- Desde el 2009, las poblaciones afrovenezolanas e indígenas y la ONG Phynatura firmaron una serie de acuerdos de conservación para proteger 147 000 hectáreas de bosque del Parque Nacional Caura, en la Amazonia de Venezuela.
- El Parque Nacional Caura, al sur del río Orinoco, está amenazado por la minería ilegal, la extracción de madera y la caza furtiva de la fauna silvestre.
EL PLAYÓN, estado Bolívar, Venezuela – “Encantado de conoceros. Mi nombre es José Torres. Soy el capitán de El Playón”, dice el hombre indígena Yekwana que recibe a nuestro grupo en un español muy bueno. A continuación José nos lleva a una churuata, una casa común donde colgamos nuestras hamacas.
Habíamos llegado al corazón del Parque Nacional Caura, al lado del Salto Pará en el río Caura, una de las cataratas más espectaculares de América Latina debido a su inmenso volumen de agua; tiene una asombrosa anchura de 5608 metros.
También habíamos llegado a El Caura, el territorio ancestral reclamado durante mucho tiempo por los numerosos grupos indígenas de la región. El Playón, la pequeña ciudad al lado del río, es el hogar de las poblaciones nativas Sanemá y Yekwana. Han estado bajo una intensa presión para cambiar su modo de vida tradicional desde que se descubrió oro cerca de ellos y empezaron a llegar mineros ilegales durante la última década —presiones que podrían convertir esta remota atracción turística en una zona sacrificada para la extracción de mineral, como ha sucedido en otras partes de una Venezuela con dificultades económicas.
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Llegamos después de dos días de viaje por el río Caura en una piragua motorizada, llamada curiara. Me acompañaban José Félix y Luis Jiménez, ambos de Phynatura. Desde el 2009, esta ONG firmó acuerdos de conservación innovadores con las comunidades locales. El plan: colaborar para proteger 147 000 hectáreas de bosque de la extracción de oro a través del cultivo de cosechas agroforestales sostenibles y la exportación de cultivos únicos de la selva tropical al mundo desarrollado.
Durante los últimos nueve años, las comunidades de El Caura y Phynatura se han unido para cosechar y exportar productos no madereros, lo que incluye derivados de plantas como la tonka (una haba que crece en los árboles utilizada como un condimento en comidas y bebidas, muy demandada por la industria cosmética), la quina (también conocida como la corteza de quina, utilizada antiguamente para tratar la malaria y ahora un ingrediente amargo común en los cócteles) y el aceite de copaiba (una medicina tradicional acreditada con propiedades antiinflamatorias que está ganando reconocimiento por todo el mundo y también se utiliza en perfumes).
Los acuerdos han resultado en una renovada prosperidad de las artesanías indígenas e inspiraron talleres agroforestales en diez de las 52 comunidades que forman El Caura, lo que ayuda a preservar una de las últimas selvas en su mayor parte prístinas de la Tierra. El objetivo último: hacer esta subsistencia sostenible permanente y sólida para que la población local nunca más se vea tentada a retomar la minería.
Lejos del mundo moderno
El Caura es extraordinariamente remoto. Mi viaje en barco fue precedido por un viaje en autobús de once horas por una ruta sinuosa al sur de la capital de Venezuela, Caracas, hasta la capital del estado Bolívar, Ciudad Bolívar, en el río Orinoco. De allí, viajamos tres horas hacia el sur en el Amazonas, hasta que llegamos a Aripao, la comunidad de entrada a la alianza de sostenibilidad de la selva. Aripao tiene 400 habitantes, todos de ascendencia africana que cultivan las habas tonka y operan un centro de almacenaje de aceite de copaiba, construido con el apoyo de la Unión Europea.
Los habitantes de Aripao, principalmente cimarrones, descendientes de esclavos fugitivos, fueron la primera comunidad en unirse a los acuerdos de conservación de Phynatura. También obtuvieron apoyo financiero para sus negocios agroforestales sostenibles de la empresa suizo-francesa Givaudan y de un intermediario local, Cerbatana. Juntos, estos grupos formaron la Asociación Civil de Afrodescendientes para administrar los beneficios colectivos de sus proyectos de subsistencia.
