lluvioso. En diciembre de 2018 vieron apenas unos cuantos miles pasar.
Al inicio de la temporada lluviosa, en la década de 1980, era común encontrar cientos de mariposas nocturnas de la especie Manduca dilucida, propia del bosque seco, en las trampas de luz de Santa Rosa. En el 2018, las trampas lucían casi vacías.

Janzen y Hallwachs también cuentan que cada vez hay menos avispas (Polistes instabilis), una depredadora especializada en larvas que antes era común. Ahora sus números han bajado, tanto en el bosque seco como en el bosque nuboso de las montañas orientales de la ACG, donde llegan al final de la temporada de lluvia.
Asimismo, Janzen relata que en 1978 notó que cada mariposa nocturna que llegaba a buscar la luz de su bombilla debía venir de una oruga. “El suelo estaba completamente cubierto con caca de orugas, pequeñas bolitas. Se veía completamente negro y los árboles estaban defoliados en tres cuartas partes. A todos les faltaban hojas”, dice.
De esta forma comenzó el programa de recolección de orugas de ACG, que ya lleva cientos de miles de entradas. Sin embargo, actualmente, la cantidad de orugas viene en picada. Pocas personas sienten el declive de insectos como Carolina Cano. Desde 1992 ella trabaja en ACG como parataxónoma, es decir, una persona que, sin contar con educación formal tiene un conocimiento profundo sobre las especies del bosque y las recolecta para entender mejor el ecosistema.
“Colectar no es como ir a Palí [una cadena de supermercados en Costa Rica], que está todo acomodado. Hay que buscar y buscar y buscar. No es cualquiera el que encuentra una larva”, dice.
Desde la Estación Biológica San Gerardo, en las laderas frías del ACG y a 50 kilómetros al este de Santa Rosa, ella también ha notado una caída en los insectos. Cada vez es más complicado encontrar orugas.
“Yo le voy a decir una cosa. La gente que no cree en el cambio climático es la gente que vive en la ciudad”, dice Cano, hablando desde la cocina de la estación biológica junto con su compañera Elda Araya, que lleva trabajando como parataxónoma desde 1987.