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Otros diez minutos de viaje nos llevaron a Maripa en el municipio de Sucre. Hace alarde de un pequeño puerto en el río Caura, con un puesto de control militar. Más allá de ese puesto avanzado armado fuimos en curiara hasta el resto de las comunidades ribereñas involucradas en el proyecto de sostenibilidad.
Marcos Pérez y Lucas González, dos indígenas Yekwana, fueron nuestros pilotos de barco y nuestros guías mientras nos adentrábamos en El Caura y el Parque Nacional Caura. Sus nombres reflejan una herencia española y católica, que se remonta a la llegada de los misioneros jesuitas y evangélicos. Sus hábitos alimenticios se remontan aún más a sus antepasados indígenas e incluye el casabe y la tarta de mañoco (ambos hechos con mandioca cultivada localmente). Y hay que agregar las influencias modernas: ropa occidental que fácilmente podría ser llevada por futbolistas en Caracas. Y luego está el contraste de las antenas de televisión por satélite que podemos ver a lo largo del río, que salen de los tejados de paja de las casas tradicionales.
El río Caura nace en lo alto de la Meseta de Sarisariñama, 2011 metros (6600 pies) sobre el nivel del mar cerca de la frontera entre Venezuela y Brasil y drena la región de los bosques húmedos de las tierras altas de la Guayana en el Amazonas. Después de serpentear 450 millas hacia el norte, la corriente se une al río Orinoco.
Encima de la meseta, el aislamiento de El Caura y el Parque Nacional Caura ha ayudado a proteger la sólida biodiversidad de la región: 400 especies de aves vuelan en sus cielos, mientras que sus bosques florecen con una rica flora: 159 familias, 791 géneros y 1913 especies de plantas identificadas hasta el momento. Un ejemplo de esta diversidad se encuentra en el Herbario Nacional de Venezuela, pero el impacto total de esta selva intacta solo se puede experimentar de primera mano.
El nacimiento de un parque polémico
Paradójicamente, hace poco la conservación y los objetivos de la sostenibilidad de las poblaciones indígenas y afrovenezolanas entraron en conflicto con los intereses económicos nacionales y los objetivos de conservación federal.
En el 2016, el presidente Nicolás Maduro declaró el Arco Minero del Orinoco, que abrió una gran parte de la Amazonía venezolana a las concesiones mineras, lo que aumentó las amenazas a El Caura. Luego en el 2017, su gobierno creó el Parque Nacional Caura, que cubre 7,5 millones de hectáreas e incluye el territorio ancestral de El Caura dentro de sus límites.
Esto pueden parecer buenas noticias para la población local que trata con los mineros ilegales. Pero el decreto oficial que estableció el parque, aunque conserva la biodiversidad y los bosques, no protegía automáticamente el derecho de las comunidades indígenas de El Caura a seguir viviendo dentro del parque o continuar practicando los modos de vida sostenibles.
Estos usos especiales todavía deben ser aprobados por el Instituto Nacional de Parques (Inparques). No obstante, hasta la fecha, la agencia no ha hecho nada para bien asegurar o denegar la protección de las comunidades de El Caura.
Como resultado, la creación del parque no fue bien acogida en su totalidad por las poblaciones indígenas y afrovenezolanas, que temen que puedan ser expulsados o no les permitan continuar trabajando con Phynatura para usar los bosques para la producción sostenible de productos no madereros.
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Asimismo, a los habitantes locales les preocupaba que la aplicación de la ley del parque pueda ser laxa, lo que invitaría una mayor extracción de oro ilegal. Inparques no tiene una oficina en la región o cerca de ella y las oficinas centrales del Ministerio de Ecosocialismo no tienen barcos ni otros recursos para vigilar la zona. La minería ilegal es habitual alrededor de El Playón, con reclamaciones bien arraigadas a lo largo del río Caura y sus afluentes.
Proteger la tierra que aman
Hoy en día, las comunidades de El Caura obtienen ingresos de la cosecha y venta de habas tonka y otros cultivos agroforestales. Pero sus acuerdos de conservación también requieren que trabajen para preservar la selva donde cultivan estos productos no madereros. Para cumplir dicho requisito, las patrullas de la comunidad entran regularmente en la selva para vigilar y registrar la fauna silvestre; para alertar contra la tala comercial; urgir a los habitantes locales contra la creación de conucos ilegales (áreas deforestadas para plantar cultivos); y salvaguardar contra la caza o pesca furtiva de especies protegidas.
Cada patrulla viaja a lo largo de caminos forestales principalmente solitarios durante siete días cada vez y registran lo que encuentran. Pueden detectar las huellas de un cunaguaro, el ocelote (Leopardus pardalis), o ver un paují, el amenazado copete de piedra (Pauxi pauxi), a través de la identificación de ubicaciones con el uso del GPS.
Cuatro equipos vigilan los bosques tupidos del parque 28 días al mes, luego producen y envían sus informes a las oficinas centrales de Phynatura en Ciudad Bolívar donde los datos primarios son introducidos en una base de datos y en los mapas SIG. A continuación la información recopilada y representada en un gráfico es entregada a la empresa Givadaun; Conservación Internacional, una ONG ambiental; y la Unión Europea con fines de planificación de la conservación. La información también es revisada por el biólogo local Arnaldo Ferrer, quien determina el tamaño de las poblaciones salvajes a través de las huellas, las heces y otras señales.
“Sin [Ferrer], no sabríamos que quince jaguares adultos viven aquí”, explica Luis Jiménez, director de Phynatura.
En la selva
Tuve el placer de unirme a una patrulla forestal en Suapurito, nuestra primera parada después de dejar atrás el mundo exterior. Caminé con Jorge y Omar, ambos de Aripao. Nos acompañaba Lucas, un profesor indígena de educación preescolar intercultural bilingüe, que quería aprender más sobre la flora y la fauna de la región.
En el campamento, dormíamos en hamacas cubiertas con mosquiteras para evitar la malaria y techos de plásticos portátiles nos protegían de la lluvia porque en Maripa caen 3000 milímetros de agua al año, el segundo más alto en Venezuela. Durante nuestro viaje al río Caura, llovió casi todos los días y noches.
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Los guardianes forestales con los que caminamos actuaban más como profesores que como guardas de coto. “Cuando hemos encontrado a gente por aquí, les decimos que ahora no pueden cazar; les educamos”, explica Jorge. Aparentemente, no todos han recibido el mensaje referente a la creación de un nuevo parque, o eso dicen.
El denso follaje anegado a cada orilla del río parece ser la mejor protección de la exuberante selva: mientras patrullábamos no vimos ninguna señal de la tala ilegal o cazadores furtivos.
Esto no ha sido siempre así. Hace más de un siglo, los pequeños barcos de vapor que navegaban el río Caura, se llevaban el cacao, la madera, el caucho y la tonka, pero las rutas fueron abandonadas con la caída de los precios de los productos.
Aprender nuevos medios de subsistencia agroforestales
Hoy en día, algunos habitantes locales —presionados por la crisis económica de Venezuela— se sienten tentados por el dinero rápido procedente de la extracción de oro o la tala forestal a gran escala. Pero muchos más siguen firmes en su determinación de ver sus productos no madereros convertirse en una alternativa sostenible que se comercialice en los mejores mercados extranjeros.
En Aripao, Phynatura educa a la población en los pasos meticulosos para mejorar los suelos para la agrosilvicultura. Primero, plantan cultivos de ciclo corto como las habas, el maíz y una variedad de arroz que no necesita arrozales húmedos. Luego, viene el ciclo medio con la plantación de plátanos y mandioca. Por último, llega la plantación de árboles, como el aguacate, el mango y la tonka. Los desechos agrícolas se convierten en abono orgánico para alimentar a los árboles que están creciendo.
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Pensando en el futuro, las comunidades también colocan orquídeas en los árboles frutales, un cultivo que puede ser vendido comercialmente. Los habitantes también usan la sombra de la selva para cultivar el café y el cacao. En otros lugares, antiguos conucos son reemplazados por huertos forestales, con plantas de distintos tamaños, como el moriche. Esta palma produce una fruta muy consumida entre los residentes de Aripao; puede convertirse en zumo, helado y otros postres. Phynatura está trabajando para obtener financiación internacional para producir aceite de moriche; sus propiedades se parecen a las del aceite de oliva, pero con mejores rendimientos.
“¡Nadie en Venezuela se ha aprovechado de esto todavía!” declara entusiásticamente Jiménez de Phynatura.
Preocupación por el futuro
Por supuesto, no todo es perfecto en este aparente Edén. Aunque Aripao puede estar lejos de las revueltas urbanas por los alimentos, las ondas de la crisis también se sienten aquí. En enero de 2018, una empresa local ofreció a la comunidad 100 000 bolívares por kilo, equivalente a un dólar, por cada kilógramo de cosecha. En julio, el comprador ofreció el mismo precio de compra, incluso cuando la devaluación de la moneda había provocado que el valor de cada dólar subiese de 100 000 a 3 millones de bolívares.
Otra preocupación: el acuerdo de intermediación con Phynatura termina el 31 de diciembre de 2019. Así que todos esperan que la cosecha del año que viene sea lo suficientemente grande y lo suficientemente valiosa para que Givadaun —la empresa internacional de sabores y fragancias—continúe financiando la conservación forestal, así como para comprometerse a comprar toda la cosecha agroforestal durante los próximos diez años.
“La tonka de Venezuela es considerada la mejor del mundo”, explicó Jiménez, “incluso cuando en Brasil producen más. Por eso es una gran oportunidad [para nosotros]”.
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Si el acuerdo continúa, la comunidad podría ganar 24 000 dólares al año para seguir con sus patrullas forestales, el dinero iría a un fideicomiso administrado por Phynatura y equivalente a cinco dólares al mes per cápita, incluidos niños, más del triple del salario mínimo desde julio del 2018. Es una buena protección contra la inflación venezolana y una buena manera de mantener a la gente fuera de las minas de oro.
Sin embargo, “puede ser un incentivo [inadecuado]”, advierte Jiménez. Pone a Óscar como ejemplo: ha trabajado en el proyecto de sostenibilidad desde el principio, pero no gana suficiente dinero debido a la elevada inflación, así que se ha visto forzado a abrir un conuco en su casa para sobrevivir.
“Solía pescar durante tres días, vender la pesca y podía comprar comida para dos semanas. Luego me echaba en la hamaca”, le dijo Óscar a Mongabay. Con la previsión de que el índice de la inflación venezolano alcance un impresionante millón por ciento este año, según el Fondo Monetario Internacional, eso ya no es posible.
Por eso, para Óscar, es imprescindible que la cosecha agroforestal del 2019 sea copiosa. De lo contrario, podría verse forzado a perseguir la brutal vida precaria de pico y pala en las minas de oro.
Tregua en El Playón
Lo más asombroso sobre José Torres, capitán de la comunidad de El Playón, no es que casi siempre lleva un taparrabos tradicional llamado guayuco —incluso cuando la mayoría de los hombres locales se ponen ropa deportiva moderna— sino que es licenciado en historia mundial por la Universidad Indígena de Venezuela.
José es un talentoso portavoz del consejo comunitario de El Playón —un foro político comunitario creado por el presidente Hugo Chávez—. José también es el presidente de la Asociación de Artesanía y alguien que es considerado por todos como valiente y justo en sus negociaciones.
Nos reunimos con él en un atardecer muy silencioso, a pesar de ser un viernes. Nos explicó que la tranquilidad había surgido de un acuerdo que alcanzó con los mineros de oro locales que normalmente celebran la llegada del fin de semana bulliciosamente.
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“Les dije que la música a todo volumen tenía que terminar a las 9 de la noche en punto porque había gente durmiendo”, nos dijo José para nuestra perplejidad. En otras partes del Arco Minero del Orinoco, semejante reverencia habría sido casi imposible. En agosto, al menos seis líderes indígenas fueron asesinados por bandas criminales de la minería de oro en conflicto sobre nuevas reclamaciones.
“Les permitimos [a los mineros alrededor de El Playón] celebrar sus fiestas, pero [solo] en la zona más remota con para que no nos molesten”, explicó José. Su logro fue aún más sorprendente por el hecho de que no había personas armadas escondidas en la aldea, es frecuente ver armas de fuego al sur del Orinoco.
“Un día me reuní con el teniente de la Guardia Nacional y el jefe de la banda que controla la mina para decirles que no podían seguir mostrando sus armas porque los niños les estaban imitando en sus juegos”, explicó José con naturalidad. La gente pensó que José se había vuelto loco al negociar con hombres armados pero parece que tiene un don para unir a aquellos que han sido tradicionalmente rivales.
Los acuerdos que ha forjado entre la comunidad, los mineros y la Guardia Nacional han resultado en beneficios para los residentes de El Playón, como un suministro constante de productos comprados en tiendas como golosinas, refrescos e incluso alcohol, junto con gasolina, teléfonos satelitales, materiales de construcción y todo tipo de mercancías para la reventa.
Una cosa que llegó sin ser invitada, pero que José no ha sido capaz de controlar, es la basura. Los envoltorios de los caramelos y los pasteles, las botellas de refrescos y de licores y otra basura que llegó con los bienes de consumo ahora abarrota la comunidad y el aspecto es horrible.
José ha pedido al ejército que no permita que los bienes entren libremente en la aldea, pero las tropas le dicen que los suministros son para la mina, incluso cuando la mayor parte, como el alcohol y la gasolina de contrabando, es ilegal dentro del parque.
Desafortunadamente para los habitantes locales, el área alrededor de la catarata hasta ahora no ha sido capaz de recuperar la industria turística que aquí prosperó en la década de 1990, lo cual trajo europeos y prosperidad.
“Ahora muchos [de los turistas] se quedan en una comunidad cercana. Suben a la montaña a ver el Salto Pará y luego se van”, se lamentó.
El oro no se puede comer, el cacao sí
Aun así, José tiene esperanzas, es un líder emergente con muchos planes, entre ellos la revitalización del cultivo del cacao que lleva mucho tiempo descuidado y que Phynatura inició en el 2005. Si tiene éxito en sus esfuerzos, la comunidad pronto estará extrayendo un tipo de oro puro diferente: chocolate.
Chocolates El Rey, un fabricante de chocolate venezolano muy reconocido, quiere comprar cacao de El Caura. Y la empresa está dispuesta a pagar un dólar por kilo de granos de cacao, la empresa está de acuerdo con no depreciar el precio como ha sucedido con otros productos forestales.
Phynatura dice que el sueño pronto se podría convertir en realidad, con la simple adición de un poco de gasolina. Según parece en El Caura hay 12 toneladas de cacao almacenadas en un centro de recolección que las comunidades no han sido capaces de mover debido a la falta de gasolina.
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Para que esta cosecha se convierta en chocolate —que ayude a asegurar el futuro de la comunidad— los granos de cacao deben recorrer el arduo camino seguido por este periodista al principio de esta historia a la inversa: los granos deben de ser cargados en una embarcación y transportados al Salto Pará y luego llevados sobre las espaldas de hombres durante siete kilómetros y bajados por una pendiente.
Luego, una vez en El Playón, tienen otras diez horas en un barco por el río Caura hasta Maripa, a continuación otras tres horas hasta una planta de Chocolates El Rey en el oeste de Venezuela. Por último, una vez trasformados de cacao a dulces, estas exquisiteces de la selva estarán listas para el viaje a los EE.UU. y Europa.
Ese chocolate, una vez que llega al extranjero y es comprado por los consumidores, podría ayudar a salvar la selva del Amazonas y su gente. Es verdad que los conquistadores españoles nunca encontraron la ciudad legendaria hecha de oro. Pero las plantaciones nativas que se cultivan en el Parque Nacional Caura podrían sentar las bases de un nuevo El Dorado —una comunidad de El Caura para ser disfrutada y sostenida, no explotada y saqueada—.
Este artículo es parte de una serie sobre la agrosilvicultura de todo el mundo, pueden ver todos los artículos aquí (en inglés).
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